CAPÍTULO XVIII
EL DUCADO DE PARMA

Abandoné Nápoles con la tristeza de dejar a mi amigo, pero con la alegría de volver a casa. Cruzamos el mar Tirreno hasta desembarcar cerca de La Spezia y desde allí nos dirigimos hacia el valle del Po. Estaba deseoso de llegar a Parma y de poder ver a mi familia, en especial a mi mujer, María, y a mis hijos.

Al llegar a Parma, mi padre me esperaba con un gran recibimiento. Los ecos de Lepanto todavía resonaban en Europa y la conquista de Túnez no había hecho sino reanimarlos. María estaba más hermosa aún de lo que recordaba, y tan sonriente como siempre. Mi hijo, Ranuccio, era ya un muchacho alto y sano. Tenía el cabello moreno y los ojos verdosos, parecía despierto y extrovertido. Incluso a mi padre se le veía ilusionado con aquel niño. Margarita era una niña muy dulce y sonriente; ahora me recordaba más a María que a mi madre.

Fuimos al duomo. La catedral, con su hermosa fachada a dos aguas y sus galerías de pequeños arcos que recorrían sus tres pisos, estaba especialmente hermosa aquel día. En su lado derecho, las campanas del esbelto y alto campanario no dejaban de redoblar por mi llegada. Nos fue difícil entrar entre la muchedumbre que se amontonaba frente a la catedral. Ya en el interior, el obispo nos esperaba subido en el pomposo púlpito. Alcé la vista hacia la cúpula y admiré los frescos de Correggio que tanto me gustaban. Estaba en casa, no había duda.

Al salir de la misa pasamos cerca del baptisterio, una gran torre de planta octogonal de cinco pisos de altura con unas espectaculares galerías construidas con mármol rojo de Verona y decorado con relieves y esculturas.

Pronto me instalé en el palazzo Pilotta, mandado construir por mi padre para residencia oficial de la corte. Gracias a sus esfuerzos había conseguido afianzar a nuestra familia como herederos legítimos del ducado. Había mucha gente que aún no veía con buenos ojos que el Vaticano se hubiera desprendido de estos territorios. Pero ya habían pasado bastantes años desde entonces, y la labor de mi padre por un lado, y el prestigio que yo estaba alcanzando para la familia Farnesio por otro, habían conseguido afianzar nuestra autoridad.

Pasé unos días muy felices junto a María, Margarita y Ranuccio, a quienes la tranquilidad de Parma beneficiaba mucho en su educación. María se desvivía por mí, y su ternura era la mejor de mis recompensas. Aprovechamos que hacía buen tiempo para salir al campo con nuestros hijos.

—Por fin has vuelto, Alejandro.

—Siento no haber venido antes, pero mis obligaciones con el rey y con don Juan me han retenido más de lo que hubiera deseado.

María me miraba con ojos tristes.

—¿Cuánto tiempo estarás con nosotros? —me preguntó.

—¿A qué te refieres?

—Lo sabes perfectamente. ¿Cuánto tardarás en irte de nuevo?

—Eso no lo sé. Igual que permanecí contigo hasta que nació Ranuccio, ahora debo estar donde el rey me ordene.

Ranuccio no cesaba de corretear y saltar por los campos cercanos a Parma, mientras Margarita jugaba con una muñeca.

—Es un niño sano —le dije.

—Sí, se parece tanto a ti…

—¿Tú crees?

—Es un Farnesio, no hay ninguna duda —dijo María.

—¡Ranuccio! ¡Ven aquí!

El niño obedeció rápidamente.

—Está muy bien educado —le comenté a María.

—Vuestro padre ha puesto especial interés en su educación.

—Dime, hijo: ¿me has echado de menos? —le pregunté mientras le cogía de la cintura.

El niño levantó los hombros en señal de no saber qué responder.

—Debes saber una cosa de tu padre: aunque no esté a tu lado, siempre pienso en ti. Algún día te llevaré conmigo.

—¿A dónde iremos? —peguntó Ranuccio.

—A otro país.

—¿A cuál?

—Todavía no lo sé, pero pronto las cosas van a cambiar. Pronto llegará el momento de tu padre.

Dejé a Ranuccio y éste fue a jugar con su hermana.

—Será un gran soldado.

Aquel día, al igual que las semanas siguientes, disfruté como nunca de mi familia. Pero pasada la emoción de los primeros días empecé a sentirme un poco aislado del resto del mundo y, sobre todo, de don Juan. Mi ánimo mejoró cuando empezaron a llegar cartas suyas enviadas desde Nápoles. Mi amigo seguía muy preocupado por la suerte de Túnez. La situación no había cambiado, el rey continuaba sin tomar una decisión y los días seguían pasando. Además, Granvela empezaba a intentar influir en el joven Austria cada vez con más insistencia. A veces sentía que había dejado demasiado solo a mi amigo.

En una de estas cartas, don Juan me reveló que tenía un nuevo amor, pero que no podía desvelarme su nombre porque la mujer estaba casada. No era propio de don Juan involucrarse en un asunto así, principalmente porque aquello era peligroso para su carrera. Así que me llevé una gran sorpresa cuando, a las pocas semanas, llegó hasta Parma la noticia sobre el escándalo. El adulterio había sido descubierto y la fama del vencedor de Lepanto estaba siendo manchada. Don Juan, al igual que poseía muchos admiradores, también tenía muchos detractores, celosos de sus victorias. Y éstos no iban a desaprovechar una oportunidad así para atacarle.

Yo había visto la popularidad de que mi amigo gozaba en Nápoles y el sur de Italia, pero hasta que no llegué a Parma no me di cuenta de la verdadera magnitud que había alcanzado su figura. Lepanto se había convertido para muchos en la mayor batalla de todos los tiempos.

Llegó a mis oídos el nombre de la mujer con la que don Juan estaba viéndose. Según decían era de una gran belleza, pero sobre todo de gran experiencia e inteligencia. Se rumoreaba que le había hechizado, que mi amigo se había convertido en una sombra de lo que era. La mujer se llamaba Ana de Toledo, era la esposa del gobernador militar de Nápoles. Me resistí a creer todo aquello, pero las noticias no dejaban de llegar, así que decidí ayudar a mi amigo. Le envié un mensajero para invitarlo a la corte de Parma sabiendo que no podría rehusar tal invitación, ya que era una vieja deuda. Don Juan me había prometido venir a Parma para rendir homenaje a mi mujer, María de Portugal. Cuando el Austria leyó mis cartas pareció despertar del hechizo al que lo había sometido Ana de Toledo y partió de inmediato hacia Parma.

Preparamos una gran recepción en la piazza del Duomo; toda Parma se engalanó para recibir al vencedor de Lepanto. Al hacer su aparición, el público estalló de alegría. Nunca había visto Parma tan hermosa y a sus gentes tan alegres como aquellos días. Sobre todo las damas, que admiraban la buena presencia de don Juan, más aún ahora que, después de sus aventuras amorosas en Nápoles, su fama de galán había corrido como la pólvora por toda Italia y por media Europa. Cuando don Juan se acercó a mi padre y al resto de miembros de la corte, no pude evitar salir corriendo y darle un fuerte abrazo.

—¿Dónde has dejado al león?

—Me ha dicho que no le gustaban los italianos, no se los podía comer, ¡son demasiado indigestos!

—Je, je. Me alegro de verte, Juan.

—Yo también, Alejandro. Gracias por tu invitación, necesitaba salir de Nápoles.

Desde la llegada de mi amigo, las fiestas, banquetes y torneos se sucedieron en Parma como nunca antes había ocurrido. Todos estaban encantados con la visita del hermano del rey. Mi mujer había quedado prendada de mi amigo, que había venido expresamente para homenajearla.

Don Juan siempre había puesto especial atención en su vestuario, pero yo también. En todas las cortes de Europa era necesario vestir lo más elegantemente posible, pero a nosotros nos gustaba cuidar especialmente todos los detalles de nuestra apariencia. Don Juan era más exquisito y elegante, y creo que yo era más vistoso. A mí me gustaban más las ropas de paz, y a él, sin duda, las de guerra. Pero la magnificencia de nuestro vestuario se denotaba en especial en los actos públicos.

En uno de los muchos actos que se llevaron a cabo, don Juan y yo decidimos participar en un torneo a caballo. Se trataba de una justa al estilo medieval. Nos equipamos con armaduras de la época, mucho más pesadas que las actuales y con dos largas lanzas de madera. No era peligroso, ya que las lanzas no tenían refuerzos de metal y las armaduras eran de tal grosor que hubieran resistido hasta el impacto de una bala de cañón. Yo vestía con armadura plateada, casco brillante con plumas de variados colores; don Juan vestía de dorado. Su caballo era negro, mientras el mío era blanco pero mucho más nervioso y vivo que el suyo.

Antes de empezar, le hice una reverencia a mi padre y me acerqué a mi mujer, que me colocó una cinta roja en el extremo de mi lanza. Don Juan realizó también una reverencia a mi padre, y después buscó entre el público hasta que encontró a una hermosa joven. Tendría unos dieciocho años y destacaba por su vestido, de tonos verdes y dorados, con un escote que quizás enseñaba demasiado para una dama. Tenía el rostro muy pálido y unos grandes ojos verdes que llamaban poderosamente la atención. Mi amigo se dirigió hacia ella y le acercó la punta de su lanza. La joven cogió un pañuelo blanco bordado y lo ató. El público estalló de júbilo.

—Veamos de lo que sois capaz en vuestra propia casa, Alejandro.

—Esperemos que no se os haya olvidado luchar en Nápoles —contesté.

Estábamos separados por unos cincuenta metros. Mi padre, Octavio Farnesio, levantó la mano. Al bajarla, los dos contrincantes agarramos los estribos de nuestros caballos y les clavamos las espuelas, y los animales salieron al galope. La lanza pesaba bastante y era difícil mantenerla horizontal, y la armadura impedía moverse con facilidad. Con gran rapidez, nos fuimos acercando. Don Juan llevaba muy bien sujeta su arma; si quería ganarle, necesitaba golpearle yo primero. Pero ¿cómo hacerlo? Entonces, cuando apenas estábamos a unos metros de distancia, tiré del estribo hacia el lado interior de la pista. La lanza de don Juan me golpeó en la mano y me rozó el pecho, pero no encontró un sitio firme donde impactar.

En cambio, yo, aunque desequilibrado, conseguí golpearle en su hombro izquierdo, por lo que perdió el equilibrio y cayó al suelo, ante los gritos de la multitud. Al caer, su lanza se elevó, me golpeó en el casco y me lo quitó, pero para entonces don Juan yacía en el suelo. Mi caballo recorrió unos cuantos metros más; cuando se detuvo le hice volver hacia atrás y pararse delante de don Juan, que permanecía inmóvil. A duras penas pudo levantarse mientras yo bajé del caballo para comprobar que se encontraba bien. Entonces se quitó el casco y me miró. El público permaneció en un profundo silencio.

—Está claro… Sois mejor jinete que yo.

Don Juan se acercó y me abrazó. Ante tal escena, la gente empezó a corear su nombre y también el mío.

—Espero no teneros nunca como enemigo —me susurró al oído.

—Id a consolaros con esos ojos verdes que os estarán mirando.

—No dudéis de que así lo haré.

Los dos nos reímos.

La presencia de don Juan fue muy bien recibida por todos en Parma, pero pronto tuvo que marchar. La solución al conflicto de Túnez estaba a punto de producirse y debía estar en Nápoles para poder actuar.

Me despedí con tristeza de mi amigo, sabiendo que era un simple «hasta pronto». No tardarían en cruzarse de nuevo nuestros caminos, aunque no tenía ni idea de dónde podría ser esta vez. Antes de irse me reveló la realidad de la situación.

—Alejandro, el papa, Gregorio XIII, ha intercedido por mí ante el rey. Le ha propuesto que yo sea investido rey de Túnez, para de esta manera reforzar mi autoridad y, desde allí, preparar la conquista del reino de Argel.

Yo escuchaba muy atento.

—Le ha hablado de la importancia y las ventajas de crear un nuevo reino cristiano, y de restaurar la Santa Liga. Al parecer, los venecianos se arrepienten de la paz firmada con los otomanos. Es más: le ha sugerido que lo mejor para la cristiandad es que yo me case con la reina de Escocia, María Estuardo, y que reinemos en una Inglaterra de nuevo católica.

Don Juan me contaba todo esto con la mayor seriedad.

—¿Qué pensáis, Alejandro? —me preguntó.

—Pienso lo de siempre, que no hay nadie que merezca más llevar una corona que Felipe II y vuestra merced. Y que vuestro hermano os quiere y sabrá hacer lo mejor para España y para la cristiandad, y eso es daros un reino. Cuando llegue el día de atacar Inglaterra, el primero de vuestros soldados seré yo, ¡no lo dudéis!

—Sé que siempre podré contar con vos, Alejandro. Gracias.

Al llegar a Túnez conoció la respuesta del rey a las sugerencias del papa: Felipe II no estaba dispuesto a ceder el reino de Túnez a su hermano porque era demasiada recompensa para él. Como mucho, le prometía la corona del pequeño reino de Morea, todavía por conquistar.

El propio Granvela consoló a don Juan en Nápoles. Aparentemente, la situación económica del rey no era tan buena como parecía, y Flandes suponía la principal —y casi única— preocupación, que se llevaba todos los recursos económicos. Los ocho mil soldados que habíamos dejado defendiendo Túnez y el coste de las obras de fortificación de la capital no eran asumibles por el rey, que prefería defender su herencia en el norte de Europa a adueñarse del Mediterráneo. Incluso Granvela tenía problemas para defender el Reino de Nápoles sin los soldados destinados en Túnez, ya que no llegaban nuevos refuerzos. Todos tenían el mismo destino: Flandes.

Finalmente, don Juan recibió órdenes del rey de acudir inmediatamente a Génova. Al parecer, Andrea Doria, viejo conocido de la Santa Liga, se encontraba en dificultades dentro de sus dominios. Mi amigo estaba tan enfadado por la evolución de la situación en Túnez que hizo caso omiso a las órdenes del rey y permaneció en Nápoles. Una segunda carta del rey llegó, con órdenes todavía más claras: debía acudir urgentemente a Génova.

Aunque don Juan y yo pensábamos que aquello era una manera de alejar a don Juan de Túnez, mi padre me hizo ver la realidad.

—Alejandro, hijo mío, ¿no os dais cuenta de que Felipe II depende cada vez más de Génova? Son sus banqueros los que sostienen la economía de España. Igual que los Fugger mantuvieron la de Carlos V, ahora son los genoveses los que financian España.

—No podemos depender de otros estados para solucionar nuestros problemas económicos. Si tan cerca estamos de la bancarrota, algo no se está haciendo bien.

—Dicen que el secretario del rey, Antonio Pérez, tiene demasiada influencia sobre él —comentó mi padre.

—Felipe II no se dejaría influenciar por nadie. Además, don Juan me ha hablado de Antonio Pérez. Era un hombre cercano a Ruy Gómez de Silva; ciertamente está capacitado para el cargo.

En aquellos días, María dio a luz a mi tercer hijo, Odvardo. Fue un parto sencillo y todo salió a pedir de boca. Con la llegada de mi segundo hijo varón, al que tenía en mente dedicar a la carrera eclesiástica, la sucesión en el ducado de Parma estaba asegurada.

Don Juan me escribió al llegar a Génova; quedó impresionado por la ciudad. Según me relataba, era una de las ciudades más ricas en las que había estado. Andrea Doria lo recibió y acompañó personalmente a la catedral de San Lorenzo, uno de los más bellos edificios que vio en su vida. El edificio combinaba de manera admirable las formas góticas propias de la Edad Media con las evoluciones renacentistas. La fachada era diferente a la de cualquier otra catedral en Europa, con tres portadas y un gran rosetón en el medio. Los muros estaban formados por combinaciones de franjas blancas y negras, y a la derecha tenía una esbelta torre, mientras que la de la izquierda estaba todavía en construcción. Además del lujo y de la belleza de la ciudad, don Juan pronto detectó una gran hostilidad entre las dos ramas principales de la nobleza genovesa: el pórtico de San Pedro, favorable a Francia, y el pórtico de San Luca, a España, encabezado este último por los Doria. Sólo conocía a Andrea Doria. Había tenido sus diferencias con él, pero había servido con honor en Lepanto y era un hombre totalmente fiel a Felipe II. Génova no era vasalla de España: los genoveses eran nuestros aliados, nos apoyaban económicamente a cambio de protección. Don Juan empezó a pensar que el objetivo de aquella misión no era alejarle de Túnez, sino realmente un importante fin que necesitaba de un personaje admirado por todos, un héroe, alguien como el vencedor de Lepanto, para resolver la situación.

Su presencia y las medidas de Andrea Doria fueron suficientes para solucionar la situación. Fue relativamente fácil hacer ver a los genoveses que Felipe II no toleraría que este pequeño ducado se aliase con Francia. Génova seguiría fiel a España.

Ya en Nápoles, don Juan recibió a un enviado del rey. Se trataba del que iba a ser su secretario, don Juan de Escobedo, recomendado por el propio Antonio Pérez y que había demorado su llegada, pues don Juan lo esperaba desde hacía ya largo tiempo.

Se trataba de un hombre muy moreno, de mediana estatura y complexión fuerte; de cuarenta y cinco años, noble hidalgo santanderino y que no parecía tener modales muy refinados. Sin embargo, sorprendió a don Juan por su honradez, inteligencia y energía.

—Don Juan de Escobedo, bienvenido a Nápoles.

—Excelencia, es un placer servirle.

—El placer es mío por tener a tan capaz hidalgo bajo mi responsabilidad. El secretario real habla maravillas de vos.

—Exagera, yo sólo soy un humilde servidor.

—¿Y os parece poco?

—Para serle sincero, estoy deseando empezar a trabajar para vuestra merced.

El santanderino cayó muy bien a don Juan y se ganó su confianza rápidamente.

Mientras los acontecimientos en Túnez estaban en el aire y don Juan vivía una situación muy tensa en Nápoles, yo, en cambio, permanecía en Parma, donde la alegría de los primeros días se estaba convirtiendo en frustración. La emoción de volver con mi familia, de dormir con mi esposa todas las noches, venía acompañada de la obligación de vivir en la pequeña corte de Parma. No me entendía con mi padre, que era una persona fría y distante. Además discutíamos a menudo sobre la forma de gobernar las posesiones de nuestra familia. Sólo mi madre, Margarita, parecía entenderme. Desde que había sido relevada del puesto de gobernadora de los Países Bajos residía en el ducado de Parma, pero no en la corte. Se había retirado a las montañas de Abruzzo. Yo iba a menudo a verla, lo cual me servía además de excusa para abandonar la ciudad.

La actitud de su majestad respecto a Túnez provocó que, durante el tiempo que don Juan solucionaba eficientemente los problemas en Génova y yo permanecía en Parma, el ejército musulmán de Túnez, que se había escondido en el desierto, atacara la capital, que no pudo resistir mucho tiempo.

Don Juan recaudó todo el dinero posible, aprovechando que se encontraba en el mejor lugar de Europa para hacerlo, y salió hacia Nápoles para preparar un auxilio. Pero era demasiado tarde. Sin nada que ganar en Nápoles, don Juan intentó contactar a través del secretario del rey, Antonio Pérez, con el monarca. Ante la poca colaboración del secretario partió a escondidas hacia España y desembarcó en Palamós. Una vez en Madrid, el rey no podría negarse a ver a su hermano.

No sé con seguridad lo que sucedió en la audiencia de mi amigo con el rey, pero lo que está claro es que se dio por inevitable la pérdida de Túnez. Al parecer, la economía de Felipe II había llegado a una situación aparentemente crítica desde hacía años. Se declaró una bancarrota en los primeros días de 1575, que paralizaba todas las operaciones militares y que dejó al vencedor de Lepanto sin posibilidad de reacción. Don Juan no me explicó nada más, la situación se escapaba de sus manos. Él no era banquero, no entendía bien la importancia de las finanzas y otros aspectos públicos. Pero yo sí, porque había sido educado para, llegado el día, gobernar los ducados de Parma y Plasencia.

Otra noticia nos afectó a los dos por igual: a pesar de la distancia que nos separaba, conocimos el terrible destino de un viejo amigo. Sin que yo lo supiera, Miguel había pedido varias cartas de recomendación a don Juan, en las que se reconocieran sus méritos militares, con intención de utilizarlas en la corte para obtener algún cargo oficial. Don Juan no dudó ni un momento en ayudar a nuestro viejo amigo. Hasta ahí, todo normal y justo. Miguel estaba por aquel entonces en Nápoles y partió desde allí en una flotilla de cuatro galeras rumbo a Barcelona, con tan mala suerte que una tempestad las dispersó. La galera en la que viajaba Miguel fue apresada cerca de las costas catalanas por unos corsarios berberiscos al mando de un renegado albanés. Los ocupantes de la galera fueron conducidos a Argel, donde cayeron en manos de Dalí Mamí, apodado el Cojo. Éste, al ver las cartas de recomendación del prisionero Cervantes, firmadas por el vencedor de Lepanto y capitán general de la Armada española del Mediterráneo, fijó un rescate inalcanzable. La situación de Miguel no era nada buena, había tenido muy mala suerte.

En Parma, todo estaba tranquilo. María me dio una nueva alegría: estaba embarazada otra vez, sería nuestro tercer hijo. Don Juan siguió escribiéndome cartas, donde me relataba que estaba prácticamente tan aburrido como yo. Si bien yo me ahogaba en la pequeña corte de Parma, don Juan intentaba matar el tiempo con todo tipo de actividades. Llegó incluso a posar para dos cuadros, uno que le hizo Alonso Sánchez Coello y otro de un pintor que no recuerdo.

Cansado ya de permanecer en Madrid, partió de nuevo hacia Nápoles cuando se enteró de que Granvela había cedido el puesto de virrey al marqués de Mondéjar, viejo conocido de don Juan de la rebelión de Las Alpujarras. Fue de los dirigentes que mejor aceptaron su mando en aquella primera misión.

Don Juan pensó que podría influir en él, pero precisamente ése fue el problema: que el marqués era ya demasiado viejo para discutir y cambiar de opinión, por lo que resultó todavía más difícil convencerle que al propio cardenal Granvela. Don Juan dio definitivamente por perdido el reino de Túnez y la posibilidad de llevar su corona algún día, y partió hacia Parma junto a su secretario, Escobedo, para reunirse conmigo, pero nunca llegó a producirse nuestro encuentro. Cuando llegó al puerto de La Spezia, en el norte de Italia, fue de inmediato interceptado por soldados de su majestad. Luis de Requesens había muerto a primeros de marzo a causa de un carbunclo, una enfermedad contagiosa común en las vacas y otros animales que alguna vez atacaba a los hombres. La muerte de Requesens había dejado Flandes sin gobernador general, con todas las provincias sublevadas a excepción de Luxemburgo. El elegido para sucederle como gobernador general de los Países Bajos no era otro que don Juan de Austria.

Flandes había sido la tumba política de algunos de los mejores hombres y mujeres que había dado España, entre ellas mi madre y el poderoso duque de Alba. Flandes no era un premio, ni siquiera un castigo, era una pesadilla para la cual ningún soldado estaba preparado. Era una tierra difícil y extraña, con grandes ciudades dotadas de impresionantes fortificaciones, canales que la cruzaban como si se tratara de cicatrices en el rostro, profundas y crueles. Era una tierra entre Inglaterra, Francia y los estados alemanes, lejos de España y de Italia, donde había pocos amigos de su majestad y un enemigo en cada esquina. Don Juan no iba a aceptar la empresa más difícil de su vida sin obtener nada a cambio.

Yo necesitaba consultar a mi madre sobre las nuevas noticias, así que acudí a visitarla a su retiro en los montes de Parma. Ella, como siempre, era la que mejor me aconsejaba sobre cuestiones de Estado. Al igual que yo, no compartía la forma de gobernar de mi padre. Su experiencia en Flandes era de gran valor y admiración para mí. Yo estaba seguro de que algún día volvería a las tierras del norte, donde la situación era tan insegura como peligrosa.

—Madre, ¿qué pensáis de las noticias de Flandes?

—¿A qué os referís, Alejandro?

—¿Creéis que don Juan está preparado para ser gobernador general?

—Me temo que no. Pero, al menos, tiene algunas ventajas con respecto a sus dos predecesores.

—¿Qué ventajas?

—Es hermano del rey, y eso le legitimiza frente a los valones. Pero el problema no es don Juan, sino el rey. Hasta ahora, su política ha sido totalmente equivocada, los acontecimientos han demostrado que fue un error nombrar al duque de Alba como gobernador. Un castellano dirigiendo a los flamencos, ¡qué locura! Es exactamente el mismo error que cometió Carlos V cuando vino a Castilla, pero al contrario. En aquel momento, mi padre era demasiado joven y cometió la torpeza de traer a nobles flamencos a gobernar Castilla. Las ciudades castellanas se rebelaron, y la situación fue de extrema gravedad. Hubo que derrotarlos en Villalar y ejecutar a los cabecillas, Bravo, Padilla y Maldonado, los comuneros.

—Entiendo, madre.

—En Bruselas no hace falta un general, sino un político, y, si es posible, de la familia real, para que tenga el suficiente prestigio y legitimidad para gobernar aquellas tierras —se lamentaba—. Se está creando una leyenda negra en torno a los españoles en Flandes, se nos acusa de asesinatos y barbaridades. Las ejecuciones de Egmont y Horn fueron desastrosas, son auténticos mártires, tal y como yo predije. Los métodos del duque de Alba han sido nefastos. Sus encamisadas han pasado a formar parte de esa leyenda, cuando atacaban por la noche, por sorpresa, campamentos de flamencos supuestamente rebeldes e intentaban segar cuantas más vidas, mejor, y se colocaban las camisas blancas sobre las cabezas para distinguirse en la oscuridad.

—Lo sé, madre. Las gentes de Flandes todavía conservan los pañuelos con la sangre de Egmont y Horn, que recogieron cuando fueron ejecutados.

—Se avecinan tiempos difíciles, Alejandro. Don Juan y tú sois nuestra última esperanza. ¡Vosotros nos tenéis que salvar de la tempestad!

Siempre era un placer ir a visitar a mi madre. Lamentablemente, mis padres vivían separados y sin hablarse. No conozco exactamente los motivos, pero su reconciliación era imposible.

Tan pronto como don Juan recibió las órdenes de Felipe II se reunió con su secretario para iniciar los preparativos.

—Tenemos que decidir cómo actuar —comentó Escobedo.

—Lo sé.

—No podemos cometer los mimos errores que el duque de Alba.

—Yo no soy el duque de Alba —le recriminó—. Tenemos poco margen; debemos cumplir las órdenes de mi hermano.

—Pero no de cualquier manera. El rey os necesita, la situación en Flandes es desesperada. Aprovechad y exigid lo que necesitáis: un poderoso ejército, hombres de confianza y, sobre todo, dinero.

—Escobedo, eres un gran secretario, ¡el mejor!

Me llegó una carta escrita por don Juan a Parma, en la que mi amigo me explicaba las órdenes de su majestad y cómo se había negado a cumplirlas. Él no estaba dispuesto a ir a Flandes sin ninguna certeza de que aquella empresa saliera bien. El rey quería un general, alguien que venciera a los flamencos, igual que antes había vencido a los moriscos, a los turcos y a los tunecinos. Una vez muerta una persona tan capaz e inteligente, un tan buen diplomático y político como don Luis de Requesens, quería a un nuevo duque de Alba. Pero el rey parecía olvidar que precisamente Flandes supuso el fin de uno de los más importantes militares que ha tenido España desde la época del Gran Capitán. Don Juan no estaba dispuesto a eso y contaba con todo mi apoyo.

Mi amigo diseñó toda una estrategia antes de tomar el mando de Flandes y envió a su secretario, Escobedo, con un cuidadoso plan de acción para que se lo entregara a Felipe II. El nuevo gobernador general de los Países Bajos no quería una guerra en Flandes, sino llegar a acuerdos con los nobles flamencos y realizar una serie de concesiones. Sin duda pesaba, y mucho, la política de su padre Carlos V. Pero escondía otra razón, movida por la mayor de sus cualidades y, a la sazón, también la más peligrosa: don Juan exponía claramente a su majestad que, para resolver la situación en Flandes, era clave encargarse primero de Inglaterra, y no le faltaba razón a mi amigo. Era la reina Isabel la que financiaba a los rebeldes, la que hostigaba el comercio en el Atlántico y el Caribe. Era Inglaterra el más peligroso de nuestros enemigos, mucho más que una Francia demasiado ocupada en sus problemas internos. Don Juan no estaba solo en sus intenciones. El mismo hombre que le había apoyado en su idea de crear un reino cristiano en Túnez le apoyaba ahora en una empresa más importante aún: buscar un esposo católico a la reina de Escocia, María Estuardo, y destronar a la reina de Inglaterra, Isabel. El papa era su mejor aliado.

La siguiente noticia que tuve de don Juan era que había acudido en persona al monasterio de El Escorial para explicarle su posición a su hermano. Después de una larga discusión llegaron a un acuerdo beneficioso para ambas partes: primero, pacificar Flandes; entonces liberaría a María Estuardo y la colocaría de nuevo en la corona de Escocia. Sólo después buscaría la corona de Inglaterra.

¿Ambicioso? Seguro. ¿Difícil? No lo dudo. ¿Imposible? Pronto lo sabríamos.

Aparte del complicado acuerdo con el rey, se llevó una importante amistad de Madrid. El secretario del monarca, Antonio Pérez, se había mostrado una persona muy razonable y afín a sus ideas. Además era amigo de la princesa de Éboli, vieja conocida nuestra. Su ayuda podría resultar muy útil a los objetivos de mi amigo de conseguir una corona real.

Don Juan me envió otro correo oculto, en el que me comentaba que iba a salir para Flandes en el más absoluto de los secretos. Corriendo la voz de que utilizaría el camino español, cruzaría toda Francia disfrazado de morisco. ¡Mi amigo era audaz! No contento con cruzar Francia entera disfrazado, había planeado dos incursiones sólo propias de un loco o de… un loco. Don Juan tenía previsto verse en París con el embajador español a fin de intercambiar información sobre la situación real del enemigo por excelencia de España. Después, más al norte, quería visitar al líder del partido católico francés, quien además era primo de la reina de Escocia.

En su carta me ordenaba estar preparado para salir de inmediato hacia los Países Bajos y ponerme al mando de un ejército. Por fin, después de tantos días de espera, de tantos años, diría yo, estaba cerca mi gran oportunidad. Fui corriendo a contárselo a María, pero la espera fue demasiado larga para ella: delante de mis tres hijos —Margarita, Ranuccio y Odvardo—, mi querida mujer, María de Portugal, murió. Justamente el día que yo debía partir para los Países Bajos.

Yo, que había luchado en Lepanto, que me había visto rodeado de cadáveres, de dolor y de desesperación, me encontraba ahora ante la peor de las situaciones, ante el más duro de los enemigos, ante la más cruel de las derrotas.

En el lecho de muerte de mi mujer le prometí que nunca la olvidaría y partí esa misma noche hacia Flandes con una gran herida en el pecho que ya nunca sanaría, pero con una ira en el interior que pronto liberaría. Presentía que esta vez sí que iba a llegar mi momento, ése que tanto llevaba esperando y del que quería ser plenamente consciente cuando sucediera.