XIV

A la mañana siguiente, después de una noche poblada de sueños atroces, me desperté muy cansado. Palpándome las mejillas sucias y ásperas, sentía que ya me había ganado la lúgubre desesperación de mis compañeros de confinamiento. El vuelo de una falena imaginaria me zumbaba en los tímpanos, y el peso de una losa fúnebre me oprimía la respiración.

Hacia las dos de la tarde, el carcelero abrió la puerta. Tuve la sorpresa de ver a Ivanov entrar en mi celda. Estaba irreconocible. Un alegre resplandor iluminaba sus ojos, una nueva energía animaba sus gestos. El ritmo de sus pasos era más vivo.

—¡Por fin! —se apresuró a contarme—. Es mi última noche en esta tumba… ¡Han recibido la orden de liberarme mañana!

—¿Y eso?

—No tengo ni idea. Y ellos tampoco, sin duda. Pero Chapinski me ha anunciado la buena nueva hace un momento. Le ha costado decírmelo, lo ha hecho a regañadientes, como si mi liberación fuera una decepción para él. ¡Reptil infame! Si pudiera, lo estrangulaba antes de partir.

Felicité a Ivanov.

—Mi pobre amigo, siento mostrarme tan contento delante de usted —se excusó él—, pero la alegría me hierve la sangre. Me habría gustado que usted también…

Esbocé una mueca de fatiga. Ivanov no sospechaba nada. Si hubiera sabido que la señora Muravieva acababa de condenarme al verdugo se habría avergonzado de su vivacidad.

—Esta noche se ha oído el motor del camión —retomó bajando la voz—. De nuevo, otra ejecución en el sótano.

—Sí. Chernyshev.

Ivanov me miró asombrado.

—¿Cómo lo sabe?

—Asistí a la ejecución.

Ivanov dio un respingo.

—¿Usted? —preguntó—. ¿Usted?

—Sí. Cortesía especial de la señora Irina Alexandrovna Muravieva.

—¿La chequista de Moscú? ¿Está aquí?

—Se interesa por mí… Me dio un anticipo de la ceremonia que me espera. Es una sentimental y no lo sabe.

—Mi pobre amigo…

La simpatía de Ivanov era tan sincera que estreché espontáneamente las manos que me tendía. Ya no se atrevía a sonreír; salvado de la muerte, volvía a entrar en sincronía con la habitación del agonizante. Me estuvo haciendo preguntas en voz baja. Le expliqué mi caso con todo detalle.

—¿Qué puedo hacer por usted, amigo? —quiso saber.

—¡Desgraciadamente, nada!

Era bien entrada la noche. Me acosté y dormí durante un rato. Ivanov se había puesto en cuclillas en un rincón. La alegría lo mantenía alerta a su pesar. Mil proyectos se le acumulaban en el cerebro. En mitad de la noche, me desperté de repente. Una idea acababa de despuntar, luz titilante, en medio de mis tinieblas.

—¡Ivanov! —susurré.

—¿Sí?

—Escúcheme.

Se sentó en el borde de mi cama.

—Pude salvar del cacheo mil dólares americanos —dije.

—¡Mil dólares! ¡Vaya!

—Están ahí escondidos, entre dos adoquines, bajo la tierra. Con mil dólares, ¿no cree usted que se pueden comprar ciertas complicidades aquí?

—Sí y no. Todo es cuestión de suerte.

—No hablo de los guardias rojos. Tengo otro plan. Ivanov, escúcheme bien: unos amigos míos americanos navegan en este momento frente a Trebisonda a bordo del yate Northern Star. Dicho yate está equipado con una estación de TSH. Como perdería demasiado tiempo tratando de contactar con ellos desde territorio armenio, suponiendo que lo dejaran salir de Georgia, ¿cree que sería posible hacer llegar desde Nikolaya un mensaje por telegrafía sin hilos al operador del Northern Star?

—No creo que haya ningún puesto de emisión privado en Nikolaya, pero el semáforo de la entrada del puerto está provisto, si no me equivoco, de un aparato. Todo depende del hombre que lo maneje.

—Por mil dólares, ese hombre, quienquiera que sea, quizá considere transmitir un mensaje a un navío extranjero. ¿Qué opina? Y por cincuenta mil dólares, suma que mis amigos me prestarán, puede que Chapinski esté dispuesto a permitir que me escape. ¿Tentaría a la suerte por mí?

Ivanov reflexionó.

—Me arriesgo a que me encarcelen de nuevo por cómplice de tentativa de evasión —respondió—; pero lo haré de buena gana si me da su palabra de que, en el caso de que lo consigamos, sus amigos del Northern Star me acogerán a bordo para llevarme a Constantinopla.

—Le doy mi palabra.

—Entonces, mañana mismo iré a ver al guarda del semáforo. ¿Cuál es el contenido del mensaje que debo enviar?

—¿Tiene algo con lo que escribir?

—No. Tengo buena memoria. Y mejor no escribir nada.

—Sería lo siguiente: «Yate de vapor Northern Star, mar Negro. A toda máquina puerto de Nikolaya, marido muy enfermo».

—¿Sin firmar?

—Eso es. Por si un puesto soviético captara el mensaje.

—El marido muy enfermo… ¿es usted?

—Sí.

—¿Y el propietario del yate lo va a entender?

—Es mi mujer.

Ivanov me miró desconcertado.

—¿La princesa Séliman navega por el mar Negro mientras usted se pudre en un sótano de Nikolaya? —murmuró.

Le expuse mi caso sentimental. Me escuchó con la mayor atención y se interesó profundamente por mi historia de amor.

—Elaboremos, pues, nuestro plan de acción —concluyó—: en cuanto me liberen, me confabularé con el guarda encargado del semáforo. Supongamos que sus dólares lo convencen y consiente en enviar el radiotelegrama. Supongamos también que la princesa acude a la llamada. El yate fondea enfrente del puerto. ¿Qué hacemos entonces?

—En cuanto la lancha del yate llegue al embarcadero, le entregará al marinero una carta dirigida a la princesa Séliman, de su parte, en la que explicará mi situación. Sugerirá a la princesa que convoque a Chapinski a bordo para ofrecerle cincuenta mil dólares a cambio de dejar que me escape. Luego, ya veremos. No hace falta que le diga, Ivanov, que, si me ayuda a salir de mi celda, no solo escapará usted también al infierno de los sóviets, sino que su fortuna como músico podrá hacerla en América.

—Amigo, sabe cómo tentarme. Y, sin embargo, arriesgamos los dos la vida en este asunto…

—En ocasiones hay que jugar a doble o nada. Además, ¿no cree que lo que está en juego merece el riesgo? Colaborando con mi evasión, asegura su futura carrera y la felicidad de su prometida, que se reunirá con usted en Nueva York algo más tarde… corriendo por mi cuenta, claro está. Venga, Ivanov, conoce el alma de los comunistas mejor que yo. ¿De veras cree que las convicciones de Chapinski están hechas a prueba de cincuenta mil dólares en sana moneda del Tesoro americano?

Ivanov cerró los ojos. Su meditación fue breve. Me tomó la mano y la estrechó con fuerza.

—Tiene mi palabra —terminó—. Doble o nada. Deme sus billetes para que me los esconda bajo la camisa y mañana por la mañana me pondré manos a la obra.


La lentitud del paso del tiempo tras la partida de Ivanov fue para mí la más dura de las torturas mentales. Apenas salió en libertad, comencé a computar el empleo de sus horas. Imaginaba sus primeras negociaciones con el guarda del semáforo, la diplomacia y la prudencia que estaría empleando, en un país en el que la delación de mirada bizca se esconde tras las sombras de las casas y se insinúa por las puertas entreabiertas.

La única visita que tuve durante el día fue la del carcelero que me alimentaba a base de pan negro y sopa de mijo. La impaciencia me taladraba las sienes febriles. Me levantaba de golpe a cada hora y me dedicaba a recorrer mi celda de ocho metros cuadrados. Mi razón, a la deriva, acechaba la sombra de Ivanov. Mis pensamientos, meteoros erráticos, se arremolinaban alrededor de Ivanov. Una mujer adorada no podría haber obsesionado nunca hasta ese punto el corazón de su amante. Al igual que al fumador de opio hiperestésico, me parecía a veces que las ondas impalpables del radiotelegrama liberador pasaban rozándome los oídos y se expandían a través del espacio. El crepitar imaginario de una estación emisora acunaba mi ansiedad. Y, de repente, el efluvio frío de la duda bañaba mi epidermis. Ivanov se había marchado con mil dólares… ¿Habría cometido un error confiando en él? ¿Qué le impedía quedarse con aquel fajo de billetes en lugar de exponerse a los peligros de una evasión compartida? Al fin y al cabo, era libre, relativamente libre, en un país en el que el significado de dicho vocablo, tan preciado para los civilizados occidentales, hacía tiempo que se había perdido…

Llegó la noche. Volvieron a encender la lámpara amarilla. El recuerdo de lady Diana me reconfortó durante un tiempo. ¿Dónde se encontraría a aquella hora? En Londres, sin duda, con Varichkin. Seguro que estaría extrañada de no recibir ninguna noticia mía, ninguna respuesta a los telegramas enviados al hotel Vokzal e interceptados seguramente por los chequistas. Me imaginaba a la Madona de los coches cama en su gabinete de Berkeley Square, jugando con el deseo insatisfecho de Varichkin a sus pies, esperando las precisiones de mis informes para abrirle su corazón. Puede que, en aquel minuto exacto, lady Diana se encontrara ejerciendo los artificios de su seducción entre dos montículos de cojines de terciopelo bordado rellenos de kapok. La imaginaba casi desnuda bajo su vestido rosa y blanco, un flamenco forrado de armiño, mostrando la redondez de sus brazos desnudos y la textura de terciopelo de su piel friccionada con verbena y empolvada de forma somera. También me imaginaba a Varichkin, domado, amordazado, aplacado. Varichkin marcado por las ojeras de la esperanza, acechando a su presa, encadenado por la voluntad de una cierva que escondía un alma de pantera en el apetecible cuerpo de una mujer indefensa.

Pobre Varichkin, peregrino solícito arrodillado ante la Madona de Nuestra Señora del Maquillaje; muerto de amor ante un icono con el corazón de hielo… Estaba en desventaja, a pesar de su sagacidad asiática, de su habilidad para la mentira. ¿De veras pensaba que vencería a aquella anglosajona emancipada, liberada de las ataduras impuestas por la ética aleatoria de una sociedad sin ideales? ¿Se atrevía a creer que aquella pequeña hija de pictos y de escoceses, heredera natural de los montañeses de los Grampianos, capaces de desafiar al invasor de Roma y detener la marcha triunfal de sus legiones invencibles, acabaría doblegándose?

El eslavo enamorado de una escocesa… Bonito tema de disertación para los que diseccionan almas y rastrillan con un peine de bolsillo las malas hierbas del País de la Ternura… Bonito tema superfluo de conversación para la consulta del psicólogo, patentado por el recaudador de suposiciones indirectas… Admirable combinación explosiva para el químico que observa la notación atómica de los suspiros en la retorta de los grandes estremecimientos… En cuanto a mí, me negaba a prever nada. Estaba tan angustiado que ni siquiera me atrevía a imaginarme lo que sería de aquel idilio si el gorila de frente pálida marcado por una estrella roja apuntaba, una noche, con el cañón de su Browning a mi pecho resignado.

Al día siguiente me concedieron una hora de paseo bajo el cobertizo del patio de la escuela. El aire fresco de la mañana me sentó bien. Habría querido lavarme en el patio, pero el guardia rojo que estaba de servicio no me lo permitió.

Volví al sótano muy a mi pesar. Como tenía los ojos cegados por el sol, al principio no me di cuenta de nada. Pero una sorpresa me estaba esperando. Reconocí la silueta de Irina dentro de mi celda.

—Hola, noble detenido —me saludó, irónica como siempre.

Me incliné sin mediar palabra. No estaba de humor para sacar pecho delante de ella. Me senté en el catre y fingí ignorar su presencia. Irina me observó en silencio.

—Le está creciendo la barba, príncipe Séliman —comentó entonces—. Unos días más y parecerá un mujik, un vulgar proletario que se desloma para que las mujeres de los capitalistas se den sus caprichos.

Realicé un gesto de exasperación.

—¡Ay, señora! Por lo que más quiera. ¡Nada de tópicos sobre ese tema! Guárdeselos para sus reuniones públicas y para los hidrocéfalos que la escuchan.

Irina hizo como si no me oyera.

—En definitiva —continuó—, ¿qué diferencia hay entre un príncipe Séliman y un estibador de un cuadro de Gorky? Un afeitado y una pastilla de jabón. ¿La materia gris? Pfff… Los anatomistas han constatado que el cerebro de un imbécil pesa tanto como el de un hombre inteligente. ¿La glándula tiroides? A lo mejor lo sabremos dentro de un siglo. Porque los grandes hombres no existen, según los innovadores de la medicina: a veces hay más menudillos alrededor de la nuez, y a veces menos. ¡Así sea!… Estoy de broma, príncipe. Digamos que estoy en mi derecho. Vengo a saborear las distintas fases de su decadencia. En quince días, si la Checa le permite vivir hasta entonces, por fin estará a punto. Hasta su pantalón habrá perdido la huella de esos pliegues impecables que son las paralelas de la geometría del esnobismo. Su chaqueta arrugada, su cuello ennegrecido, sus uñas sucias y sus mejillas hundidas completarán un cuadro encantador. Me deleito solo con imaginármelo entrando en la categoría polvorienta y maloliente del despojo de la sociedad, del detrito extraído de la espuma que corona el estofado de la Democracia… ¿No dice nada?

—No, señora.

—¿Insensible a los sarcasmos? ¿Tan pronto? ¿Ya no reaccionamos a las banderillas? ¿El toro está cansado? ¿Se nos ha agotado el orgullo para aparentar? ¿Es esta la indiferencia suprema del brahmán decorticado de su yo?

Mi silencio irritaba a la señora Muravieva. Golpeó el suelo con el talón de su bota negra.

—¡Príncipe, podría hacerme el honor de responderme! —exclamó.

Le lancé una mirada.

—Señora —me limité a replicar—, podría hacerme el favor de dejarme en paz.

Nos miramos en silencio. Soltó una cruel carcajada.

—Una de estas noches se desvestirá ante mí, como Chernyshev —dijo—. Se desvestirá antes de morir. Será una nueva sensación para usted. Se acordará de sus pisitos de soltero en París, donde llevaba a cabo ese mismo ritual antes de inmolar una virtud complaciente. Esta vez, sin embargo, la caída será definitiva: ni flores ni oporto. —Irina se había acercado a mí; su rostro irradiaba odio. Sus ojos me quemaban la retina al igual que dos fogones luminosos observados desde demasiado cerca—. Piense en Chernyshev —prosiguió—, al que le daba vergüenza desnudarse delante de mí. ¡Voy a verlo desnudo! Será la humillación suprema para usted antes del final.

—¿De modo que tanto me odia? —pregunté mientras me apoyaba en la pared—. ¿Por qué?

Mi pregunta pareció tambalear su furor sordo. Se quedó callada.

—Confieso que no comprendo ese odio tan intenso —retomé—. Si yo fuera su amante y la hubiera traicionado, humillado o maltratado, sería, si no justo, al menos admisible que tuviera este deseo de vengarse. ¡Pero es contra Varichkin contra quien debería dirigir su cólera! Me está haciendo expiar el distanciamiento de su amante. ¿No cree que ahí hay algo que choca con la justicia?

Irina se encogió de hombros.

—¡La justicia! Noción pequeñoburguesa. ¿Y su Todopoderoso?, ¿tuvo en cuenta la justicia cuando desencadenó el diluvio y ahogó indistintamente a los buenos y a los malos? ¿Sabe lo que es la justicia? ¡Una póliza de seguros de los débiles frente a los fuertes! Nosotros, los bolcheviques, detentamos la Fuerza. Tanto peor para los demás.

—Habla usted como el Canciller de Hierro, señora.

—¿Y qué? Kraft ist Macht[34]. La Fuerza supera al Derecho. En Moscú nos dan mucha risa sus alucinados de la Sociedad de las Naciones. Un guiñol para vejestorios decrépitos, para los chiquillos que juguetean con las utopías mientras sus institutrices fantasean con el lago de Ginebra, eso es lo que es. ¡La Sociedad de las Naciones! ¡Ja, ja! ¿En un mundo que fermenta odio por todas partes?, ¿en el que los amarillos, instruidos por nosotros, están empezando a despertarse?, ¿en el que los alemanes, aún groguis, están recuperando poco a poco el aliento?, ¿en el que los anglosajones los abrazan a ustedes para después apuñalarlos por la espalda? Ya hablaremos de todo eso cuando los seres humanos se hayan vuelto buenos, generosos, razonables, impermeables a la envidia, a los celos, a la avaricia… Es decir, en tres o cuatro mil años. Mientras tanto, ¿sabe usted?, uno tiene que tomarse la justicia por su mano. Y por eso es por lo que está prisionero aquí. No soy yo la que ha ido a amargarle la vida. ¡Es usted, Don Quijote de una Dulcinea alimentada con abadejo ahumado! ¡Es usted quien me ha roto el corazón arrancándome a mi amante! Hay tres culpables merecedores de castigo: lady Diana, Varichkin y usted. Cada uno a su debido tiempo. El azar ha propiciado que lo alcance a usted primero. Cuando haya saldado su cuenta, lady Diana pagará la suya. Y luego Varichkin. Si le sirve de consuelo, le adelanto que no morirá solo.

—Señora Muravieva, respóndame con franqueza. ¿No se está dejando llevar por el odio de clases, más que por el deseo de vengar un amor desafortunado?

—Ambas cosas. No solo los odio a usted y a su lady Wynham porque sean la causa de mi infortunio sentimental, sino porque pertenecen a una clase social que detesto.

—Que envidia…

—Y porque son ustedes los verdaderos parásitos de la sociedad, una legión de abejorros inútiles en la colmena en la que trabajamos. Son como los pavos reales del corral, dándose pisto y picoteando las mejores semillas en la escudilla de la comunidad… Mientras yo llevaba medias de algodón y estudiaba en la Universidad de Petrogrado con diez kopeks en el bolsillo, Lady Diana Wynham iba por ahí con vestidos de gala de mil guineas y malgastando más oro al día del que mis camaradas hubieran podido ganar en todo un año.

—Señora, no tiene razón, puesto que en Berlín, es decir, cuando está usted fuera del territorio ruso, viste como una mujer de mundo, con medias de seda y traje de chaqueta, de una elegancia sobria pero impecable.

—¡La Revolución, señor!

—Eso es, precisamente, lo que quería oírla decir. Hoy es usted, convertida en la eminencia rosa de los nuevos señores del régimen, la que suscita la envidia de sus propias hermanas, las obreras nacionalizadas, y siembra la semilla de los celos en el alma de las futuras Irinas Muravieva. ¡La rueda gira! Y mientras la monótona y rigurosa igualdad no les imponga la misma pitanza y la misma porquería a los genios que a los cretinos, estará usted siempre cambiando de bando. Pero me consta que su alma de revolucionaria es insaciable y que mis argumentos no servirán para apaciguar su rencor. De modo que esperaré con paciencia en mi celda a que se decida a pronunciarse sobre mi suerte, y usted misma tendrá el privilegio de desnudarme para ofrecerle mi cuerpo a la Browning del verdugo.