3. Ecos del pasado
A su regreso, Olaf encontró a Marla rodeada de multitud de libros abiertos. Al verle, ella tomó uno de ellos y leyó en voz alta:
– “Se dice que Boris de Alix apareció en una luz cegadora para traer la paz a Armantia. Consiguió poner fin a la guerra y contribuyó a la creación de Turín, logrando con ello una paz que aún persiste hasta la creación de este manuscrito. Murió de vejez diez años después de coronar a Erik como Rey de Turín, no sin antes dejar un pergamino dirigido, según sus palabras, a la persona que me sucederá en mi tarea y que llegará como he llegado yo. El pergamino aunque se conserva, es totalmente indescifrable.”
Cerró el libro bruscamente, expeliendo abundante polvo, y le miró con gesto recriminatorio.
– Tenía que estar seguro -dijo Olaf suspirando.
– ¡¿De si el resplandor en el que aparecí era lo suficientemente fuerte?! ¡Quiero ver ese pergamino ahora! – gritó indignada.
Olaf asintió pensativo.
– Esta noche pasaré por casa del escriba real, él tiene el pergamino. Veré si se lo puedo pedir prestado…
– Iré contigo.
– No -el tono fue firme, cortante y no daba lugar a condiciones.
– ¿Y por qué no? ¡Debo verlo!
– Porque no quiero que te involucres. Es demasiado peligroso y no voy a discutirlo. Haz el favor de calmarte.
– ¡Pero es importante! Es… -respiraba agitadamente- aún puedo volver… no me hagas esto… -empezaba a faltarle el aire, y se detuvo unos instantes con la mano en el pecho. Lo sintió oprimido, e intentó respirar profundamente.
– Eh… eh… -se acercó Olaf- no es para tanto… ya he dicho que lo traeré, pero no puedes venir.
– Es sólo un pequeño ataque de ansiedad, ya estoy bien – dijo Marla jadeando entre enojada y consternada, sin mirar a Olaf. Empezaba a caerle mal aquel tipo, que fruncía el ceño.
– ¿Por qué crees que ese pergamino te puede hacer volver?
– No lo sé… -se llevó las manos a la cara, sollozando- no lo sé… porque tengo la esperanza de salir de aquí… porque siento que a cada minuto esa Luna gigante y extraña me mira con su ojo recordándome que estoy perdida en el caos , donde nadie a quien conozca puede encontrarme, porque algo terrible debe estar sucediendo en mi mundo… porque incluso aquí aparece ese malnacido de Boris, porque… porque todas las pruebas de que existo han desaparecido. Porque estoy atrapada. Atrapada …
Olaf le puso una mano en el hombro intentando calmarla, y consideró buena idea traerle agua.
– Será mejor que vayas a descansar -dijo al volver, señalando a su dormitorio-, ya leerás el pergamino mañana.
Marla bebió en silencio, regresando lentamente a su habitación.
No, no lo leeré mañana.
El anochecer llegó pronto y claro, con ¿Luna? llena. Haciéndose la dormida, oyó la puerta de entrada a la casa cerrarse. Rauda, se incorporó de un salto, yendo en dirección a la puerta principal; con sigilo fue abriéndola, y asomó cuidadosamente la cabeza. La silueta de Olaf se perdía en la azulada penumbra de la calle que tenía ante sí.
Y le siguió.
No fue tan lejos como pensaba, recorrió a través del empedrado suelo cinco calles en línea recta y cruzó una esquina. Tampoco temía extraviarse, pues ya había realizado seguimientos en lugares desconocidos y épocas distintas antes. Lo que sí le daba respeto era aquel silencio… la ciudad parecía muerta por la noche. Solamente vio a Olaf en el camino, y se obligaba a ser aún más sigilosa. Otro detalle era aquel maldito satélite; las calles estaban iluminadas casi como en un día muy nublado, aunque le fascinaba el tono azulado de la luz, que le daba a la noche un aspecto muy cinematográfico.
A Olaf se le veía inquieto, mirando constantemente a su alrededor -lo que la ralentizó bastante-, hasta que alcanzó la presunta casa del escriba real. Dio dos suaves toques en la puerta y esta se abrió levemente al segundo de ellos. Continuó abriendo y se llevó bruscamente una mano a la cabeza, alarmado. Probablemente viera algo inesperado.
Y Marla también. Cuando el general dio sus primeros pasos hacia el interior, un individuo salió de las sombras existentes en una esquina cercana, oculto entre varias cajas de madera, y se precipitó corriendo lo más silenciosamente que pudo hasta la puerta. Marla notó la inyección de adrenalina en su cuerpo, los músculos tensos, la respiración contenida. Preparada para no sabía qué. Distinguió rasgos del hombre gracias a la azulada luz; vestía como soldado turinense.
Y ocurrió. El hombre echó un cuidadoso vistazo a la entrada de la casa, y rápidamente desenredó una cuerda que llevaba en la mano. Se acercó con sigilo a Olaf, que se había quedado de pie en la entrada y al que veía de espaldas, echando la cuerda por encima de su cabeza y agarrándola por ambos extremos.
Tiró con todas sus fuerzas, estrangulándolo. Olaf intentaba quitárselo de encima torpemente moviendo sus brazos.
Mierda.
Marla recorrió rápidamente la distancia que la separaba de la casa. Para cuando el desconocido pudo oír algo detrás, un golpe ya estaba en trayectoria hacia su cabeza.
Cayó inconsciente y Olaf de rodillas, tosiendo y jadeando. Estupefacta, reconoció al soldado.
¡Sigmund!
Se dispuso a incorporar a Olaf, pero este se resistía, asustado, con las pocas fuerzas que le quedaban.
– Calma, calma, soy yo -dijo ella. Él pudo sentarse y coger el resuello.
– ¿Qué… qué haces… aquí? Te dije que…
– Evidentemente buscar el pergamino. Y como no me apetecía estar ni un minuto más encerrada, te he seguido.
– ¿Me has… seguido… hasta aquí?
– No fue muy difícil con ese faro que tenéis por Luna.
– Tenemos… tenemos que salir de aquí.
– El pergamino.
– Búscalo, rápido… los documentos especiales están en ese rincón.
Marla buscó entre los estantes que Olaf le había señalado, lleno de pergaminos enrollados. Afortunadamente, colgaban de ellos etiquetas con su nombre, con lo que fue revisando uno tras otro.
Olaf por su parte ató a un pilar a Sigmund, tras reponerse, mientras este también empezaba a recuperar la conciencia.
– ¡Marla, date prisa!
– ¡Ya voy! -respondió mirando pergaminos frenéticamente. Algunos se le caían al suelo.
Olaf volvió la mirada a Sigmund, que murmuraba incongruencias.
– Eh… eh… mírame -le dio una pequeña bofetada-, ¿por qué has intentado matarme, sabandija?
Sigmund le miró con los ojos entrecerrados.
– Ah… Olaf… -sonrió- sucio bastardo… traidor… su majestad sabía que estarías conspirando contra él… le traicionaste… nos traicionaste a todos…
– Yo no he traicionado a nadie -miró hacia Marla-, ¡tenemos que irnos ahora!
– No importa lo que tú creas, sino lo que crean los demás – estalló en carcajadas-, ya da igual donde te escondas… todo está dispuesto… y ya tenemos a nuestro nuevo consejero y
general…-dijo riendo.
Olaf lo miró fijamente.
– ¿De quién estas hablando? -susurró con tono amenazador.
– Armantia será de Turín… no podrás impedirlo más… al fin… -intentó gritar- ¡el traidor está aquí! ¡Olaf Bersi est…! – le interrumpió un puñetazo en la mejilla propinado por su interrogador.
– ¡Bingo! -dijo Marla en voz alta cuando leyó en una de las etiquetas Boris de Alix.
– ¿Bingo?
– Quiero decir que ya lo tengo.
– ¡Vámonos!
– Pero, ¿a dónde?
– A Debrán.
Ella hizo ademán de seguirle pero se detuvo, pensativa.
– ¿Por qué te quieren matar, y por qué te ha llamado traidor?
– Es largo de contar. Y no es el mejor momento para dudar de mí. ¿Prefieres quedarte aquí sola y con un pergamino robado? ¡Sígueme!
Al salir, volvieron a la casa de Olaf con la mayor discreción posible. No parecía haber nadie vigilando, así que se dirigieron a la parte trasera y él se montó en su caballo. Marla hizo lo propio tras él, y lo agarró con fuerza, cuando oyeron gritos desde la calle que iba a la casa del escriba, provocando su salida a galope tendido justo en dirección contraria.
Varias horas pasaron hasta que el paisaje se hizo enteramente herbóreo, obligándoles a bajar del caballo para ir con él a pie. No parecían seguir un camino concreto, ella se limitaba a seguir a Olaf.
Tras muchos ascensos y descensos en el trayecto restante, que podía haber sido mucho peor sin la azulada luz que irradiaba aquel astro, se detuvieron.
– Podemos descansar aquí -dijo Olaf, mirando hacia atrás con los ojos entrecerrados. Se habían detenido en un claro oculto por varias cumbres. Ató el caballo a un árbol, y trajo dos troncos convenientemente cortados para sentarse en ellos más cómodamente, además de algo de leña amontonada en un rincón cercano. Marla se sentó algo dolorida, estirando las piernas; la travesía a caballo no fue especialmente cómoda. Tras mirar un poco en los alrededores, Olaf se sentó también.
– Veo todo muy preparado… deduzco que ya has estado aquí -se interesó ella.
– Así es. Aquí es donde un espía hervinés y yo nos reunimos de vez en cuando. Es un lugar bastante perdido en
la espesura y sólo nosotros podemos ver las señales que llegan hasta aquí. Estamos seguros. ¿Tienes hambre?
– Una leve fatiga.
– Tampoco podremos comer en cualquier caso. Hasta que lleguemos a Debrán.
– ¿Pero por qué a Debrán? ¿No se supone que es el reino enemigo o algo así?
– Oh… no es para tanto. No me convertirán en un adoquín de flechas cuando me vean llegar, si te refieres a eso. Al rey Gorza le interesarán muchas de las cosas que tengo que contarle y que bien podrán valer nuestro cobijo en sus dominios, y más importante, protección.
Marla no terminaba de hacerse a la idea.
– ¿Tú… espías para Debrán? ¿Te están persiguiendo por eso?
– ¡Oh, no, en absoluto! -dijo riendo- Nada más lejos. Han cambiado muchas cosas desde que llegaste, muchas…
– Y no lo dudo, pero es que para empezar no sé cómo estaban las cosas cuando llegué aquí, lo único que he visto es ese mapa que tienes en tu casa. Así que, ya que parece que voy a tener que vivir aquí, podrías ponerme al día y explicarme por qué carajo estamos huyendo.
Olaf se mordió un labio, pensativo, como si no supiera por dónde empezar.
– Es una larga historia -advirtió.
– Me da igual, no soy un mero fardo de viaje, necesito saber en qué mundo vivo.
– Muy bien, lo intentaré. Veamos… hasta el día en que te recogí, las cosas fueron muy tranquilas por aquí. La última guerra que hubo en Armantia fue la que originó la creación de Turín hace medio siglo. Hemos tenido pocas tensiones entre los distintos reinos más allá del comercio, particularmente entre Turín y Debrán donde yo he hecho de diplomático y reconducido la situación en varias ocasiones, como ya te he contado.
«La noche en que despertaste por primera vez, un grupo de arqueros cuyo origen ignoro, inició desde una arboleda cercana al castillo del Rey un asedio de lo más inesperado. Salió el propio Erik a caballo a apoyar a la poca infantería que estaba por la zona. En ese momento los arqueros se pusieron de acuerdo en acabar únicamente con el Rey, y lo consiguieron. Luego huyeron. Peor aún, su hijo Gardar lo presenció todo desde un ventanal y su madre Celestia se suicidó más tarde tirándose de la Torre Sur. Las flechas que usaron tenían un banderín azul, como es costumbre en los útiles de batalla de Debrán.
Lo primero que hice fue acudir raudo a hablar con el nuevo Rey. Temía lo que rondaba por su cabeza.
– Mi señor, tenemos que hablar de lo sucedido -le dijo Olaf, visiblemente cansado y cojeando tras el ataque. A Gardar le impresionó mucho que Olaf -otrora compañero de juegos y maestro de armas- le hiciera el saludo militar y se dirigiera a él como "mi señor".
– No hay nada de qué hablar. Tú lo has visto Olaf, fueron los debranos. Ya conoces el odio y envidia de Gorza hacia… mi padre.
– A eso mismo me refería mi señor -dijo Olaf lentamente. Era evidente que Gardar ya estaba dirigiendo su odio a Debrán y el general elegía cuidadosamente sus palabras para no enfurecer aun más al joven Rey por dejarle sin cabeza de turco. Porque sabía que al maldito niño le gustaba más una guerra que comer-, debéis ser precavido con las pruebas, es posible que los banderines azules fueran sólo señuelos para hacernos creer que eran debranos. Este ataque supondría la declaración de una guerra que no les conviene, además de que faltan aún las razones para ella. Es importante no precipitarse ahora mi señor.
– Conozco ese tono Olaf. Estás dudando.
No puedo ocultárselo, pensó el general.
– Poco antes del ataque descubrimos que Gorza está armando un nuevo ejército y creando su propia industria de armamento. Y sí, es una poderosa coincidencia y algo nada convencional en tiempos de paz, pero aún es pronto para estar relacionado.
– ¿Qué sugieres?
– Debéis exponerles la cuestión, mi señor. Dadles un mes para que nos ofrezcan pruebas de que el ataque no fue suyo. Dada la situación, moverán cielo y tierra en busca de ellas.
– Que sea una semana. ¿Dónde está mi madre?
– En sus aposentos, leyendo el testamento de vuestro padre como ordena la ley.
– De acuerdo-dijo Gardar pensativo. Se fijó en que Olaf seguía ahí, aguardando algo, y entonces cayó en la cuenta-. Puedes… retirarte.
En resumen, le persuadí y le rogué prudencia, pero cuando fue a ver a su madre ya yacía a los pies del castillo. Su suicidio le superó. Hay que pensar que sólo tiene quince años. Y nada más me dijo; se convirtió en el nuevo Rey como si tal cosa, mas yo noté entre mis hombres una mayor frialdad hacia mí, y menos apoyo de Gardar. Fue particularmente notorio el día en que te dejé a solas y te pusiste a fisgonear en mi biblioteca, momento en que volví a acudir ante el Rey.
– ¿Todo bien mi señor?
Gardar le miró, arrebatado de sus dilucidaciones. Olaf alcanzó a ver una breve sonrisa muy, muy leve, hasta que se percató de que era él.
– Todo bien Olaf. ¿Han respondido los demás?
– Todos acudirán al funeral mi señor.
– ¿Todos?
– Sí, Gorza también lo hará.
– ¿Y bien?
– Ha negado cualquier implicación, mi señor.
– Bien.
No se interesa más por mi opinión, pensó Olaf, su mente ya está rodando sola.
– Mi señor, por si mi consejo os vale de algo, y sin ánimo de defenderle, creo que la respuesta de Gorza es sincera.
– Por supuesto.
Gardar parecía seguir pensando en sus cosas. Le miró, volviendo a la realidad de nuevo.
– Si no hay nada más importante, puedes retirarte.
Y me marché preocupado. Su mente había cambiado. Se mostró seguro y autosuficiente, casi magnánimo. Hacía muy poco que era Rey y que perdió a su familia. Algo iba mal.
Además, como ya dije, llevaba toda la semana notando un comportamiento extraño en mis hombres. Se mostraban reservados, me impedían el acceso a determinados lugares en nombre de Gardar. La gota colmó el vaso cuando me impidieron el acceso a las armerías. Aquello me sublevó, razón por la que volví a hablar con él.
– Merezco una explicación mi señor -dijo alzando la voz tan pronto entró por la puerta. Gardar estaba firmando papeles.
– Olaf, Olaf… no hay que perder las formas. Dime, ¿de qué me hablas?
– ¿Por qué no puedo entrar a la armería, por ejemplo? El único mando por encima de mí en la cadena militar sois vos.
– Decisiones de estado, Olaf. Como ves no tengo que consultarlo todo con mi consejero. Sencillamente hago algunas gestiones que no te incumben. Fuera de esos asuntos
puedes hacer lo que te plazca.
– ¿Debo entender que su excelencia ya no confía en mis servicios?
– Debes entender que cuando necesite tu consejo, te haré llamar -dijo Gardar visiblemente irritado-, si tienes algún problema con el uso que hago de mis poderes, aceptaré tu renuncia. Y no pienso discutir esto más, márchate, estoy ocupado.
Olaf le sostuvo la mirada unos instantes. Va a hacer algo por su cuenta, algo grave. Renuncia a tutor y consejero. Gardar… Gardar…, ¿qué estás haciendo?. Lentamente se volvió y salió del salón.
Por eso fui a la casa del escriba real. Necesitaba saber si había alguna manera, alguna argucia legal por la que Gardar tuviera que abdicar. Así que a caballo me dirigí tan rápido como me fue posible a la ciudad, donde estaba su casa. Había un guardia en su puerta, Sigmund. El escriba tardó en abrirme, era prácticamente un anciano.
– Ahh… Olaf… entra…
Olaf le sonrió y entró, asegurándose de cerrar la puerta.
– ¿Cabría la posibilidad de que habláramos en privado?
– Pero si estamos solos…
– Realmente en privado.
El escriba se quedó mirándolo por unos instantes, hasta caer en la cuenta de que debía tratarse de algo grave.
– Claro… vayamos al sótano…
Tras bajar con unas velas, cerraron la compuerta superior y se sentaron. Olaf fue claro al exponerle la situación.
– Sencillamente no puede gobernar así, no está en sus cabales. Debo tomar el mando, temporalmente al menos.
– Entiendo… lástima de chico.
– ¿Qué podemos hacer?
– Bueno… ciertamente hay una enmienda que permite al siguiente en el mando, tú, tomar el poder ante una demostrable falta de juicio del Rey. Pero en este caso no lo veo fácilmente demostrable…
– Pues hay que encontrar el modo. Sospecho que va a atacar a Debrán. Con ejércitos, quiero decir. Una guerra de verdad.
– Una guerra, válgame el trono -dijo el escriba sorprendido. Miró agitado en todas direcciones, tartamudeando-, bue… bueno… veré qué puedo hacer… tendría que consultar muchas fuentes para ver si puedo encontrar algo que nos sirva de ayuda… una guerra… madre mía… hace tanto… Vuelve al anochecer, espero haber encontrado algo para entonces.
– Y por favor, no habléis esto con nadie. Carezco ya de cualquier influencia en el mando militar. No podría confiar ni en el guardia que está afuera. Tenedlo presente.
Fue cuando volví a mi casa cuando te encontré en mi biblioteca.»
– Y cuando acudí a casa del escriba al anochecer, me seguiste y ya conoces el resto. ¿Te he puesto en situación?
Marla estaba abrumada ante aquel torrente de sucesos.
– Vaya… no sé que decir… Pero mi duda persiste. ¿Por qué vamos a Debrán?
– Tengo cierto entendimiento con el rey Gorza por reuniones diplomáticas pasadas, y nos dará cobijo y protección en sus dominios. También debo advertirle, y ayudar a organizar una defensa, y…
– Espera, espera… vas muy deprisa. ¿Advertirle? ¿Defensa? ¿De qué estas hablando?
Olaf la miró a los ojos.
– Gardar se ha decidido a conquistar toda Armantia, empezando por Debrán. Y Turín tiene tamaño y ejército para conseguirlo.
Se hizo un silencio incómodo.
– Ahora sí que no sé qué decir…
Olaf apartó aire con la mano, restándole importancia.
– Tendría que habértelo explicado más detenidamente cuando hubiésemos llegado a Debrán. En fin… parece que quedan pocas horas hasta el amanecer y empieza a apretar el fresco, será mejor que me vaya poniendo con el fuego. Aunque esta noche va a ser difícil, me temo.
Marla sonrió
– No lo será.
Miró su anillo, giró con su dedo una rueda imaginaria en el lateral, sin llegar a tocarlo, y lo pulsó dos veces, sonando sendos clics electrónicos. Hecho esto, se agachó junto a la leña, le quitó la parte superior al anillo y lo pegó a una de las ramas. Olaf se quedó boquiabierto cuando empezó a salir el primer hilillo de humo. Finalmente, Marla tapó su anillo y volvió a sentarse.
– En cinco minutos será una pequeña y bonita hoguera.
– Si no conociera tu historia, pensaría que es magia – respondió el general aún perplejo.
– Supongo que lo es a tus ojos.
Tras varios minutos mirando ambos las llamas, Marla rompió el silencio.
– Olaf… por lo que he leído en tus libros… no hay crónicas anteriores a los cuatrocientos años…
– La Historia Oscura.
– Le dan ese nombre, sí. Pero me resulta muy difícil de creer que la historia de este lugar empiece sin más hace apenas cuatro siglos.
– Las guerras anteriores borraron cualquier registro – respondió de forma monótona, como citando un texto elemental.
Ella se le miró fijamente.
– Yo no lo creo. Y… ¿sabes qué? Creo que tú tampoco.
Por momentos percibió una sonrisa reprimida de su compañero.
– ¿Qué te hace pensar eso, si puede saberse? -preguntó él.
– Eres demasiado… hmm… ¿ajeno? a todo esto. Casi tanto como yo. Sí, eres general y todo eso, pero… donde todo tu país iría de guerra, tú la evitas. Donde alguien ve una luz cegadora, en lugar de salir corriendo o atender a supersticiones, tú me recoges. Donde alguien no podría tener una conversación sin más con otro que dice ser de otro universo -concepto no especialmente asentado por estos lares-, tú lo haces de forma imperturbable. Y podría seguir.
Él había ido forzando una sonrisa.
– Es posible -se limitó a decir.
Me la ha devuelto, el cabrón .
– Voy a dar una pequeña cabezada -anunció poco después Olaf.
Dicho esto, se sentó apoyado en un árbol cercano, y cerró los ojos. Tras varios minutos, Marla volvió a tener conciencia de dónde estaba, y se cruzó de brazos ante el creciente frío, contemplando aquello que llamaban Luna ya con más curiosidad que temor.
Minutos después se levantó para caminar por los alrededores de la hoguera, y un movimiento tras los árboles le llamó la atención. Se acercó con cautela, y pudo divisar algo parecido a un coyote, pero cuyo pelo tenía bandas rojas y amarillas. Nunca había visto nada parecido.
El animal dio cuenta de su presencia, y huyó en un abrir y cerrar de ojos, dejándola de nuevo con el silencio del bosque. Una profunda soledad la invadió de pronto, y volvió con Olaf a la luz de la hoguera, que en esos momentos era el único sitio seguro para ella en todo el universo.