25
El resto de la comitiva estaba en el campamento, aguardando el regreso de los demás. Aunque hasta ellos llegaba el bullicio de la ciudad, allí todo estaba en calma. Cody se había dormido en el carromato y Kirk se había sentado en compañía de los perros a la sombra de un árbol, desde donde tenía mejor vista para vigilar el ganado. Edna y Nube Gris estaban junto a la hoguera. El indio se mostraba meditabundo desde que llegaron a la ciudad, en concreto desde que vieron la montaña de esqueletos de búfalos, así como una carreta cargada hasta los topes de pieles de estos animales. La joven sospechaba que el ánimo reservado de su amigo guardaba alguna relación con aquel espantoso espectáculo y le dolía verlo tan abatido. Con todo, no sabía cómo sacarlo de su mutismo.
—Nube Gris…
—¿Qué? —contestó distraído, con la vista fija en las llamas que lamían el hierro de la olla colgada del trípode.
—¿Por qué cazan tantos búfalos?
El rostro de Nube Gris se hizo aún más insondable, y Edna se arrepintió de haber formulado esa pregunta.
—Es la manera de ir acabando con los indios, dejarlos sin alimento para sus familias, sin pieles para vestirse o para hacer sus tipis.
—¿Y por qué se lo consienten?
Nube Gris alzó por fin la cabeza y la miró fijamente.
—¿Los indios o el gobierno?
La pregunta pilló desprevenida a la chica, que en realidad no acababa de entenderla. Se sintió tonta.
—Los dos.
Nube Gris permaneció callado unos minutos que a Edna le parecieron eternos. Quería darle consuelo, pero no se atrevía a acercarse, y mucho menos tocarle.
—El tiempo de los indios se está acabando. Donde antes únicamente había praderas y cielo, ahora hay pueblos de colonos, vías de ferrocarril, diligencias que cruzan los estados de un extremo a otro. Las tribus, ya sean nómadas o las que vivían asentadas en sus poblados, se han visto obligadas a abandonar sus tierras. En parte por la falta de caza, y eso es el resultado de la matanza indiscriminada de los búfalos. El gobierno incentiva esa carnicería para matar de hambre a los indios y obligarlos a aceptar que los encierren en las reservas. Si esto no acaba, los búfalos desaparecerán y con ellos también los indios.
La voz monótona de Nube Gris conmovía más a Edna que un discurso vehemente sobre la injusticia que se estaba realizando con el pueblo indio. Por primera vez fue consciente de lo que el hombre blanco le estaba haciendo a la gente de su amigo. Los colonos se habían instalado en tierras que supuestamente no pertenecían a nadie, sin tener en cuenta a los que llevaban siglos viviendo allí. Guiada por un sentimiento a medio camino entre la vergüenza y la pena, alargó la mano y la posó sobre la de su amigo, un hombre que nunca encontraría su sitio, que nunca viviría como su pueblo lo había hecho durante siglos ni sería aceptado por los blancos.
—Entiendo cómo te sientes —adujo ella.
Nube Gris sonrió con tristeza. Giró su mano y entrelazó los dedos con los de ella.
—Mira el color de tu piel. Tú eres blanca como la leche, la mía es oscura. Eso nos hace diferentes. ¿Cómo puedes entenderme?
—Porque soy mujer y, a pesar de ser blanca, lo que yo opine no vale mucho. Tanto tu pueblo como nosotras, las mujeres, ya seamos blancas o no, tenemos que acatar órdenes, no se nos pregunta qué deseamos. Nosotras hemos de seguir a los hombres de nuestra familia sin chistar. Pasamos de depender de nuestros padres o hermanos a estar a las órdenes de un marido que se hace dueño de todo lo nuestro. Nos despojan de todo, como a tu pueblo.
Los ojos obsidiana de Nube Gris se perdieron en la mirada celeste de Edna.
—Entiendo lo que quieres decir; con todo, una mujer blanca siempre valdrá más que un indio.
Edna apretó los dedos de Nube Gris.
—Para mí eres un hombre maravilloso, bueno, valiente y… —tragó con dificultad—, muy guapo.
Las palabras de la joven calaron muy hondo en él, tanto que sintió que su corazón se aceleraba.
—Edna…
El ruido de los caballos lo interrumpió. Se pusieron en pie de un salto, como si los hubiesen pillados haciendo algo vergonzoso. Vieron que Emily y los demás se acercaban. Nube Gris echó a andar para reunirse con ellos.
—Nube Gris —lo interpeló Edna—, ¿qué me ibas a decir?
El indio sonrió sin que el gesto le llegara a los ojos.
—Nada, ya no importa.
En cuanto desmontaron, Sam los puso al tanto de lo que habían averiguado y Joshua confirmó que había mandado el telegrama a su tía.
—Entonces, ¿pasaremos la noche en casa de esa señora? —inquirió Edna con un brillo de emoción en los ojos—. ¿Podremos dormir en una cama?
Emily asintió, avergonzada por haber sido tan egoísta al dejarse llevar por los celos. Todos ellos habían llegado al límite de sus fuerzas, y unas noches de auténtico descanso y un baño antes de volver al rancho los dejarían como nuevos.
—Sí, dormiremos en camas y podremos bañarnos.
Kirk chasqueó la lengua tras dar un trago a su petaca.
—¿Y dónde dejaremos los perros?
Emily y Sam se miraron, porque no habían caído en ese detalle. La voz de Douglas los sacó de su incertidumbre.
—Yo dormiré en la carreta, alguien tiene que vigilarla. Así, de paso, echaré un ojo a los perros.
Lo dijo con aire de suficiencia, como si aquello fuera lo más importante de todo el viaje. En realidad, necesitaba algo de libertad para buscar a Jack y su amigo. Esa misma mañana en el desayuno acordaron la ruta que tomarían para el regreso y ya podía decirle al idiota del sobrino de Crawford dónde habían de tender la emboscada, aunque ya solo quedaban dos hombres y, por muy bien que se colocaran, estarían en desventaja. Tal vez pudieran contratar a otro pistolero; al fin y al cabo en Dodge City no sería difícil encontrar a un tipo que quisiera ganarse algún dinero sin hacer preguntas.
Sam se encogió de hombros.
—Como quieras…
Todos se dispusieron a recoger y llevar el ganado a los cercados del ferrocarril. Para alivio de Emily, Linker lo había dejado todo dispuesto para que el ganado fuera atendido, lo que la dejaba más tranquila. Aunque un detalle la inquietó: en el recibo que le entregó el encargado de los cercados no se indicaba la cantidad acordada.
—¿Qué ocurre? —inquirió Sam al verla fruncir el ceño.
—Nada, o eso creo, pero aquí no se estipula lo que Linker tiene que pagarme por el ganado, solo se hace referencia a la entrega de las reses.
Sam volvió a dirigirse al empleado, que ya se alejaba.
—¿Cuándo sale el próximo tren?
—Hasta mañana a mediodía no llega el de Wichita. Si le preocupa que se lleven su ganado antes de haber recibido el dinero —explicó el joven—, tiene que saber que el señor Linker siempre lo inspecciona antes de cargarlo en los vagones, y eso no será hasta mañana por la tarde. Tienen tiempo de hablar con él y aclarar sus dudas.
—De todos modos me pasaré por aquí temprano —señaló Kirk—. No es que no me fíe de ese hombre, pero la prudencia nunca está de más.
El empleado se dio la vuelta y dijo por encima del hombro:
—Como quiera, pero cerramos el recinto y hay guardias toda la noche para evitar los robos de ganado. En cualquier caso, si se pasa por aquí, no lleve armas y tenga las manos a la vista.
Algo más tranquila, Emily entendió que ya no había excusa para demorar el momento de presentarse en casa de Lorelei. Los celos todavía la azotaban como oleadas que iban y venían pillándola desprevenida. No estaba acostumbrada a ese sentimiento posesivo que tanta vergüenza le inspiraba, pero lo que Sam representaba para ella iba más allá de la cordura, y no quería que ninguna mujer se interpusiera entre ambos en el poco tiempo que les quedaba.
La casa de Lorelei se elevaba en lo alto de una pequeña loma, lo que la hacía aún más impresionante. Como la mujer les había dicho, estaba rodeada de árboles frutales que desprendían el olor dulzón de las flores. Era una edificación de tres plantas, pulcramente pintada de blanco, con un porche que ocupaba toda la fachada, donde se veían mecedoras que se balanceaban al ritmo de la brisa de la tarde.
—Es una casa preciosa —susurró Edna, encandilada—. Con nuestros vestidos arrugados pareceremos las criadas.
Emily inhaló, consciente de su aspecto. No había tenido tiempo de arreglarse, y aunque lo hubiese conseguido, habría sido inútil, porque no tenía nada mejor que ponerse. De manera que se irguió todo lo que pudo.
—No tenemos nada que envidiar a esa mujer, Edna.
—Si tú lo dices… —musitó la chica sin apartar la mirada de la fachada, y eso hizo que Emily se desinflara.
¿A quién iba a engañar? Si hacía memoria, el vestido de Lorelei le había parecido exquisito y ella se había sentido como una pueblerina frente a una dama de ciudad. Soltó un suspiro de resignación.
—Bien, allá vamos. No sirve de nada quedarnos aquí.
Azuzaron sus caballos para reunirse con los demás, que ya se apeaban de sus monturas. Apenas los alcanzaron cuando la puerta se abrió y apareció Lorelei, ataviada con otro vestido, uno de gasa cremosa que se amoldaba a sus formas como un guante.
—¡Ya habéis llegado!
Bajó los cuatro escalones tan rápido que Emily no la vio llegar. Para su sorpresa, vio salir a otras dos mujeres. Una de ellas era una belleza de piel oscura con ojos rasgados y boca perfecta. La otra era una india ataviada como sus dos amigas, aunque sus rasgos hablaban de una raza orgullosa. Para consternación de Cody, las tres se dirigieron sin pensárselo al niño, que se fue acercando a la falda de su madre.
—¡Mirad qué hombrecito tan serio! —exclamó Lorelei, pellizcándole las mejillas—. ¡Pero qué guapo eres! ¿Verdad, chicas?
Cody echó una mirada aturullada a su madre, pero las tres mujeres ya le rodeaban, acariciándole el pelo y preguntándole cómo se llamaba. Emily no pudo por menos que sonreír.
—Venga, entrad, ya nos presentaremos todos dentro. Y tú —siguió Lorelei, echando un brazo por encima del hombro de Cody—, cuando Sam me dijo que un niño viajaba con él, me fui corriendo al almacén general y compré una cosa que sin duda te gustará.
—¿Qué es? —quiso saber el muchacho, receloso.
—Caramelo con pecanas. ¿Te gusta?
—Nunca he comido pecanas caramelizadas. ¿Es como las manzanas con caramelo? —insistió, ya más interesado.
—Mucho mejor. ¡Seguro que te gusta!
Entraron todos menos Emily y Sam. Este la miró de reojo.
—¿Lo ves? Lorelei es así, le encanta cuidar de los demás. Habría sido una buena madre, siempre cuidaba de las demás chicas.
—¿Y por qué no ha tenido hijos?
—Porque una enfermedad venérea la dejó estéril. No puede tenerlos, no lleva a término los embarazos.
Emily alzó las cejas, sorprendida de que Sam hablara con tanta naturalidad de asuntos que los hombres evitaban.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque estando en Laramie sufrió un aborto. El médico llegó tarde por culpa de una tormenta y yo tuve que ayudarla. Esa noche me contó su vida, y no fue divertido.
—Lo siento —susurró Emily, cada vez más avergonzada.
—No lo sabías.
—Sin Cody me habría vuelto loca —dijo sin mirarlo—. Él era el que me daba y me sigue dando fuerzas. No hay un vínculo más fuerte que el de una madre con su hijo. Siento que Lorelei no los tenga. ¿Y quiénes son las otras dos chicas?
Sam volvió a mirarla de reojo.
—No las conozco, pero sabiendo cómo es Lorelei, me imagino que palomas descarriadas que ha sacado de algún lugar peligroso.
Emily se miró las puntas de las botas desgastadas.
—Ahora me siento como una arpía…
Sam la abrazó por la cintura y la acercó hacia sí.
—No, eres una guerrera celosa y eso me gusta.
Emily alzó la mirada para encontrarse con esos ojos pálidos. La barba era tan tupida y negra que el azul hielo resultaba más inquietante.
—No te burles de mí, Sam Truman. Y te recuerdo que tenemos una conversación pendiente. Tú lo sabes todo de mí, pero no has contestado a mi pregunta de esta mañana y espero recibir una respuesta.
Sam se rio por lo bajo y la cogió de un codo para guiarla hacia las escaleras.
—No, si yo puedo evitarlo —musitó muy bajito.
—¿Qué has dicho?
—Nada. Entremos antes de que Lorelei seduzca a Cody.
—¡Sam! Yo nunca pensaría una cosa tan espantosa…
Por toda respuesta, Sam soltó una carcajada antes de entrar.