CAPÍTULO X
LAS ALPUJARRAS
Hacía dos años que se había puesto en marcha una pragmática que prohibía leer y escribir en árabe y por la que se debían entregar a las autoridades todos los libros escritos en esa lengua. También se habían anulado todos los contratos redactados en esa misma lengua, se impedía la concepción de ropa característica árabe, sus bailes típicos, sus canciones y sus instrumentos de música particulares. Las mujeres no podían taparse la cara cuando caminaban por la calle y además no se permitía circuncidar a los hijos. Uno de los puntos más delicados consistía en la prohibición de los baños para impedir así las abluciones religiosas, a la vez que las reuniones públicas. Eran medidas para erradicar cualquier tipo de acto cultural o religioso árabe. Resultaba difícil pensar que muchos de los moriscos no se levantarían en armas ante aquellas prohibiciones.
El propio virrey de Granada sabía del peligro de imponer tales medidas e intentó mediar ante el rey con la ayuda de moriscos fieles a la monarquía, pero la decisión estaba tomada y la sublevación era imposible de evitar.
El foco de las conspiraciones fue el Albaicín de Granada, barrio fundado tras la llegada de los moros que huyeron siglos atrás, después de la caída de Jaén, Úbeda y Baeza. Allí se levantaron los moriscos y dieron muerte a los pocos cristianos que habitaban en esta zona de Granada. Luego se dividieron en tres grupos que bajaron desde el Albaicín: el primero se dirigió a las cárceles del Santo Oficio, soltó a todos los presos moriscos y mató a todo cristiano que se encontró; el segundo grupo atacó la cárcel de la ciudad y liberó a los presos para después matar al arzobispo y quemar su palacio; el tercero se lanzó sobre la Audiencia Real, asesinó al presidente y soltó también a los presos que había en la chancillería. En este punto convergieron los tres grupos y los ocho mil moriscos que acudieron desde las alquerías de la vega. Desde allí arrasaron con el resto de la ciudad.
Paradojas de la vida, los moros habían conseguido recuperar Granada el mismo día en el que fue conquistada por los Reyes Católicos casi doscientos años atrás. La media luna ondeaba ahora en la ciudad donde se encontraban sus sepulcros.
Un día antes de la Navidad de 1568, en el Albaicín de Granada se había elegido como rey de Granada y Córdoba a don Fernando de Válor, descendiente de la dinastía omeya y por tanto de Mahoma, bajo el nombre de Abén Humeya. Como un fantasma que vuelve de entre los muertos, la resurrección del antiguo reino nazarí de Granada fue inmediata: más de ciento cincuenta mil insurgentes se levantaron, cuarenta y cinco mil de los cuales estaban en plenas condiciones de plantar cara a las tropas católicas del rey Felipe II.
Al principio, los ejércitos del rey consiguieron varias victorias, pero pronto saltaron las discrepancias y la desunión. El ejército se había dividido incomprensiblemente en dos cuerpos, dirigidos por dos generales: el marqués de los Vélez, influido por Diego de Deza, y el marqués de Mondéjar. Ante esta situación, el rey realizó un nombramiento que por sorprendente y arriesgado no dejó indiferente a nadie en España y Europa.
En abril, Felipe II nombró general en jefe de los dos ejércitos a don Juan de Austria, quien, según me había escrito en las cartas, llevaba desde el mismo día de Navidad de 1568 pidiendo a su hermano ese cargo para poder reprimir la rebelión.
Cuando leí la carta de don Juan en la que me lo contaba todo no podía creérmelo: por fin mi gran amigo iba a dirigir un ejército. Además, el rey había permitido a don Luis de Quijada acompañar a su protegido. No podía contar don Juan con mejor ayuda que la del viejo castellano. Desde el mismo momento en que conocí la noticia, le comuniqué a mi padre mi deseo de partir a luchar en Granada. Mi padre estaba de acuerdo, pero necesitaba algún tiempo para preparar el viaje.
Don Juan volvió a escribirme contándome que la situación era lamentable: los dos lugartenientes que el rey había puesto a su lado eran Diego de Deza y el marqués de Mondéjar, y ambos se odiaban a muerte. Las tropas eran indisciplinadas y carentes de valor. No eran los temidos tercios que el duque de Alba tenía en Flandes, sino tropas formadas por milicias urbanas sin ningún tipo de experiencia militar. Además, el virrey de Granada hacía la guerra por su cuenta.
Don Juan se moría de ganas de entrar en combate, pero Felipe II le rogaba cautela. La carta me tranquilizó porque mi viaje se había retrasado unos días y tenía miedo de llegar demasiado tarde.
Las cosas se complicaron aún más cuando el marqués de los Vélez, a las órdenes de Diego de Deza, dejó caer la plaza fuerte de Serón. Mi amigo tuvo que pedir al rey que le dejara actuar de inmediato o la guerra corría el riesgo de tomar tintes dramáticos. Mientras esperaba una respuesta se reunió con sus generales en el castillo de La Calahorra, que, situado estratégicamente, vigilaba uno de los pasos desde Las Alpujarras a través de Sierra Nevada a las tierras de Guadix. Allí se habían mantenido presas las mujeres de los moriscos de Aldeire, para evitar que sus maridos e hijos se unieran a los de Guenija, Dólar, Jerez, Lanteira y Ferreira, que se habían levantado en armas al paso de los rebeldes. La fortaleza era un edificio de planta rectangular, flanqueado en cada uno de sus ángulos por cuatro torres cilíndricas rematadas por cúpulas. Una muralla protegía el flanco que daba al pueblo, y un cubo para artillería, el que vigilaba el paso a Las Alpujarras. La robustez de su exterior contrastaba con su magnífico y elegante patio interior, formado por dos pisos, con una doble galería de delicados arcos, bellas balaustradas de mármol de Carrara y una gran escalera. Había sido construido por orden del marqués de Zenete, don Rodrigo de Vivar y Mendoza, primogénito del todopoderoso cardenal Mendoza. Desde el castillo de La Calahorra, don Juan reordenó sus ejércitos y esperó las órdenes de su majestad.
Como la respuesta del rey no llegaba, don Juan se colocó al frente de las tropas e intentó reconquistar Serón.
Una mañana de mayo, el ejército español apostado sobre las colinas cercanas a Serón se precipitó sobre la ciudad esperando coger por sorpresa a los moriscos. La ciudad parecía mal defendida, por lo que don Juan pensó que era el momento oportuno para atacar. Al entrar en Serón, el ejército cristiano no encontró grandes enemigos. Los pocos moros que allí había se habían refugiado en la iglesia, así que don Juan mandó atacar la torre con dos cañones que portaban. No fue difícil derribar uno de sus muros, por el que don Juan envió una avanzadilla sin esperar encontrar mucha resistencia. Así fue, por lo que mandó al resto de sus hombres y permaneció él con la caballería protegiendo la retaguardia mientras los cañones siguieron disparando, esta vez contra unas casas de tierra, donde parecía refugiarse algún morisco rebelde. Pero cuando los cañones iban a lanzar su segundo ataque, el ejército de don Juan fue rodeado por miles de moriscos, que salían de todos los rincones del pueblo. Aquello era una trampa. Habían dejado entrar al ejército cristiano para aniquilarlo en las calles de la ciudad.
La cabecilla del ejército, unos doscientos soldados de a pie, fue aniquilada por un vendaval de flechas. Los que pudieron protegerse fueron pasados a cuchillo por una multitud de moriscos que aguardaban dentro de las casas. Cuando se dio cuenta de que era una trampa mandó retroceder al grueso de la infantería, pero ya era demasiado tarde: la infantería no podía ni retirarse ni formar para atacar. Un muro de rebeldes formaban detrás de las tropas cristianas, mientras una multitud avanzaba desde el interior de la ciudad.
Don Juan, al mando de la caballería, permanecía a las puertas de la ciudad, sabedor de que su ejército iba a ser masacrado. Miró a don Luis y éste asintió con la cabeza.
—¡Santiago, cierra España!
Contradiciendo lo que el rey le había exigido, máxima precaución para su persona, don Juan encabezó la primera línea de la caballería cuando entraron en Serón, bien arropado por don Luis. Era la única alternativa para salvar a la infantería. Los moros, al ver entrar a la caballería, deshicieron sus líneas de tal manera que los hombres que encabezaba don Juan llegaron hasta el grueso de la infantería.
—¡Seguidme! ¡Vamos a salir de este infierno!
Don Juan dio la vuelta con su caballo, al que tuvo que sujetar fuerte por su estribo para que no le tirara. Una vez dominado el animal, le imprimió toda su fuerza y, con la espada bien en alto, se dirigió hacia las puertas de la ciudad.
Esta vez los rebeldes no deshicieron el muro, permanecieron asustados pero dispuestos a impedir salir de allí a los cristianos. Don Juan bajó su espada para cortar la garganta de un rebelde, que intentaba derribarlo con una lanza. A continuación dirigió su espada al otro lado, y con la punta dio un estoque en el pecho a otro morisco que se apresuraba a cortar su cabeza con una gran hacha.
Don Juan demostró en combate que era un digno hijo del emperador Carlos V. Abriéndose paso entre un mar de rebeldes intentó sacar a sus hombres de la emboscada a toda costa. Don Luis le cubría bien la espalda impidiendo que nadie le derribara. El resto de la caballería formó una cuña entre los rebeldes, por donde la infantería intentaba huir de la ciudad.
Moriscos armados con arcabuces tomaron posiciones en la parte de la muralla que protegía la entrada, pero ya era demasiado tarde para evitar la huida de los cristianos. Para proteger la retirada, don Juan permaneció en las puertas de la ciudad mientras sus soldados huían. Varios rebeldes intentaron derribarle del caballo, pero era mucho soldado para aquellos pobres hombres, y tirando de espada fue manchando de rojo el árido suelo de aquellas tierras.
Hasta que no salió el último de sus hombres no abandonó su posición. Entonces dio una orden a los que fielmente le seguían y, estando la infantería ya lejos del alcance de los proyectiles rebeldes, mandó retirada.
La mala suerte hizo que, cuando se alejaban de la ciudad, un proyectil de arcabuz le alcanzara en el casco y, del impacto, cayera del caballo. Su cuerpo se estrelló contra el suelo y se golpeó fuertemente la cabeza. Permaneció inconsciente unos segundos. Cuando se levantó vio como don Luis de Quijada, que había acudido a protegerle, estaba luchando con dos moros. El castellano tiraba de espada con suma elegancia, manteniéndolos a raya. Uno de ellos se dejó llevar por su ímpetu y lanzó una estocada demasiado larga que, no alcanzando a don Luis, dejó su retaguardia desprotegida. El castellano le rajó el pecho. Ya ante un solo rival, don Luis se dirigió rápidamente hacia él y en unos segundos le clavó la espada en el estómago y lo remató cortándole la garganta. Entonces otro rebelde, esta vez a caballo, se dirigió hacia ellos. Don Luis permaneció de pie, inmóvil, mientras se acercaba el jinete. Y sólo cuando estaba a escasos pasos se fue hacia la izquierda. El moro se dirigió directo hacia él y, cuando fue a golpearle con su espada, don Luis paró el golpe y a continuación le cogió de una pierna y lo tiró del caballo. Una vez en el suelo lo remató de una estocada en el pecho.
Don Juan ya se había levantado, y los dos huyeron hacia las colinas. Cuando ya estaban prácticamente fuera del alcance de los rebeldes se oyó un silbido acompañado de un grito de dolor. Don Luis cayó herido. Le habían alcanzado en uno de los puntos débiles de su armadura, en la axila. Era un disparo de arcabuz. Don Juan le cogió de la cintura y pasó el brazo del castellano por su cuello con gran dificultad. El herido sangraba mucho y no podía mantenerse en pie.
—¡Aguantad, don Luis! ¡Aguantad!
—Hijo, toma.
El castellano sacó de su pecho un crucifijo.
—Lo he rescatado del pueblo. Guardadlo bien, no dejes que caiga en manos de esos infieles. Protégelo, y protege a España y al rey, ambos te van a necesitar.
Arrastrándolo como pudo, alcanzó a dos soldados que los ayudaron a llegar hasta lugar seguro. Don Luis ya no podía hablar.
Don Juan sacó a la mayor parte de sus hombres vivos de aquella trampa, pero perdió en el ataque a más de seiscientos soldados, muchos de ellos capitanes y hombres de cuenta. Antes de llegar al campamento se detuvieron detrás de unas rocas. Don Luis de Quijada murió en sus brazos. Ésa fue la primera y la última vez que lloró.
La muerte de su protector desató toda su furia y también todo su talento, que no dudó en aprovechar. Se dirigió a tomar Galera, una plaza inexpugnable, rodeada por peñascos y llena de moriscos. Don Juan pretendía arrasar, y si fuera preciso destruir, todas las casas, arrancar los cimientos y sembrarla de sal, como en su día Roma hizo con Cartago, para que allí nunca más volviera a crecer la vida. Mandó traer artillería y entró a sangre y fuego en la ciudad, tomó la plaza y ejecutó a los supervivientes. Don Juan empezó a demostrar que se trataba de un militar de una inteligencia y, sobre todo, de un carisma fuera de lugar. Reconquistó una a una las plazas moriscas, sin dar descanso a los moriscos para que se reagruparan. Tal fue su determinación que cuando llegaba a las plazas rebeldes éstas empezaron a rendirse sin apenas luchar, temerosas de su fama, que no había hecho sino comenzar. No se detuvo hasta que los moriscos se decidieron a capitular.
Don Juan de Austria ofreció salvar la vida a todos los moriscos que se sometieran a la obediencia de Felipe II, y nombró caballeros en los distintos partidos para que administrasen y recogiesen a los moros reducidos. Y siguiendo con sus planes de pacificación, encargó a don Juan de Barradas, natural de Guadix, que mediara con los jefes rebeldes. Éste escribió al rey moro Abén Aboo y a su capitán Habquí y mantuvo varias conferencias con ellos en el castañar de Lanteira.
Inicialmente se aceptó una paz generosa con los rebeldes, pero yo estaba seguro de que poco después serían expulsados de España.
Ya era demasiado tarde para ir a luchar, don Juan había precipitado a tal velocidad los acontecimientos que no tuve tiempo de llegar. Me juré a mí mismo que ésta era la última vez que se me escapaba una oportunidad así, y le envié una carta en la que me excusaba por no haber podido llegar a tiempo de participar en la campaña. Él me prometió que nunca más empezaría una guerra sin mí.
Los restos de don Luis de Quijada fueron trasladados con gran pompa a Villagarcía de Campos por doña Magdalena de Ulloa y se reposaron en el altar mayor de la iglesia de San Luis, al lado del evangelio, donde su propia mujer pidió ser enterrada cuando también llegara su hora. Sobre su sepulcro se colocó una estatua suya y un epitafio: «Debaxo de este sagrado altar está enterrado el Excmo. Sr. Luis de Quijada, Mayordomo del Emperador Carlos V, caballerizo mayor del Príncipe D. Carlos, capitán general de la infantería española, Presidente del Consejo de Indias y Consejero de Estado y guerra del rey D. Felipe II, nuestro señor; Obrero mayor de Calatrava, Comendador del Moral, señor de Villagarcía, Villamayor, Villanueva y Santofimia; fundador de esta capilla y hospital. Murió peleando contra los infieles, como lo avía deseado, a 25 de febrero año de 1570. No tuvo hijos, dexó su hacienda a los pobres y obras pías; feliz en todo, mucho más en que éstas se cumpliesen con la piedad, liberalidad y fidelidad con que la Excma. Sra. D.a Magdalena de Ulloa, su mujer, lo cumplió».
Pasé duros días en Parma. La furia me comía por dentro; don Juan había combatido en Las Alpujarras con suma valentía y demostrando unas indudables dotes de mando. María intentaba calmarme.
—Alejandro, no te castigues. Habrá más batallas donde luchar. Por desgracia, las guerras abundan en estos tiempos.
—Sí, pero don Juan ya ha entrado en combate, y al mando de un ejército.
—Yo estoy segura de que el destino te tiene preparadas grandes batallas, sólo debes de tener paciencia.
—¿Paciencia? Llevo toda mi vida esperando.
—Nuestro hijo nacerá pronto.
—¿Y si es una niña? —le pregunté.
—Será un niño.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé —afirmó María muy segura.
—Lo siento, María. Tienes razón.
No podía contradecir a mi mujer. Era tan dulce que no podía resistir verla triste, y menos por mi culpa. Así que intenté no hablar mucho de mis aspiraciones delante de ella. Había otras personas que podían comprenderme mejor. Mi padre conocía mis sentimientos y mis inquietudes, y yo creo que hasta los compartía.
—Alejandro, sé que deseabas ir a luchar a Granada, pero nada tenías que ganar en aquella guerra —me dijo mi padre durante un paseo a caballo.
—Nada decís, padre. Don Juan ha luchado valientemente contra los musulmanes y los ha derrotado —le repliqué yo.
—Sin duda ha vencido a sus enemigos, pero dime: ¿quiénes eran éstos?
—No te entiendo, padre.
—Eran labradores y campesinos, moriscos, musulmanes convertidos sin pocas convicciones, con mucho que perder y poco que ganar.
Yo asentía con la cabeza.
—¿Dónde ha luchado? En el interior de España, y ¿cuál era su ejército?
Permanecí callado.
—Unas milicias mal entrenadas, nada que ver con los tercios. Hijo mío, no te van a faltar ocasiones en las que luchar.
—Pero padre, todavía no he entrado en combate.
—Lo sé, y te entiendo, créeme. Pero tu momento se acerca, el tuyo y el de don Juan. Se acercan tiempos difíciles para la cristiandad. La Contrarreforma que salió del Concilio de Trento no está consiguiendo los resultados esperados en Europa. Los turcos, con la muerte de Solimán el Magnífico y la subida al poder del nuevo sultán Selim II, pronto empezarán a moverse. Has de saber, hijo, que todo nuevo sultán está obligado a incorporar una nueva conquista al Imperio turco.
Intenté pasar el mayor tiempo posible con María y mi hija Margarita antes de que naciera mi segundo hijo, sabedor de que dentro de poco partiría de Parma y de que seguramente tardaría mucho en volver. Por fin María dio a luz, y como todos esperábamos fue un niño, de nombre Ranuccio. Una vez que ya tenía un hijo varón, nada me impedía abandonar Parma y centrarme en mi carrera militar. Sólo esperé que, durante mi ausencia, Ranuccio y Margarita crecieran fuertes y que María siguiera tan hermosa como siempre.
Estábamos ya en enero del año setenta y la situación en el Mediterráneo empezaba a cambiar. Se anunciaban tiempos difíciles: en Italia, desde el Vaticano, el nuevo sumo pontífice, un hombre de ochenta años que había sido elegido para sorpresa de todos en el cónclave de 1566, hablaba de la defensa de la cristiandad, de la unidad, del enemigo común. Exhortaba a los estados italianos, sobre todo a Venecia, a luchar contra los infieles. Su energía era increíble, sobre todo a tenor de su avanzada edad.
Hacía lustros que un papa tan enérgico no se sentaba en el trono de san Pedro. La cristiandad empezaba a despertar de su largo letargo, tras la dura época de la Contrarreforma, que tantos esfuerzos había consumido.
La situación general en Europa empezaba a mejorar, más ahora que el duque de Alba había terminado con la rebelión de Flandes. Sólo hacía falta alguien que nos guiara, un héroe que fuera el paladín de la cristiandad, un general para los ejércitos de Dios.