XVI
Mónaco. El Northern Star se hallaba anclado en la dársena junto al yate del príncipe. Habíamos comido a bordo, bajo la carpa de rayas naranjas y azules. A nuestra izquierda se alzaba el casino, recargado pastel de arroz, entre la guarnición de angélica de unas palmeras demasiado verdes. Bajo la cálida bruma y las manchas de sombra en movimiento de las nubes de paso, la montaña se difuminaba en tonos grises. Algo más allá, los cuadraditos rosas de las casas de La Turbie parecían derretirse bajo el sol, como helados de frambuesa delante de un radiador.
Griselda y Ruth Maughan habían bajado a tierra para ir de compras. Llegarían en un rato con un cargamento de coloretes, polvos, carmín para los labios, horquillas, perfumes muy caros y lociones inglesas en botellas hexagonales decoradas con los perfiles de las diosas griegas.
El señor Maughan había bajado a buscar unos puros a su camarote. Yo me dejaba mecer por el vaivén de mi deck chair… La dulzura de haber vuelto a nacer. La quietud perfecta. La vida es tan bella cuando se han rozado las falanges frías de la Muerte acechante… Rememoraba nuestra fuga por el mar Negro. Mi despedida de Lobachov y de Chapinski frente al Cuerno de Oro. Porque este último, cargado de billetes, había querido rehacer su vida en Constantinopla. Bolchevique por accidente, businessman de vocación, mañana sería cambista en Pera, encargado de sala de baile en Berlín o importador de caviar en Londres… Lobachov, un santo, también nos había dejado. Pero él echaba de menos, como Cándido, su pequeño semáforo, donde, a la sombra de los pabellones del código marítimo, cultivaba a Pushkin, Emerson y Schopenhauer. Se retirará a una casa minúscula de Disdarié, moteada de rosas rojas y cercada de madroños enanos. Enfrente del Bósforo, que incita a la meditación, soñará con una época pasada para siempre, en la que a nadie se le ocurría escupir en los pasillos del Palacio de Invierno, en la que las manos sucias de los guardias rojos no mancillaban los gobelinos de la hermosa Kshesínskaya y en la que las habitaciones virginales del Instituto Smolny no habían sido ocupadas todavía por marineros borrachos ni dictadores descerebrados.
Mi amigo Ivanov, mi liberador, se había quedado a bordo a instancias de Griselda, que había prometido organizar un concierto para él en el Carnegie Hall de Nueva York. Sentado al piano, había amenizado las horas de nuestra travesía y puesto música a mi segunda luna de miel con Griselda.
El sobrecargo vino a interrumpir el curso de mis pensamientos.
—Un telegrama para usted, sir. Jenkins acaba de traerlo de la lista de correos.
Sin duda eran noticias de lady Diana, a quien había telegrafiado desde Constantinopla un breve resumen de mi misión abortada. Abrí el mensaje:
Sorprendida ante todo por vuestra increíble aventura. Varichkin igualmente estupefacto. Os felicito de corazón por la feliz huida. En principio, boda programada para el 26 de junio, salvo imprevistos. Pedidle a la princesa Séliman que me haga el honor de asistir. Pero, si es posible, acudid al castillo de Glensloy (Loch Lomond) en cuanto recibáis este telegrama. Deseando veros. Algo me tiene preocupada. Con todo mi cariño, Diana.
Nuestro amigo Maughan apareció mientras doblaba de nuevo el papel.
—¿Noticias de la bella Irina? —bromeó.
—No, querido amigo. Lady Diana Wynham nos invita a Griselda y a mí a su boda con Varichkin, que se celebrará el 26 de junio; es decir, dentro de diez días exactamente.
—¿Se casa con un bolchevique? ¡Qué idea más singular!
—Digna de la Madona de los coches cama. Además, piense que este proletario ruso de hoy en día vale más que un gran duque de los de antaño; gracias a él, la concesión de Telavi colmará de petróleo la copa del himeneo. ¡Es una de las sabrosas ironías que a ese malabarista socarrón que es el Destino le gusta reservarnos! Ese comunista a punto de serle infiel al evangelio marxiano y de traicionar a sus camaradas en favor de los capitalistas occidentales va a recuperar una parcela de la fortuna rusa nacionalizada gracias a la intermediación de su futura esposa… Bonita carambola: por un efecto sobre la roja, toca la blanca y gana la partida.
—Pero ¿cómo es posible que lady Diana Wynham, a la que todos describen como una de las lideresas de la sociedad británica, cómo puede ser que esta mujer tan guapa…?
—Pero casi arruinada…
—¿… En fin, a la que en Nueva York consideran una de las Tres Gracias de Hyde Park, pueda estar dispuesta a casarse con un esbirro de los sóviets?
—No comprende usted la situación, amigo mío. No todos los días se encuentran veinte millones de francos de ingresos anuales de la mano de un viejo galán. Los grandes del Reino Unido se han visto seriamente perjudicados por la guerra y los impuestos sobre la renta. Lady Diana Wynham, que depende del oro para ser feliz, tenía pocas probabilidades de encontrar un partido lo bastante adinerado entre los solteros, los viudos o los divorciados de su casta. Estaba destinada a casarse, o al menos a aceptarlo con la mano izquierda, con un nuevo rico sin gracia o con un multimillonario plebeyo y maleducado, y ha preferido a un verdadero bolchevique, un perfecto demoledor de la sociedad moderna, un demoledor de la orden de la hoz y el martillo… una vez hecha su fortuna. Además, ya conoce el gusto de lady Diana por todo lo extranjero, lo novedoso, lo original e imprevisible. Una gran dama descendiente de los antiguos reyes de Escocia que se casa con un comunista al que convierte en el virrey del petróleo… ¡Menudo golpe de efecto! ¿Hace falta más para escandalizar a las redacciones de las gacetas anglosajonas y para que se estremezcan los cables transatlánticos bajo las ondas cruzadas de los comentarios? Porque seguro que ya se imagina lo mucho que sus reporteros yanquis fantasearán en relación a este matrimonio… Ya estoy viendo los titulares a dos columnas: «Súbita conversión de un bolchevique enamorado», «Lady Diana Wynham aplaca a la hidra roja», «De Moscú a Piccadilly», «Eros moja sus flechas en el petróleo». ¡Por citar solo los más sensacionalistas!
El señor Maughan meneó la cabeza y sonrió.
—Seguramente tenga razón. Va a ser testigo de una boda a la que no le faltará chispa, igual que la de la carpa y el conejo.
—Ese tipo de uniones son las más estables.
Las carcajadas pusieron fin a nuestra conversación. Griselda y Ruth Maughan volvían de Montecarlo con innumerables paquetitos atados con cintas rosas.
—¡Pero, mujer! —regañó Maughan a su esposa—. ¿Es que habéis saqueado todas las perfumerías monegascas? Dicen que el dinero de los maridos americanos se volatiliza entre los dedos de sus esposas. ¡Y es cierto, pero yo diría que más bien se vaporiza!
Griselda reparó en el telegrama. Le anuncié la noticia de la boda inminente de lady Diana y manifestó su deseo de aceptar la invitación, puesto que, en seis días, el yate estaría de regreso en Southampton.
Acabábamos de vestirnos para cenar en el Cyro’s cuando el sobrecargo me trajo un segundo despacho. Lo abrí en el mismo portalón y leí lo siguiente:
Gérard, os suplico que vengáis inmediatamente al castillo. Varichkin ha desaparecido. Estoy desamparada. Vuestra de todo corazón. Diana.
Griselda y mis amigos comentaron este último mensaje en el Hispano-Suiza que nos conducía al Cyro’s.
—Una novia que pierde a su prometido ocho días antes de la boda, eso sí que es mala suerte —observó Griselda, que confiaba en mí y no estaba celosa de lady Diana.
—¿Estará quizá reculando el bolchevique ante el Rubicón? —bromeó Ruth Maughan.
—Se habrá tirado al pozo… —añadió su marido— y ha resultado que no hay petróleo.
—La situación debe de ser grave para que lady Diana me haya enviado este segundo despacho —protesté yo—. Porque pueden reprochársele muchas debilidades, pero no la cobardía.
Griselda le dio a Ruth un codazo.
—¡Escuchen al paladín! —dijo entre risas—. Jamás me habría imaginado que un día podría tomarse tan en serio la defensa de la viuda y el huérfano.
—¡Je, je! —Se carcajeó Maughan—. La viuda es atractiva. En cuanto al huérfano, ¡esperemos a que Varichkin esté muerto!
—Se equivocan con sus chistes —exclamé yo—. Lo único que hago es cumplir con mi deber asistiendo hasta el final a una mujer que ha depositado su confianza en mí y que ahora me pide ayuda.
Griselda me acarició la mejilla con su mano enguantada.
—Gérard, estamos bromeando. De sobra sabes que no te reprocharía nunca que actuases según marcan las reglas del honor y la lealtad. Tienes mi permiso para tomar el primer tren de mañana por la mañana rumbo a Escocia. Nosotros volveremos a Inglaterra con el yate. Me hospedaré en el Ritz de Londres y vendrás a buscarme para asistir a la boda de lady Wynham… ¡Si de aquí a entonces reaparece el fugaz de Varichkin!
—Griselda —contesté acariciándole el brazo—, te estoy infinitamente agradecido por comprender la situación. De verdad que no podría abandonar a esta mujer ahora que me necesita.
Entramos en el Cyro’s. Una cantante rusa con una diadema titilante y dos exiliados disfrazados con chaqueta roja y botas blancas de cabritillo salmodiaban la Dubinushka. Los recuerdos me subieron en tropel al cerebro. Miré con curiosidad a los comensales indiferentes, que mordisqueaban sus costillas de cordero o separaban, concentrados, el costado escarlata de su pêche Melba[35]. Algo más lejos, unas mujeres adoptaban posturas hieráticas, con la boquilla de sus cigarrillos apuntando a la araña del techo y el mentón atrapado en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto a sus palmas. Trataban de saborear, como si de un licor se tratase, aquella música alucinante, mientras yo pensaba en los guardias rojos de Nikolaya, en el gorila ejecutor de la justicia, en el desgraciado Chernyshev, autómata patético cuyo engranaje había visto desmoronarse delante de mí, y me daban ganas de interpelar a aquellas gentes que bromeaban con el canto de la muerte. De buena gana los habría salpicado con una palada de barro que les recordara que la vida no es para todo el mundo una sala de baile abierta las veinticuatro horas, en la que reina la despreocupación.
Griselda debió de leerme el pensamiento, porque me tomó dulcemente de la mano y susurró:
—Gérard, te comprendo y te amo.
Se lo agradecí con una mirada tierna y enseguida me calmé. Me di cuenta de lo pueril que había sido mi breve indignación. Aquellas gentes eran los felices del mundo. Se divertían. Y hacían bien. No habían hecho nada para ser felices. Pero lo eran. O creían serlo. ¿Acaso no ha caducado la fórmula oriental de la felicidad y el hombre feliz de hoy ya no es aquel cuya mujer no tiene casi con lo que vestirse?
Me senté junto a Maughan. Iba a pedirle su opinión sobre aquel importante tema, pero me respondió con más pertinencia de la que él hubiera imaginado:
—Sí, compadre, ¡cuatro martinis!
A medianoche nos hallábamos de vuelta en el yate. Ya estaba acostado en la cama cuando Griselda, vestida con un vestido chino verde almendra y rojo vivo, vino a sentarse en el borde de mi cama.
—En el fondo, quizá me equivoque dejándote acudir solo al castillo de la Bella Durmiente, ¿no? —me preguntó. Hacía como que bromeaba, pero yo me daba cuenta de que disimulaba su preocupación. Enterrando los dedos ensortijados de perlas en mis cabellos, continuó—: ¿Has sido su amante, verdad?
Lo negué. Ella volvió a la carga.
—Gérard, dime la verdad verdadera. Dejaré que te marches de todas formas, porque hoy estoy segura de haberte reconquistado, al igual que tú estás seguro también de que me tienes de vuelta en cuerpo y alma. Gérard, con total franqueza, ¿acaso no la amaste un poco?
—Como un hermano, sí. Como un amante, no.
—Has de saber que desde que nos separamos hace dos años he pensado mucho en ti, en la vida, en las crisis sentimentales que a veces alejan a dos seres destinados a estar juntos. Ya no soy tan intransigente como antes, cuando me enteré de que estabas en Palm Beach con mi hijastra Evelyn… He reflexionado. He madurado. He comprendido la poca importancia que tienen las infracciones benignas a la fidelidad. Me refiero a aquellas que no afectan al amor verdadero, a la afección del corazón, profunda, duradera, sólida como el diamante… Así que, mi querido Gérard, puedes contármelo todo, que te amo de forma absoluta y me he dado cuenta de ello cuando he sabido del grave peligro que te amenazaba. Puedes confesarme con total sinceridad que lady Diana solo ha sido una aventura.
—Muy bien, pero no, Griselda, querida. Por muy extraño que te pueda parecer, entre ella y yo no ha habido nunca nada. Las circunstancias no lo quisieron así. He aconsejado y ayudado moralmente a esta mujer. Pero todo por puro diletantismo. Esa es la verdad.
Griselda se convenció. Me estrechó en sus brazos.
—Eres un caso único, Gérard, dear, aventurero y Don Quijote. Mezclas con una franqueza desconcertante la lealtad con el gusto por el vicio. En Nueva York llevan dos años hablándome sin cesar de mi marido en el exilio. ¿Sabes lo que les respondía a los que querían perjudicarte, a los cortesanos que intentaban que me divorciara sin sospechar que la pequeña llama seguía aún encendida en mi corazón? Les decía: «¿El príncipe Séliman? Es el san Vicente de Paúl de la Agencia Cook’s. Sería capaz de guiarlo a usted a través de los Infiernos sin chamuscarse el faldón del abrigo». ¿No es verdad?
—Y tú, Griselda, eres la mejor de las almas en la más hermosa de las túnicas chinas. Y, para agradecerte el haberme salvado la vida, voy a hacerte morir en mis brazos.
—¡Oh! ¡Gewrarrrd!
Cada vez que Griselda modulaba mi nombre con aquella entonación de paloma impaciente, yo la sabía vencida. Sin embargo, escapó de mi abrazo y corrió al otro extremo del camarote.
—¿Se puede saber adónde vas, querida? —exclamé decepcionado.
Alargando su hermoso brazo de terciopelo como el cetro de una emperatriz, respondió amablemente:
—Pero, bueno, Gérard… ¡Pues a cerrar la claraboya!