10. La marcha a Debrán

Aquella noche, Marla soñó.

Rememoró el día en que, acompañada de Olaf, paseaba por el mercado turinense. Pero en un momento dado, los puestos y tiendas saltaron por los aires debido a las ondas expansivas que provocaban las imparables materializaciones de tropas de su espacio y tiempo originales. La gente huía desordenadamente entre una gran polvareda, y Olaf desenvainaba su espada, corriendo hacia el frente para luego ser abatido por varios disparos. Ella corría intentando llegar a él, y nunca llegaba… nunca llegaba…

Cayó al vacío. De pronto se encontraba tras una casa vieja, frente a la cual se extendía un viñedo abandonado. El cielo lucía un anaranjado oscuro que indicaba que en breve sería de noche. Ella estaba tras la pared, cansada y polvorienta, con su mono operativo grisáceo de Alix B. Anduvo lentamente, con sigilo, hasta darle una patada a la puerta y entrar rápidamente apuntando con su arma al interior. Dentro estaba Boris Ourumov, quien levantó las manos, sorprendido. No tenía otra opción, dijo Boris cuando la reconoció. Tienes que creerme. Es lo mejor. Ella gritó que tenía que haberla avisado al menos, que tenía que haber otra manera, y le disparó.

Cargó con el cadáver de Boris, y se materializó en Alix B a la hora prevista. Recibió aplausos, y Dominique le inyectó en el hombro el compuesto vitamínico post-viaje. Se fijó en que evitaba mirarla a los ojos. Volvió a engullirla una interminable negrura…

Apareció ante sí un pasillo de paneles blanquecinos, con una fila de asientos en la que estaban sentadas dos personas reconocibles. El novato con el que habló en Alix B tiempo atrás, y Marco Shuttleworth. Ambos conversaban. Al final del pasillo aparecieron dos médicos, llevando a rastras a… ella misma. Tenía la mirada perdida y apenas movía las extremidades. Tiene el mal multiversal, le dijo Marco al otro. Es una pena, fue quien consiguió eliminar a Boris Ourumov. Ya no trabajará aquí.

Se vio de nuevo ante Boris en la casa vieja, apuntándole. Ya te dije que no había otra opción, dijo él. ¿Por qué sigues huyendo? Ella sollozaba. Tiene que haber otra manera, decía una y otra vez. Tiene que haberla. En respuesta, fue dirigiendo muy lentamente su arma en dirección a su propia sien. Su extremidad parecía tener vida propia, no podía detenerse. Pero de la nada apareció otro brazo que, agarrando el suyo, la detuvo. Miró estupefacta a su derecha, viendo a Olaf, quien negaba con la cabeza.

Los tablones del suelo cedieron y ella volvió a caer al abismo, pero Olaf la sostuvo de la mano a media caída…

– ¡Marla!

Abrió los ojos respirando agitadamente. Olaf estaba sentado en la cama sujetándole la mano, había dejado una vela en la moqueta. Parecía pendiente de su reacción.

– Me estabas llamando a gritos. ¿Qué te pasa?

– Sólo era una pesadilla… sólo… era…

Y lo abrazó repentinamente, apretando la cabeza contra su hombro y empezando a llorar, el largo llanto ahogado por el contacto. Olaf, sorprendido y confuso, tardó en reaccionar, y finalmente envolvió su espalda, frotándola para intentar calmarla. El abrazo, como el llanto, se hizo interminable.

Al alba, los pájaros la despertaron. Pudo dormir bien tras la pesadilla, se sentía ligera y con la mente clara gracias a aquel desahogo. Tras ponerse su túnica azul, salió torpemente hacia el pasillo que daba a los dormitorios. Las puertas estaban cerradas, deduciendo que ninguno de los huéspedes se hubo despertado; pero una de ellas se abrió, la de Enea, saliendo de ella… ¡Keith!

Este se movía sigiloso, hasta que la vio. Sonrió, dándole los buenos días, y fue a su dormitorio. En otras circunstancias estaría estupefacta, pero como se acababa de levantar, se limitó a sonreír.

Unos primitivos escalones captaron su atención, al fondo de uno de los lados. Curiosa, fue subiéndolos, hasta abrirse camino el frescor de la mañana y la luz del Sol. Había llegado al final de una de las torres.

Contempló maravillada la vista que tenía ante sí, apoyando sus antebrazos en el borde. Daba al frente del castillo, viendo el camino que salía del portón del mismo perderse en un amplio follaje que se extendía por kilómetros, a partir de los cuales el verde comenzaba a mezclarse con la inconfundible urbe, la ciudad capital de Turín, que pese a la distancia ya lucía una magnífica mezcla de arquitecturas. También era una nueva perspectiva del camino que Keith y ella recorrieron. Lamentó no tener a mano la extensión fotográfica de su IA. Divisó incluso cuatro puntos con mucha altitud, trazando un cuadrado, ideales para sacar fotos con las que encargar más tarde un paquete tridimensional. Se imaginaba en el salón de su apartamento, recorriendo aquel paisaje a vista de pájaro.

Pero eso nunca ocurriría, tendría que seguir con los pies en el suelo. Sin embargo la incipiente calidez del Sol esfumó cualquier posibilidad de apesadumbrarse, y dejó descansar la cabeza en sus brazos.

Estuvo alrededor de un cuarto de hora sumida en la más plácida contemplación, hasta percibir movimiento abajo. Los guardias entraban y salían, otros se marchaban en dirección a la ciudad. El mundo empezaba a moverse.

Y su mente también. Pronto volvieron a su cabeza las preocupaciones del día a día. Reyes asesinados, complots políticos, la sombra de la guerra cerniéndose desde Debrán… peligro general.

– Sabía que ya estarías despierta -dijo una voz detrás.

Era Enea. Vestía con una túnica similar a la suya, que iba desde el verde claro al verde oscuro, con tramas negruzcas en mangas y bordes.

– El mono de Alix empezaba a oler, así que Keith me buscó algo más apropiado -dijo al reparar en la sorpresa de Marla-. Vaya… menuda vista…

– ¿Cómo sabías que estaría despierta?

– Reloj biológico -respondió encogiéndose de hombros-, esta debe ser la hora a la que nos levantábamos para ir a trabajar.

Se apoyó sobre el muro, a su lado, observando también el paisaje. Marla pudo seguirle la mirada, y sonrió.

– Ya lo he pensado -dijo-, pero no creo que por aquí abunden los servicios de domorealidad para que hicieran los paquetes.

Enea rió. Pues claro que lo ha pensado.

– Anoche te oí gritar por Olaf. ¿Pasó algo?

– Lo hice en sueños. En pesadillas más bien.

– Lo sospechaba. ¿Es… cierto que eres su concubina?

Marla se dispuso a responder, y se interrumpió frunciendo el ceño.

– ¡Eh, esa es una pregunta trampa! Ya tienes que saber por Keith las circunstancias en que me acogió y por qué hacemos como si…

Las carcajadas de Enea la interrumpieron.

– Vale vale, perdona. Quería oírtelo a ti. Por si acaso.

– Y -añadió Marla-, que seamos iguales no quiere decir que no respetemos nuestra intimidad sobre ciertos temas.

– Dicho y hecho.

– Y digo más, ¿se puede saber por qué estás tan serena y chistosa si eres la que aún se está adaptando? Tú eres la que tendrías que estar teniendo pesadillas, no yo.

Enea le sonrió de oreja a oreja.

– Contártelo comprometería mi intimidad.

Eso me pasa por discutir conmigo misma, pensó Marla. Pero en realidad sabía perfectamente el por qué. Y la envidiaba por ello.

Ambas miraron al horizonte, en un largo y pesado silencio.

– Keith también me ha puesto al corriente de la situación -

añadió Enea.

– ¿Y cómo la ves?

– Supongo que igual que tú -respondió con una sonrisa triste.

– Prueba.

– Muy bien. Tenemos un ejército impresionante, pero abatido y no sé hasta qué punto fiable. Por contra, en Debrán ese tal Delvin se ha hecho con el gobierno del país, y puede que con su psique a través de su control del mayoritario sector creyente. Los ejércitos de dos países menores van a ir allí supuestamente a ayudarles, sus gobernantes incluidos. Teniendo en cuenta que no saben de qué va la cosa, cuando menos se lo esperen se verán reducidos o eliminados, con lo que sus respectivos países estarán indefensos, y no hay que dudar que si así ocurre serán invadidos. Además, es posible que no lleguemos a tiempo para evitarlo, y nos veamos obligados por tanto a luchar contra los debranos con el super-pero-depre ejército turinense. Se mire por donde se mire, gane quien gane, de aquí a una semana Armantia va a parecer una charcutería. Y nosotras podremos aparecer entre los productos del día.

Marla no dijo nada, ni falta que hacía.

– Volvamos -añadió al rato.

Gardar les puso al corriente. Olaf estuvo organizando con el ejército la partida hacia Debrán desde antes del amanecer. Iban contrarreloj, pues acudiría todo el grueso disponible, por lo que pudieran encontrarse.

El joven Rey, tras elegir a quienes dejaría al mando temporalmente, acompañó a los huéspedes -Marla, Enea y Keith- al frente del grupo que dirigía Olaf. Este, al verla, se interesó por su estado. Mejor, respondió sin más. Sólo ellos dos sabían que se refería a su pequeña crisis nocturna. Por lo demás estaba muy serio y preocupado, y era ciertamente momento de estarlo.

No pudo hablar con él durante el trayecto, al separarse para hablar con todos los segmentos de soldados que se dirigían hacia Debrán. Empezaba a echar muy en falta su presencia. Desde que se despertó le rondaba por la cabeza abordarle, pero no tenía del todo claro qué decirle.

Por la tarde se encontraron finalmente con las tropas debranas en las murallas exteriores de la ciudad. Era evidente que estaban esperándolos.

Un tipo fornido y barbado, con un parche en el ojo, se adelantó.

– ¡Donde está Sigmund Harek! -gritó, al no verlo al frente.

– No vendrá, Terris -dijo Girome adelantándose a caballo.

Terris lo miró extrañado.

– Pero… ¡Qué hacéis aquí!

Le contó todo el complot. Él le miro como si estuviera bromeando.

– Eso es ridículo.

Girome le fulminó con la mirada.

– ¿Me ves capaz de bromear sobre la muerte de mi padre, Terris?

Su sonrisa desapareció de inmediato.

– Nunca se me ocurriría señor… pero lo que me contáis, es demasiado… terrible…

– Nada de lo que te ha dicho Delvin ha tenido aprobación real alguna. Me sorprende que esconda aún la muerte de mi padre, sin haberse inventado alguna excusa.

– Ha organizado un encuentro para esta misma tarde señor, el centro de la ciudad está abarrotado de fieles, ha montado todo con gran fervor. En cosa de horas estará arengándoles para ir a las armas.

– Necesito entonces una respuesta. ¿A quién eres leal? Te puedo asegurar que las legiones de turinenses que tengo a mis espaldas están de mi lado.

– Sabéis perfectamente a quién juramos lealtad en el ejército.

Girome sonrió.

– De ti no dudo, Terris, pero… ¿Puedes garantizarme la lealtad del ejército ante una arenga religiosa de Delvin?

– Si no de todo, sí puedo dar fe de la mayor parte. Debéis saber, mi señor, que a ninguno de nosotros nos ha terminado de convencer esta guerra santa. Esperábamos a ver al Rey confirmándola él mismo. Comprenderéis que era raro prepararse contra una invasión de Turín y luego por sorpresa unirnos a ellos contra los demás.

– Y nos uniremos a ellos Terris, pero contra Delvin. En cualquier caso, no hay ni un minuto que perder. ¡Olaf! -gritó Girome.

Salió de la multitud de soldados turinenses, y fue al alcance de Girome. Este les presentó. Terris le hizo una reverencia respetuosa, pues era imposible no saber quién era El Gran General.

– Quiero que coordinéis vuestros esfuerzos. Tenemos que dejar en evidencia pública a Delvin, por lo que necesitaré protección. Y hay que evitar que ponga al pueblo en nuestra contra, lo último que quiero es que mueran debranos.

– ¿No es más fácil que nos deshagamos de Delvin directamente, mi señor?

– No. Un mártir puede ser mucho más peligroso. ¡Vamos!

* * *

En el abarrotado centro de la ciudad, Delvin gritaba alzado en la base de un antiguo monumento. Y les vio llegar.

– ¡Ahí llegan! -gritaba. -¡Los salvadores de vuestras almas! ¡Los que extenderán la palabra del todopoderoso al resto de Armantia!

El público ovacionó a los soldados turinenses y debranos por igual. Estos simularon congratularse mientras se acercaban al lugar en el que estaba Delvin.

El corazón de Marla latía deprisa, pues nunca antes fue testigo de una multitud semejante. Si la situación se torcía, se encontraría en el infierno mismo. Pudo distinguir a Girome adelantándose, escondido entre soldados turinenses y una escolta debrana, hacia la plataforma en la que estaba Delvin.

La gente vitoreaba, y alzaba su mano derecha, de color naranja.

– ¿Por qué las tienen pintadas? -preguntó al soldado turinense que la escoltaba. Este rió.

– ¿Lo preguntas en serio?

Marla le miró poco aprecio, lo que recordó al soldado que hablaba con la concubina de Olaf Bersi.

– Sí… señora. El color naranja simboliza la sangre divina que los debranos creen que fluye por cada creyente, y ese gesto implica su disposición a dar la suya por Dios.

– ¿Te refieres a dar…?

– Su vida, sí. Delvin les quiere llevar a la guerra, y da la impresión de estar consiguiéndolo.

– Creía que los belicistas eran los turinenses.

El soldado se mostró incómodo.

– No es bueno generalizar… señora. Aparte, lo del gesto viene de una metáfora antigua que nada tenía que ver con el sentido que le dan ahora. Delvin lo ha tergiversado para sus intereses. Miradlos, están a su merced.

Marla contempló de nuevo a la gente alzar furiosa sus anaranjadas manos, los rostros iluminados por el fervor.

Espero que se lo monten bien -pensó viendo al grupo de Girome dirigirse hacia la plataforma en la que estaba Delvin. Esta gente va a necesitar un shock.

Delvin seguía gritando.

– ¡Ha llegado la hora de movernos! ¡Ahora que Turín se ha unido a nuestra misión, nos encargaremos de que dulicenses y hervineses también vean la luz, nuestra luz, estén dispuestos o no! ¡El señor no hace excepciones!

– ¡Jamás, hiena! -gritó una voz detrás.

Una oleada de murmuraciones recorrió el gentío al ver a Girome incorporarse en la plataforma, tras Delvin. Este se volvió de un salto, sorprendido, pero sonrió al ver quién era.

– Ah, aquí tenemos a nuestro enemigo número uno. Creo que no soy el único que sabe cuan poco amigo es el hijo del Rey de cuestiones divinas. ¿Sabéis qué pretendía hacer este hereje en caso de llegar a la corona? -dijo volviéndose al público- ¡Quitarme de en medio! ¡A mí, enviado del señor! Privaros a todos del guía del camino, de la sabiduría de mi palabra. ¡Mas no temáis os digo, pues este condenado nunca llegará a la corona!

Una parte del público abucheó a Girome, pero el resto calló, dubitativo. Este respondió.

– ¡Eso quisieras tú, arpía! Algunos se habrán preguntado dónde está el Rey en cuestiones tan importantes. ¡Os lo diré yo! ¡Mi padre ha muerto envenenado por la mano de este truhán! ¡Y también intervino en la muerte de los Reyes de Turín! ¡Os quiere llevar a todos a una guerra sin sentido en la que sólo él tiene algo que ganar!

– Acompañas la herejía con la mentira. ¿¡Cómo es que se nos han unido los turinenses, entonces!? -contraatacó, teatral.

– Nos hemos unido contra ti, asesino -dijo Gardar, subiendo también.

¡Sí!

Delvin se quedó paralizado por la sorpresa. Más rumores recorrieron el gentío, ahora confuso. Olaf, debidamente oculto entre las primeras filas de debranos, divisó alarmado un brillo metálico bajo la túnica de Delvin, lo que le hizo correr hacia la plataforma; Marla le avistó al fin, cuando iba hasta ellos intentando hacerse paso entre la multitud.

– ¡Es este ser quien ha cometido el peor pecado de todos! – gritó Girome- ¡Acaso hay más bajo que afirmar ser enviado por Dios, cuando lo único que le importa a este despojo es controlar Armantia, para lo que intenta usaros a todos!

Todo el público abucheó a Delvin, y la indignación empezó a hacer mella en ellos. La reacción de este fue de furia y se acercó farfullando incongruencias con el rostro contraído de rabia a Girome, su mano oculta en la túnica. Justo en ese momento, un Olaf jadeante llegó arriba y apartó a Girome con brusquedad. Pero no llegó a volverse hacia Delvin lo suficientemente rápido como para evitar su puñalada. Gritó de dolor con sus manos en un costado, cayendo de rodillas y desplomándose a continuación.

Marla fue a correr en seguida hacia él, pero el soldado la sujetó.

– Lo siento señora, tengo órdenes de…

Ella le interrumpió con un codazo en la nariz que bien pudo haber hecho añicos, y avanzó a empujones entre la multitud intentando alcanzar la ya próxima plataforma. Ascendió veloz, topándose a Delvin manteniendo a raya a Girome y a Gardar con el cuchillo. Olaf yacía en el suelo, inerte. Fijó la mirada nuevamente en Delvin, entrecerrando los ojos, y avanzó hacia él lentamente, hasta que este reparó en ella.

– Ah… la ramera del general. Se te ve enojada, ¿qué harás ahora criaja? ¿Intentarás matarme delante de todo el mundo? -dijo retrocediendo.

Marla avanzaba impasible. Era muy consciente de que cada movimiento suyo sería simbólico, y que los debranos aún estaban a tiempo de volver a cambiar de bando. Pese a que se sabía sobradamente capaz de reducir a un tipo con un cuchillo, no podía ceder a la furia.

Su mente trabajó con rapidez.

– Eso no sería del todo justo -dijo al fin-. Mereces estar al otro lado de tu obra.

Delvin no comprendió y siguió retrocediendo hasta el límite de la plataforma. Marla continuó acercándose, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, él intentó asestarle una puñalada que esquivó con rapidez. Aprovechó la ocasión para empujar a Delvin de una patada en el pecho haciéndole caer sobre un público que lo recogió enfurecido. Le llevaban sobre sus cabezas mientras él se retorcía asustado, lanzando maldiciones a todos los que estaban a su alrededor.

Poco duró su recorrido, pues le soltaron para abalanzarse sobre él.