XI
En el vestíbulo del hotel Vokzal pregunté a mis dos guardias rojos si hablaban alemán, francés o inglés. El más bajito de los dos, con perfil de topo y las escleróticas veteadas de fibrillas de sangre, se dignó responderme con un acento indescriptible.
—Afirrrmativo. Hablo un poco de frrrancés.
—Entonces, amigo mío, dígame: ¿adónde me llevan?
Le ofrecí un cigarrillo de filtro dorado. Aceptó uno. Su camarada, un patán de facciones poliédricas, nariz rota y pómulos salientes, tendió su mano velluda hacia mi pitillera, se hizo con los once cigarrillos que quedaban y se los metió sin decir nada en el bolsillo de su chaqueta de cuero.
—Veo que su compañero practica la recuperación individual… —bromeé.
—Así es el comunismo, ¿no? —respondió burlón el topo, con una mueca evasiva.
—Pero, bueno, ¿adónde vamos?
—Al Comité de Vigilancia de Nikolaya.
—¿A la Checa? —murmuré bajando la voz, pues solo pronunciar el nombre maldito ya me daba miedo.
—Sí, clarrro.
—¿Soy sospechoso de algo?
—¿Cómo dice?
—¿Por qué me busca la Checa?
El topo esbozó una sonrisa sardónica. Me observó con conmiseración. Parecía querer decir: «¡Pobre inocente! ¡Como si alguien conociera las intenciones de la Checa!». Pero aquel corto coloquio había impacientado al gigante rojo. Le dio una patada a mi maleta, me ordenó que la cogiera y gruñó unas palabras dirigidas a su compañero.
—Tenemos que irnos, camarrrada.
Nos adentramos en la noche fresca. Un paseo lúgubre entre el topo y el patán, a través de la aldea mal iluminada. La preocupación y la serenidad se sucedían en mi cerebro como una corriente alterna. Pensaba que mi pasaporte, firmado por Varichkin y refrendado por los augures de Moscú, me ayudaría a calmar las sospechas. Me soltarían sin duda a lo largo del día, habiendo conocido la vida de los presos políticos solo por unas horas…
Franqueamos el cobertizo de un patio de escuela. Un guardia rojo, inmóvil bajo un farol, nos miró pasar, indiferente. Nos adentramos por un pasillo y nos detuvimos delante de una puerta gris.
—Es aquí —dijo el topo—. Vamos a bajar. Las celdas están en el sótano…
—¿No hay ningún camarada comisario que pueda examinar mi caso en este momento?
—No. Mañana al mediodía. Empiece por abrir la maleta.
El guardia rojo que velaba bajo el farol se acercó a su vez, atraído por aquella orden. Le siguieron otros gallardos que acababan de despertarse. Eran cinco, vestidos de negro, alrededor de mi maleta abierta, cinco cormoranes en la playa, dispuestos a pelearse por las entrañas de un congrio abandonado. El patán me registró primero.
—¿No lleva revólver? —preguntó el topo.
—Ningún arma.
Mi billetera desapareció en las zarpas del patán. Mi reloj parecía gustarle al topo.
—Aquí no necesitarrrá saber qué horrra es —me explicó muy astutamente—. Yo se lo devolverrré cuando salga. ¿A que sí?
El primer cormorán agarró una camisa. El segundo se apropió de un par de zapatos amarillos. Un tercero se percató de un frasco de agua de colonia.
—¿Vodka? —se limitó a preguntarme.
—No —dije yo—. Parfüm.
—¡Ah!
Pareció decepcionado. Entonces, además del frasco, escamoteó mi maquinilla y el jabón. A mí me dio la risa y le rogué al topo que les preguntara a los cormoranes si Sus Excelencias deseaban alguna otra cosa. Mi portavoz obedeció. Los saqueadores se carcajearon. Solo el patán guardó silencio. Se inclinó sobre mi chaleco y se apropió rápidamente de la perla de mi corbata. Quise oponerme. Su mano en la culata del revólver me hizo comprender lo inútil de mis protestas. Abrió la puerta y me mostró la escalera del sótano. Un olor asfixiante ascendió hasta mí, un tufo de epidermis sucias. Pasé por delante de dos puertas con candados entre una cañonería de ronquidos sordos y arrítmicos. El carcelero de la estrella roja, que se hallaba acuclillado en el pasillo de tierra batida, con el revólver desenfundado contra el flanco, se levantó refunfuñando. Me empujaron dentro de una celda y lanzaron mi maleta contra un rincón. La puerta fue cuidadosamente acerrojada por fuera. Se alejaron unos pasos. Una risa pastosa se apagó en la escalera. Comenzaba mi cautiverio.
La atmósfera era sofocante. Comparado con aquellas pesadas emanaciones, el olor de los dormitorios colectivos de los cuarteles de Francia era el perfume más dulce de Arabia. El hedor agrio de la leche cortada se mezclaba con el del sudor, la mugre, la piel sucia y los alimentos enmohecidos. La luz difusa de la lámpara del pasillo apenas penetraba por la claraboya de la puerta. Mis ojos se acostumbraron a la semioscuridad. Estaba palpando las mantas sobre el catre estrecho cuando, para mi gran sorpresa, descubrí un cuerpo. Un hombre dormía acurrucado, un hombre con un chaqué raído, sin cuello ni zapatos. Lo miré. Largos cabellos negros sobre un rostro pálido e inofensivo de intelectual. Dedos largos y finos. ¿Un artista, quizá? Sufrió una sacudida, un gesto de temor, y se incorporó bruscamente, con los ojos azorados. Le hice comprender que no sabía ruso. Entonces, tomó aire y me respondió en alemán.
—Perdóneme, camarada. Me ha dado un buen susto. Cada vez que entran en nuestras celdas, el espectro de la angustia se alza ante nosotros… Pero veo que las garras de la Checa también se han cerrado sobre usted. ¡Que el Destino lo ayude! ¿Quién es? ¿De dónde viene?
Si mi presencia parecía un consuelo para aquel recluso, la presencia del pobre desgraciado no me era menos deseable. Me ayudaría a pasar las horas que durara aquel cautiverio que yo presumía corto. Le di algunos detalles y le pregunté a mi vez. Se llamaba Ivanov. Era profesor de música en una institución privada de Moscú. Así pues, un intelectual, un paria del nuevo régimen, un ser superfluo, destinado a la derrota en aquella lucha desigual entre la mano y el cerebro. Llevaba desde 1918 catalogado como sospechoso por los camaradas de la Comisión Extraordinaria encargada de combatir la contrarrevolución. El camarada Mindlin, juez de instrucción, lo había enviado sin más motivos al número 14 de la calle Gran Lubianka, un centro glacial de detención preventiva, antro del Terror, donde los detenidos vivían bajo la horrible espera de una ejecución sin juicio. Puesto en libertad al cabo de ocho meses, se hallaba instalado en Georgia y casi había olvidado su calvario cuando, seis años más tarde, lo arrestaron de nuevo, durante la represión sanguinaria de la insurrección georgiana. Arrastrado de calabozo en calabozo, trasladado de sótano a celda, se había quedado varado en Nikolaya, acusado, sin pruebas, de espiar a los rojos en beneficio de los insurgentes.
—¡Ay, Señor! —gimió Ivanov, en cuclillas bajo la manta—, voy a revivir aquí la horrible pesadilla de la Lubianka. Pasé ocho meses vegetando en un sótano, rodeado de otros detenidos, culpables del único crimen de no aceptar el régimen de los sóviets; rodeado de figuras terrosas, debilitadas por las privaciones y por el miedo, prisioneros boquiabiertos a los que de cuando en cuando sacudía el estremecimiento de la muerte inminente… ¡Ay, Señor! Dios quiera que no conozca usted aquí esas largas noches de insomnio, esos sueños entrecortados, agitados, interrumpidos por bruscos despertares, esas jornadas en las que, cual animal acorralado, con el cerebro febril, bordamos los festones de la esperanza sobre la trama del futuro… El ansia de sol y el deseo de vivir hierven en nosotros y nos hinchan el corazón. Uno querría que todo hubiera terminado y, sin embargo, espera todavía… Pero, entonces, una pesada puerta se abre junto a la suya. Resuena una llamada. Es la Muerte, que viene a recoger a su presa, como un pulpo cuyo tentáculo ciego rebuscara al azar en los recovecos de las celdas, agarrando a este y perdonando a aquel, sin razón alguna. ¡Ay!
Las imágenes que describía Ivanov en aquel claroscuro siniestro me quitaron las ganas de dormir. Debían de ser las tres de la mañana. Tenía frío a pesar del sobretodo.
—Veo que todavía no está usted acostumbrado al fresco de las prisiones rusas —observó mi compañero—. Túmbese en la cama junto a mí. Nos calentaremos mutuamente.
Seguí su consejo. Me deslicé bajo la manta sucia y guardé silencio para no perturbar el sueño de Ivanov, pero el pobre desgraciado se agitaba a mi lado. Era evidente que mi presencia lo ponía nervioso.
—¡Ay! —gimió apretando los dientes—. Usted, un extranjero, quizá tenga alguna posibilidad de salir de esta, pero yo… ¡Yo…! —Apretó los dedos delgados bajo la manta y añadió bajando la voz—: Acababa de prometerme cuando me detuvieron. Y ya hace cuatro meses que no recibo noticias de Anna Fiódorovna. Pobre palomita blanca, seguro que me escribe y que todas sus cartas las interceptan esos brutos…
Un cántico muy atenuado por las murallas, una especie de coro a la sordina, llegó de repente hasta nosotros. Escuché aquellas voces graves y me volví hacia Ivanov:
—¿Qué es eso?
—La Dubinushka, el Canto de los remeros del Volga. Seguro que lo conoce.
—¿Y quién canta así?
—La Guardia Roja, en el cobertizo del patio. Eso y La Internacional constituyen todo su repertorio.
Me volvieron a la memoria ciertas variaciones melancólicas del Canto de los remeros del Volga. Recordaba haber oído aquella melodía popular en los cabarets rusos de Londres o de París, mientras mordisqueaba almendras tostadas rodeado de flores y joyas, de hombros desnudos y de sautoirs de valor incalculable; rodeado, entonces, de esnobs con pecheras perladas y puros de pomposas vitolas; de mujeres lánguidas que inclinaban la cabeza y entrecerraban los párpados malvas bajo la lasitud de sus pupilas, estremeciéndose divertidas por lo extraño del leitmotiv; de unos niños mimados, en suma, que hacían de la Revolución rusa un juguete; de unas niñitas que temblaban de manera encantadora frente a los ecos lejanos de un coco escarlata.
Ahora, sin embargo, el diletantismo ya no era de rigor. Esta noche ya no se trataba de flirtear con el alma eslava ni de saborear, copa en mano, los evocadores matices de un folclore alucinante. Los que tarareaban la Dubinushka no eran, ni mucho menos, emigrantes en busca del consuelo de un pianista soñador o de un músico con frente de sátrapa emasculado tocando la balalaica. Eran verdaderos guardias rojos agresivos, centuriones hostiles con los detenidos a los que vigilaban.
El canto murió en la noche. Reinó de nuevo el silencio. Mi compañero comenzaba a adormecerse cuando un ruido de pasos llegó hasta nosotros. De repente, se incorporó a mi lado, aplicando el oído y apretando la mandíbula.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Me indicó que guardara silencio.
—¿Adónde van? —murmuró, tragando saliva.
Los pasos se detuvieron a mitad del pasillo. El carcelero masculló unas palabras y oímos el tintineo de sus llaves. La puerta de una celda chirrió.
—Están entrando al lado —susurró Ivanov.
Se había levantado muy rápido y había pegado la oreja al resquicio de la puerta para oír mejor. Escuchamos con todas nuestras fuerzas. En la celda vecina se oía un alboroto.
—S veschami po gorodu! —articuló muy claramente una voz ruda.
Yo había aprendido el significado de aquella frase fatídica durante mi cena con el hotelero: «¡Recoja, que nos vamos a la ciudad!». Era el horrible eufemismo que empleaban con los prisioneros que iban a ser ejecutados. Los sótanos de la Lubianka, en Moscú, las celdas de la Gorojovaya y los subterráneos de la Fortaleza de Pedro y Pablo, en Petrogrado, resonarían durante siglos con el eco de aquella fórmula siniestra.
Se oyó un aullido indescriptible. Me levanté a mi vez. Me sudaban la frente y las manos. Me acerqué a Ivanov, que me agarró la muñeca. Oí el sonido sofocado de una gresca en la celda que había junto a la nuestra.
—¿Cuántos son ahí al lado? —pregunté.
—Seis. Debe de ser Guritzki al que se llevan. Pobre chico.
—¿Qué es lo que ha hecho?
—Lo han acusado de haber tratado de envenenar los conductos de agua de Batumi para matar a los soldados del Ejército Rojo. ¡Qué estupidez! Guritzki, un profesor pacífico, un tipo bonachón que ni siquiera es capaz de matar una mosca… ¡Shh! Escuche.
Los carceleros estaban impacientándose. Se oyeron unas órdenes cortas. Una voz átona, suplicante, les respondió jadeando. La de Guritzki, sin duda. Hubo ruido de forcejeo, unos gemidos. Me pareció que arrastraban un cuerpo rebelde por la tierra del pasillo.
—Se lo llevan al verdugo —me susurró Ivanov—. Se debate. ¿Ve lo que le decía?
El rugido de un motor resonó en el patio del colegio.
—¿Y eso? ¿Se lo llevan en coche?
—No. Es un camión. Ponen el motor en marcha para que no oigamos los disparos de revólver…
Entonces, acuclillados junto al resquicio de la pesada puerta, Ivanov y yo aguardamos la muerte del desgraciado con el corazón a mil por hora, apretando los dientes y con el cerebro nublado por la angustia. El motor seguía encendido. De repente, mi compañero me abrazó por la cintura. Tres detonaciones sordas llegaron hasta nosotros, a pesar del rugido del cuatro cilindros.
—¡Ay! Se acabó —murmuró Ivanov. Se estremeció y añadió—: Mañana por la noche, podría ser yo…
A las diez de la mañana, el carcelero entró en nuestra celda con un gran cuenco de sopa de mijo y dos rebanadas de pan negro. Unos pedazos de arenques ahumados flotaban en el caldo. Rogué a Ivanov que preguntara al carcelero si los chequistas aclararían mi caso pronto.
—Su Excelencia puede esperar sentado —replicó el carcelero con una energía feroz. Y acerrojó de nuevo la puerta.
Pasó la tarde. Luego vino la noche. Aquel encarcelamiento sin motivo sometía mi paciencia a una dura prueba. Iba y venía como una fiera enjaulada, mientras Ivanov, tumbado en su jergón, me miraba resignado.
—Al principio, yo también hacía como usted —dijo—. Me sentía ultrajado. Me ponía a gritar con la nariz pegada a la puerta. Y luego me calmé. Dejé de dar bandazos de una pared a otra. El péndulo se detuvo… De aquí a tres semanas o un mes, usted también habrá alcanzado el punto muerto.
—¡Tres semanas o un mes! ¡Está de broma!
—Ojalá lo estuviera. Ya verá… Nuestro nirvana, lo único que nos queda, es la insensibilidad del sueño sobre el duro catre, bajo la manta agujereada. Dormir…, tal vez soñar, dice Hamlet en su soliloquio. Si Shakespeare hubiera vivido el bolchevismo, ¡qué obra maestra habría escrito mojando su pluma en la podredumbre y la sangre!
Mi segunda noche fue mala. Las palabras de Ivanov me torturaban el cerebro. Mi impotencia me exasperaba. Hacia las cuatro de la mañana, extenuado, me deslicé por fin bajo la manta de mi compañero y me quedé dormido.
No sé cuánto tiempo dormiría, pero, de repente, sentí la mano de Ivanov palpándome discretamente el hombro. Abrí los párpados. Ivanov no se movía y seguía tapado hasta los ojos.
—No haga ningún gesto —me murmuró al oído—. Finja que duerme. Alguien nos está observando a través del ventanillo de la puerta.
—¿El carcelero?
—No lo sé. Trate de ver algo sin moverse demasiado.
De manera progresiva y muy despacio, dirigí la mirada hacia la puerta. Dos ojos nos observaban desde detrás del entramado de la rejilla de hierro. Más despacio todavía, me volví hacia Ivanov.
—¿Es un chequista el que nos observa? —le pregunté en voz muy baja.
El chasquido de la tapa del ventanillo nos indicó que el misterioso observador había desaparecido. Ivanov bajó la manta.
—Ahora podemos movernos —dijo hablando más alto—. Ya está.
—¿Sabe quién era?
—Lo único que sé es que no eran las tupidas cejas rubias del carcelero de servicio del pasillo.
—¿Entonces?
—¿No le ha dado la impresión de que eran… ojos de mujer?
—Los he mirado durante más tiempo que usted. Estoy casi seguro de ello.
—Pero ¿qué mujer tendría acceso al pasillo de este sótano? —Lo dudó unos instantes y luego concluyó meneando la cabeza—: A fe mía que se trata, sin duda, de la dulcinea de algún guardia rojo. A falta de cine, se distrae a la novia como se puede.