CAPÍTULO II
LA VIDA EN ALCALÁ
Honorato Juan era un hombre muy joven para el importante puesto que ocupaba en la universidad. Tenía un aspecto distinto al de todos los demás profesores: era bastante corpulento, con los ojos grandes y un gran mostacho que le daba un aspecto imponente. Cuando lo veíamos fuera de las clases vestía siempre con una gran capa azul, que le hacía aún más singular. Era uno de los mejores profesores de la universidad, pero era mucho más que eso: pasaba por ser una de las figuras intelectuales más importantes de la época.
Había tenido como maestro a Luis Vives, el más destacado de los humanistas españoles. Honorato Juan había recibido clases de su maestro en Lovaina, había sido profesor de latín en la Universidad de Valencia, y también había abrazado el arte de las armas al participar en la expedición de Carlos V a Argel. Había sido elegido, a semejanza de Aristóteles con Alejandro, como responsable de la educación del príncipe Carlos. En sus clases siempre daba gran importancia a las artes y a la historia. «El futuro es un eco de nuestro pasado», solía decir. Sus clases eran fascinantes. No defendía la idea de que la historia era cíclica, pero sí que estaba de acuerdo en que el conocimiento del pasado era la clave para entender el presente y el futuro. Así nos lo inculcaba en cada una de sus lecciones. «Todo príncipe debe conocer perfectamente la historia de su estado y de todos aquellos que lo rodean», nos repetía constantemente.
Don Juan, don Carlos y yo siempre insistíamos en que profundizara en los temas bélicos y en la historia militar. Aquí debo decir que don Juan ponía muchas veces interés, pero muchas otras se ausentaba mentalmente durante las clases. Por otro lado, don Carlos también hacía todo lo que estaba en su mano para seguir las lecciones, pero sus limitaciones intelectuales le hacían perderse con facilidad en las explicaciones de Honorato Juan. Yo, por mi parte, reconozco que disfrutaba de aquellas clases.
En realidad, Honorato Juan era el último gran humanista español. Durante el reinado de Carlos V, los humanistas habían apoyado con entusiasmo al emperador, defendiendo y argumentando sus ideales imperialistas. Nos hablaba a menudo de los versos de otro gran humanista, Hernando de Acuña: «Un monarca, un imperio y una espada».
Así se resumían, según nuestro maestro, los ideales que tan decididamente defendió Carlos V: la idea de la unidad de la cristiandad bajo el dominio imperial, y la misión suprema de su defensa frente a los musulmanes y los herejes. Tanto don Juan como yo compartíamos los ideales de aquellos versos. Además de Hernando de Acuña y de otros humanistas, nos hablaba frecuentemente de su maestro, Luis Vives. Había nacido en Valencia el mismo año en el que los Reyes Católicos conquistaron el Reino de Granada. Era un personaje muy complicado de encajar, ya que, a pesar de lo que se decía de su origen judío, había alcanzado la fama de humanista español más importante del siglo XVI. Era valenciano, lo que disgustaba enormemente a los castellanos, que no veían con buenos ojos que los nacidos en los territorios de la Corona de Aragón alcanzaran puestos importantes en el gobierno de España.
Decían que la familia Vives se había visto obligada a convertirse al cristianismo. Pero, en realidad, habían seguido practicando el judaísmo en una sinagoga que tenían en su propia casa. La Inquisición lo descubrió, y se inició así un proceso contra toda la familia Vives. Algunos de sus miembros fueron condenados y murieron quemados en la hoguera. Así que Luis Vives, que había empezado a estudiar en la Universidad de Valencia, tuvo que proseguir sus estudios en el extranjero, ante el temor de que el proceso inquisicional le alcanzara también a él. Estudió en París en la Universidad de la Sorbona, centro de atracción de muchos estudiantes de la Corona de Aragón y en el que enseñaban muchos profesores españoles.
Todo esto, y mucho más, se rumoreaba por los pasillos de la Universidad de Alcalá de Henares.
—Alejandro, ¿sabéis qué me han dicho hoy? —me preguntó don Juan mientras nos dirigíamos a una de las clases.
—No, dime.
—Me han dicho que Luis Vives rechazó una oferta para enseñar en esta misma universidad por miedo a que la Inquisición le persiguiera. Igual que Erasmo de Rotterdam declinó ser obispo en España.
Quizás por eso terminó trasladándose a Inglaterra, donde llegó a ser canciller del hereje Enrique VIII, y seguramente ésa era la causa de la famosa amistad con Tomás Moro y la reina Catalina de Aragón. Y otro asunto que yo conocía, porque me lo habían comentado cuando estuve en Londres, era que el maestro de latín de la difunta reina María Tudor fue el propio Luis Vives.
Los humanistas habían sido duramente atacados en la parte final del reinado del emperador. Era una corriente de la que apenas quedaban ya discípulos en España, pero en la universidad de Alcalá todavía se percibía cierto aire humanista, no muy bien visto por el inquisidor general, el arzobispo de Sevilla.
Honorato Juan nos insistía en que la mejor manera de actuar era teniendo, siempre que sea posible, la iniciativa. Que hiciéramos pensar a nuestro contrincante, que lo sacáramos de sus planes preestablecidos. Nos animaba a que tomáramos una decisión, un rumbo, una estrategia y que la continuáramos decididamente, pero que tuviéramos siempre la razón de nuestra parte, para en un momento preciso saber rectificar. Había que ser firme en las decisiones, a la vez que flexible en los detalles, ya que un detalle puede determinar el devenir de una confrontación.
Cuando aquella mañana de mayo Honorato entró por la puerta, dejó unos libros sobre la mesa y escribió en su pizarra: «Alejandro III de Macedonia», el silencio se hizo en la sala. Don Juan, don Carlos, los otros diez alumnos que nos acompañaban y un servidor abrimos nuestros cuadernos y nos preparamos para la lección.
—Veo que a veces pueden llegar a guardar silencio si se lo proponen —afirmó con ironía Honorato Juan—. Alejandro III de Macedonia, hijo de un gran rey, Filipo II, tuvo como principal maestro y mentor al mismísimo Aristóteles.
Sin duda el personaje despertaba la curiosidad de todos los presentes, pero sobre todo la de don Juan, a quien se le veía con la mirada iluminada.
—Alejandro no sólo conquistó el mayor imperio de la Antigüedad, sino que lo hizo con una rapidez y lucidez increíbles, y lo más importante: con una edad en la que la experiencia es simplemente una ilusión. —Honorato se mantenía muy serio durante toda la explicación—. ¿Saben cuántos años tenía cuando fue coronado rey Alejandro? ¿Lo sabéis vos, don Carlos?
—No, maestro —contestó el príncipe.
—¿Y vos, don Alejandro? —preguntó de nuevo Honorato Juan.
—Sí. Veinte años —contesté con seguridad.
—Veinte años, y ya era el monarca de su pueblo; veinticinco años, y ya había vencido al todopoderoso rey persa Darío III; treinta años, y la lejana India era suya —prosiguió el profesor.
—¿Cómo pudo hacer todo aquello tan joven? —preguntó don Juan.
Honorato miró a don Juan con complicidad; él era uno de los que mejor comprendía la forma de ser del joven Austria, su ambición, su energía y su impaciencia.
—La mayor de las virtudes, joven don Juan, es conocer las limitaciones de uno mismo, cualesquiera que sean. Y saber cómo superarlas. ¿Cuál era la limitación del joven Alejandro cuando fue nombrado rey de Macedonia? —Nadie respondió—. Su mayor limitación era la inexperiencia. Pero ¿qué hizo el joven rey para solucionar su inexperiencia?
La clase estaba muy atenta a las explicaciones, pero nadie respondía las preguntas.
—Se rodeó de los generales de su padre, como el gran Parmenio. Utilizó la poderosa falange, ideada también por su padre, a la que él incorporó una poderosa caballería pesada, basada en las tácticas de otro experto general tebano que había creado el ataque oblicuo, y que Alejandro supo poner en práctica de manera sobresaliente.
El profesor paró unos instantes para coger de nuevo aire y continuar su explicación.
—Alejandro solucionó su principal problema, la falta de experiencia, rodeándose de experiencia; es decir, de viejos como yo.
Toda la clase estalló en una risa unísona ante el comentario final de nuestro maestro. Entonces éste se acercó a nosotros y, colocándose delante de la mesa de don Juan, hizo su habitual resumen final, ya en un tono mucho más solemne.
—Alejandro, en la batalla de Gaugamela, disponía de cuarenta mil soldados de infantería y siete mil jinetes. Darío III, de doscientos mil infantes.
Yo conocía perfectamente el relato de aquella batalla. Alejandro no se dejó intimidar y llevó desde el principio la iniciativa. Encabezó él mismo su caballería cuando se lanzó al ataque de uno de los flancos de los persas. Mientras él luchaba, su falange aguantaba las embestidas del enemigo. Cuando había debilitado una ala persa se dirigió hacia el centro de la formación enemiga y atacó al mismísimo Darío.
—Debéis entender que una batalla es como una partida de ajedrez. Hay que saber situar las piezas, conocer sus movimientos, penetrar entre las líneas del adversario…, pero, al igual que en el ajedrez, quien domina el centro del tablero tiene muchas posibilidades de ganar, siempre que proteja sus flancos —continuó explicando Honorato Juan mientras todos los alumnos escuchaban con atención—. Sobre todo, no olvidéis que vuestro objetivo es vencer al enemigo, no acabar con su ejército. ¿Me explico? En el ajedrez, el objetivo es matar al rey. Podéis ganar habiendo eliminado una sola pieza. No tenéis que comeros todos los peones, ni las torres, ni siquiera la reina. Debéis hacer un jaque mate al rey.
Era cierto que en una batalla, al eliminar al general enemigo, aparte de dejar sin mando a sus tropas, el desánimo, la frustración y el miedo corren por las líneas enemigas como la pólvora.
—Si acabáis con su general, el enemigo no tardará en iniciar la retirada. Por eso, un buen general tiene que ser el mejor de los guerreros, y siempre buscará enfrentarse directamente con el jefe enemigo.
Las palabras de Honorato Juan no hacían sino incrementar mis ansias de entrar por primera vez en combate.
—Psss. ¡Alejandro! —don Juan me llamaba a escondidas.
—Sí, ¿qué pasa?
—He hablado con Miguel, nos espera detrás de la catedral.
—¿Cuándo?
—A la salida de clase.
—¿Y para qué?
—Dice que nos quiere enseñar una cosa, no me ha querido decir qué era, pero que fuéramos con los caballos.
—¡Don Alejandro! ¡Don Juan! Veo que no les interesa mi clase.
—No, señor. Simplemente comentábamos las tácticas de los macedonios —respondió don Juan.
La catedral de Alcalá era un bello edificio del siglo XV mandado construir por el cardenal Cisneros, en el lugar donde dice la tradición que fueron martirizados los niños Justo y Pastor. Cuando llegamos con nuestros respectivos caballos, Miguelín estaba esperándonos sentado al lado de la portada de entrada, flanqueada por dos torreones.
—¿Qué ocurre, Miguelín? ¿En qué lío andas metido ahora? —le pregunté nada más llegar frente a él.
—Me he enterado de que esta tarde hay una carrera entre varios jinetes cerca del río Henares, ¿queréis venir? —nos preguntó Miguel.
—No lo dudes —respondí.
—Tengo algo que preguntaros, don Juan —dijo Miguel.
—Decidme —afirmó don Juan.
—Vuestra merced vivió de niño en Villagarcía de Campos, ¿verdad?
—Así es, con don Luis de Quijada y Magdalena de Ulloa, en su castillo. ¿Por qué lo preguntáis? —preguntó don Juan.
—¿Fue vuestra merced alguna vez de visita cerca de La Santa Espina?
—¿Al monasterio? —preguntó don Juan muy extrañado.
—Sí, precisamente al monasterio.
—Fui en cierta ocasión.
—Pues créame vuestra merced cuando os digo que yo estaba aquel día en el monasterio —dijo ante nuestra sorpresa Miguel.
—¿Cómo decís?
—Así es. El hermano menor de mi abuelo, cuya familia tuvo muchas tierras en Castilla, aunque después cayó en desgracia, se hizo fraile y vivía en aquel monasterio. —Mientras Miguel nos contaba aquel sorprendente relato, nosotros le escuchábamos muy sorprendidos—. Recuerdo perfectamente que aquella tarde me ordenó que no saliera a jugar porque algún importante noble andaba de caza por el lugar. Pero por la noche me escapé de la celda donde dormía y salí del monasterio, entonces vi a un niño muy pálido, que a su llegada creó una gran expectación en el monasterio. Había muchos soldados, así que me volví a la celda.
—Ese niño era yo, Miguel —dijo don Juan—. Aquella tarde fue cuando conocí al rey y se desveló que éramos hermanos.
—Lo sé. ¿Nos os parece curioso?
Miguel era un muchacho especial, siempre con extrañas historias que contar y escapando de los numerosos líos donde se metía frecuentemente.
La carrera estaba organizada por unos estudiantes de último año, unos sevillanos con familiares en el Consejo de Indias, que montaban bien a caballo pero que hablaban demasiado. Don Juan y yo no desaprovechamos la ocasión y nos apuntamos a la carrera.
Eran unos tres kilómetros de recorrido. Había que subir una loma hasta una pequeña ermita que se veía a lo lejos y volver de nuevo hasta el río Henares. Miguelín no podía participar, ya que era requisito necesario pertenecer a la nobleza. Nos pusimos en el centro pero separados por varios estudiantes para no estorbarnos. La salida la iba a dar uno de los amigos de los sevillanos. Seríamos unos veinte jinetes, ¡veríamos quién ganaba!
Al dar la señal, todos salimos lo más rápido posible. Los primeros metros no miré a mis lados, sólo me concentré en que mi caballo no se desviara del camino y en no recibir ningún golpe. Cuando alcancé gran velocidad giré mi vista a la izquierda y vi que ningún jinete iba más adelante que yo. Entonces miré al otro lado y vi un jinete tres puestos más a mi derecha, que me sacaba un cuerpo de ventaja. Debía superarlo en cuanto llegáramos a la ermita y diéramos la vuelta. Así fue: giramos en la ermita, y cada vez me fui acercando más a él, hasta ver que era uno de los sevillanos.
En los siguientes doscientos metros fui ganándole terreno hasta alcanzarle y, sabiendo que mi caballo aún guardaba algo de fuerza, le tiré fuerte del estribo y logré sacarle una cabeza de ventaja cuando ya quedaba poco para llegar a la meta. Pero entonces giré algo más la vista a la derecha y pude ver como había un caballo al final del todo que me sacaba al menos dos cabezas de ventaja: por supuesto era don Juan. Le clavé bien las espuelas al caballo y le grité con rabia; el animal respondió con todas las fuerzas que le quedaban y conseguimos acercarnos tanto a don Juan que casi estábamos a su mismo nivel. Pero para cuando pensé que quizás lo conseguiría llegábamos ya al punto de salida: me había ganado por menos de una cabeza. Bajé del caballo y fui hacia él. Se puso serio al verme llegar, pero no pude más que sonreírle y abrazarle mientras él hacía lo mismo.
—¡Has tenido mucha suerte! Veinte metros más y te pasaba —le dije entre risas.
—Veinte metros más y nos caemos al río, Alejandro —me replico él.
Enseguida llegó Miguelín para felicitarnos, exultante, con una buena bolsa de monedas en las manos.
—¡Sois los mejores! ¡Sabía que podía contar con vosotros!
—¿Habías apostado por nosotros? —le pregunté.
—Sí, por los dos. No sabía quién de vosotros, pero estaba seguro de que, si corríais, alguno de los dos ganaría —confesó Miguelín radiante de alegría.
Nos miramos y nos echamos a reír, Miguel nos había engañado bien. Entonces vimos como dos de los sevillanos se acercaron a nosotros.
—Habéis montado bien, habrá que repetirlo algún día —nos dijo uno de ellos, el más alto de los dos.
—Cuando queráis —se apresuró a responder Miguel.
—Tú, Cervantes, has tenido suerte de tener tan bravos amigos como éstos. Otro día no tendrás tanta suerte —sentenció el sevillano mirando con desprecio a Miguel—. Ya nos veremos.
Sin duda, nuestro amigo tenía una gran habilidad para andar siempre metido en problemas.
Aquella tarde teníamos una recepción oficial junto con el príncipe Carlos, Honorato Juan, el rector y algunos profesores más. Un enviado del sumo pontífice había venido a visitar la universidad. La comida no tuvo nada de interesante, nuestra presencia era más que nada una forma de dar más prestigio a la institución a los ojos del representante pontificio. Después de la cena nos retiramos a rezar.
La universidad de Alcalá, que se había convertido en la más moderna de España, mantenía una dura lucha con las de Valladolid y Salamanca por alcanzar el prestigio de ser la mejor del reino. Había sido precisamente un pontífice español, Alejandro VI, quien firmó, en el último año del siglo pasado, la bula por la que Cisneros pudo fundar su universidad en Alcalá de Henares para el estudio de artes, teología y derecho canónico. La no existencia de cátedras de derecho civil se debía a la intención del fundador de no crear una universidad de juristas, ya que opinaba que en las ciudades de Valladolid y Salamanca se cumplía a la perfección con este deber. La teología y el derecho canónico parecían poco interesantes. Sin embargo, los jóvenes que las estudiaban eran los más. Aunque, sinceramente, la clase que a nosotros más nos interesaba era la de esgrima. Además teníamos como profesor a uno de los mejores espadachines del Imperio, el afamado Gregorio de Ordóñez.
Era un viejo capitán de los tercios, natural de Valencia, que había aprendido esgrima en Nápoles, y que de ahí había pasado al servicio de los Doria en Génova. Había llegado a Madrid enviado especialmente para enseñar al emperador Carlos V sus habilidades.
No parecía un soldado, sino más bien un marqués o un conde. Vestía muy elegantemente, con un sombrero grande y recio, adornado con unas plumas de ganso azules y verdes; con un jubón amarillo que destacaba debajo de una capa de raso roja. En su pecho colgaba una cruz partida en dos que, según decían las malas lenguas, le había salvado de un estoque muy bien tirado por un irlandés en un duelo. Carranza era conocido por frecuentar camas ajenas y solucionar luego sus deslices con la espada.
Sus clases eran muy interesantes.
—Señores, como sabrán, la esgrima moderna tuvo su punto de partida en España, a finales del siglo pasado, cuando varios españoles escribieron los primeros tratados de este arte, si bien los italianos pronto nos copiaron y superaron.
La espada que se utilizaba en los reinos de España, con su cruz de largos y delgados gavilanes; su guarnición, de taza, conchas o lazo; su hoja, larga y estrecha; tenía elegancia y un gran equilibrio. Yo la conocía bien, era un arma auténticamente letal, y extremadamente adaptada al combate real en duelo. A esta espada se la conocía como «espada ropera», rapière por nuestros enemigos franceses.
—Caballeros, esta espada es un arma con un uso exclusivo de punta, con hoja se sección estrecha y aguzada —continuó explicando Gregorio de Ordóñez—. Hay variadas guarniciones, como de lazo o de conchas, que van brindando una mayor protección de la mano que la empuña.
Estas guarniciones eran realmente eficaces para parar cortes, pero en algunos casos la punta del rival puede introducirse entre los diferentes ramales y lastimar la mano que empuñaba el arma. Por eso se utilizan gruesos guantes de cuero en combate.
—Señor —interrumpió uno de los alumnos—, ¿qué guarnición es la mejor?, ¿la de taza?
—Ésa es una modalidad donde lo más característico es el casquete semiesférico que podéis ver, por ejemplo, en aquella espada del fondo. —El profesor nos señaló, al final de la clase de esgrima, una sólida espada que colgaba de la pared.
Esa taza, que daba nombre a este tipo de guarnición, unida a los gavilanes y el guardamano, ofrecía un nivel de protección máximo de la mano, y además seguía resultando bastante ligera.
Las clases de esgrima se fueron haciendo cada vez más excitantes. Se me daba realmente bien este arte, aunque mi estilo era poco académico, ya que me encantaba pelear con dos espadas, una en cada mano. Nuestro profesor insistía en que era un gran defecto, una forma de luchar propia de cobardes y mendigos; en que, con una armadura encima, luchar con dos espadas era correr demasiado riesgo.
De todas las clases, la de esgrima era nuestra preferida. Don Juan era el que más sobresalía en ellas. Era muy impulsivo, y, posiblemente, el más dotado militarmente de todos nosotros. Sin embargo, otras aptitudes importantes no le resultaban tan interesantes, como por ejemplo la diplomacia o los asuntos de política exterior.
En cambio, a mí me apasionaba la diplomacia, estaba seguro de que se podía ganar una batalla sin derramar una gota de sangre y de que sobre todo, para ganar una guerra, había que hacer algo más que ganar batallas. Don Juan y yo solíamos discutir sobre cuál era el enemigo más importante de España.
—Francia siempre será nuestro enemigo. Llevamos todo el siglo dieciséis luchando con ellos, la paz actual es sólo una tregua. ¡Pero si no dudan en aliarse con los turcos con tal de crear problemas a España! —me explicó don Juan.
—Los franceses están ahora muy débiles, no son peligrosos. Si tuviéramos una guerra ahora con ellos, lo único que conseguiríamos sería que se unieran. Debemos fomentar su división, y con el tiempo puede que incluso se incorporen a nuestra corona —le repliqué.
—Francia española, ¡estás loco, Alejandro! —exclamó muy alterado mi amigo—. Inglaterra: ésa sí que podría ser nuestra.
A don Juan se le iluminaban los ojos cuando hablaba de Inglaterra.
—Algún día volverá a haber un rey católico en el trono de Inglaterra —pensó en voz alta—. ¡Un español!
—Pero don Juan, los ingleses no aceptarían nunca a un rey español, ni los franceses, ni siquiera el papa.
—Quizás no a Felipe II, después del desastre de su matrimonio con María Tudor —dijo en voz baja—. Pero si fuera otro miembro de la casa de Austria…
—¿Cómo? —le pregunté.
—Sí. Igual que Carlos V permitió que su hermano Fernando fuera emperador y poseyera los territorios imperiales del este.
—Don Juan, la situación no es la misma. Inglaterra es un estado soberano, siempre lo ha sido; nunca aceptarán un rey extranjero —le decía yo.
—Estuvieron cerca cuando Felipe II se casó con María Tudor. La clave es Escocia, María Estuardo es católica, sólo habría que invadir Inglaterra y vencer a Isabel I. —Don Juan hablaba muy en serio—. Luego, una unión matrimonial con ella, y todos los católicos nos apoyarían.
—¿Qué? ¿Sois consciente de vuestras palabras?
—Un matrimonio con María Estuardo unificaría los reinos británicos y legitimaría la nueva situación. ¿Te imaginas, Alejandro?, poder ser rey, ¡rey de Inglaterra!
Aparte de las clases, salíamos mucho por Alcalá y frecuentábamos la taberna que nos había enseñado Miguel. Precisamente un día que entré en la Taberna del Tuerto me encontré allí con Miguel y un amigo suyo. El joven era alto y fuerte, de piel muy morena y ojos muy grandes. Vestía mucho mejor que Miguel, parecía el hijo de un rico comerciante. Desde que me vio no apartó su mirada de mí, y pude ver que se ponía más nervioso a cada paso que yo daba. Entre las patas de la mesa donde estaban, podía ver como su pierna derecha no hacía más que temblar, y cuando llegué hasta ellos vi que sus labios se movían, como si estuviera rezando.
—¿Cómo te va, Miguel?
—Muy bien, mi querido amigo Alejandro.
—¿Quién os acompaña esta noche?
—Un amigo mío, Julio Valdeón, hijo de un hidalgo segoviano, y que estudia teología en nuestra universidad.
El joven sacó su mano para saludarme y pareció tranquilizarse por un momento. Miguel también estaba algo inquieto, obviamente allí pasaba algo y, estando Cervantes de por medio, no podía ser nada bueno. Miguel, además de ser hábil con la lengua, la espada y la pluma, también tenía la habilidad de andar siempre en los asuntos que no debía, con la gente menos indicada. Pero no iba a ser yo quien lo juzgara, sobre todo si había entrado en aquel lugar nada habitual para gente de la corte. Dejé a Miguel con su amigo y fui a pedir a la barra una buena jarra de vino. Mientras esperaba a don Juan, Miguel y su amigo no pararon de hablar y gesticular. El tal Julio Valdeón estaba cada vez más nervioso y empezaba a sudar de manera visible.
Miguel era un individuo muy peculiar. La familia de su padre había conocido la prosperidad, pero su abuelo, graduado en leyes por Salamanca y juez de la Santa Inquisición, abandonó el hogar y comenzó una errática vida, y dejó a su mujer y al resto de sus hijos en la indigencia. Debido a ello, el padre de Miguel se había visto obligado a ejercer ese oficio tan poco agraciado de cirujano. Debido a este trabajo, la infancia de Miguel había sido una incansable peregrinación por las más populosas ciudades castellanas. Por parte materna, Miguel tenía un abuelo magistrado que llegó a ser efímero propietario de tierras en Castilla, pero también había caído finalmente en desgracia.
Don Juan llegó algo tarde. Al parecer había recibido una carta de doña Magdalena de Ulloa, pero no dio ninguna explicación más. Enseguida se percató de la presencia de Miguel y del segoviano, y también de lo extraño de su conversación. Diez minutos más tarde, el amigo de Miguel se marchó de la taberna y éste vino hacia nosotros.
—¿Ya se ha ido tu amigo? —le pregunté.
—Sí, ya se ha ido.
—¿Qué ocurre, Miguel? —preguntó don Juan—. ¿En qué andas metido?
—Yo, en nada; es él quien tiene problemas. No digáis nada a nadie, jurádmelo. —Y así hicimos—. Buscando en los archivos de la biblioteca de la facultad, encontró una referencia a un antiguo pariente de un amigo suyo. Intrigado por el tema buscó nuevas referencias hasta que salió para Toledo y regresó ayer con la terrible noticia. —Miguelín hablaba en voz baja y mirando continuamente a un lado y a otro—. En el registro de Toledo aparecía un antepasado que era irremediablemente un converso. Su amigo no es un cristiano viejo y no sabe si denunciarlo.
—Pero ¿él es cristiano? —le interrumpí.
—Por supuesto, cree sólo en Dios Nuestro Señor, y sólo lee las Santas Escrituras. —Cuando se dio cuenta de que había subido el tono de voz se serenó.
—Si es así no tiene nada que temer, la Inquisición sabrá ser tolerante —explicó don Juan.
—¿Tolerante, decís, don Juan? La tolerancia es el sufrimiento de algo que es de por sí malo, pero que dejamos sin castigar, y que anda indudablemente ligado a la idea del mal. Lo que ha descubierto es que seguramente este antepasado era judío.
—¿Judío? Miguel, pero fueron expulsados meses después de la toma de Granada. Todos marcharon fuera de España por orden de los reyes Isabel y Fernando —le reprochó don Juan.
—Sí, pero había miles de conversos, cristianos nuevos, que bajo su disfraz seguían practicando el judaísmo, circuncidando a sus hijos, rezando a escondidas —le corrigió Miguel—. La Santa Inquisición se creó precisamente para vigilar a estos conversos, para que no contagiaran a los cristianos viejos.
—Tiene razón, don Juan. ¿O es que creéis que en Granada todos los moros que se convirtieron son ahora cristianos? De todos es sabido que siguen con sus costumbres, visten ropas de moro, hablan entre ellos en árabe. Muchos dicen que son la avanzadilla del sultán Solimán, que un día los turcos nos atacarán y que los primeros que se levantarán serán ellos.
—¡Tonterías! Es imposible una rebelión dentro de España.
—Excelencia, nada es imposible —dijo Miguel.
Con los cristianos nuevos había que tener mucho cuidado, la Santa Inquisición se encargaba de vigilarlos. Yo estaba seguro de que en España había mucho hereje disfrazado de cristiano. Habíamos sido los últimos de Europa en expulsar a los judíos. En las otras naciones europeas los habían echado hace siglos, a finales del XIII en Inglaterra y del XIV en Francia. Nosotros los habíamos tolerado hasta 1492. Bien es verdad, que el duro trabajo de la Reconquista lo había hecho casi imposible. Igual que con los moriscos, hubiera sido una locura expulsarlos mientras la frontera avanzaba en España. Especialmente en los reinos de la Corona de Aragón, donde su delicada situación económica se hubiera tornado en una gran crisis sin la mano de obra de los moriscos y mudéjares. Pero una vez tomada Granada se tuvieron las manos libres para alejar el peligro que suponían los judíos, sobre todo para los conversos, ya que les permitían seguir teniendo contacto con sus antiguas creencias.
La verdad es que el tema de los moros era más complicado, debido a su gran número. Pero, a la vez, era menos peligroso, ya que no suponían un peligro de contaminación para los cristianos; se temía mucho más a los cristianos nuevos, se vigilaba que no conservaran su anterior religión, el judaísmo, y que no contagiaran esa maldición a pobres inocentes.
Al día siguiente, cuando íbamos hacia la clase de esgrima, vimos como soldados del rey acompañaban al inquisidor y al joven amigo de Miguel por las calles de Alcalá mientras las gentes le tiraban lechugas y tomates. Era una de tantas limpiezas de sangre: el amigo de Miguel había sido acusado de judaísmo, se había encontrado que el padre de su padre era judío. Al parecer le habían delatado esa misma noche.
Eran malos tiempos para la clemencia. La Inquisición, por orden del inquisidor general, Fernando de Valdés, había convertido en objetivo a cualquiera sobre el que se cerniera la menor duda de ser un posible hereje. Incluso había conseguido del Vaticano jurisdicción sobre los obispos. Valdés era un personaje oscuro y temido. Había logrado incluso condenar al mismísimo arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, quien había sido representante de Carlos V en los inicios del Concilio de Trento y confesor de nuestro rey Felipe II, cuando su majestad era todavía príncipe. Se sabía que aquella condena había sido causa de los celos que desde época universitaria tenía Valdés a Carranza, pero si había conseguido condenar a un arzobispo tan importante, ¿quién podía sentirse a salvo de sus acusaciones? Valdés era el inquisidor general más duro de la historia de la Inquisición, y eso que este tribunal tenía ya más de ciento cincuenta años de historia.
Era muy sorprendente que se hubiera dado un caso de limpieza de sangre en un estudiante de teología, el orgullo de la Universidad de Alcalá de Henares. La otra gran enseñanza de la universidad era la medicina, ciencia que se incorporó gracias a la bula del papa León X en el año catorce de este siglo. Este estudio se valió de los pergaminos islámicos de Granada que Cisneros trajo tras un levantamiento morisco. La corona también favoreció esta materia dando permiso a Carlos V y Felipe II para realizar estudios en los cadáveres de los condenados a muerte, siempre que fuera durante los meses de noviembre, diciembre, enero y febrero. En nuestra universidad habían estudiado los principales médicos reales de la actualidad, siendo el más célebre Francisco Vallés de Covarrubias, que el propio Felipe II apodaba el Divino, debido a un tratamiento que aplicó al emperador Carlos V para aliviar sus dolencias de gota.
Al día siguiente por la mañana, el príncipe Carlos apareció gritando en el Palacio Arzobispal. Al parecer no había pasado la noche allí. El príncipe tenía algunos momentos en donde se volvía muy agresivo, normalmente descargaba su ira con sus criados, que le temían y odiaban. No era extraño ver como los azotaba. A veces esto no era suficiente para él. Entonces cogía una espada e iba a algunos de los corrales que había detrás del palacio y no dejaba gallina con cabeza. Después volvía jactándose de todos los cuellos que había cortado. Aquel día, por lo que se ve, no había encontrado alivio para sí.
Don Juan y yo nos levantamos con los gritos y lo llevamos rápidamente a sus aposentos. El príncipe Carlos estaba muy blanco, casi temblando, y sudaba como un animal.
—¡Llama a los médicos de la universidad! —ordené a uno de los criados.
—Está muy pálido —dijo don Juan— y tiene fiebre.
El médico llegó rápidamente y nos pidió que abandonáramos la habitación. El rector y Honorato Juan llegaron después. La salud del heredero a la corona de España no era ninguna broma, nuestro futuro estaba en sus manos. Por suerte, a las pocas horas su alteza se recuperó.
Aquel día llegó una nueva carta de mi madre desde Flandes. En ella reclamaba con urgencia que me pusiera en manos del maestro Sánchez Coello para que me hiciera un retrato, pues deseaba mucho poder ver al hombre en que me estaba convirtiendo, ya que me extrañaba en Bruselas.
También me enviaba recuerdos del conde de Feria, que había sido mi mejor amistad cuando residí en la corte de Bruselas en el año cincuenta y seis, así como de Juan Manrique y don Bernardino de Mendoza. Este último me había inculcado más aún que mi padre la pasión por la política y la guerra. Me había costado dejar Bruselas, allí seguía madre como gobernadora general. Ella era una mujer dura, fuerte y difícil. Muchos eran los que decían que se parecía tanto a la gran Isabel la Católica que les daba miedo. Margarita de Austria, hermana del emperador Carlos V, imponía mucho respeto. Había nacido en Flandes y era hija del emperador y Johanna van der Gheynst; cuando se casó con mi padre adquirió el título de infanta de España. Mi madre tenía una gran inteligencia, era una de las grandes damas de su época. Si Dios Nuestro Señor hubiera querido, podría haberse convertido en una gran reina de algún poderoso estado, lo cual hubiera supuesto una enorme suerte para el catolicismo en aquellos difíciles años. Pero se casó con mi padre, que sólo poseía el pequeño ducado de Parma. Su sobrino, el rey Felipe II, sabía de sus grandes dotes para el mando, así que por ello la había nombrado gobernadora de los Países Bajos en el año cincuenta y nueve, y, aunque era borgoñona, dirigía aquellos estados como si fuera española.
En la época en que residí en Bruselas, mi madre estaba bien acompañada de nobles flamencos que ocupaban los cargos más importantes, todos ellos gente de poder y mucho dinero que hacían de esta ciudad una de las cortes más animadas y frívolas de Europa, llena de fiestas y banquetes. Cuando yo estuve allí, mi tío, el rey Felipe, solía participar en todos ellos, y siempre tenía una atención conmigo. Los italianos también ayudaban a animar Bruselas y a hacer de ella una espléndida corte. Echaba de menos sobre todo a Manuel Filiberto de Saboya y a la familia Sulmona, y también a los Ascoli.
Aquella época duró poco. Al año siguiente, la corte viajó a Inglaterra para preparar el matrimonio del rey con María Tudor y contar así con el apoyo inglés en la guerra que se avecinaba contra los franceses, uno de cuyos principales motivos era precisamente el control de Flandes.
La corte inglesa no tenía nada que ver con la española, y, aunque al principio me resultó difícil, después conseguí cierta complicidad con la reina María Tudor, a quien le gustaba que le hablara en latín y le encantaban los dulces tanto o más que a mí, cuando yo era un niño. No era muy hermosa, y tenía la mala suerte de haber perdido demasiado pronto la mayoría de sus dientes. La reina inglesa siempre se portó bien conmigo. No sé qué hubo de verdad en sus falsos embarazos, que tanto irritaron a Felipe II.
En Londres encontré mucha diversión con sus damas, a las que dedicaba divertidas frases en francés. Eran unas niñas algo mayores que yo, con quienes estaba encantado de jugar. No duró mucho mi presencia en suelo inglés; pronto volvimos a Bruselas. Allí fue donde me separé definitivamente de la tutela de mi madre. Sin yo saberlo, me envió a mi patria natal, Parma, para ponerme bajo el cuidado de mi padre.
En Parma volví a la vida que llevaba en Bruselas, llena de fiestas, si bien mi padre se encargaba de completar mi adestramiento militar, iniciado por don Bernardino de Mendoza. Cuando estalló la guerra con Francia, mi propio padre me aconsejó que acudiera a Bruselas. Lo hice, y aunque no participé —no por falta de ganas—, el rey me permitió recorrer Amberes, Gante, Breda y Lovaina. Así conocí de primera mano la situación que se vivía en Flandes. Allí asistí a la proclamación de mi madre, Margarita de Austria, gobernadora de los Países Bajos.
Acudí con mi padre a la ceremonia de los Estados Generales donde se la nombró gobernadora. Sin embargo, mis padres me hicieron entender que lo mejor para mí era completar mi formación en España. El propósito cristalizó cuando fue el propio rey Felipe II quien sugirió la idea de que el heredero, el príncipe Carlos, y el sorprendente y enigmático hijo bastardo de Carlos V, hermano del rey y tío mío, don Juan, estudiaran junto a mí cerca de Madrid.
Desde el primer día que llegué a Alcalá, y sobre todo cuando conocí a don Juan en el Palacio Arzobispal, supe que venir aquí había sido la mejor opción. Quedarme en Bruselas con mi madre era tentador, pero en ningún otro lugar de Europa se tomaban decisiones más importantes que en el Madrid de nuestro rey Felipe II.