9. La frase más falsa jamás conocida
Fran recorría furioso el castillo turinense. No tendría ni una maldita posibilidad de volver. Ni una, todo era una gran mentira. Aquel ruso hijo de perra se la jugó, a él y a todo el mundo.
¿En qué la he jodido?, pensó. Tenía claro que no sólo existía Alix B por mucho que se le ocultara, por lo que alguien tuvo que meter la pata por otra vía. Pero todo el asunto de Boris fue en Alix B…
Marla. Sí, si aquella quejica atontada hubiera eliminado a Boris cuando se le ordenó, no estaría allí. Ahora seguramente estaría gimoteando de aquí para allá por el castillo, buscándole. Carecía de cualquier explicación que darle, y a decir verdad ya no la necesitaba. Era un lastre y un riesgo innecesario para su coartada allí.
Tengo que deshacerme de ella.
Podría ordenar que lo hicieran, pero ella llevaba encima los dardos reglamentarios de Alix y montaría un espectáculo que prefería evitar. La encontraría y la apuñalaría cuando estuviera de espaldas.
Sí, sin armar mucho jaleo.
Mientras, en el castillo debrano, un consejero atendía a su Rey.
– Gracias -dijo Gorza a Delvin tras traerle el té- ¿Cómo va el agrupamiento de tropas en la frontera?
– Todo según lo previsto, excelencia. Parece que vendrán los propios gobernantes a animar a los suyos.
– Bien, espero que no tarden -dijo antes de beberse su ración de té.
Delvin parecía sumido en sus pensamientos.
– ¿En qué piensas? -se interesó Gorza mientras notaba un ardor creciente en el estómago.
– En muchas cosas. Pienso en el estorbo que habéis sido para la expansión de la palabra del todopoderoso y en la de vuestro propio reino. Cometisteis un error terrible dejándome a vuestro lado y pensando que me limitaría a traeros té. Algo similar ocurrió en Turín, Erik no lo vio a tiempo, ni esa malnacida de Celestia, la Reina. El pobre bastardo de su hijo ni siquiera sabe que Sigmund, uno de sus soldados, fue quien la precipitó al vacío. El dinero todo lo puede… ah… lamentablemente no veréis como pronto veré yo la unión de Turín y Debrán bajo la luz divina, mi luz, misma luz que también acogerá poco después a Dulice y Hervine a la fuerza, porque claro, habréis muerto. A decir verdad… -dijo volviéndose a Gorza. Pero este yacía inmóvil con expresión de perplejidad y abundante espuma saliéndole por la boca- …no sé por qué os sigo hablando.
Oyó pasos que se alejaban corriendo en la sala contigua. Maldito chico, pensó. Seguramente fuera Girome, el heredero, de quien pensaba encargarse más tarde. Tendría que haber empezado por él, pero… al fin y al cabo nadie reconocería su autoridad después de su plan.
Que corra.
Por fin pudo dejar de fingir lealtad a aquel viejo agrio. La guinda la puso cuando decidió hablar a sus espaldas con Olaf Bersi. Lo tenía todo calculado, y le ponía de los nervios cualquier asunto que se le escapase. Aquella conversación furtiva fue la prueba definitiva de que Gorza empezó a actuar sin consultarle.
Y eso no lo pudo permitir.
Pero aquel Gran General -un cobarde que nunca participó en una batalla-, sería recibido con honores en Turín. Sí… sabía que Gardar, aquel muchacho de mente débil que ahora era Rey, lo estaría esperando, por lo que dejaría de ser un problema.
Tendría que ir ultimando los detalles del discurso que daría ante el pueblo debrano en unos días. Sería el colofón de su larga trayectoria moldeando la religión debrana. Desde su juventud se introdujo en el aparato religioso de esas tierras, subiendo en la jerarquía, creando leyes para darse a sí mismo cada vez más poder. Pero al final siempre chocaba con el Rey.
Y eso ya no será un problema.
Aún le sorprendía cómo pudo encajar todo tan bien. Él, como muchos de sus compañeros, sólo creía en sí mismo, pero realmente aquello debía tener algo divino; a sus pies se arrodillaba un niño con mente de mantequilla, dueño de un reino que abarcaba media Armantia. Los gobernantes de Dulice y Hervine junto con buena parte de sus ejércitos estarían en Debrán de forma inminente para supuestamente apoyar a los debranos. Una vez reducidos o convertidos, y sus gobernantes eliminados, podía campar a sus anchas por esos países con el ejército resultante, sin resistencia significativa.
El estado de miedo y obediencia en el que Delvin transformó la religión debrana, se aplicaría en todas partes, incluida la región feudal. Se recreaba con una gran sonrisa interior en la instauración el Delvinismo. Tras eso, le bastaría con eliminar a Gardar, el único Rey en pie. Probablemente lo haría Sigmund, a cambio del gobierno turinense. A Delvin le costaría bien poco, pues Sigmund sería el siguiente, para eliminar pruebas.
Y todo en no más de una semana.
Marla contempló su reflejo, atónita, el cual compartía su perplejidad, pero no su indumentaria. Vestía el mono operativo de Alix B; era ella, de carne y hueso. El choque de verse a sí misma le hizo tener un leve mareo.
De pronto su reflejo abrió mucho los ojos, y en un movimiento fugaz sacó algo de un revestimiento del traje en el muslo y lo lanzó, pasando a poca distancia de su cabeza sin apenas tiempo de retirarla. Al volverse comprendió lo ocurrido.
Un hombre cayó al suelo con una de las agujas-dardo reglamentarias de Alix B en el cuello. Casi termina de desmayarse al reconocer su rostro: era su jefe, al que conocían como tal. Por un momento pensó seriamente que había terminado de perder el juicio, pero entonces recordó el pergamino.
“A la tercera va la vencida”… ¡Pues claro, Boris envió a tres Marlas para asegurar el éxito!
Su réplica se llevó una mano a la boca, sin creer lo que acababa de hacer, y corrió a quitarle el dardo del cuello. Se fijó entonces en que el jefe llevaba en la mano un puñal.
– Iba a matarme -dijo Marla para sí misma.
Su réplica la miró.
– ¿Quién… eres? -dijo al fin.
– Me parece que es bastante evidente.
Y no deberías querer saber más, pensó, al ver que no terminaba de asimilar.
– Pero… cómo…
– Es muy largo de contar -se fijó en el dardo que tenía en la mano. Era de los verdes-. Le has lanzado el letal…
– Fue muy rápido… apareció detrás de ti con el puñal alzado… y… era como si me fuera a apuñalar a mí… fue un acto reflejo… no sé…
– Entiendo. Respira hondo… cálmate… ya está -se agachó también-, está claro que vienes de otro universo con un Jefe, una Alix B, un Dominique…
Su réplica asintió con la cabeza.
– Y también un Boris, ¿verdad? -continuó.
– ¿Él también te trajo aquí? ¿Pero por qué? ¿No podremos volver?
– Que yo sepa no. Aunque eso no nos debería preocupar ahora. ¿Qué sabes de Gardar y la ofensiva turinense?
– Ah… eso… el Jefe quería seguir la pista de Boris, por si escondía la unidad y así volver. A cambio prometió a Gardar ayudarle en su guerra, aunque no tenía con qué. Es un chico muy manipulable, y al Jefe no le costó hacerse con él. Le dio consejos sobre cómo manejar al pueblo y qué arengas hacer. Ese tipo de cosas.
Marla asintió, pensativa.
– Hay que detenerle.
– ¿Por qué?
– ¿Cómo que por qué? -añadió mirándola, arrebatada de sus dilucidaciones y casi ofendida- ¡Porque va a provocar una masacre!
La otra Marla parecía muy confusa.
– Pero no es asunto nuestro… Ya conoces las reglas. No es nuestra historia… no la es, ¿verdad?
– ¡Pues claro que la es! ¡Olvida Alix B de una puñetera vez! -gritó Marla perdiendo repentinamente los papeles- ¡Nuestro mundo tal y como lo conocimos dejó de existir, la gracieta del viaje multiversal lo arruinó, a él y a todos los paralelos a él! ¡Nos queda este, y de aquí no saldremos nunca! Puedes quedarte al margen o tomar partido, pues son las únicas opciones que tienes. ¡El futuro se está decidiendo ahora! ¿Entiendes?
Tuvo que intentar tranquilizarse, aunque se sintió aliviada y desahogada. El hecho de que su doble aún no hubiera asimilado la situación le hizo sentirse mucho más segura de sí misma. Pero aquellos arrebatos de furia revelaron lo lejos que aún estaba de aceptar del todo su nuevo destino.
Su doble se quedó paralizada unos instantes, digiriendo la bronca.
– Pero… qué podemos hacer…
– Lo primero neutralizar a Gardar, ¿sabes dónde está?
– Claro, no se ha movido del salón del trono -dijo señalando con el pulgar hacia atrás-, está con… un momento… ¡Pues claro! ¡Ahora lo entiendo, tú eres la Marla que conoce el general!
– ¿El general? -Marla la zarandeó por los hombros- ¿Olaf? ¿Olaf Bersi?
– Sí, ese era su nombre, está…
– ¿¡Vive, está bien!?
– Sí, desde luego… está maniatado frente a Gardar.
Suspiró. Menos mal. Menos mal…
Oyó un ruido detrás. Era Keith entrando por el ventanal, con una mano sangrando. Se quedó petrificado al verlas, por lo que Marla tuvo que explicarle la nueva situación. Para su sorpresa, a Keith se le pasó la perplejidad enseguida y la saludó como a quien presenta una amiga, inclinación incluida.
– Keith Taylor de Hervine, para servirla. Bien, ahora que nos conocemos todos, vais a tener que decirme cómo tengo que llamar a cada una o esto no va a funcionar…
Marla se quedó pensativa, pero la otra tuvo la iniciativa.
– Dado que parece que no soy la primera aquí, podéis llamarme por mi segundo nombre.
– ¿Cual era?
– Enea -dijeron ambas al unísono.
– Vale, Marla y Enea. Bien -hizo una pequeña mueca de dolor, agitando la mano-, ahora deberíamos…
– ¿Qué tal la tienes? -dijo Marla cogiendo su mano. Tenía rasguños llamativos, pero superficiales.
– Bien, sólo tuve un par de resbalones… tardabas tanto que me decidí a trepar por mí mismo.
– Lo siento.
– No importa. Lo que nos atañe ahora es… ¿hay guardias en el salón del trono?
– No -respondió Enea- normalmente aguardan fuera. Mi Jefe quería que nuestra presencia fuera secreta, y a Gardar tampoco le gustaba que otros oyeran sus planes. Pero hay una entrada aquí mismo, por la que vengo, que llega justo a un lateral trasero del salón, y que nadie vigila.
– Perfecto.
Olaf sabía que ya no era de utilidad, y probablemente estaban en marcha los trámites para ejecutarle. Gardar, por su parte, parecía pendiente de que volvieran los otros dos. Se preguntó entonces qué sería de Marla, la que él conoció. Seguramente acompañaría a Keith al punto de reunión al haber faltado a la cita, topándose con los cadáveres. Y le darían por perdido. A él y a Armantia.
Y tendrían razón, pensó.
Vio a la nueva Marla entrar por un lateral de la sala, detrás de Gardar. Iba sola, y su expresión pasó del desconcierto con el que se fue a una fingida serenidad. Avanzó lentamente, de brazos cruzados, hasta pasar a Gardar y ponerse al lado del propio Olaf.
– ¿Habéis decidido ya qué hacer con él? -dijo el Rey señalándole.
Entonces sucedió algo inesperado. Keith Taylor entró a hurtadillas, sigilosamente por donde mismo había llegado la chica, y le hizo con la mano un gesto de silencio. Olaf apartó la mirada rápidamente, por si el Rey se daba cuenta de que miraba tras él.
– Sí -respondió ella.
Keith tapó la boca de Gardar tras el trono, poniendo en su cuello uno de sus puñales.
– No oséis gritar -le susurró Keith al oído.
Marla entró finalmente, corriendo a desatar a Olaf.
– ¡Marla! -exclamó sorprendido- ¿Estás… bien?
– Eso te lo debería preguntar yo, aunque veo que estás entero -tras desatarle le sacudió el hombro, sonriente, resistiendo el impulso de estrujarle en un abrazo.
– Eh, ¿qué hacemos con él? -preguntó Keith sosteniendo su puñal en el cuello de Gardar. El joven Rey estaba pálido, con los ojos muy abiertos.
– Déjale hablar un momento -dijo Olaf, indicando con un gesto que le quitara el puñal.
– No me matéis… no me matéis… -imploraba Gardar con un cierto patetismo.
– No te vamos a matar, al contrario de lo que tú habrías hecho -respondió Olaf muy serio-, y vas a hacer lo siguiente. Limpiarás mi nombre, acaso lo hayas ensuciado. Me entregarás el gobierno de Turín hasta que lo crea conveniente, y darás órdenes a nuestros soldados para que no obedezcan a Delvin una vez lleguen a Debrán.
– ¿Irán entonces? -le dijo Marla.
– Con nosotros al frente, pero sí, es mejor que vayamos todos. Me temo que ya no sabemos qué nos vamos a encontrar allí, y ya que esperan que vayamos, fingiremos y averiguaremos el estado actual de la situación.
La puerta del salón se abrió de pronto, y entró el guardia que la custodiaba.
– Su exce… -se detuvo al contemplar la escena, llevando una mano a la funda de su espada.
– Tranquilo, todo está bien -le dijo Gardar-, continúa.
El guardia retiró la mano sin mucho convencimiento, mirando a Olaf.
– Hay un joven que dice ser el hijo del Rey Gorza, y quiere una audiencia con vos.
– Girome -dijo Olaf-. Esto se pone interesante.
– Que pase -ordenó Gardar, con la voz algo apagada.
Tras entrar, Girome se paró sorprendido ante Olaf. Este se fijó en que traía los ojos acuosos.
– Lo habéis conseguido.
– Pero deduzco que nos traes malas noticias -dijo el general.
– Funestas.
Les contó por todo lo que había pasado. Delvin iba a invocar la guerra santa contra Dulice y Hervine, contando con poder mandar sobre Turín a través de Gardar -eso al menos ya no lo tendría-. Envenenó a su padre, y él huyó hasta Turín por una ruta secreta que Olaf le había susurrado al oído días atrás.
Este lo agarró por los hombros.
– ¿Estás bien? -le dijo en voz baja.
– Todo lo bien que se puede estar en mi situación…
Se produjo un pequeño silencio. El joven Rey turinense tenía la mirada perdida más allá de la puerta del salón.
– También tengo información sobre la muerte de Erik y Celestia.
Gardar le miró entonces, ausente, como si despertara de un largo sueño.
– El ataque de tropas supuestamente debranas al castillo turinense, fue dulicense, pero no tenía como objetivo eliminar al Rey, sino provocar una guerra. Ya sabíamos que su venta de armas desaparecía. Así que los hombres tenían órdenes de provocar un susto, nada más. Un pequeño ataque con señuelos debranos. Una provocación que enfrentara a Turín con Debrán.
– Sí, tenía conocimiento de ello… -confirmó Olaf.
– Sin embargo… -continuó volviéndose hacia Gardar- Delvin obtuvo información de la operación, y en lugar de informar a Gorza, sobornó a los arqueros para atacar hasta hacer salir al Rey y entonces asesinarle. Igualmente, un tal Sigmund Harek de la guardia real turinense fue quien, también sobornado por Delvin, precipitó al vacío a Celestia.
La actitud de Gardar fue primero de incredulidad, luego de incredulidad forzada y finalmente se echó a llorar. Pactó con el responsable de la muerte de su padre y ascendió al puesto de Olaf al asesino de su madre, sin saberlo.
– ¡Qué he hecho! -gritó a llanto tendido. Lo repetía una y otra vez. Todos le miraban a su alrededor, pero nadie lo consolaba. Tras desahogarse durante varios minutos, se levantó, e inclinándose con las manos temblorosas le ofreció a Olaf su corona.
– Toma, no soy digno de llevarla…
– No -cortó Olaf con gesto severo-, necesito el gobierno temporalmente, no soy Rey. De tu dignidad nos encargaremos más tarde, pero puedes empezar cumpliendo con lo que te he dicho.
Gardar asintió, sorbiendo por la nariz.
Aquel día se lo tomaron de merecido descanso. El castillo estuvo al corriente de la situación, y Olaf alojó a sus huéspedes en los aposentos reales turinenses.
Ya al anochecer, Marla abandonó su dormitorio con una vela en busca de agua, y encontró a Olaf en el pasillo, apoyado en la pared, mirando al frente con la preocupación minando todas y cada una de sus facciones.
– Deberías descansar, tú más que nadie -le regañó Marla con suavidad.
– Al amanecer tendré que limar asperezas con el ejército – dijo él, acariciándose el mentón sin dejar de mirar a la pared, como si ella no existiera.
– Ni que te fueran a declarar la guerra.
¿Y por qué? La miró.
– Pues porque no van a cambiar de parecer sobre mí sólo por la rectificación de Gardar, y de nada sirve tener al Rey de nuestro lado si el ejército no lo está. Mañana llegará el momento de acabar con antiguas tensiones, anteriores a todo esto… a la fuerza. Pero duerme tranquila, es algo entre ellos y yo.
– Como quieras -dijo ella con sed, continuando su camino.
– Marla… -añadió poco después, cuando ya le había pasado por delante.
Ella se volvió.
– ¿Sí?
– ¿De verdad trepaste por la pared del castillo?
Ambos rieron.
– ¿Qué pensabas de mí, eh? -continuó ella sonriendo- ¿La damisela en apuros haciendo de fardo molesto de Keith? Una tiene sus habilidades…
Olaf disminuyó su sonrisa.
– Pues me alegro de que las usaras para venir a buscarme. Me dijo Keith que fue cosa tuya. Una temeridad de la que te estaré eternamente agradecido. Él no lo hubiera intentado, y no le culpo.
Ella se quedó unos instantes mirándole. La luz de la vela se mezclaba con el leve azulado que entraba por el ventanal más próximo, dando al ambiente un aire exóticamente mágico. Asintió entonces lentamente sin saber qué decir, y continuó su camino.
Al volver ya saciada, Olaf ya no estaba, pero se vio atraída por el resplandor de color que salía del ventanal. Un paisaje arbóreo se extendía hasta unas cumbres cercanas, que impedían que la mirada llegase al horizonte. Una noche extraña -como eran todas las que tenían Luna en aquel mundo- pues todo el panorama estaba bañado por aquel extraño azul, y no era en absoluto oscuro. Quizá apagado, difuso, pero mucho más luminoso que la luz de Luna llena que ella recordaba de La Tierra.
La Tierra…
Aquello la llevó a pensar, ¿no era entonces aquel mundo una Tierra?. La gravedad era muy similar, si no la misma, la presión atmosférica también… las ocasiones en que pudo contemplar el horizonte, confirmó que estaba la distancia de siempre, por lo que las dimensiones también serían parecidas o iguales. Casi todo lo visto en aquel mundo era un refrito de parte de la historia reciente de la humanidad, no hubo nada que le impidiera pensar que simplemente era una Tierra en otro contexto.
Nada salvo aquel astro azulado, con su grotesco cráter.
Unos sollozos lejanos interrumpieron sus ensoñaciones. Siguió el sonido intrigada y descubrió de dónde venía; el dormitorio de Enea. Abrió su puerta y la encontró sentada en su cama, con las manos en la cara, llorando.
– Eh eh… -susurró Marla, sentándose rápidamente a su lado- ¿Qué ocurre?
– ¡No soy nadie aquí! ¡Por qué… por qué…!
Estaba destrozada. Rodeó su hombro intentando consolarla.
– No conozco a nadie -continuó-… no sé dónde estoy… ¡Ni siquiera sé quién soy! -dijo mirándola- ¿Quién de las dos es Marla?
Así que también es eso.
Al shock de vivir atrapada en un mundo extraño se le unía la crisis de identidad. Ella no tuvo que pasar por eso. Era como para compadecerse…
– Ambas lo somos. Así que al menos puedes decir que conoces a alguien -dijo en tono conciliador.
– Llevaba tiempo aquí… poco menos que tú creo, pero tenía la esperanza de volver… de encontrar a Boris y su unidad… de que sólo fuera una pesadilla pasajera…
– ¿Cómo llegaste? -se interesó Marla.
– Varios Boris asaltaron la sala de tránsito. Me drogaron con un espray y me metieron en la cápsula ¿Pero… pero por qué lo hizo? -dijo volviendo a llorar.
Marla le contó entonces el contenido del pergamino.
– Mal multiversal -siseó Enea-, qué cabrones… pero no me sorprende. Se veía venir. Todo aquel secretismo en Alix…
– Sí, ambas ya sospechábamos algo.
Se produjo un largo silencio. Ambas estaban sumidas en sus pensamientos, mirando al suelo.
– ¿Crees que merece la pena? -preguntó al fin Enea.
– ¿El qué?
– Ya sabes… lo que dijo Boris. ¿Merece la pena salvar este lugar? Tú lo conoces mejor que yo.
Tras pensarlo unos instantes, Marla respondió.
– He conocido a gente que vale la pena salvar.
Y que he salvado.
– Es que… no paro de darle vueltas… -sorbió por la nariz- el destino de nuestro mundo se vio truncado desde el descubrimiento del multiverso, aunque ya se iba al carajo sin ayuda. Todo eso afectó a la red de mundos de Alix B, y probablemente se contagiara de mundo en mundo. Luego, ¿qué hacer? Está visto que somos una puta plaga -Marla cayó entonces en la cuenta de que era un poco malhablada. Se lo escuchó decir a otras personas, pero no tomó verdadera conciencia de ello hasta hablar consigo misma en aquellas extrañas circunstancias-, ¿qué nos impide repetir la historia aquí? Qué digo, ni a eso llegaremos. Esa paz que nos dejó Boris de legado para seguir labrando la historia y demás… mira qué poco han tardado nuestros nuevos vecinos en intentar exterminarse entre sí. ¿De verdad merecemos ser salvados?
– Lo malo de hacerme a mí esa pregunta es que ya conoces la respuesta.
Y no lo decía bromeando. La respuesta era que no tenía respuesta, pues se hacía las mismas preguntas. Pero el pesimismo ante esa perspectiva era evidente. Procuró cambiar de tema.
– Oye, El Jefe no te revelaría su verdadero nombre mientras estuvo aquí ¿Verdad?
– Qué va… ya sabes, eso sería totalmente inaceptable -dijo imitando su voz.
Ambas rieron.
– Pero según ese pergamino, hay una tercera Marla -dijo Enea intrigada.
– Cierto. Ignoro su suerte. Aunque viendo cómo nos gusta hacernos notar, seguro que sabremos de ella tarde o temprano.
– Seguro.
– ¿Te sientes mejor ahora?
– Sí… gracias, muchas gracias.
– A ti, me salvaste la vida esta tarde. Y ahora intenta dormir, el mañana se presenta incierto. Si necesitas cualquier cosa ya sabes dónde estoy.
Al día siguiente, Gardar acudió jadeando, asustado, a Olaf.
– Nuestros soldados exigen tu presencia. No les vale mi palabra de que eres de fiar, incluso Sigmund se niega a abandonar su condición, ¡y los hombres le son leales!
– Lo esperaba. Sígueme, quiero que lo presencies. Haz bajar también a Girome y a Marla.
– ¿Pero presenciar qué?
Sin embargo Olaf ya bajaba.
Marla recibió el aviso de Gardar, y tras vestirse descendió hasta la salida del castillo, donde encontró a Olaf envainando su espada, preparándose para salir.
Esperando lo peor, le siguió.
Una cantidad considerable de soldados -varios centenares, a ojo- esperaban frente al castillo, expectantes. Cuando Olaf apareció por la puerta, se alzó una ola de silbidos y abucheos.
¡Traidor, traidor!, le increpaba la multitud. Marla tuvo miedo. Estaban frente a una multitud de hombres armados de comportamiento hostil, y algunos tenían arcos. Podían ser abatidos en cualquier momento. Estaba claro que ellos eran los que mandaban, y que poco podía hacer Gardar si no le hacían caso. Temía también por todo el plan, ahora que existían dos frentes, y los más fuertes: Turín y Debrán.
En la primera fila distinguió a Sigmund, jaleando con los demás.
Olaf, con una mirada letal y apretando las mandíbulas, desenvainó su espada y la clavó en el suelo, mirando desafiante a la multitud. Esto bastó para que la mayoría callase.
– ¡¿Me obligaréis a volver a envainarla manchada de sangre?! -gritó.
Marla contuvo la respiración, y las pocas voces que se alzaban sobre el silencio remitieron. Nadie vio jamás a Olaf así.
Directo. Conciso. Cortante.
– Llevo siete años velando por la seguridad de Turín… en este tiempo, muchos de vosotros habéis increpado a mis espaldas mi buena relación con Debrán. ¡¿Hay alguien que pueda probar ante esta espada que la he mantenido por encima de los intereses de Turín?!
Nadie se atrevió a moverse.
– Igualmente, muchos de vosotros me creéis en exceso benevolente e incluso cobarde. ¡¿Quiere alguien probar aquí
y ahora mi valía?! ¡¿Alguno de vosotros puede probar ante esta espada que soy un traidor?!
Escrutó lentamente la multitud de lado a lado mientras esta se removía, inquieta.
– Ya lo suponía… -añadió.
Marla no salía de su asombro.
No dudaban en ir a las armas contra varios países, pero ahora dudan en hacerle frente a Olaf. Increíble.
El general continuó.
– Vuestro Rey ya os ha puesto al corriente de la conspiración urdida por Delvin y de la que él mismo ha sido víctima. No le creéis, pero ahora tengo también aquí al legítimo Rey de Debrán para confirmar sus palabras, pues su padre ha sido asesinado por Delvin. ¡Y sabéis que es él, pues ya le visteis hace dos años!
Girome, ignorado hasta entonces, dio un paso al frente, provocando una ola de murmuraciones. La gente empezaba a mirar a Sigmund y a pedirle explicaciones.
– ¡Miente! -gritó Sigmund- ¡Miente y no hace más que mentir! ¡Recordad el encuentro en los alrededores del castillo! ¡Venía a Turín con hervineses! ¡Quería hacerse con el poder!
– ¡Eso es lo único que tenéis! -gritó por contra Olaf- ¡Las palabras de vuestro nuevo general, que aprobó el asesinato sin cuartel de cinco de vuestros compañeros con su pérfida palabra como única prueba de que no eran leales! ¡¿Cuánto habéis hecho únicamente por la palabra de esta rata!? Mas eso no es todo. A petición mía, vuestro Rey os ha omitido una parte del complot, que yo os descubriré. Justamente la parte de la que él ha sido partícipe.
Todos miraban a Sigmund, con ojos interrogadores. Olaf levantó la espada, y le señaló con ella.
– ¡Tú, Sigmund Harek, asesinaste a Celestia Valdis, reina de Turín, al tirarla al vacío cuando lloraba la muerte de su esposo en sus aposentos, a cambio de dinero y recomendación por parte de Delvin!
– ¡Yo mismo se lo oí decir! -gritó Girome.
La cara de Sigmund, entre la ira y la vergüenza, se tornó rojiza.
– ¡Miente, miente, miente! ¡Se han compinchado!
Está atrapado, pensó Marla, expectante.
– ¡Y ahora busco recuperar el cargo que me fue arrebatado injustamente, y que injustamente esta rata conserva, pues es el de general y segundo, y no el de rey como este traidor os habrá contado! ¡Tú, Sigmund! ¡Te insto a huir y dejar esta posición, tal y como te ha ordenado tu Rey, en cuyo caso tu vida será perdonada pero condenada, o a demostrar aquí y ahora quién es en verdad el general!
Notó que la gente estaba aún a la espera, pero ya se había apartado de Sigmund. Este, sólo e inquieto, aparentaba tanto abalanzarse sobre Olaf como saldría corriendo, por la presión. Pero le pudo el amor propio, y desenvainó su espada lenta y dubitativamente, interminable el chirriar del acero.
Un nudo se produjo en el estómago de Marla.
Olaf bajó la mirada, triste ante su elección. Se volvió hacia Gardar, mirándole interrogativamente, y reconociendo al fin su autoridad. Este, que compartía la estupefacción general, volvió a la realidad y asintió con firmeza. Olaf respondió con una reverencia.
Con el rostro encogido de odio y tensión, Sigmund se adelantó y se plantó a media distancia entre Olaf y el público. Este avanzó y se colocó a unos dos metros, mirándole a la cara.
El nuevo general estaba muy nervioso, y Marla dedujo que sabía que Olaf sería un enemigo formidable.
Pero el animal acorralado es el más peligroso y traicionero.
De improviso y para sorpresa de todos, Olaf se puso a caminar a su alrededor, mirándole a los ojos con una calma helada. Esto puso aún más nervioso a Sigmund, sudando copiosamente mientras seguía con la mirada a Olaf. Bruscamente tomó la iniciativa, lanzando una estocada que al antiguo general no le costó esquivar, retomando su andar alrededor de Sigmund.
– ¡Vamos, pelea! -gritó este enfurecido.
Pero Olaf permaneció imperturbable. Harto, Sigmund lanzó un ataque precipitado que obligaba al general a parar y defenderse. Un lance a matar. Cuatro fueron las estocadas que paró Olaf antes de que tres palmos de su espada atravesasen el corazón de Sigmund, quien ya expiraba antes de caer al suelo.
El viento se alzó, y fue lo único que se oyó en aquellos momentos de estupefacción general. Olaf se quedó unos instantes mirando el cadáver de Sigmund, desaparecido su gesto severo. Reparó entonces en la multitud silenciosa, que también miraba al cuerpo.
– ¡Doy por terminada cualquier tensión o malentendido entre nosotros! ¡El próximo que lo tenga que hable conmigo, y no tendremos que llegar a esto!
Arrojó la espada al suelo, al lado del muerto, y dio media vuelta para volver al castillo. Los soldados se fueron dispersando, unos abatidos, otros avergonzados.
El general no entró mucho más animado.
Marla le siguió, hasta interceptarle cuando iba a entrar en su habitación.
– ¿Estás bien?
Olaf la miró sin decir nada, y devolviéndole una sonrisa forzada se encerró en su habitación.
Raro y mil veces raro.
Fue a darle los buenos días a Enea, oyéndola reír cuando llegó a su habitación. Frunciendo el ceño, abrió sigilosamente la puerta un palmo, y vio a Keith alzando las manos en pose teatral, frente a Enea que estaba sentada en su cama.
– ¡Y ahí estaba yo, escondido en un barril y viendo pasar por un agujero a todos y cada uno de los bandidos que me perseguían!
A Enea se le saltaban las lágrimas de la risa. Volvió a cerrar, sonriendo para sus adentros. Pero Olaf la había dejado preocupada.
Veamos qué le ocurre ahora.
La puerta no cedía, por lo que dio dos pequeños golpes. Con gesto grave, Olaf abrió la puerta.
– ¿Qué quieres? -dijo secamente.
– Hablar. Dentro, si es posible.
– ¿De qué?
– Podemos hablar de qué carajo te pasa, sin ir más lejos – dijo Marla enfadada ante su actitud, enarcando una ceja.
La brusquedad de sus palabras hizo volver a la realidad a Olaf, que parpadeó confuso.
– Perdona… pasa… estoy furioso conmigo mismo, olvídalo.
– ¿Ya tienes al ejército de tu parte? -dijo Marla ya dentro.
– Sí. Esa parte ha quedado zanjada.
– La verdad es que no parecía tan temible.
– ¿El ejército o Sigmund?
– El ejército. Vale, sólo era una parte, pero si no se atrevían contigo… aparte, se han derretido en cuanto has matado a Sigmund.
Su compañero bajó los ojos.
– Tienes que recordar, Marla, que llevamos cincuenta años sin guerra. Por mucha armadura reluciente, espada afilada y bravos vítores, la mayor parte de esa gente no ha visto un duelo a muerte en su vida, ni yo nunca he hendido mi espada en el cuerpo de nadie hasta hoy. ¿Entiendes?
Marla no supo qué responder. De pronto un escalofrío le subió por la columna vertebral, cuando varias de sus inquietudes pasadas se concentraron en un único punto. Todos sus tópicos, todas sus ideas preconcebidas sobre su entorno, se derrumbaron como castillo de naipes. Ni medievo, ni Reyes, ni Reinas ni caballeros… sólo niños jugando a serlo. Por mucha guerra pasada no había verdadera tradición, le dio la impresión de que se limitaban a hacer lo que otros hicieron antes o leyeron en los libros. Había algo de artificio, algo prefabricado que no pudo definir. Ya estuvo en otras ocasiones en periodos históricos reales, y en todos ellos existía algo genuino que en Armantia no encontraba.
Recordó lo que le contó Olaf sobre lo que llamaban la Historia Oscura.
¿Hubo realmente historia antes de ese punto?
– Hay algo más -dijo ella inconscientemente. Volviendo a la realidad, miró a Olaf-. Y tú lo sabes.
Él no dijo nada.
Lo confirma entonces.
– ¿Olaf?
– Algún día te contaré lo que me guardo, pero no hoy.
– De acuerdo -no quiso preguntarle más por ese tema-, esto nos lleva a Debrán. ¿Qué crees que nos encontraremos allí?
– No lo sé. En principio, estarán esperándonos con los brazos abiertos, para unirnos a ellos e iniciar la conquista de Armantia. Ese era el plan previsto. La cuestión es qué pasará cuando se enteren de que no es eso lo que vamos hacer. Mi plan es hacer público el embuste de Delvin.
– Pero por lo que me has contado, Delvin usa la fe como arma. Y Olaf, la fe no atiende a razones. Por eso se llama así.
– Oh no, los debranos adoran a un dios, no a Delvin. Triste religión sería esa. A Delvin sólo le profesan miedo, y el miedo es lo que usa. Se puede intentar darle la vuelta a ese temor, sin quebrar la fe de nadie. Sé que al menos los militares no le siguen. Sí, con ellos nos encontraremos primero. Girome les explicará entonces la situación, y tendremos la posibilidad de exponerla al pueblo sin que Delvin nos lo eche encima.
El general parecía de nuevo animado, lo que la alegró, hasta fijarse en su mano manchada de sangre.
– Eh, ¿qué te ha pasado aquí? -dijo sosteniéndosela.
– No es mía, es…
– Buenos dí… -dijo una voz entrando, sobresaltándolos. Era Girome.
– Oh, perdón, estabais…
– ¡No, no! -dijo en voz alta Marla incorporándose de un salto, azorada lo indecible. Olaf procuró no sonreír, sin éxito -¡Pasa hijo, pasa! -los ojos se le salieron de las órbitas y se puso aún más nerviosa, llevándose una mano a la boca, alarmada- ¡Mil perdones! Quiero decir, pase su majestad, si así lo desea…
– Por favor Marla, para, te ha entendido -le dijo Olaf reprimiendo la risa en lo posible.
Sin embargo Girome reía sin terminar de entender del todo.
– Perdonada quedas, pues aunque soy Rey por derecho, no se me ha coronado aún. Venía a decir que Gardar me ha revelado con detalle el plan original. En Debrán esperan que lleguemos en tres días. Saldremos mañana.
Olaf asintió, y Girome abandonó la habitación.
– ¿No eres tú el que da órdenes? -preguntó Marla extrañada.
Él hizo un gesto con la mano indicándole que bajara la voz.
– A Debrán iremos con él al frente. Le corresponde a él y no a otro dirigir la entrada a su país, y una vez dentro, él responderá por nosotros. Nos entrometeremos sólo lo justo, si queremos asegurarnos de que le acepten.
– Oh, entiendo… ¡En fin! Viendo que estás bien, te dejo, tengo que hablar con Enea.
– De acuerdo, nos vemos más tarde.
Se fue despacio, dudando.
Se lo tengo que decir.
Ya en la puerta, se volvió.
– Oye Olaf…
– ¿Hmm?
– ¿Hasta cuándo vamos a seguir jugando a concubino y concubina?
Esto pareció pillarle por sorpresa, pero le devolvió la mirada con una sonrisa de autosuficiencia.
– Hasta cuando tú quieras.
Marla asintió con cara de circunstancia y cerró rápidamente.
Es mejor tenista que espadachín , pensó con fastidio.