VI
El primer encuentro de lady Diana con Varichkin se pareció a la toma de hierro inicial de dos duelistas que se observan. El ruso batió enseguida —tirez droit— con un cumplido bien hecho, y no hubo contrarrespuesta por parte de la inglesa, que paró con la distancia.
Aquel enfrentamiento preliminar tuvo lugar en el salón de lady Diana, ante tres cócteles equidistantes servidos en copas de cristal de Bohemia sobre tallo de cristal verde. Le había propuesto a lady Diana pretextar cualquier cosa y marcharme para dejarla a solas con su pretendiente, pero ella lo había rechazado; prefería que asistiera a aquel prólogo como testigo imparcial.
A las ocho nos sentamos a la mesa, los tres muy alegres. Para la ocasión, Varichkin había elegido un esmoquin que habría hecho las delicias de cualquier dandy londinense, un esmoquin con solapas tornasoladas y chaleco de faya negra, ornado con una cadena de reloj y un dije simbólico: una hoz y un martillo de oro con incrustaciones de rubí. Salvando aquella insignia evocadora de los sóviets, Varichkin podía haber pasado por un capitalista cualquiera. Para hacer honor a su comensal, lady Diana iba —apenas— ataviada con un vestido de brocado malva y rameados de plata y una diadema de brillantes y esmeraldas en el pelo. Cuando el maître se hubo retirado con la sopa, me incliné bajo la mesa de manera ostentosa.
—¡Qué sorpresa! Nadie nos escucha… —exclamé haciéndome el sorprendido.
—¿Ninguna línea de fondo disimulada bajo la alfombra? —preguntó irónica lady Diana.
Varichkin hizo un gesto tranquilizador.
—He tomado mis precauciones. El hombre que nos atiende está al servicio de mis informadores privados, mientras que el camarero de planta, según me comunicaron ayer, trabaja para la señora Muravieva.
—Esto sí que es gracioso… ¿Cada uno tiene su red de espías?
—No hay más remedio. Porque seguro que no la sorprendo, lady Wynham, si le digo que, para la señora Muravieva, usted no es persona gratissima y que emplea en su contra los procedimientos al uso en nuestra querida ciudad de Moscú.
—… Capital de la delación, si no me engaño.
—Exacto. La Checa sin informadores sería como una recién casada sin alianza… ¡O como un sóviet sin sayón!
Serví un poco de Rüdesheimer en la copa de Varichkin y le pedí que nos explicara su humorada.
—Vamos, querido amigo, cae por su propio peso. No le ocultamos a nadie que el Gobierno de los sóviets no re-presenta la voluntad de la mayoría del pueblo ruso. Cuando las gacetas comunistas de Francia o Inglaterra comentan los deseos de la opinión pública rusa, hablan de la opinión de una minoría activa, pero limitada… En nuestro país, la libertad de prensa pasó a mejor vida en 1918, como, de hecho, ocurrió con el resto de las libertades, y está muy bien así, porque la libertad es tan perjudicial para los pueblos como para las mujeres.
Lady Diana escuchaba con interés las palabras de su vecino.
—Pero —dijo ella— ¿cómo pueden soportar esa atmósfera de espionaje perpetuo?
—Mi querida lady Wynham —respondió Varichkin con su voz más dulce, al tiempo que le ofrecía uno de sus mejores cigarrillos y se lo encendía galantemente—, uno se acostumbra. Nuestra Checa, que es una suerte de comité de vigilancia político, desempeña el papel del médico de guardia encargado de tomarles el pulso a nuestros conciudadanos a cualquier hora del día y de la noche. De modo que tiene a sueldo a millares de enfermeros voluntarios auscultando puertas, escuchando lo que se dice y diagnosticando los accesos de fiebre blanca.
—Viven ustedes entonces a merced de las denuncias de esa gente, que, me imagino, no peca de exceso de honestidad… ¿Qué tipo de persona aceptaría esa degradante profesión?
—Los especuladores indultados, los asesinos amnistiados, los antiguos policías del zarismo que compran así su propia seguridad… Gracias a sus revelaciones, cortamos de raíz cualquier tentativa de contrarrevolución, lo cual, para un régimen como el nuestro, es la base de la prudencia.
—¡Pero seguro que se producen muchísimas acusaciones inmerecidas, denuncias inspiradas por la venganza o informes falsos!
—¡Así es! Y, puesto que cualquier acusado de contrarrevolucionario, incluso sin pruebas, se expone a la pena de muerte, muchos inocentes terminan en los sótanos de la Lubianka. Pero no tiene importancia, porque mejor fusilar a diez inocentes que dejar escapar a un alborotador peligroso para el régimen.
Los hombros desnudos de lady Diana se estremecieron imperceptiblemente. Lanzó una mirada tan extraña a Varichkin que este intentó desagraviar el cinismo de su confesión.
—Además, esté segura, querida lady Wynham, de que el Terror Rojo probablemente haya causado ya más víctimas de las que provocará… —añadió con mucho tiento, como si tratara de tranquilizar con buenas palabras a una niñita asustada—. Hay que dejar atrás el pasado. Los muertos enseguida se olvidan, ya lo sabe. Entre nosotros, dígame si los últimos soberanos europeos piensan todavía en la masacre del zar y de su familia. ¿El destino trágico de este potentado desaparecido le impide al rey de España salir de picos pardos o al príncipe de Gales disfrazarse de bandido en los bailes de máscaras? Reyes, fósiles vivientes de una edad pasada. No sea, pues, más papista que el papa, y no se preocupe de la suerte de las decenas de miles de aristócratas o de burgueses que, de todas formas, habrían muerto algo más tarde de una parálisis cerebral o de apendicitis… Mi querido amigo, Danton, Marat o Robespierre son grandes nombres de la historia de Francia. Mi querida lady Wynham, ¿no se avergüenza de ser compatriota de Cromwell, que mandó cortar la cabeza a su rey Carlos I? ¿Podrían explicarme por qué habría de ser mejor el hacha o la guillotina que las Brownings de nuestros verdugos? ¿Que nosotros hemos causado más víctimas? Sí, pero somos más de cien millones de rusos. La proporción de supervivientes es más o menos la misma. Además, después de todo, lo que hacemos es imitar a los americanos.
—¿Cómo dice? —pregunté sorprendido.
Varichkin vació su copa.
—Matamos en serie, como el señor Ford —aclaró—. Solo que no lo hacemos con automóviles.
Lady Diana entreabrió sus hermosos labios y permitió que unas volutas de humo cerúleo ascendieran en lentas espirales hacia la araña.
—Señor Varichkin, me da usted miedo —concluyó.
—¡Ay! ¡Dear lady Diana! ¡No puede hablar en serio! —protestó el ruso—. Yo, un hombrecito tan modesto, ¿darle miedo? Pero si le aseguro que ya ha estado rodeada de aristócratas británicos o de banqueros cosmopolitas que escondían bajo su aspecto inofensivo un alma de sátrapa… ¿De verdad cree que se nace tirano al igual que se nace músico o contribuyente? ¿Qué es, a fin de cuentas, la crueldad del tirano? La manifestación del instinto de supervivencia. Nada más. Un chupatintas sin importancia a quien el destino ha llevado a dirigir a millones de individuos que lo odian se convertirá en un perfecto Calígula. No crea que ordenará la muerte de sus semejantes para que sepan quién es el jefe, sino para deshacerse de posibles asesinos. Porque hay tantos Tamerlanes insospechados como enamoradas aún por revelar…
Esperé a que sirvieran el asado y entonces expuse mi objeción.
—Se olvida de la crueldad voluntaria del apóstol convencido de que trabaja por el bien de la especie, amigo mío. Toda fe radical ha engendrado un ultraje a la humanidad. A Torquemada y Jiménez, que aplicaban las directivas del Concilio de Verona, los ha sucedido Lenin, sembrando la muerte para imponer los ideales de la Tercera Internacional. Sus herejes son aquellos que repudian la felicidad según la fórmula de Marx; y sus apóstatas, los millones de civiles que adoran a los dioses —falsos dioses según ustedes— de la Libertad del individuo, de la igualdad ante la Justicia y de la Tolerancia… Porque la ironía más cruel de su caso es que los miles de socialistas rusos que, desde hace treinta años, sufrían los horribles rigores de la opresión zarista permanecen hoy en día secuestrados en los mismos calabozos, por voluntad de sus camaradas revolucionarios de antaño… El socialismo reformista y pacífico está, no obstante, más cerca del absolutismo de Nicolás II que de la autocracia comunista… Y, sin embargo, las represiones inhumanas del antiguo régimen imperial no han hecho sino cambiar de nombre; el águila bicéfala se ha transformado en estrella roja y la Checa ha remplazado a la Ojrana.
—Ningún bolchevique sincero le diría lo contrario, querido amigo… Pero yo le respondería que, si la crueldad humana se ha despertado, ha sido por culpa de esa guerra mundial de ustedes, que agudizó el apetito por la Muerte. Ahora la psicosis guerrera se ha extendido por la Tierra. Una fiebre inmensa la devora. Nuestro planeta está enfermo de escarlatina… El sentido de la vida ha perdido su importancia y al hombre se le ha embotado el juicio… Las ratas se dispersan por la pradera. Los microbios se matan entre sí. Sus imperialistas han enviado a sus legiones del otro lado de las fronteras. La batalla continúa en la lucha de clases… Esa es la velocidad adquirida. Ya no pelean franceses, alemanes o búlgaros unos contra otros, sino que se pelean entre sí, sin explosivos, burgueses contra proletarios, dentro de cada nación. Es como luchar dentro de un frasco hermético, los glóbulos blancos y rojos desafiándose unos a otros bajo la piel del cuerpo social. Ya no hay, como antaño, un único frente, del mar hasta Suiza. Existen tantos frentes de combate como pueblos, tantas trincheras como barrios, tantos fortines como casas. Lo que no quieren ustedes comprender, occidentales presuntuosos, es que en sus propios países se vive en un estado latente y solapado de conflicto, movilizados desde el primer día del año hasta el último. Las fuerzas adversas están ahí, mezclándose y observándose, acechantes y desafiantes, siempre a la espera de la primera ola de asaltos…
Lady Diana esbozó un gesto de protesta.
—Sea sincera, lady Diana —retomó Varichkin—, y dígame si, en su lujosa mansión de Berkeley Square, no se halla acaso acampada día y noche enfrente del enemigo. ¿Que qué enemigo? Pues su criada, que la envidia, y su cocinero, que de momento solo le sisa, esperando una oportunidad mejor. Y el fontanero que le instala el cuarto de baño, y el cerrajero al que llama para que refuerce las cerraduras… Un parado pasa bajo su ventana y sueña con apropiarse de su hogar. Franquea el no man’s land del soportal y llama a la puerta. Usted le dispara una limosna con su calibre 75 y lo hace retroceder con una granada de mano en forma de sermón o de promesa. El enemigo se retira, pero un día volverá y, a pesar del fuego de contención de su ilusoria filantropía, la expulsará de su reducto. Viven todos en una falsa seguridad… ¿No les ha dado por preguntarse por qué los mejores asientos del teatro no los han tomado nunca por asalto millares de proletarios a los que la policía sería incapaz de desalojar?, ¿por qué los pobres se apretujan dócilmente en sus vagones de tercera clase cuando nada les impediría arrellanarse en los coches cama?, ¿por qué los mendigos no expulsan de las salas de fiesta de todo el mundo a aquellos a los que la fortuna ha sonreído para degustar el champán en su lugar? ¿Encuentran ustedes natural esa disciplina tácita, esa servidumbre moral que nadie osa transgredir? ¡Tengan cuidado! Un día caerán todas esas barreras invisibles y les sorprenderá mucho constatar que bastó con una noche para que les salieran dientes de lobo a todos esos corderos.
Lady Diana se hallaba subyugada por la elocuencia de Varichkin. Lo escuchaba con una suerte de admiración secreta, aunque las predicciones del eslavo fueran de todo menos tranquilizadoras. Lo escuchaba con la misma voluptuosidad amedrentada que los lamas infunden en los mongoles cuando les hablan de Bogdo Gegen, el Buda viviente de Urga.
—Señor Varichkin —le dijo dubitativa—, después de todo lo que acaba de evocar, ya no me atrevo a creer que pondría usted mi causa por encima de sus intereses.
Los ojos negros del bolchevique brillaron. Su voz se volvió más melosa que nunca.
—No quiero que tal pensamiento se le pase por la mente, querida lady Diana. Ya sabe que los acomodamientos se dan hasta con los detractores del cielo… Nuestro amigo Séliman le dirá, además, que puede que el bolchevismo sea una piel de oso algo ruda, pero nos la quitamos antes de entrar en los salones.
—Eso me tranquiliza, señor Varichkin —suspiró lady Diana.
Yo la observaba discretamente y me preguntaba si la humildad encantadora y más bien asustadiza que manifestaba delante de nuestro invitado no era fingida. Cuando estábamos con el postre resolví, antes de dejarlos a solas, hablar un poco del Cáucaso.
—Mi querida amiga —le dije a lady Diana—, os equivocaríais si pensarais que el señor Varichkin no contempla realizar vuestro deseo. Parece que en Moscú no tienen nada en contra.
El ruso sonrió, enigmático.
—Si lady Diana acepta cumplir con las formalidades indispensables, no me cabe ninguna duda de que, dentro de poco, el petróleo de Telavi centuplicará sus ingresos.
Lady Diana fingió una inocencia encantadora que Romney habría plasmado con gusto en uno de sus lienzos para la posteridad. Las cejas levantadas, los ojos iluminados con un candor angelical, las manos juntas sobre las perlas de su sautoir… La Madona de los coches cama parecía casi indefensa. Interpretaba admirablemente a la niña mimada de una sociedad harto refinada, que respeta la tranquilidad de los ricos y aleja de sus palacios los rugidos de los hambrientos. Miró a Varichkin con una coquetería fascinante; tomó de un vaso de níquel una pajita envuelta en papel seda, tocó con esta pajita la mano velluda del eslavo y bromeó:
—A menos, querido señor Varichkin, que no sea usted quien haya de cumplir con las formalidades indispensables.
Su interlocutor se desconcertó visiblemente. No era capaz de discernir si estaba bromeando o si lo desafiaba. Yo tampoco, de hecho. Fuera lo que fuese, estimé que mi presencia ya no era necesaria y pedí a lady Diana permiso para retirarme.
La noche era hermosa. Las estrellas titilaban por encima de la cuadriga de bronce de la Puerta de Brandeburgo. Fui a fumar un cigarrillo por la zona del Roland de Berlín y estuve deambulando bajo las sombras de la Bellevuestrasse. Delante de la estación de Potsdam, una mujer que rondaba por allí me invitó a seguirla. Como yo hiciera oídos sordos a sus intentos de seducción, trató de provocarme susurrándome que tenía una pata de palo y golpeándose el muslo con el cierre de su bolso retículo, que producía un sonido mate.
Los globos cegadores de las farolas de arco de Leipzigerstrasse me atrajeron. Pasé junto a las columnas de granito de la catedral donde el señor Wertheim expone sus estopillas y sus productos de limpieza y le compré unas cerillas a un antiguo Feldgrau[19] condecorado con la Cruz de Hierro. Me aventuré por el pasaje Panoptikum, donde me entretuve admirando en el escaparate de una marroquinería un gran retrato en color de la difunta emperatriz, encintado con los colores prusianos. A las once y media volví al hotel. Al pasar delante de la puerta de lady Diana oí el sonido de una conversación animada, y, al fondo del pasillo, percibí al maître vigilando su sector cual centinela discreto. Con la certeza de que Varichkin estaba bien protegido, me retiré a mi habitación, me acosté y me dormí con las últimas noticias del Berliner Tageblatt.
Me desperté hacia la una de la madrugada. Sorprendido de no haber recibido todavía la visita de lady Diana, pegué el oído a la puerta comunicante. La conversación continuaba en el salón. Me volví a dormir.
Un repiqueteo en esa misma puerta me sacó de mi sueño. Eran las tres de la mañana. Lady Diana entró y encendió la luz. Yo guiñaba los ojos como un autillo rociado por la luz de un faro. Ella me miró sonriente e hizo una reverencia cómica delante de mi cama.
—Príncipe, tengo el honor de comunicarle que el señor Varichkin, delegado de los sóviets en Berlín, acaba de pedir la mano de lady Diana Wynham —declaró.
Me incorporé sobre las posaderas. Incrédulo al principio, enseguida comprendí lo que quería decir lady Diana.
—Veamos, mi querida amiga, ¡nada de eufemismos entre nosotros! —repliqué—. Con vuestra mano os referís al uso temporal de vuestra anatomía, ¿verdad?
—Claro que no, Gérard —respondió con seriedad—. Yo llamo a las cosas por su nombre, y Varichkin será mi futuro marido.
Aturdido como estaba, no me di cuenta de que me había destapado.
—¿Cómo?
—Cuidado, Gérard, no vayáis a cogerme un resfriado por anunciaros mi próximo matrimonio. Venga, volveos a acostar y dejadme hablar… Pero, bueno, mi pequeño Gérard, ¡os agitáis bajo las sábanas como un gobio en una nasa! ¿Qué tiene de extraordinario lo que he dicho? ¿No os acordáis de lo que contesté cuando me previnisteis de que ese ruso deseaba pasar una noche conmigo? Os dije: o se excede o no llega.
—¡Casaros con Varichkin! Pero ¡habéis perdido la cabeza!
—¿Por qué, querido? ¿Me creíais una mujer capaz de venderse como una chiquilla por un bidón de petróleo? Gérard, me ofendéis. No, no me ofendéis, porque en el fondo sois un buen chico al que aprecio mucho. Así que, para daros el gusto, voy a contaros lo que ha ocurrido desde el momento en el que nos dejasteis a solas. —Lady Diana tomó el puño que yo incubaba bajo la almohada; me desplegó los cinco dedos en el hueco perfumado de sus finas manos y prosiguió—: Como os podéis imaginar, Varichkin no ha tardado en proponerme su trato. Por cierto, no puedo por más que admitir que no lo ha hecho de una forma demasiado brutal. Hemos estado mareando la perdiz, si me lo permitís, y he empleado toda mi diplomacia en someter a mi invitado alternativamente a la ducha helada del rechazo y al chorro ardiente de la esperanza. Esto ha durado más de una hora… con la chartreuse y el brandy avivando el calor de nuestra conversación como es debido. ¡Ay, Gérard! Puede que ese hombre sea muy bueno aplicándole el tercer grado a un contrarrevolucionario, pero no está en posición de poder ante una mujer como yo. Hacia la una de la mañana, se encontraba desamparado… El lucio cansado en el extremo del sedal ya no reaccionaba. Le he dado a entender que su propuesta era, en suma, demasiado injuriosa para tomarla en consideración y que, al fin y al cabo, tampoco me importaba tanto explotar mis tierras de Telavi… «a menos que…». Se ha agarrado enseguida al salvavidas que acababa de lanzarle y ha repetido: «¿A menos que…?». «Que os caséis conmigo, mi querido Varichkin». ¡Ay, Gérard! Me habría encantado que hubierais visto la cara de mi interlocutor en ese preciso instante. No he asistido nunca a una secuencia de sentimientos tan complejos reflejándose en la cara de un hombre. La incredulidad, la satisfacción, la preocupación, el orgullo y la concupiscencia han desplegado su caleidoscopio sobre el rostro de Varichkin. Adivinad lo que ha hecho cuando ha quedado bien claro que no me estaba burlando de él. ¡A que no lo adivináis!
—No lo sé.
—Se ha puesto de rodillas. Sí, de rodillas. Se ha santiguado, ha murmurado una breve oración y se ha abalanzado sobre mis manos, cubriéndolas de besos… Sabéis, Gérard, que he probado el amor en todo tipo de latitudes y en todas las actitudes posibles, y que en el transcurso de mis peregrinaciones por las vías férreas del continente he experimentado todas las alegrías carnales o mentales que una mujer pueda experimentar, de forma que no hay nada relacionado con lo voluptuoso que yo no conozca. Sin embargo, no creo haber sentido jamás la indescriptible sensación que me ha procurado ver a ese bolchevique emocionado hasta el punto de rememorar las creencias de su primera infancia y arrodillarse para manifestar su felicidad… ¡Un delegado de los sóviets a mis pies! ¡Gérard, es el florón más hermoso de mi corona!
Tenía razón. Pero a mí no me extrañaba tanto la reacción de Varichkin como la repentina decisión de lady Diana. No pude evitar insistir en mi estupefacción.
—Pero, mi querida amiga, ¿qué es lo que os ha llevado a esta sorprendente resolución? ¿Lo habéis pensado bien?
—Sí.
—Escuchadme. Vayamos por partes. Presumo, para empezar, que Varichkin no os disgusta.
—No. No me disgusta.
—Hablemos del físico. No es guapo.
—Afortunadamente. Tiene una cara diferente, lo cual es mejor… Gérard, mi marido se afeitaba. La mayoría de mis amantes también se afeitaban. La barba negra de Varichkin es una novedad para mí.
Me encogí de hombros.
—No vais a persuadirme de que estáis dispuesta a casaros con ese ruso solo porque lleva barba.
—Gérard, os abriré mi corazón y mi mente. Confieso que Varichkin me gusta. Su conversación me interesó de manera prodigiosa. Su forma de hablar, su encanto un tanto raro mezclado con la rudeza nativa, sus ojos, que son muy dulces, incluso cuando bromea sobre la muerte, todo eso me atrae y me seduce. Da para bastante más que un capricho efímero… Eso en cuanto a lo sentimental y estrictamente personal. Analicemos ahora el lado práctico de la cuestión. ¿Quién os asegura que, una vez satisfecho su deseo, mantendrá su promesa? Las conquistas demasiado fáciles se olvidan enseguida. Al exigirle el matrimonio, lo tengo controlado por partida doble; no solo porque está enamorado de mí, sino porque para él va a ser muy importante no depender de mí, y una forma de compensarlo es hacer que obtenga mi concesión en Georgia. Y eso no es todo. Yo quiero dejar pasmada a la flor y nata londinense. Imagináoslo: la viuda de lord Wynham casándose con un importante bolchevique. ¡Menudo revuelo en la hoguera de las vanidades! Sabéis lo que yo me río de los convencionalismos y los prejuicios de la gentry británica. Solo de pensar en la prensa de Londres anunciando uno de estos días mi boda con el camarada Varichkin me invade un regocijo ilimitado. Ya estoy oyendo cómo se propagan los rumores por los salones de Mayfair y viendo las caras escandalizadas de los miembros del Bath Club. Con lo que me gusta a mí alardear delante de las momias, desempolvar las telarañas, dejar desconcertadas a las viejas viudas ricas y boquiabiertos a los vejestorios fetichistas… Tiemblo de impaciencia y de ganas de presentarles a las horrorizadas duquesas al señor Varichkin, mi marido.
—Está claro que tenéis buenas razones, y son defendibles. Si después de vuestra danza sin velos todavía queréis que sigan hablando de vos, querida, no veo nada mejor que un himeneo tan inesperado. Pero permitidme que enfríe vuestro entusiasmo con algunas objeciones.
—Adelante, Gérard… Ya os veo venir, echándoles el lazo a los caballos salvajes de la imaginación con vuestra sucia lógica.
—Primero, ¿se trata de un matrimonio legal? Dicen que en la Rusia soviética reina el amor libre y que las mujeres son «bienes nacionales»; ningún hombre puede poseer una en exclusiva.
—Yo le he hecho la misma pregunta a Varichkin. Me ha dicho que al principio del bolchevismo, en efecto, algunos iluminados emitieron ciertas teorías avanzadas. En realidad, el matrimonio sigue existiendo, pero las formalidades se han reducido al mínimo. Ya no hay bandos ni certificados incontables. Los prometidos presentan sus pasaportes en comisaría. Un sello, unos rublos y ya se es marido y mujer. Cuando yo quiera, nos casaremos oficialmente en la delegación de Londres.
—Bien… Pero, el día en que Varichkin se case con una aristócrata extranjera, seguro que su partido lo injuria y lo acusa de pactar con el enemigo contrarrevolucionario.
—Existen dos posibilidades. Podría justificarse ante sus pares demostrándoles que se ha casado con una noble para documentarse mejor sobre la opinión de sus adversarios del Reino Unido. Sabéis que los augures soviéticos aceptan de buen grado que sus delegados en el extranjero aprovechen los placeres de la vida burguesa y bailen al son que se toca para conocer desde dentro el nivel de hostilidad. Si, por el contrario, Moscú renegara de él, Varichkin quemaría sus ídolos de ayer y, por amor a mí, consentiría un exilio de lo más aceptable.
—¿Y la concesión de Telavi? ¿No se vería comprometida?
—Hemos estado hablando sobre ese problema largo y tendido. Hemos convenido no celebrar la boda hasta después del otorgamiento oficial de la concesión y la constitución de la sociedad angloamericana encargada de explotarla. ¿Creéis que Moscú se expondría a un problema diplomático con Inglaterra y Estados Unidos solo por perjudicar a un camarada renegado?
—Varichkin tendrá entonces que esperar ese vencimiento para poder tomaros en sus brazos.
—Con la consecuencia de que empleará todo su ahínco en abreviar el plazo.
—¿Está muy prendado de vos? ¿Sinceramente prendado?
—¿Qué mejores pruebas podría ofrecer?
Lady Diana había acabado con todas mis objeciones.
—¿Y la señora Muravieva? —le pregunté al fin.
Dudó un instante.
—Varichkin me ha hablado, efectivamente, de Irina Muravieva. Ha sido muy claro. Me ha dejado ver que nos exponemos a una enemistad terrible. Me ha preguntado si era lo bastante valiente como para enfrentarme a Irina y mi respuesta ha sido: «Sí, ¿y usted?». Me ha advertido que no debo menospreciar la vindicta de esta mujer y me ha dicho que no querría que, más adelante, le reprochara el haber permitido que me lanzara a una peligrosa aventura. Yo he aceptado el riesgo. Y entonces me ha suplicado que sellara solemnemente este pacto con un beso… Nos hemos levantado. Me ha tomado en sus brazos, me ha echado la cabeza hacia atrás y me ha contemplado largamente, con los ojos medio cerrados; ha murmurado unas palabras en ruso que han sonado muy dulces a mis oídos y me ha estrechado muy fuerte contra sí, dándome uno de esos besos que dejan huella en la vida de una venusiana. Ese ha sido, Gérard, el punto final de este prólogo, cargado de consecuencias… Pero estáis cansado, y yo también. Me vais a ayudar a quitarme este vestido, porque tiene la botonadura en un sitio muy incómodo y es demasiado tarde para que despierte a Juliette. Luego os dejaré dormir.
Levantó el brazo izquierdo ofreciéndome una hilera de corchetes en los pliegues del brocado y dejó caer el vestido con la más total ausencia de pudor. Sosteniéndose delicadamente los pechos desnudos entre las manos ensortijadas de esmeraldas, me miró con verdadera ternura.
—Gérard… —me dijo con voz extraña—. ¿No os da pena? ¿No os pondréis celoso con esta boda?
—Sí, Diana, porque el día en que ese ruso tenga por fin a su esposa, yo perderé a mi amiga.
Lady Diana cerró los ojos. Las manos se le crisparon sobre la carne satinada de los senos. A la sombra verde de las esmeraldas, germinaron dos capullos de rosa. Estremeciéndose bajo la enagua que moldeaba en malva la bella curva de sus caderas, entreabrió los párpados y me escrutó en silencio a través del fino entramado de sus largas pestañas. Las ondas emitidas por nuestros cuerpos se buscaron en el espacio. Nuestros deseos inconfesados jugaron al escondite en el dédalo de la Indecisión. Tuve miedo del gesto preciso, anunciador de una voluntad a punto de afirmarse. Entonces, se enderezó bruscamente, atrapó su vestido del borde de la cama y dirigió sus pasos hacia la puerta comunicante. Iba a llamarla cuando ella se volvió.
—Por cierto, querido —me lanzó con ironía—, cuento con vos como testigo de boda.