XV

Transcurrió el resto del día. Interminable. Pesado como la barra de plomo a los pies del galeote. Al caer la tarde, me percaté con asombro de que el carcelero habitual había sido remplazado por el chequista que me había detenido en el hotel Vokzal. Me dejó un trozo de pan enmohecido en el suelo.

—Al camarrrada lo han llamado a Kutaís. Así que yo le traerrré la sopa —me explicó. Luego me observó de reojo y añadió de forma accesoria—: Aunque no por mucho tiempo, por cierto.

—¿Partirá usted también?

—No, lo liberrrarrrán… O lo fusilarrrán de aquí a poco. He oído a unos camarrradas hablar sobre su caso. Leían un comunicado de Moscú dirrrigido a Irina Muravieva y uno de ellos ha dicho: «Mañana por la noche…». Así que supongo que mañana por la noche tendrá novedades. Muerto o libre… Muerto, más bien, creo yo.

Pasé otra noche de pesadilla. ¿Qué hacía Ivanov? ¿Habría conseguido enviar el radiotelegrama? Derrotado por la fatiga, me quedé dormido al alba. Vinieron a despertarme para mi paseo matinal. El guardia rojo del patio de la escuela, uno al que no había visto nunca hasta entonces, me hizo una discreta señal que me desconcertó. Con la mirada, me invitó a seguirlo. Me llevó detrás de un hangar y me mostró una suerte de trastero para la leña, contiguo al muro que delimitaba el cobertizo. Me indicó que empujara la puerta carcomida y obedecí. Nada más entrar en el trastero, di un respingo de estupefacción. Mi amigo Ivanov estaba allí, entre dos pilas de troncos.

—¡Usted! ¿Cómo es posible?

—Hablemos rápido. Tenemos diez minutos. Sepa solo que he comprado el silencio del chequista que vigila su paseo.

—Pero… ¡Mi mensaje!

—Espere. Deje que le cuente los hechos en orden cronológico: en cuanto me liberaron, me dirigí al puerto y, tomando un trago con los pescadores, me enteré de que el guarda del semáforo es un viejo oficial de marina retirado, un tipo del antiguo régimen al que los bolcheviques juzgaron inofensivo y que subsiste plácidamente en su casa erizada de señales. Me he puesto de acuerdo con él. Se llama Gregor Lobachov. Ayer por la noche fui a verlo de nuevo y le pregunté por su vida, su pasado, sus opiniones… A solas los dos, hablamos sin tapujos y estuvimos maldiciendo a los actuales tiranos. Me mostró su estación de TSH y me explicó que el reglamento restringía el uso al envío de información de orden marítimo a los barcos de paso. Seguro de que podía fiarme de él, le conté la verdad enseguida, toda la verdad. En un segundo había simpatizado con usted, y declaró que no solo rechazaba sus mil dólares, sino que era su obligación ayudarlo, en la medida de sus posibilidades.

—¡Qué valiente!

—A las diez de la noche estaba sentado ante su estación para tratar de comunicarse con el operador del Northern Star. No sin esfuerzo, por fin logró transmitir el mensaje convenido junto con el código de la estación para poder recibir la respuesta. Esta no tardó en llegar. A las diez y cuarto, el operador del yate radiotelegrafiaba el siguiente despacho: «Ponemos rumbo a Nikolaya; estaremos frente al puerto a las once de la mañana». Esta es, amigo mío, la buena noticia que quería darle. Esta mañana he vuelto a los alrededores de la escuela, he sobornado al guardia rojo que debía vigilar su paseo y, gracias a cien dólares que le he deslizado en su cartuchera, he obtenido esta entrevista providencial.

Una patada contra la puerta interrumpió nuestro coloquio. Cuchichearon en ruso. Ivanov respondió.

—Tenemos que darnos prisa —me anunció en voz baja—. Teme que se den cuenta de algo raro. Voy a volver al puerto. En cuanto tenga a la vista el yate, alquilaré una barca y subiré a bordo. Y para el resto, ¡Dios dirá!

—Se lo ruego, Ivanov, dese prisa. Me han informado de que la Muravieva y Chapinski decidirán mi suerte esta misma noche: liberación o ejecución. Mis horas están contadas.

—Sí, sí. Vuelva a su paseo con el guardia. Haré lo imposible por salvarle. Ánimo, amigo mío.

Fui incapaz de tocar la comida que me trajeron. El miedo de que a Ivanov le impidieran subir al yate me provocaba sudores fríos. La tarde pasó. Cuando llegó el crepúsculo, el chequista bajó a encender la lámpara del pasillo. Hablaba con un camarada. El acento gutural de su animada conversación llegó hasta mí. Deslicé con el dedo la trampilla del ventanillo y los observé. Se reían. Tan pronto hablaban en voz baja como volvían a alzar el tono para desternillarse de nuevo. El otro chequista señaló mi celda. Se acercaron. Me acosté rápidamente y, al oír el ruido del cerrojo al descorrerse, me eché a temblar. Los dos hombres se detuvieron bajo el marco de la puerta.

El compañero de mi carcelero me observó con interés. La conversación se reanudó con más intensidad, interrumpida por las risas.

—¿Alguna novedad, camarada? —pregunté disimulando mi horrible angustia.

Mi carcelero intercambió unas palabras con el otro.

—¡Bueno! —respondió—. En el punto en el que se halla, creo que podemos contárselo. De todas formas, de aquí a mañana estarrrá muerto, y no tendrá tiempo de ser indiscreto… ¡Acaba de ser la causa de una buena querrrella entre la Muravieva y Chapinski!

—¿Yo?

—¡Sí! Por eso es por lo que mi camarrrada ha insistido en verlo más de cerca. Han telegrafiado desde Moscú para otorgarle al jefe de la Checa local la responsabilidad del verrredicto. La Muravieva, como es lógico, ha decretado su muerte, perrro necesita que Chapinski le apruebe la orden de ejecución. Y ahí es donde el asunto se pone gracioso… ¡Ja, ja, ja! —El chequista le dio un codazo a su camarada, ahogó una risa y añadió—: El camarrrada Chapinski está dispuesto a firmar a condición de que la Muravieva le conceda la…, su… Ya me entiende… Todo lo demás. ¡Ja, ja, ja! Lo que pasa es que la camarrrada no quiere saber nada de Chapinski. ¡Y no me extraña, con ese careto que tiene, que es parrra caerse de espaldas!

—¿Entonces?

—Entonces han tenido una discusión terrible. La Muravieva, que no le teme a nada, le ha marcado la jeta a su galán con un tremendo fustazo, y este ha salido del despacho dando un portazo y negándose a firmar la orden…

—¿Y qué pasa conmigo?

—¡Oh! Parrra usted esto no cambia nada. La Muravieva se saltarrrá el visto bueno del otro y ya está. Perrro no ha tenido usted suerte: si Chapinski contara con el respaldo de Moscú, lo indultarrría solo por fastidiar a la camarrrada. Ya ve de lo que dependen las circunstancias. En fin, he querrrido avisarlo por adelantado porque no tiene pinta de ser mal tipo. Así no lo pillará tan desprevenido cuando esta noche, hacia las diez o las once, vengamos a pedirle que recoja sus cosas para ir a la ciudad… —El chequista compasivo lanzó un escupitajo sobre los adoquines y, apoyándose en la puerta, concluyó—: ¿No le parrrece, de todas formas, que es puñeterramente gracioso? El gran Chapinski con la jeta desfigurrrada por su culpa. ¡Ja, ja, ja!

Y la puerta se cerró con la última carcajada de su risa mefistofélica.

Como mucho, me separaban cinco horas del trágico vencimiento, porque era probable que el verdugo viniera a buscarme antes de la medianoche. ¿Cómo esperar que Ivanov lograra prevenir a Griselda y que esta consiguiera actuar en tan poco tiempo?

De repente, me invadió una gran resignación. Sin que mi voluntad hiciera ningún esfuerzo por controlar mis nervios, una suerte de sopor anestésico me adormiló el cerebro, demasiado cansado. Me tumbé en el jergón e, incapaz de reaccionar de otra manera, me puse en manos del destino que por fin se me había fijado.

¿Es verdaderamente tan terrible la muerte? ¿Son los estoicos los únicos capaces de aguardarla con entereza? ¿No es la vida como una sala de espera por la que caminamos lentamente hasta que llega la hora de tomar el tren para el más allá? ¿No deberíamos pensar en ello cada día, dado que mañana la suerte puede reclamarnos nuestro billete de vuelta hacia la nada? Y, sin embargo, nos olvidamos, porque la indeterminación de la fecha fatal nos invita a ello. Singular talante el nuestro, que nos lleva a aceptar sonriendo un cheque en blanco de la parca, mientras que temblaríamos de pavor si esta nos impusiera por adelantado una fecha inexorable.

Me desperté con un sobresalto. Alguien que había entrado en mi celda sin que yo lo oyera me estaba dando golpecitos en el hombro. Mi sueño era tan pesado que tuve que abrir y cerrar los párpados varias veces antes de reconocer a mi visitante. Era Chapinski.

Una ducha fría en pleno rostro no me habría reanimado más rápido. Lo observé bajo la luz amarilla que lo iluminaba de costado. Era verdad que una larga cicatriz roja le cruzaba la frente. Habló el primero, en voz baja.

—Séliman, tenemos diez minutos para huir de Nikolaya, un cuarto de hora para llegar al yate americano y treinta minutos para alcanzar el límite de las aguas territoriales.

Sus palabras parecían sacadas de un sueño. No me moví. Me sacudió por los hombros.

—¡Venga! Levántese pues. Si no se da prisa, lo fusilarán, yo perderé cincuenta mil dólares y…

—¿Chapinski? Está diciendo la verdad… Yo… Yo… Usted… ¡Oh!

—¡Claro que se la estoy diciendo! —respondió enfurecido después de arrastrarme prácticamente fuera de mi lecho—. ¡Tome! ¡Convénzase! —E introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta de cuero, de donde sacó un fajo de billetes de banco.

Electrizado por aquel giro inesperado de la fortuna, me levanté.

—Chapinski —dije—, ayúdeme a huir y la fortuna le sonreirá igualmente.

El chequista empujó la puerta de mi celda sin hacer ruido.

—¡Salgamos! —murmuró.

Me invitó a caminar delante de él, en el eje de su revólver, que me encañonaba la espalda. A media voz, me indicó la dirección que debía seguir. El guardia rojo de lo alto de la escalera se echó a un lado para dejarme pasar. Chapinski le espetó en ruso una orden corta. Franqueamos el cobertizo del patio, que estaba desierto. Los hombres de guardia hablaban detrás de un volquete, que imploraba a la noche con sus dos varales vacíos.

—Por aquí —susurró Chapinski. Ya estábamos en la calle, así que apretó el paso—. Ahora, camarada —dijo—, caminemos rápido hasta el puerto. No estaré tranquilo hasta que no pongamos un pie en la lancha motora.

Mi cautiverio y mi privación de comida me habían perjudicado demasiado como para batir cualquier récord de carrera campo a través por una Nikolaya dormida. Pero aquella resurrección casi milagrosa me espoleaba las piernas. Con los dientes apretados y los codos pegados al cuerpo, seguía las grandes zancadas del preocupado Chapinski. Recorrimos una última calle flanqueada de casas bajas y llegamos al muelle de la pequeña dársena central. La costa estaba despejada. No se distinguía una sombra ni a la derecha ni a la izquierda. Dos o tres fanales brillaban en el puerto, luciérnagas mecidas al capricho de las olas. Frente a nosotros, a lo lejos, las luces de posición del Northern Star me confirmaban que todo aquello no era ningún espejismo.

Nos desviamos hacia el espigón, una sencilla estacada de madera negra, y descendimos a la playa. Una silueta surgió en la penumbra, detrás de un montón de cajas abandonadas.

—¿Quién está ahí? —pregunté ansioso.

—Ivanov —contestó Chapinski.

El hombre se nos acercó. Reconocí, en efecto, a mi compañero de celda. Al verme, me dio un abrazo y me besó espontáneamente en la boca, a la rusa. ¡El bueno de Ivanov! Todavía hoy pienso en él y sigo agradeciéndoselo con todo el fervor de un corazón en deuda.

Pero Chapinski interrumpió aquellas efusiones.

—¿Dónde está la lancha?

Ivanov meneó la cabeza.

—Debía venir a buscarnos a las diez en punto.

Chapinski escrutó la esfera luminosa de su reloj de pulsera.

—Las once y diez —constató—. ¿Por qué este retraso?

—No lo sé.

La hoz de plata de la luna, cerca del horizonte, nos iluminó con una fluorescencia opalina. De repente, distinguí una arruga de desconfianza en la frente de Chapinski. Nos miró alternativamente.

—¿Se trata de un plan montado por ustedes dos… para destruirme?

Ivanov lo tomó por el brazo.

—Veamos, camarada, ¿estás loco? ¿No crees que nuestras ganas de huir de aquí son todavía mayores que las tuyas? ¿No me ha entregado la princesa Séliman los billetes para ti, para que salves al príncipe? ¿Por qué sospechar una traición?

Chapinski se excusó con un gesto.

—Tienes razón —dijo—. Veo traidores por todas partes… —Y, volviéndose hacia mí, añadió—: Perdóneme. Tras cuatro años de Checa… Pero hay que ver qué hacemos ahora. Tenemos los minutos contados y no podemos quedarnos aquí sin correr un gran riesgo.

Examinamos las aguas. El mar Negro desplegaba su traína ocelada de reflejos lunares. No había ninguna barca acercándose a la orilla.

—¿Podría ser que estuvieran en el puerto?

Ivanov negó con la cabeza.

—No, yo vengo de allí. No hay nadie. ¿Qué hacemos?

Chapinski se volvió hacia mí.

—¿Por qué no saltamos en uno de esos botes que están ahí, amarrados en el muelle, y subimos al yate cuanto antes? Cada segundo que pasamos en esta playa nos pone más en peligro.

—Chapinski tiene razón —dije—. Volvamos rápido al puerto. El Northern Star está fondeado a una milla y media. Con dos pares de remos, lo habremos alcanzado en veinte minutos.

Ivanov asintió. Cruzamos la playa corriendo. De repente, Chapinski señaló al mar.

—¡Miren! —exclamó—. ¡El yate está virando el ancla, ya no se ve la luz roja!

Un humo espeso se escapaba de la chimenea, esparciendo unos copos oscuros en la pantalla fosforescente de la noche. La angustia nos dejó paralizados en la arena húmeda.

—¿Qué significa esto? —preguntó Ivanov.

—Significa que se va. Está poniendo rumbo a alta mar. ¡Miren!

Agarré a Chapinski y a Ivanov por el brazo y exclamé:

—¡No tenemos un minuto que perder! Hay que ir deprisa al semáforo y pedirle a Lobachov que nos vuelva a poner en contacto con el Northern Star. Hay algo aquí que se nos escapa. Seguro que estamos siendo víctimas de un trágico malentendido.

—Séliman tiene razón. ¡Vamos al semáforo!

La barraca de madera de Lobachov, con sus dos mástiles y sus antenas, parecía un enorme insecto agazapado en el malecón de piedra, al extremo norte de la dársena. Nos apresuramos, sin perder de vista el yate, que realmente parecía estar zarpando hacia alta mar.

—Si no conseguimos hablar con el Northern Star esta noche, estamos perdidos —le dije a Ivanov, que corría junto a mí.

—Dios nos asista —murmuró este.

Alcanzamos el semáforo. Chapinski se detuvo y señaló los postigos cerrados de la ventana, de entre los cuales se escapaba un haz de luz.

—Lobachov está ahí, ¡menos mal!

Ivanov, que se había aproximado con sigilo a la puerta acristalada, nos hizo de repente una señal para que nos acercáramos sin hacer ruido. Una nueva sorpresa nos estaba aguardando en aquella caseta de madera alquitranada. A través de los visillos, reconocimos a la señora Muravieva. Estaba de pie, detrás del viejo Lobachov. Y este, inclinado sobre su mesa de transmisiones radiotelegráficas, parecía a la espera de sus instrucciones. Chapinski, Ivanov y yo lo comprendimos todo. Estábamos aterrados. Pero el chequista reaccionó enseguida.

—Estamos perdidos —susurró al tiempo que nos aferraba a ambos por el brazo—. Solo un golpe de audacia podría salvarnos. Seguidme.

Entonces empujó la puerta con brusquedad y entramos en la caseta. La señora Muravieva se volvió, pero, en un abrir y cerrar de ojos, Chapinski la había inmovilizado.

—Rápido —ordenó—, una cuerda para atarla y una servilleta para amordazarla.

Ivanov se apresuró a ello, con la colaboración de Lobachov. Yo observaba a la señora Muravieva, prisionera del abrazo del chequista. Su estupefacción al verme libre había dado paso a un acceso de cólera.

—¡Tres hombres contra una mujer! —exclamaba—. ¡Qué cobardía! ¡Qué ruin cobardía!

—La lealtad no es, precisamente, algo que haya sabido transmitirnos —repliqué yo—. Tal virtud no tiene cabida en la Rusia de los sóviets.

Trató de pedir ayuda. Chapinski le tapó la boca con la mano.

—No haga tanto ruido, mi hermosa palomita —ordenó—. Tenemos prisa. ¡Ivanov, átale bien los pies y las manos mientras yo amordazo con este fular su boquita de víbora! Eso es. Hazle otro nudo más. No me fío de la camarada… Muy bien… ¡Séliman, ayúdeme a llevarla hasta el cuarto de Lobachov! Despacio, por aquí… Hay que ser cortés con las mujeres guapas, incluso con las que van por ahí dando fustazos en la cara.

Dejamos a la señora Muravieva, impotente, tumbada en el lecho; cerramos la puerta con candado y volvimos junto a Lobachov, que, con total desconcierto, escuchaba las explicaciones de Ivanov.

Este último me presentó al anciano oficial jubilado.

—El príncipe Séliman. Gregor Dimitrievich Lobachov, excapitán de corbeta de la Armada Imperial. Mi amigo es el marido de la princesa Séliman, la dueña del Northern Star. Pero, por Dios, camarada, explíquenos, ¿qué estaba haciendo aquí la Muravieva?

—Amigos míos —empezó Lobachov—, les contaré lo que ha pasado, puesto que ahora mi suerte está ligada a la de ustedes. O morimos todos aquí o salimos vivos juntos de este callejón sin salida. —Mientras hablaba, iba manipulando sus palancas para contactar con el operador del yate—. Eran las diez y estaba a punto de irme a la cama esta noche —continuó— cuando esa mujer entró en la caseta. Su actitud autoritaria y la firmeza de sus palabras me inquietaron. Se presentó y enseguida temí por usted, Ivanov, y por su amigo. Mis temores estaban fundados, porque Irina Muravieva declaró sin preámbulos: «Sé que ha enviado usted por TSH un mensaje a ese yate extranjero que está anclado frente a la costa de Nikolaya. También sé que pertenece a la princesa Séliman, la mujer de un prisionero político encarcelado y condenado a muerte por la Checa de Moscú. Así que enviará usted de inmediato el radiotelegrama que le voy a dictar». Traté de protestar, pero Irina Muravieva replicó: «Órdenes de la Checa. Si se niega, haré que lo detengan esta misma noche». No me quedaba más remedio que obedecer… Irina Muravieva me leyó entonces las líneas siguientes, que había escrito en este trozo de papel. Príncipe Séliman, mire usted.

Me incliné sobre la hoja arrugada y descifré en voz alta:

Princesa Séliman a bordo del Northern Star. Su marido le será entregado sano y salvo mañana al mediodía en Batumi. Alcance ese puerto cuanto antes. Firmado: Ivanov.

Ivanov estaba estupefacto.

—¿Cómo? ¿Ya sabe que estoy metido en este asunto?

—Lo sabe todo —interrumpió Chapinski—. Pero no perdamos un tiempo precioso parlamentando aquí… Lobachov, ¿ha establecido contacto con el operador del yate?

—No. Todavía no. No responden a mis llamadas…

—Ya lo entiendo —me explicó Ivanov mientras Lobachov seguía enviando sus ondas a través de la noche—. Trataba de matar dos pájaros de un tiro: alejar el yate de Nikolaya para eliminar cualquier posibilidad de que pudiéramos escapar y hacer que los cazatorpederos de la Flota Roja, actualmente en Batumi, retuvieran el Northern Star…

—Así es —asintió Lobachov, con la mano derecha en la palanca—, porque en el momento en el que los señores irrumpieron en mi caseta acababa de ordenarme que estableciera comunicación directa con el comandante del cazatorpedero V-14 de la flotilla soviética del mar Negro. ¡Ay! ¡El yate responde! ¡Silencio!

Los tres nos inclinamos sobre Lobachov, que acababa de ajustarse los cascos. Transmitió unas palabras. El golpeteo de la palanca de cobre en la caseta silenciosa traducía nuestra ferviente llamada. Hubo una pausa. Pasó un minuto. Luego dos. ¡Una eternidad! Interrogamos a Lobachov con la mirada, y nos indicó con un gesto que no nos moviéramos. Luego, de repente, tomó un lápiz y escribió, letra por letra, la respuesta del operador. Estaba redactada en inglés:

We are sending at once motorboat to fetch you at the pier.

Ivanov y Chapinski no hablaban inglés. Me interrogaron.

—Nos envían la lancha motora de inmediato para recogernos en el embarcadero —traduje.

Mis dos camaradas de evasión gritaron de alegría. Lobachov se puso de pie y, con la exquisita cortesía de los viejos oficiales de la Armada Imperial rusa, me preguntó:

—¿Disculpará mi atrevimiento, querido príncipe, si le pido que me lleve con usted? Siempre que mi huida a bordo del yate no contraríe a la princesa Séliman, a quien todavía no he tenido el honor de ser presentado…

—Comandante —respondí, tomándole las manos al exoficial—, ¡mi mujer estará encantada de recibir a bordo a nuestro salvador!

Mientras Lobachov me daba las gracias, Chapinski le dijo a Ivanov:

—Vayamos a ver si nuestra hermosa paloma sigue todavía atada y amordazada como es debido. Sería una imprudencia que se escapara de aquí en las cinco o seis horas siguientes. En cuanto a usted, camarada comandante, lo mejor es que deje su estación de TSH fuera de servicio, ¡que haga falta un especialista para repararla!

—Tiene razón. Con la señora Irina Muravieva, cualquier precaución es poca.

Cinco minutos más tarde, los tres rusos y yo abandonábamos el semáforo para alcanzar el extremo del malecón. Las luces del yate todavía se veían. La esperanza relajaba nuestros crispados nervios como un baño templado. Lobachov, con su ejercitado oído de marino, fue el primero en percibir el ruido del motor en la noche.

—Ya viene la lancha. No han encendido el fanal por precaución. Miren ahí, el haz de espuma bajo la luna. Es eso.

Al cabo de unos minutos, la lancha giraba en la entrada de la dársena y se acostaba junto al muelle. Había dos personas a bordo, dos siluetas negras, la del piloto y la del capitán del yate, sin duda. Cedí el paso por la escala de hierro a mis compañeros de evasión.

—Ivanov, usted primero… Comandante, su turno… Usted ahora, Chapinski…

Los tres saltaron a la lancha. Me dejé caer a mi vez, dispuesto a darle las gracias al capitán del Northern Star. Pero se abrieron dos brazos, y una voz que temblaba de angustia murmuró:

—¡Gérard!

Reconocí a Griselda. Mi emoción fue tan intensa que me dejé caer literalmente encima de ella. Mi corazón se desbordaba de alegría. Mis párpados cerrados se llenaron de puntos luminosos. El escalofrío de la resurrección a la vida y al amor me recorría la piel… Me colgué de Griselda como el náufrago se aferra al socorrista que llega para arrancarlo de la muerte. Desfallecido, la estreché entre mis brazos hasta dejarla sin respiración, mientras me reencontraba con su añorado perfume, mientras respiraba la fragancia inolvidable de sus cabellos rubios. De repente, sentí sus labios posados en los míos. Griselda me besaba en la boca con pasión, a pesar de lo sucio que estaba, a pesar de mi barba de ocho días, a pesar de mi cara de fugitivo condenado a trabajos forzados. Su beso me devolvió el conocimiento.

Mientras sostenía sus manitas, que tanto había añorado, entre las mías, dio la orden al piloto de regresar al yate. Mis tres camaradas habían tomado asiento en la parte delantera de la lancha. No hablaban, por discreción. La roda de la lancha surcaba el mar lechoso provocando a cada lado una lluvia de gotas fosforescentes.

—Señores —dije yo entonces—, dejaremos las presentaciones para cuando estemos a bordo del Northern Star, para cuando lleguemos a este refugio flotante en el que las reglas de la civilización occidental recobrarán todo su valor.

El viaje fue corto. Pronto subimos al portalón del yate, donde el señor y la señora Maughan me dieron la bienvenida. El capitán condujo a mis tres compañeros a sus respectivos camarotes y, accediendo a sus ruegos, puso sin más tardar rumbo hacia Constantinopla. Tenían tanta prisa como yo por salir cuanto antes de los límites de las aguas territoriales y escapar al posible registro de un patrullero de la Flota Roja.

La bañera de Griselda fue para mí como un pequeño rincón del paraíso terrestre. Mientras me afeitaba con la Gillette de Maughan, Griselda, sentada cerca del espejo, escuchaba el relato apresurado de mi aventura.

—Gérard —concluyó—, ¡hacía por lo menos diez años que no vivía una angustia parecida! El primer radiotelegrama me alarmó… De verdad creí que estabas enfermo en Nikolaya… Y la idea de saberte solo, desatendido, abandonado en esa aldea caucasiana me daba tanta pena que contaba las horas que necesitábamos para cubrir la distancia entre Trebisonda y Nikolaya. A las once de la mañana, avistamos por fin el puerto y envié a nuestro amigo Maughan en avanzadilla a bordo de la lancha. ¡Imagina mi sorpresa cuando volvió veinte minutos después con un ruso de aspecto patibulario, que le había suplicado que lo condujera inmediatamente ante la princesa Séliman! Aquel hombre, que no parecía otra cosa que un convicto en quebrantamiento de destierro, me confió entonces, en privado, un informe de tus avatares que me dejó estremecida. Cuando me enteré de que estabas encarcelado, expuesto a la vindicta de una revolucionaria rusa y amenazado con ser fusilado aquella misma noche, estuve a punto de perder el conocimiento. Pero ya sabes que enseguida reacciono ante el peligro. La información que me traía Ivanov era demasiado precisa para que ser falsa. Intuí en él a un aliado y me fie por completo de sus consejos. Me explicó entonces que la única oportunidad que nos quedaba para salvarte consistía en comprar la conciencia de Chapinski con cincuenta mil dólares. Le respondí que estaba dispuesta a dar diez veces más si hacía falta, de modo que se marchó a bordo de la lancha motora y volvió con Chapinski esa misma tarde, sobre las seis. Dejamos a este último esperándonos en el puente, e Ivanov se reunió conmigo en mi saloncito para resumirme la situación en dos minutos: «He conseguido tentar al delegado de la Checa local. Le he dicho que, si colaboraba en la fuga del príncipe, recibiría de parte de usted cincuenta mil dólares. Ha aceptado con la condición de que le facilite también su fuga al extranjero». Por supuesto, le prometí a Ivanov que así lo haría. Entonces, me preguntó: «Ahora, ¿dónde están los dólares?». «Los he envuelto en esta servilleta», repliqué. «Solo me preocupa una cosa: si se los doy ya a Chapinski, ¿quién nos asegura que no se marchará con ellos?». Ivanov me explicó enseguida: «Hay que emplear una vieja técnica, muy habitual en Siberia. Vamos a cortar estos billetes por la mitad con unas tijeras… Le dará una mitad a Chapinski y se guardará la otra mitad. Cuando este le haya devuelto al príncipe Séliman sano y salvo, le entregará usted la otra parte de los billetes mutilados. Así tendrá una garantía de la buena fe del chequista, pues no podrá hacer nada con esos dólares mientras no haya cumplido con su misión hasta el final». La idea de Ivanov era excelente. Fue a buscar a Chapinski y nos pusimos de acuerdo. Le entregué sus medios billetes y lo dejé partir, convencida de que mantendría su promesa. Pero, hacia las diez, cuando el capitán se disponía a enviar la lancha a tierra, el operador de TSH nos avisó de que nos llamaban desde Nikolaya. Con el alma en vilo, lo seguí junto al capitán hasta la cabina de transmisión. Allí, el operador transcribió el despacho del guarda del semáforo, que nos instaba a dirigirnos a Batumi. El mensaje estaba firmado por Ivanov. ¡Un cambio de programa semejante nos sumía en la más profunda perplejidad! ¿Por qué irnos a Batumi si te liberaba Chapinski, cuando hubiera sido tan sencillo recogerte en el puerto de Nikolaya? El capitán se olió algo raro. El señor y la señora Maughan, cuando los consultamos, no se atrevieron a desmentirlo. Yo misma estaba atormentada por la duda. ¿Era mejor quedarse allí o hacer caso de la extraña indicación de Ivanov? Lo discutimos durante una media hora. Al final, convencí al capitán de levar el ancla, porque, después de todo, habría sido demasiado trágico no estar allí para ti por una mala interpretación del radiotelegrama. El yate ya estaba virando sobre su ancla cuando nos llegó un segundo despacho, así concebido: «Mensaje precedente anulado. Disposiciones cambiadas. Vengan inmediatamente a buscar al enfermo al malecón. Extrema urgencia. Ivanov». De modo que el capitán interrumpió en el acto la maniobra y ordenó que bajaran la lancha al mar. El resto ya lo conoces.

Mientras me vestía con un traje de paño azul marino amablemente prestado por Maughan, le desvelé a Griselda la clave del misterio narrándole la inesperada intervención de la señora Muravieva. Se estremeció ante la idea de que aquella dichosa señora de Moscú hubiera estado a punto de apresarme otra vez y de entregarme al verdugo a pesar de todo. Pero alivié la angustia de esta nueva emoción tomando a Griselda en mis brazos y besando de nuevo sus labios, que ya no volvieron a rechazarme.

Todos los pasajeros del yate nos reunimos ante una cena fría servida en el comedor. Cumplí la promesa que había hecho a mis camaradas de evasión y les presenté a Griselda uno por uno.

—El señor Ivanov, un pianista virtuoso que ha frecuentado los calabozos rusos durante mucho tiempo; el comandante Lobachov, de la Armada Imperial, rebajado por los sóviets a las funciones más modestas de guarda de semáforo; el camarada Chapinski, exdelegado de la Checa en Nikolaya… Comunista de ayer, capitalista de hoy.

Mis amigos sonrieron, Chapinski el primero. Ivanov se había inclinado graciosamente delante de la princesa. Lobachov la había saludado llevándose la mano a la altura de la frente. Chapinski se acercó, juntó los talones y besó como un abad del siglo XVIII la muñeca de Griselda.

—Camarada princesa —dijo—, le presento esta noche por primera y última vez mis honores escarlatas e igualitarios, ¡puesto que mañana adoraré aquello que quemé hará pronto cuatro años!

No era posible convertirse con mayor desenvoltura. Tomamos asiento a la mesa en el momento en que el capitán descendía de la pasarela.

—Acabamos de franquear el límite de las aguas territoriales —nos anunció gravemente. Y, volviéndose hacia los tres rusos, añadió—: Ahora, caballeros, están bajo la protección del pabellón americano, y ya ningún comandante de navío soviético tiene derecho a arrestarlos.

Ivanov, Chapinski y Lobachov se levantaron y, volviéndose hacia la princesa, vaciaron sus copas en honor a la bandera estrellada. A las dos de la mañana abandonamos el comedor. En el pasillo —ojos de buey con marco de cobre sobre caoba tornasolada—, me detuve ante el umbral del camarote de Griselda.

—Querida —le pregunté—, ¿me indicas mi cabina?

Ella se limitó a señalar la suya y a responder con una sonrisa encantadora:

Darling, ¿podrás acostumbrarte a esta celda, después de tu prisión de Nikolaya?

Abracé a Griselda y nos encerramos en nuestra habitación. Las turbinas del yate vibraban con un ruido sordo. El casco apenas cabeceaba sobre el mar tranquilo. Observamos el cielo límpido, claveteado de estrellas, atravesado por la estela luminosa de la Vía Láctea. Los cabellos dorados de Griselda rozaron mi sien. Mi mano se detuvo sobre su garganta impaciente.

—¿En qué piensas, Gérard? —me preguntó.

—En la tan dulce, buena y santa Muravieva —contesté—, que me ha familiarizado con la muerte y me ha devuelto el amor de la única mujer a la que he amado en toda mi vida.