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Sam maldijo una y otra vez la lluvia que se le colaba por el cuello y se le deslizaba por la espalda hasta empaparle la camisa. Rufián, su caballo, avanzaba a paso lento, sorteando los desniveles que la lluvia estaba dejando en el camino.
Le era imposible dejar de pensar en la mujer del almacén y su hijo. Cuando le dijo que le recordaba a alguien, pensaba en su hermana Mary Jane. Se parecían: las dos eran menudas, con el cabello castaño y grandes ojos marrones que parecían comerse el resto del rostro. Las dos tenían la piel muy blanca y se sonrojaban con facilidad cuando se ponían nerviosas. Pero las similitudes acababan ahí. Mary Jane estaba muerta, y la mujer del almacén, no.
Tampoco tenía muy claro por qué la había ayudado; hacía mucho que cualquier señal de bondad había desaparecido de su persona. En concreto desde que regresó de la guerra catorce años antes y se encontró el rancho de su padre quemado hasta los cimientos y a toda su familia asesinada por unos comancheros. Los vecinos los enterraron en la loma cerca de la casa y lo único que quedó de ellos fueron otras tantas cruces de madera con sus nombres burdamente tallados. Desde entonces llevaba mucho tiempo vagando de un lado a otro y había pasado los últimos tres años trabajando en una mina de oro en Oregón.
En esos momentos se dirigía al este, no había decidido aún dónde se instalaría, pero cuanto más lejos del sur, más atrás dejaba los recuerdos. Después de vagabundear de un estado a otro, quería volver a empezar una nueva vida alejada de todo lo que le recordara a su familia.
Los ojos de la mujer volvieron a atormentarle recordándole que él también sabía lo que era no tener quien le ayudara. La tendera, esa vieja víbora, se había ensañado recalcando lo que Emily le debía por el simple placer de mortificarla. Y la pobre mujer había aguantado la vergüenza con dignidad, cogida de la mano de su pequeño, que parecía un cachorro con aquellos ojos color miel. Su sobrino Julian había tenido su misma edad, unos nueve años, cuando fue cruelmente asesinado a manos de los comancheros.
Se sacudió el recuerdo de su sobrino y el de Emily Coleman. Tenía que pensar en otras cosas, como poner distancia entre Carson y él. Durante tres años trabajaron en la misma veta en la mina, con una diferencia; Carson era un vago peligroso que no dudaba en recurrir a su navaja para cubrir sus vicios sin cansarse demasiado en la mina. Por su parte, Sam no pensaba más que en acumular cuanto pudiera para largarse de allí. Unos días antes de abandonar el barracón mohoso donde llevaba viviendo tres malditos años, sorprendió a Carson registrando sus pertenencias. No tardaron en llegar a las manos y los demás empezaron a apostar a su alrededor azuzándolos como animales. Sam logró finalmente asestarle un puñetazo que dejó a su contrincante inconsciente, pero al momento supo que debía salir de allí cuanto antes. Carson había echado el ojo al oro de Sam y sin duda estaba dispuesto a conseguirlo a cualquier precio con la ayuda de sus amigos. Ya lo había visto acuchillar a un hombre a traición por mucho menos de lo que él escondía en el barracón.
De eso hacía ya una semana; desde entonces había dejado atrás Oregón y se adentraba en Kansas con la intención de buscar algo que le permitiera asentarse. Era consciente de que sería difícil, pero en el este se estaban asignando parcelas y él aspiraba a tener su propio rancho.
Un movimiento le llamó la atención y las orejas tiesas de Rufián le confirmaron que algo los acechaba. La lluvia le entorpecía la vista convirtiendo todo lo que le rodeaba en un borrón difuso. Oteó el camino frente a él: el sendero bordeaba la linde de un bosque oscuro que la escasa luz del día convertía en una trampa. No pensaba cruzarlo, prefería dar un rodeo. No tenía prisa, aunque la lluvia lo estuviese calando hasta los huesos. Se metió una mano bajo el guardapolvo, dispuesto a desenfundar su arma ante cualquier peligro.
No tuvo tiempo de reaccionar: una sombra se le echó encima desde un árbol y lo derribó. Sam cayó muy cerca de su caballo, que se encabritó y se alejó trotando. Enseguida aparecieron cuatro hombres. Estaba rodeado. No pudo hacer nada cuando la primera patada le dio en el estómago dejándole sin aire en los pulmones. Se dobló por la mitad, intentando protegerse la cara con los brazos. La segunda patada, que no se hizo esperar, le dio en los riñones. Soltó un gruñido de dolor. La tercera pierna que arremetió contra él para darle en la cabeza no tuvo oportunidad de acertarle, ya que la agarró con las manos y derribó al hombre. Se le tiró encima, ignorando las punzadas de dolor que le laceraban el cuerpo. Golpeó la boca de su atacante con el puño arrancándole un grito. No se reprimió y volvió a aporrear.
Dos atacantes lo agarraron de los brazos alejándolo del cuerpo que segundos antes había estado golpeando. La lluvia le cegaba hasta tal punto que apenas acertaba a distinguir los rostros de sus atacantes, pero la voz de Carson le reveló quiénes eran.
—Vaya, vaya… Sí que sabes pegar —dijo con voz burlona. Acto seguido le asestó un puñetazo en el vientre.
Sam boqueó buscando aire. No pudo reponerse, ya que un nuevo puño se estrelló contra su mejilla. Notó que la sangre le inundaba la boca y se le colaba por la garganta. Un nuevo golpe le cegó el ojo derecho. Diminutos puntos blancos estallaron detrás del párpado. Ya no sabía si lo que se deslizaba por su cara era la lluvia o su propia sangre.
—¿Dónde tienes el oro? —preguntó Carson, agarrándolo del pelo. Le echó la cabeza atrás con tanta brusquedad que Sam notó como le crujían las vértebras del cuello—. ¿Dónde lo has escondido?
—No me queda nada —farfulló Sam con la boca llena de sangre—. Lo perdí todo en una partida de póquer.
Un puñetazo más lo dejó tan aturdido que se quedó colgado de los dos hombres que lo sostenían. Después perdió la cuenta de los golpes, lo único que sabía a ciencia cierta era que apenas lograba pensar. Los puñetazos se abatían sobre él como la lluvia helada.
—Registradlo —ordenó Carson.
Lo dejaron caer en el lodo y se dispusieron a despojarlo de todo lo que llevaba encima.
—¿Qué hacemos con sus Colts? Son de lo mejor, mirad las culatas de nácar —exclamó uno de ellos.
—No es lo que nos interesa —soltó Carson dando una patada a uno de los revólveres. Buscó a su alrededor—. Registrad su caballo, tiene que estar en las alforjas.
Rufián los observaba a una distancia prudencial, desconfiando de los desconocidos. Los hombres fueron acercándose lentamente con los brazos abiertos. Sam ya no representaba una amenaza: permanecía tirado en el barro con el rostro ensangrentado mientras uno de los atacantes lo apuntaba con su arma.
Lograron acorralar al caballo y enseguida le sujetaron las riendas que colgaban por debajo de la cabeza. Carson se dispuso a vaciar al instante el contenido de las alforjas y soltó un grito de rabia cuando constató que lo que buscaba no estaba allí. Rufián se encabritó, asustando a los hombres, y se alejó trotando.
Carson volvió junto a Sam y le pateó las costillas.
—¿Dónde tienes el oro?
—No me queda nada —repitió Sam con un hilo de voz.
—¡En tres años no te he visto tocar una carta! —gritó Carson.
Sam le miró con el único ojo que podía abrir.
—Puedes patearme hasta dejarme inconsciente, pero no conseguirás mi oro porque ya no lo tengo.
Como respuesta Carson lo golpeó hasta que Sam quedó hecho un ovillo en el suelo.
—¿Y ahora qué hacemos con él? —preguntó uno de los hombres.
—Colgadlo —ordenó Carson, asestándole una última patada en la cara—, pero de los pies. Si ya no tiene el oro, no nos sirve de nada.
La lluvia había convertido el camino habitual para llegar al rancho en un río de barro intransitable. Emily tuvo que retroceder para tomar otro mucho más largo. Rezó para que fuera seguro, porque si ese también se convertía en una trampa para las ruedas de la carreta, se veía pasando la noche bajo la lona en medio de la llanura. Azuzó suavemente a Sansón, alentándolo a apurar el paso. El animal avanzaba con prudencia, escarmentado por el susto que los tres se habían llevado al intentar cruzar lo que habitualmente habría sido un arroyo de pocos centímetros de profundidad y que se había convertido en un río peligroso.
—Tengo hambre —se quejó Cody bajo la lona.
—Lo siento, pero ya te has terminado el pan y el queso; no nos queda nada más. No sé cómo puedes tener hambre con todo lo que has tragado esta última hora.
En efecto, Emily no se explicaba dónde metía su hijo todo lo que ingería al cabo del día, porque el niño estaba flaco como un palo. Le estudió el perfil ceñudo. No se parecía en nada a su padre, todos decían que era el vivo retrato de su madre. Esperaba que su hijo fuera más fuerte que ella, más alto y más valiente. No habían tenido una vida fácil, ni antes de que se marchara Gregory Coleman ni después. A sus nueve años, Cody era un chico trabajador que ayudaba cuanto podía a su madre o a los chicos del rancho. No temía ensuciarse ni le hacía ascos a cualquier tarea con el ganado. Emily anhelaba poder darle todo lo que deseaba, como una simple manzana caramelizada. El corazón se le encogió al recordar cómo se la había comido el pequeño, al principio con vacilación, después con glotonería. Una vez acabada la delicia, se estuvo chupando los dedos pringosos hasta que los dejó relucientes. Aquel recuerdo la llevó de nuevo a pensar en el hombre del almacén, consciente de que en adelante siempre que viera una manzana caramelizada su imagen volvería a su mente.
Se había quedado con ganas de averiguar el nombre del desconocido, saber algo más de ese hombre de ojos claros y aspecto amenazador. Evocó su imagen bajo la lluvia, observando cómo se marchaban, callado, con la mirada fija sin parpadear. No volverían a verse y en cuestión de unos pocos días el desconocido se convertiría en un recuerdo difuso. En cierto modo eso la apenaba, porque para ella representaba la prueba tangible de que la bondad podía aparecer en el momento más insospechado y bajo la apariencia de un hombre que parecía un heraldo de la muerte.
El traqueteo de la carreta empezaba a adormilarla. Llevaba levantada desde las cinco de la madrugada y los párpados se le cerraban en cuanto se relajaba. El frío que se le colaba por la falda empapada no la ayudaba a espabilarse. Intentó aferrarse con más fuerzas a las riendas y las agitó en un vano intento de animar también a Sansón.
—¡Mamá! ¡Mira!
La voz excitada de Cody bastó para que ella se irguiera en el asiento. Siguió el punto que el pequeño dedo señalaba en el camino frente a ellos. Un caballo aguardaba junto a un árbol del linde del bosque que tenían a su izquierda. No le costó mucho distinguir lo que el animal empujaba suavemente con la cabeza. Un hombre colgaba de una rama, atado por los pies. No podía verle la cara, porque el guardapolvo le pendía de los brazos tapándole la cabeza. La camisa también le colgaba, dejando al aire una buena porción de piel que mostraba señales de haber recibido una verdadera paliza.
Emily se estremeció y llevó lentamente una mano bajo el asiento, donde guardaba el rifle. Lo sacó con gestos pausados sin dejar de atisbar a su alrededor. Vio objetos tirados en el camino, como la silla de montar, las alforjas, una manta empapada de barro, unos pocos utensilios de cocina y algo que podría haber sido una muda de ropa, hecha jirones. Tiró de las riendas con una mano y apuntó con el rifle buscando un posible peligro escondido. Solo se oía el ruido monótono de la lluvia; por lo demás todo parecía en calma. Temerosa, se deslizó hasta el suelo con cuidado sin bajar el rifle. Era muy consciente de que por esos caminos podía encontrarse con cualquier desalmado que no dudaría en matarlos por lo que llevaban en la carreta.
—Cody, acerca la carreta un poco más, pero ve despacio.
El niño obedeció y guio a Sansón hasta que estuvo a la altura del otro caballo, que los observaba con desconfianza. Por su parte, Emily se acercó al hombre. Con la punta del cañón levantó el guardapolvo lo suficiente para ver el rostro. Ahogó un jadeo cuando vio la cara ensangrentada, tan golpeada y abotargada que apenas si se le veían los ojos. Temió que estuviera muerto, porque no se movía. Tragó saliva, indecisa; aunque estuviese muerto, no podía dejarlo allí colgado del árbol, a merced de los cuervos. Sin embargo, tampoco tenía con qué cubrirlo, y debía darse prisa para llegar cuanto antes al rancho. Dividida entre lo que consideraba un deber cristiano y lo que le dictaba la prudencia, se quedó mirando aquel rostro castigado.
Un gemido salió de la boca del hombre. Emily se sobresaltó, sorprendida.
—Dios mío, está vivo —susurró—. ¡Cody! Acerca la carreta un poco más y déjala justo debajo del hombre. Está vivo.
Cody se apresuró a obedecer, apartando al otro caballo mientras su madre se sacaba la navaja de la bota y cortaba la cuerda. Cuando el cuerpo cayó sobre la lona se oyó un gruñido apenas humano y el hombre se hizo un ovillo resollando con dificultad.
—¿Quién es? —quiso saber Cody, más impresionado que asustado.
—No lo sé. —Lo cubrió como pudo con el guardapolvo, tapando la piel que había quedado expuesta—. Cody, recoge las cosas que están tiradas por el camino y ata las riendas del caballo a la carreta.
Mientras daba órdenes a su hijo, Emily buscó una manta seca que guardaba debajo del asiento. No la había sacado pensando que, si debían pasar la noche en la carreta, al menos tendrían algo con que abrigarse bajo la lona. Lo arropó como pudo y le echó una esquina de la lona encima sin importarle que el barril de patatas y cebollas quedara a la intemperie.
El hombre se quejó suavemente. Con sumo cuidado, Emily le apartó de la cara el pelo empapado y cogió una cantimplora para limpiarle la sangre acumulada en los párpados. El herido abrió los ojos lentamente. Cuando Emily pudo ver esas pupilas tan pálidas como el hielo, sintió que el corazón le daba un vuelco.
—Cielo santo —musitó. Era el desconocido de la tienda; nadie más podía tener esos ojos claros y fríos—. ¿Qué le han hecho?
—Mi caballo —barbotó él con dificultad.
—Mi hijo lo está atando a la carreta. Los llevaremos con nosotros a nuestro rancho.
—Mis cosas…
—Las recogeremos todas, tranquilícese.
El hombre cerró los parpados sin añadir nada más. Emily se preguntó si habría perdido el conocimiento, porque apenas si le oía respirar.
—Mamá, mira lo que he encontrado.
Cody sostenía por las anillas los Colts de empuñadura de nácar con el índice de cada mano.
—Mételos en las alforjas y déjalo todo aquí.
Bajó de la carreta para ayudar a su hijo. La silla de montar estaba tirada en el camino, embarrada. Aunque pesaba mucho debido a que el cuero se había empapado, la izó hasta dejarla cerca del hombre, que no había vuelto a abrir los ojos.
—¿Le habrán asaltados unos ladrones?
—No lo sé, no se han llevado el caballo ni la silla de montar…
Buscó a su alrededor, inquieta. Cuanto antes se alejaran de allí, más seguros estarían todos. Se subió al pescante con el rifle colgado del hombro y se abrigó bajo la lona como pudo.
—Vámonos, Cody. No quiero quedarme ni un minuto más aquí.