1. ¿Caos?

El tronar de un relámpago la despertó, intentando, pese al terrible dolor de cabeza, concentrarse en sus sentidos. Oía… agua, sí, lluvia. Estaba tumbada en algo blando y abrigada con alguna manta, de tacto rugoso. Tras mucho apretar los párpados, abrió finalmente los ojos. Temía verse deslumbrada, pero la débil iluminación provenía de alguna vela, a juzgar por el parpadeo. Se encontró contemplando un techo de madera con varios tablones, algunos de los cuales lucían un tanto roídos por la humedad.

Tal vez lo logré.

– ¿Dónde… estoy? -susurró al aire.

– Turín -respondió una voz a su izquierda.

Apretó los párpados de nuevo, y giró la cabeza. A su lado estaba sentado un hombre que como ella rondaría la treintena, con un armazón que le recordaba vagamente al medievo… pero dijo Turín. No estaba en Roma entonces, aunque tampoco tan lejos.

– ¿Che anno é? -dijo débilmente.

El hombre ladeó levemente la cabeza.

– No te entiendo.

– Oh, hablas español… ¿Qué año es este?

– No hablo español -dijo el desconocido mirándola inquisitivamente-, respecto a la fecha te puedo decir estamos a diecisiete de Abril del año cincuenta… ¿No te dice nada?

– No, es imposible… -examinó más detenidamente la decoración de la sala- no podemos estar en Turín en el año cincuenta… -le miró de nuevo- Dime, ¿a qué país pertenece Turín?

– Turín es el país, reino siendo más exactos, y como los otros pertenece a Armantia. Creo que el golpe en la cabeza te ha afectado más seriamente de lo que pensaba.

– Golpe… -se tocó la cabeza, comprobando que efectivamente tenía una pequeña contusión- ¿Cómo… he llegado aquí?

El hombre la miraba fijamente con escepticismo.

– Cuando me dirigía hacia aquí, caí del caballo por el sobresalto, a causa del estruendo que siguió a un destello. Fue entonces cuando te encontré inconsciente entre un montón de hierba aplastada, justo en el lugar desde el que me llegó el sonido. Creo, por tanto, que ahora deberías contarme cómo has llegado hasta aquí.

Pero Marla ya no escuchaba. Estaba pálida, mirando la ventana que el hombre tenía a su espalda. Temblorosa, la señaló.

– Dime… -dijo tragando saliva- dime qué es eso… -el desconocido la miró sin saber a qué se refería.

– ¿Qué es qué, la ventana, el cielo, la lluvia, la Luna, qué?

– No -negó ella-, la Luna es pequeña y blanca, no es eso.

– ¿Qué tienes que ver con Alix? -dijo el hombre con evidente impaciencia.

– ¿Qué sabes tú de eso? -replicó asustada. Empezaba a ponerse nerviosa. El hombre se señaló el pecho impasible y Marla cayó en la cuenta de que se refería a su pequeña placa de identificación.

– Ah… yo… agua… necesito agua… -se la alcanzó de una jarra que ya tenía preparada, bebiendo como si le fuera la vida en ello.

Muy lentamente se incorporó, sentada unos instantes y respirando profundamente. En cuanto consiguió reunir fuerzas para levantarse, anduvo hacia la ventana hasta que el desconocido tuvo que sujetarla cuando la vio vacilar. Aún estaba débil.

Llegó a asomarse a la ventana, mirando fijamente la Luna a través de la lluvia; grande, azulada y con un cráter gigante y grotesco en el centro.

Aún se negaba a aceptar la posibilidad que más temía.

– Un mapa -dijo al fin.

– ¿Qué?

– Necesito un mapa. El más grande y genérico que tengas. Por favor, será lo último que te pida.

Tras mirarla unos instantes, confuso, el hombre corrió una pequeña cortina lateral en la pared que dejaba ver un sencillo mapa de un lugar llamado Armantia. Marla lo contemplaba desolada…

– Aquí estamos nosotros -dijo él señalando un punto del centro de Turín. Buscaba alguna muestra de familiaridad en su rostro.

– ¿No hay nada más? -preguntó ella. El hombre no comprendía, y ella insistió exasperada -¿Es esta isla, o este continente o lo que sea, el mundo, no hay nada más allá? – repitió con ansiedad.

– No.

Marla retrocedió temblando, y sus piernas fallaron logrando que cayera de rodillas.

– No… -sollozaba- no… es imposible… no… -se sentó de nuevo en la cama, llevándose las manos a la cara -no tendría que estar aquí… ¡No tendría que estar aquí! ¡Ese hijo de puta de Boris lo hizo, me envió al caos… -gritó, sorbiendo por la nariz-… a una puta quimera del medievo!

– Eh, eh -quiso apaciguar el desconocido-, todavía no me has contado…- dos sonoros golpes en la puerta les sobresaltaron.

– Escucha, no hagas ningún ruido ni te muevas de aquí.

Pudo oír cómo el hombre abandonaba la habitación y abría una puerta más allá. Entendió a otra voz algo sobre un ataque al Rey… el hombre parecía alarmado. Cuando la puerta se cerró, los pasos volvieron a la habitación.

– ¿Qué ocurre? -dijo ella, aún secándose las lágrimas.

– Debo irme a…

– ¡¿Qué?! -interrumpió con los ojos saliéndose de las órbitas- No puedes dejarme sola aquí, no sé qué sitio es este, yo… yo…

– ¡Escucha! -dijo él alzando la voz con gesto serio, haciendo que Marla le prestara al fin atención-. No debería tardar, tienes comida en la despensa. Es muy importante que no salgas de esta casa, hasta que aclaremos este asunto. ¿Entendido? No salgas. Y esta casa no está habitada salvo algunas semanas en las que me quedo yo, por tanto, no hagas ruidos sospechosos y si alguien toca, nunca, nunca abras la puerta. Y quiero ver todo como estaba ¿Queda claro?

Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza, atemorizada.

– Bien -envainó una espada que tenía en la pared y se dispuso a abrir la puerta.

– ¡Espera! -gritó ella casi faltándole la respiración. Se arrepintió de hablar tan alto.

Con cara de fastidio, el desconocido se volvió.

– No sé tu nombre…

– Olaf Bersi.

Tras cerrarse la puerta, Marla se volvió a derrumbar. Cuanto más pensaba en ello peor le resultaba. Nunca volvería a ver a su gente, ni la época en la que vivía ni nada de nada.

Recuerdos era lo único que podía ya conservar de todo aquello.

Muchas veces especuló con la posibilidad de que alguien se saliera de la red y no pudiera regresar, pero sentirlo era muy distinto. Se trataba de una sensación que no le deseaba ni a su peor enemigo, estaba atrapada allí. El significado de la palabra iba pesando más y más. Atrapada . Para siempre.

Intentó pensar en otra cosa. La decoración interior de la casa tenía toda la pinta de ser de la alta edad media, con mezclas arábigas e incluso orientales, de distintas épocas… pero ese astro aún la turbaba, recordándole que no estaba ni en su mundo ni en otra época de un mundo como el suyo. Todo era muy confuso.

Apretó su anillo inútilmente, pero donde esperaba oír estática, oyó una serie de pitidos… pippip …, lo que acrecentó su confusión. Pensó entonces en el hombre que la recogió, Olaf Bersi. El nombre era extraño, sonaba nórdico… vikingo tal vez, lo que no encajaba con nada de lo que veía. Aparentaba ser algún tipo de mando militar y eso la asustaba, pero más la atemorizó su aparente hospitalidad. En el marco medieval la superstición estaba a la orden del día; aún se sorprendía de que Olaf no se asustara ante su manera de aparecer, ni de evitar la tentación de entregarla por brujería, aprovecharse de ella o matarla. O todo a la vez. Pero este no es mi mundo, recordó, ni por tanto su edad media.

Y le había preguntado por Alix. ¿Por qué?

Intentó relajarse, recordando que dicha serie de razonamientos la llevarían al mal multiversal. Pero la palabra golpeaba su mente sin que pudiera hacer más que llevarse las manos a la cabeza.

Atrapada .

Aquello era demasiado para tan poco tiempo allí. Pero el sueño aplacó temporalmente su desazón, tras considerar incluso el suicidio.

Al amanecer tenía ya mejor cara, pese a que aún estaba cansada y con los ojos enrojecidos -continuó llorando durante la noche-. Se dispuso a comer una manzana, cuando un sonoro portazo la sobresaltó. Era Olaf, quien entró en la habitación a paso lento; esta vez quien traía mala cara era él.

– ¿Qué ha pasado?

– El Rey ha sido asesinado -dicho esto se sentó con visible cansancio en su mecedora. Volvió una fría mirada a Marla-. Soy todo oídos…

Lo decía en un tono que rayaba la acusación. ¿Soy sospechosa? Oh, oh… y en el asesinato de un Rey, nada menos… -pensó con incipiente temor.

– Marla Enea, pero llámame sólo Marla, por favor. Va a ser difícil de creer y entender, te ruego que mantengas en secreto todo lo que voy a contarte, Olaf Bersi.

– Sólo Olaf, por favor -respondió con una falsa sonrisa-. Con lo que vi en tu encuentro puedes poner a prueba mi credulidad y lo del secreto dependerá de lo que me digas. Pero en las actuales circunstancias, tienes cosas más importantes de las que preocuparte que de tu secreto -borró bruscamente la sonrisa de su cara-, habla.

Marla bajó los ojos, incapaz de sostener su dura mirada.

– Trabajo, o trabajé… en un sitio llamado Alix. Cómo lo explico… estábamos probando… bueno ya no estaba en pruebas… viajábamos a… otros sitios, muy parecidos al que vivíamos. Estimábamos que existían muchísimos sitios, probablemente infinitos, pero a nosotros sólo nos interesaban los que eran variantes casi idénticos al nuestro. En esos otros sitios podíamos ver las consecuencias a las diferentes acciones antes de que ocurrieran en nuestro sitio. Así podíamos forjarnos la historia más favorable. Teníamos una completa red de esos sitios de la que nunca salíamos… todo era seguro… pero alguien nos traicionó… -cerró los ojos, tragando saliva-, y me echó de la red… -ahí no pudo evitar que se le quebrara la voz.

«Entre la infinidad de ellos he caído en este univ… sitio - miró a la ventana que tanto la turbó en la noche, pero ya sólo veía nubes-, del que ya dudo que sea derivado del mío. No hay posibilidad de regreso ni de rescate… estoy atrapada aquí hasta el fin de mis días »

Respiró hondo sorbiendo por la nariz y se atrevió a volver a mirar a Olaf a los ojos.

– Eres… eres la única persona que conozco aquí. Mi vida está en tus manos… Olaf.

Él lo escuchó todo en silencio, con lentos asentimientos y el mismo rictus. Tras levantarse, suspiró pensativo, caminando calmadamente entre la cama y la ventana.

Asiente y no se sorprende. ¿Es posible que ya haya oído hablar de esto? Pero no se atrevió a preguntar, pues aún le inspiraba temor.

– Necesitarás otra ropa -anunció al fin.

El rostro de Marla se estiró un amago de sonrisa.

– Sí, claro…

– Y será mejor que comas algo, ahí tienes algunas frutas, son de ayer. Voy a consultar algo en mi biblioteca privada, estaré la habitación de al lado si necesitas algo.

Y comió aliviada, pero no por poder saciarse al fin tras muchas horas sino porque había conseguido la primera victoria para su supervivencia. Aquel tipo, Olaf, aceptó su compañía temporalmente y no parecía guardar para ella oscuros propósitos. ¿Y por qué?, pensó. No se inmutó cuando le contó su historia, de hecho tuvo la impresión de que fue eso lo que la salvó. Un montón de interrogantes y teorías peligrosamente esperanzadoras se agolpaban en su mente. Pero esperaba tener tiempo para investigar.

Olaf volvió a las dos horas con un vestido, una túnica azulada con tramas doradas en mangas y bordes junto a una cuerda a modo de cinturón.

– Avísame cuando estés lista -dijo dejando el traje encima de una silla-, guarda el tuyo en el armario si quieres. Considera esta tu habitación -dicho esto volvió a la sala contigua.

Marla se quedó unos instantes contemplando la puerta por la que había salido, pensativa. ¿Mi habitación? ¡Bien! Parece que me quedaré. Juraría que Olaf cambió de actitud. El modo en que habló y dejó el vestido… su tono amenazador se había esfumado, fue absolutamente respetuoso, casi un mayordomo.

Quizá viera algo en su biblioteca.

Le echó un vistazo al traje en un largo suspiro. Qué remedio. Una vez puesto, se dispuso a guardar su mono gris reglamentario de Alix B en el armario. El interior estaba lleno de polvo, pero no le importó demasiado; su traje estaba también sucio y no parecía probable que se lo volviera a poner en breve.

Avistó en la pared un espejo astillado, y se acercó, curiosa, a contemplarse. Estuvo unos minutos mirando absorta; allí estaba ella, los ojos enrojecidos, el pelo revuelto y aquel trapo azul cubriéndole todo el cuerpo. A su espalda, una habitación extraña y atemporal.

Surrealista.

Cuando iba a abrir la puerta para avisar a Olaf, se detuvo. ¿Cómo podía tratar con él de forma ventajosa? ¿Seducción? ¿Victimismo? Sin él estaba perdida. Prefirió ser cauta en ese aspecto, quizá hasta conocerle mejor.

Pero necesito saber. Tal vez aún pueda volver… tal vez…

Al abrir le encontró leyendo un libro, que cerró bruscamente al verla.

– Ya… está -atinó a decir ella.

Olaf la escrutaba absorto, y Marla apartó la mirada, cohibida.

– Sí, de acuerdo -dijo al fin-, por un momento me has recordado a la propietaria del vestido. Te queda… bien.

Punto para mí.

– ¿Y ahora… qué…? -titubeó ella.

– ¿De verdad no conoces este lugar?

– Hay cosas que me resultan familiares, pero todo está ordenado de forma distinta… no, nunca había estado aquí.

– Pues eso es lo primero que solucionaremos -dijo incorporándose-, vamos a dar un paseo.

– ¿Qué? Pero… pero… acabo de llegar, yo… ¿no es peligroso?

– Al lado de alguien como yo estas completamente segura, y quedarte aquí no te va a hacer ningún bien, Marla .

Llamarla por su nombre fue como una bofetada que la terminó de despertar en aquella pesadilla.

Sin embargo, al salir e ir conociendo más a su extraño compañero, se tranquilizó. Olaf le consiguió sus documentos de identidad. Le adjudicó ascendencia dulicense porque según él, “ Marla es un nombre dulicense”.

Salieron al aire libre, por la ciudad, y no dejaba de maravillarse por lo parecido que era todo “a mi mundo, en otra época”, pero aún se sentía incómoda… llevaba ocho años acostumbrada a pasar desapercibida entre la gente y no podía evitar mirar constantemente pero con suma discreción a lo que hacían, a la vez curiosa e intimidada, y al final quedaba en ridículo. Olaf no entendía su actitud y a ella le daba vergüenza explicárselo.

Qué han hecho conmigo, pensó. Siempre estuve atrapada. Siempre.

Olaf… contra sus temores, resultó ser un caballero. Al principio hablaba él todo el tiempo, explicándole lo que veía. Le costó entablar conversación con aquel hombre, precisamente por la disposición al diálogo y el respeto que le profesaba tras salir de la casa. Fue un cambio un tanto forzado como para aceptarlo con naturalidad.

Veía de todo, plazas, cúpulas de piedra y madera, fortificaciones abovedadas, casas con tejas, columnas de mármol… era como un collage histórico-cultural de la arquitectura. No podía cerrar la boca.

Anduvieron por un mercado, en el que un mercader tras su puesto guiñó el ojo descaradamente a Olaf al ver a la pareja. Marla intuyó en la cara de su compañero -por el color que adquirió-sus ganas de estrangularle, pero pasaron de largo.

Con la supervisión de Olaf llegó a comprar ciruelas a otro mercader, aprendiendo ciertos gestos y saludos propios del lugar. Por otro lado, su acompañante, aunque ayudara se mostraba muy divertido con su desorientación. En fin, se excusaba, es la primera vez que me preguntan cómo comprar ciruelas.

La trataba como si la hubiera conocido una semana atrás, en vez de un día. Pero notó que él también estaba pendiente de sus reacciones, y sólo afianzaba esa cortés confianza a cada señal que daba ella de aceptarlo. La estaba aclimatando.

Aparezco de la nada, me da cobijo y ahora me pasea por la ciudad. Prefirió no hacer ningún comentario al respecto. Ella por supuesto ponía también de su parte; procuraba ayudarle en lo que podía, intentando no estorbarle ni ocasionarle ningún problema, como parte de un contrato no escrito.

Pasaron al lado de un grupo de personas con un atuendo similar al de Olaf, aunque más simple, tal vez soldados. Se les veía serios, y algunos saludaron con la mano a Olaf entre cuchicheos. Uno de ellos fue a su encuentro.

– Vaya Olaf… parece que ya se te ha pasado lo de Amandine… ¿no nos la presentas?

– ¿Debería, Sigmund?

Marla contemplaba silenciosa.

Hay más hostilidad de la que parece.

Sigmund le sostuvo la mirada. Aparentaba terminar la treintena y poseía una poco cuidada barba pelirroja.

– No es momento de buscar novias, ¿no te parece? Se nos viene una guerra, y estarás bastante ocupado.

– Se te ve muy convencido. ¿Tantas ansias tienes de llegue?

– Oh, eso le alarmaría mucho al señor pacificador ¿verdad? -dijo con una sonrisa burlona en la cara, mirando unos instantes a Marla como si ella supiera de qué estaba hablando y tuviera que reírse también- Tan sólo doy la opinión de alguien que pertenece al mayor ejército de Armantia, condenado a participar en campeonatos rancios y a revolcarse en la apatía. El asesinato del rey Erik es el conflicto que nos devolverá al lugar que tanto has evitado; el que nos corresponde, te guste o no. ¿No le has contado a tu novia la que se avecina?

Una escena indudablemente violenta. Olaf lanzó a Sigmund una mirada helada durante unos instantes, y a Marla se le aceleró el pulso, situándose detrás de su compañero casi sin darse cuenta.

– Desaparece de mi vista -dijo al fin en tono neutro.

Finalmente Sigmund sonrió y volvió con sus compañeros. Mientras se marchaban, el grupo de soldados rieron a carcajadas mientras Sigmund decía en voz alta ¡El Gran Cobarde nos llevará a la guerra! Olaf apretaba las mandíbulas, y ella procuró no decir nada.

La acompañó a una zona despejada que daba a un amplio paisaje verdoso. Parecía un mirador. Tras sentarse en un rudimentario banco de madera, contemplaron en silencio el panorama durante unos minutos. Lo único que se oía de fondo era el canto de los pájaros y alguna cascada lejana, que provocaron su momentánea abstracción, al igual que la de su compañero. O eso creía ella, totalmente absorta, hasta darse cuenta de que él la estaba mirando, apretando una sonrisa.

– ¿Qué ocurre? -dijo ella.

– Árboles sí habías visto antes, ¿verdad?

Ambos estallaron en carcajadas. Ella le dio un golpe suave en el hombro, y agradeció el chiste. Necesitaba reír.

– No abundan en el sitio en el que vivía. He ido a otros donde sí había, pero me obligaba a ignorarlos para no encapricharme de ellos, teníamos reglas al respecto. Ahora puedo…

– Entiendo.

– Y este silencio, impagable. En mi mundo el auténtico silencio es un privilegio

.

– Vaya, pues en Turín abundan los sitios como este.

– Turín… ¿existe desde hace mucho tiempo? -preguntó interesada.

– Bueno… este reino es relativamente reciente. Se creó hace cincuenta años…

– ¡Años! -exclamó Marla sorprendida.

– Sí, años -dijo Olaf un poco molesto por la interrupción-. Sabes lo que son, ¿verdad?

– Sí claro, perdón. Continúa.

Y tanto que lo sé, pensó Marla. Mezcla de arquitecturas, mismo lenguaje, y también usaban años, calendario similar… todo eso tendría que tener un origen. Tengo que investigar esto más a fondo.

– Se creó hace cincuenta años en la unión entre otros dos reinos en guerra. Esa fue la última disputa a gran escala que hubo en Armantia. Hemos tenido momentos malos y buenos, pero ninguna escaramuza armada. Y ha sido difícil. Aunque eso… -suspiró- me temo que llega a su fin.

– Debido al asesinato del Rey que me comentaste… ¿por eso dijo aquel hombre que habrá guerra?

La mención de Sigmund le hizo torcer el gesto, pero luego asintió.

– Sí. Hay pruebas que apuntan a una autoría debrana. Oh, no conoces Debrán, claro. Es el reino adyacente a Turín, el segundo más grande después del nuestro, debiste verlo en el mapa. Digamos que son… rivales, por nuestra parte. Toda la literatura heroica turinense de las últimas décadas se basa en alguna batalla contra Debrán. Y eso es lo que me preocupa… el hijo del Rey sin ir más lejos, Gardar, me preocupa mucho. Un joven de quince años ahora huérfano y con sed de venganza. Y ya era muy belicista.

Rió entre dientes, suspirando, como si estuviera hablando consigo mismo y entonces volviera a recordar que ella estaba allí.

– ¿Sabes? -añadió- Soy la segunda persona más poderosa de este país, tal vez ya intuyeras algo. Hago las veces de general, segundo y consejero del Rey. Pero no soy muy del agrado del heredero. Temo por él… y por lo que pueda hacer. Las pruebas de la supuesta autoría debrana me parecen demasiado artificiales, pero a él le bastarán.

Marla intuyó que esa era una confidencia que no había compartido con nadie más.

¿Por qué me cuentas todo esto? ¿Por qué me cuidas? ¿Qué esperas de mí?

Estas frases le ardían en el pecho, pero no podía dejarlas salir. Al fin y al cabo no tenía ningún inconveniente en ser tratada de esa manera, tenía bastante suerte de no estar vagando por ahí. Cualquier cuestión que pudiera precipitar el fin de la relación podía esperar.

– ¿Qué temes que pueda hacer el hijo del Rey?

– Declararle la guerra a Debrán.

– ¿Y está el pueblo turinense de acuerdo?

– Lleva mucho tiempo buscando una excusa para hacerlo.

Ahora era Olaf quien tenía la mirada perdida en el paisaje. Marla empezó a comprender.

Quiere evitar una situación difícil… pero no puede pensar que yo le pueda ayudar en semejantes cuestiones ¿O es algún tipo de terapia? No hace daño tirar un poco más del hilo…

– Pero eres tú quien no está de acuerdo, ¿correcto?

– Si no fuera por mí, tendríamos guerra desde hace tiempo. He calmado los ánimos hasta ahora, como verás tengo cierta fama de… prudente, y no soy muy admirado por ello. Pero ante esto nada se puede hacer.

– Eso te honra.

La miró bruscamente, sorprendido.

– Gracias… -luego se mostró incómodo, al ser tema de conversación.

No deben reconocérselo muy a menudo.

– Conoces muchas cosas que yo ignoro, que muchos ignoramos ¿verdad? Tus conocimientos, quiero decir… -dijo finalmente Olaf.

Fue Marla quien se sintió incómoda esta vez.

– Es posible -se limitó a decir, aunque eso le dio una pista de hasta dónde podía saber aquel tipo de ella-. Oye, Olaf… cuando me recogiste, me preguntaste por Alix. ¿Puedo preguntarte yo qué sabes de ello?

– Sólo que lo tenías escrito en tu pecho. Es una palabra curiosa, presente en los libros de historia, por eso me llamó la atención.

– ¿Y qué hay de Alix en esos libros?

– Todo a su tiempo -se limitó a decir.

¡Me está evaluando! Sabe algo aunque aún no está seguro de decírmelo…¿Pero qué se supone que debo hacer?

A pesar de su exasperación, no insistió.

– Creo que has visto bastante por hoy -sentenció el general.

Al atardecer volvieron a la casa, donde se quedó nuevamente sola, pues Olaf salió a resolver asuntos de los que nada dijo. Justo el momento que estaba esperando.

Algo excitada se adentró en su biblioteca privada. No tenía ni idea de si a él le hubiera gustado, pero ya le conocía lo suficiente como para no temer arrebatos violentos. Las paredes llamaron su atención, pues estaban llenas de cuadros; le gustaba la pintura, sin duda. El lienzo más grande tenía el marco escrito, y se acercó, curiosa.

Coronación de Erik Sturla de Turín.

Erik fue el Rey que murió cuando ella llegó allí. En el cuadro no obstante era un muchacho, no así el que estaba a su lado.

– Dios mío…

El pulso se le disparó al ver al hombre que le ponía la corona, más viejo pero igualmente reconocible.

Boris Ourumov.