CAPÍTULO
IX
1568: ANNUS HORRIBILIS
María dio a luz en el año 1567. Fue una niña y la llamamos Margarita en honor a mi madre. Este año que se iba había sido uno de los más felices de mi vida. Sin embargo, en los primeros días del año nuevo tuve serios problemas de salud que afortunadamente los médicos de Parma supieron curarme a tiempo. Pasé una larga temporada en cama, donde me llegaban noticias de todo lo que acontecía en esos días en Europa. La reina también había dado a luz, pero no a un varón, sino a una niña cuyo nombre era Catalina Micaela. Pero la noticia más destacada, sin duda, era que la reina de Inglaterra había hecho prisionera a su prima, la reina de Escocia.
La hermosa María Estuardo tenía un aspecto envidiado por todas las mujeres de Europa: era más alta que la mayoría de los hombres, de rostro dulce y ojos claros. Decían que cuando sonreía ningún varón podía evitar caer enamorado de ella. Pero era mucho más que una mujer hermosa: había permanecido en la corte de los Valois en Francia durante muchos años, donde había entablado amistad con nuestra reina. Todo hacía entender que iba a continuar en París; sin embargo, el devenir de los acontecimientos había cambiado su destino. María Estuardo había vuelto a Escocia al poco tiempo que su amiga, la reina de España, llegara a Madrid. Y lo había hecho con el único objetivo de defender la Iglesia católica frente al avance del protestantismo. Para ello, había afrontado a los nobles con una gran audacia. Se había convertido en todo un símbolo para la cristiandad y en muchos rincones del continente se la conocía como la Heroína de la Fe.
Después de varios años reinando en Escocia, una conjura de nobles había asesinado a su marido y la habían acusado a ella del crimen. María Estuardo había abdicado en su hijo y huido a Inglaterra esperando la protección de su prima, la reina Isabel. Sin embargo, su presencia en Inglaterra creaba un gran problema: la reina de Inglaterra no tenía ni marido ni descendencia, de ahí que la llamaran la Reina Virgen, y María Estuardo podía ocupar el trono de Inglaterra en caso de que la actual reina muriera. Isabel de Inglaterra había demostrado que era una digna heredera de la terrible fama de su padre, Enrique VIII, y de la perversa astucia de su madre, Ana Bolena, al hacer prisionera a su prima amenazando con ejecutarla en cualquier momento. Además de la corona de Inglaterra, estaba en juego la fe del pueblo inglés, ya que María Estuardo representaba a todos los católicos de Escocia e Inglaterra, frente a Isabel, cabeza de la Iglesia anglicana.
En Europa se sucedían los acontecimientos, mientras yo permanecía en cama. Según me contaba en sus cartas, don Juan pasó los primeros meses del año sesenta y ocho en el Mediterráneo aprendiendo a comandar una galera, con la única idea de convertirse en un gran almirante. Para acompañarle en esta misión se había designado como su mayordomo a don Fernando Carrillo de Mendoza, sexto conde de Priego, un noble de toda confianza, amigo íntimo de don Luis de Quijada y de su majestad. No era tarea fácil para alguien que había vivido siempre en tierra firme dominar los secretos de la navegación. Su ambición le daba una fuerza fuera de lo común, así que don Juan no dudó en aprender todo lo posible de esta gran oportunidad, ¡quién sabe en qué momento podía ser necesaria!
Las batallas navales no tenían nada que ver con los combates en tierra; si bien participaban los mismos soldados y armas, el medio lo cambiaba todo. Eso lo entendió pronto don Juan, así que, nada más llegar a Valencia, donde había sido destinado al mando de seis galeras, preguntó por el marino más experto de su tripulación. El marino en cuestión era un tal Recio, hombre ya de muchas primaveras y muchos más inviernos, tuerto de un ojo y con cicatrices en medio cuerpo. Había luchado en el ataque de Orán cuando era un muchacho y había servido durante sus mejores años en Italia como capitán. Pero un enfrentamiento con el mismísimo duque de Alba le había degradado a ser un simple marinero.
—Según me han dicho, nadie sabe más que vos del arte de navegar. ¿Es verdad? —le preguntó don Juan.
—Son ya muchos años en la mar. Si no supiera lo que es, no me tendría aquí delante su excelencia —contestó Recio.
Don Juan examinó de nuevo al marinero: aquel hombre tenía más cicatrices en su cuerpo que pelos en la cabeza. Y dudaba mucho de que viera más por el ojo que tenía al descubierto que por el que le tapaba un viejo parche negro.
—A partir de ahora os quiero siempre a mi lado. Mi mayordomo, el conde de Priego, os pagará dos ducados más de vuestro sueldo si me ayudáis bien, ¿entendido?
—Por supuesto, excelencia —respondió Recio.
El viejo marinero esbozaba, siempre que hablaba con don Juan, una gran sonrisa que dejaba ver los pocos dientes que todavía le quedaban.
Navegar por el Mediterráneo, incluso por el norte cerca de aguas catalanas, era muy peligroso. El mar estaba lleno de piratas berberiscos. La galera era una embarcación de unos cincuenta metros de eslora por seis de manga, y un calado de un tercio de la manga. Los remeros se situaban lo más cerca posible de la superficie para conseguir un impulso mayor y para dar más estabilidad a la nave. Era un barco poco navegable, en situaciones de mar muy adversa tenía serios problemas de navegabilidad y era superado por otro tipo de embarcaciones. Pero en un mar tranquilo y de aguas poco profundas maniobraba realmente rápido, era perfecto para el abordaje. Disponía de una sola cubierta, sobre la que se situaba la pasarela de crujía, construida sobre cajones de un metro de altura, que comunicaba el castillo de proa y el de popa. El cómitre y sus alguaciles recorrían continuamente la crujía, encargados de marcar el ritmo de boga con tambores y trompetas, y fustigando con los rebenques a los galeotes.
—Cuéntame, Recio, ¿en cuántas batallas has participado? —le preguntó don Juan.
Ambos paseaban por cubierta.
—No sabría decirle, excelencia, son ya tantas. Aunque, últimamente, más que participar en batallas lo que hacemos es intentar huir de ellas.
—Eso va a cambiar —le dijo don Juan en un tono muy serio—. Os lo aseguro.
—Ojalá, ojalá —respondió el marinero, nada convencido del ímpetu del joven hermano del rey.
—¿Por qué una galera? Quiero decir, ¿por qué no otro tipo de embarcación?
—Je, je —rió el viejo—. Las galeras son los mejores barcos para el abordaje, excelencia.
—Comprendo. ¿Cuántos remos tiene una galera? —preguntó don Juan señalando a los remeros que se encontraban en el medio de la galera, en un hueco de unos cuatro metros de ancho.
—Unos veinticinco por banda, excelencia —respondió el viejo marinero.
Recio cumplía religiosamente las órdenes de don Juan y no se separaba de él en ningún momento.
—¿Con las velas no bastaría? —preguntó don Juan mientras señalaba los dos palos de velas latinas.
—Normalmente bastaría, pero en combate, con la mar en calma o en la entrada del puerto, es esencial utilizar los remos.
Don Juan escuchaba atentamente al viejo Recio mientras miraba la gran vela latina que estaba atada a dos largas vergas unidas, que se disponía diagonalmente en un mástil bajo.
—La vela latina es muy eficiente con el viento a favor, pero con el viento en contra pierde todas sus virtudes —explicaba Recio.
—¿Cuántos hombres por remo?
—Lo normal son cinco hombres para bogar en cada remo.
Los remeros eran condenados por sentencia judicial o esclavos turcos y berberiscos, aunque también había remeros voluntarios o galeotes que, una vez cumplida su condena, eran incapaces de encontrar otro trabajo y volvían a la boga a cambio de una paga.
—Hay muchos galeotes, excelencia. Para identificarlos si escapan, les afeitamos la cabeza, aunque a los musulmanes se les suele permitir llevar un mechón de pelo ya que, según su creencia, al morir, Dios los cogerá del pelo para llevarlos al paraíso. Esos moros… —dijo Recio negando con la cabeza.
—¿Cómo se utiliza a los remeros? ¿Se les hace trabajar a todos?, ¿se hace por turnos?
—Buena pregunta, excelencia. Normalmente se navega utilizando la mitad de los remeros, da igual si son los de delante o los de detrás. Se trabaja por turnos, y con los remos que no se utilizan en posición horizontal, preparados para entrar en funcionamiento cuando sea necesario.
Uno de los elementos más característicos de las galeras estaba situado a proa, a un metro sobre la flotación. Era el arma más importante de que disponía la galera: el espolón, una robusta pieza de madera y de hierro que sobresalía hasta veinte palmos. Servía para embestir al contrario, además de como puente de abordaje.
El viento de levante acompañó a don Juan en sus primeros días, y navegó rumbo al sur, sin separarse mucho de la costa.
Nada más recuperarme de mis problemas de salud tuve una de las mejores noticias que recibí en toda mi vida: María estaba de nuevo embarazada, nuestro segundo hijo nacería al año siguiente. ¡Qué gran noticia! La casa Farnesio necesitaba un heredero para fortalecer nuestra dinastía. Teníamos puestas todas nuestras esperanzas en que esta vez fuera un niño. Mi hija Margarita era la alegría de la corte de Parma, pero era necesario que pronto llegara un varón que asegurara el futuro del ducado de Parma y Plasencia. Mi padre estaba radiante y mi madre también. Se había instalado a las afueras de Parma cuando vino de Bruselas, incapaz de convivir con mi padre. Si el niño fuera un varón, habría conseguido uno de mis objetivos y podría centrarme por fin en mi carrera militar y política. Escribí lo antes que pude a don Juan y a los reyes para comunicarles la noticia.
Don Juan seguía navegando al mando de las seis galeras, bien acompañado por el conde de Priego. Su mayordomo era un gran hombre, ayudaba a don Juan precisamente en los asuntos que menos le gustaban: la firma de documentos, la contabilidad, las provisiones… Estoy seguro de que, a pesar de que había sido designado por el rey, don Luis de Quijada había aconsejado su nombramiento, sabedor de que su protegido necesitaba ayuda en esos temas más burocráticos que militares. Además del conde de Priego, don Juan contaba con la inestimable ayuda de Recio. El rudo marinero se había convertido en un ayudante indispensable en el mando de las galeras.
—¿Dónde se suele colocar la artillería, Recio?
—Tras el espolón, en la tamboreta, esa pequeña cubierta triangular donde ahora están las anclas y los garfios de abordaje.
El marinero cada vez disfrutaba más con su función de instructor del hermano del rey. Don Juan había escogido bien.
—Los cañones están fijos, alineados con el eje del buque, por lo que la puntería se hace maniobrando el buque. Normalmente hay cinco o seis cañones a proa.
—¿Qué proyectiles pueden lanzar?
—Los más gruesos, que son los del centro, disparan proyectiles de treinta y seis libras. Los de los laterales, de ocho a dieciséis libras. Pero la artillería se suele cargar con metralla o proyectiles de piedra caliza.
Don Juan permaneció en silencio unos instantes mientras asimilaba la información que le proporcionaba Recio.
—Entonces imagino que, al quebrarse, los proyectiles de caliza actúan como metralla y provocan un gran número de bajas. Y a continuación, con los enemigos debilitados, se pasa al abordaje, ¿no me equivoco, Recio?
—Así es, excelencia —respondió el viejo marinero.
Sin embargo, la artillería no era el arma principal de las galeras. Lo que se buscaba era el asalto. Normalmente se ponía a proa al enemigo y a unos veinte o treinta metros se disparaba la artillería. A esa distancia ya no había tiempo para recargar las piezas, así que, con toda la fuerza de los remos, se embestía con el espolón al enemigo y los soldados pasaban al abordaje.
Don Juan fue asimilando todo el funcionamiento de una galera con el pasar de los días. En la carroza, que estaba a popa y era el lugar reservado al capitán de la galera, repasaba lo que aprendía ayudado por el conde de Priego.
Al mando de seis galeras, don Juan recorrió toda la costa del sur de Andalucía: Trafalgar, El Puerto de Santa María, Tarifa, Conil, Rota… Desde allí navegó hacia el Mediterráneo central. Sin embargo, no pudo llegar a Mallorca, porque fue detenido por un correo del rey: debía acudir de inmediato a Madrid. Don Juan se temía malas noticias, quizás de Flandes o del estado de salud de su madre. Temió por un instante que fuera su hija o la reina, o incluso de mi persona. Finalmente, las novedades procedían de otra parte del reino: don García de Toledo, virrey de Sicilia y capitán general del mar, había dimitido de su doble cargo. Tras la lentitud e ineficacia del socorro del asedio a Malta, era inevitable que abandonara. El rey había decidido recompensar a su hermano por su lealtad, al igual que por su gran labor al frente de las galeras reales. Así que don Juan fue nombrado capitán general del mar en abril. Ya no era el simple almirante de las galeras reales, sino jefe de la Armada del Mediterráneo. Para ayudarle en tan importante cargo, el rey nombró vicealmirante a Luis de Requesens y Zúñiga.
Nada más saberlo me escribió una carta en la que me ponía al corriente. Me contaba cuánto me echaba de menos y me informaba de que se disponía a ir a visitar a Isabel para comunicarle su nombramiento, aunque ella seguramente ya estaría al corriente.
La reina se encontraba junto a su hija menor y la princesa de Éboli en el castillo de Pedraza, una elegante fortaleza en un pequeño pueblo amurallado situado sobre un cerro, donde habían estado cautivos los hijos del rey Francisco I de Francia tras la batalla de Pavía. El castillo, situado en un extremo del pueblo, constaba de un foso y de una gran torre del homenaje.
Las damas se encontraban en la torre, en el salón principal de la segunda planta, junto a unos tapices con escenas de caza.
Don Juan se presentó ante las dos damas, que se sorprendieron mucho al verle. La reina llevaba un hermoso vestido verde y rojo, con una larga falda; la joven princesa, uno blanco, tenía el pelo muy rubio y no paraba de moverse. Por su parte, de negro, la princesa de Éboli, llevaba un vestido con un elegante cuello blanco bordado.
—¡Don Juan! ¡Qué sorpresa! —exclamó la reina.
La princesa de Éboli también pareció alegrarse mucho de verle. La visita de don Juan suponía un gran impacto para ella. Hacía mucho que no le veía, y no podía olvidar que su prima estaba en un convento para poder limpiar su reputación, después de haber tenido un hijo con don Juan y no haberse casado. Su boda, como la mía, era una cuestión de Estado, en la que nosotros poco teníamos que decir. Incluso yo, en Flandes, seguía pensando en por qué finalmente no le pedí a Sofonisba que me hiciera un nuevo retrato antes de irme de Madrid.
—¡El rey me ha nombrado capitán general del mar!
—¡Qué gran noticia! —exclamó la reina.
—Espero partir pronto hacia poniente.
—Ves como era sólo cuestión de esperar. El rey os estima en gran medida.
—Tenéis razón, majestad.
—¿Os acordáis de cuando quisisteis partir hacia Malta?
—Je, je. ¡Claro que sí!
—Venid, quiero enseñaros una cosa —dijo la reina—. Ana, dejadnos unos minutos a solas, por favor.
La princesa de Éboli asintió con la cabeza, hizo una reverencia a la reina y miró a don Juan sin decir nada. Después salió del salón.
—Isabel, qué hermosa estás.
—No me digas eso, Juan, que me ruborizáis.
—No sabes cuánto os he extrañado, alteza.
—Y yo a vos. ¿Tenéis que marcharos pronto?
—De inmediato. ¿Y esta niña tan guapa?
La niña era Catalina Micaela, la segunda de las hijas de los reyes de España.
—Tiene vuestros ojos y es muy hermosa —dijo mientras le acariciaba el pelo.
La reina sonrió ante las palabras de ternura de don Juan. Hacía tiempo que no sonreía. La alegría del nacimiento de sus dos hijas había desaparecido. El rey estaba siempre demasiado ocupado, obsesionado con la finalización de las obras de El Escorial, con la paz con Francia, con los problemas en Flandes…
—Estoy preocupada por María Estuardo. Las noticias que me llegan desde Francia sobre su cautiverio en Londres no son nada alentadoras —le confesó la reina.
—Es un asunto difícil, majestad.
—He estado hablando con la princesa de Éboli. Me ha confesado que su marido es partidario de una intervención en Inglaterra, de liberar a María Estuardo y casarla con algún pretendiente católico, con el fin de restaurar el catolicismo en Inglaterra.
Don Juan se quedó unos instantes pensando.
—Comparto las ideas de don Ruy Gómez de Silva.
—Dicen que sería la mejor manera de solucionar los problemas en Flandes. Si Inglaterra fuera católica, no recibirían su apoyo —continuó la reina.
—Están en lo cierto, majestad.
Permanecieron hablando algunos minutos más, pero don Juan debía irse. Antes de salir, jugó un poco con la niña, y finalmente se despidió de la reina.
—Don Juan, cuidaos mucho. Tengo miedo de que os suceda algo —dijo la reina.
—No temáis, Isabel.
—Presiento que algo horrible está a punto de suceder.
—¿Cómo? ¿Por qué decís eso? —preguntó.
—No sé, tengo el mismo presentimiento que tuve antes de la muerte de mi padre.
Ante aquellas palabras, don Juan permaneció en silencio.
—Debo marcharme.
—Tened mucho cuidado, Juan.
—No os preocupéis.
El joven Austria salió del salón y en el pasillo se encontró con la princesa de Éboli.
—Doña Ana.
—Don Juan.
Mi amigo hizo una leve reverencia y se disponía a marcharse cuando la princesa de Éboli le interrumpió.
—Enhorabuena por vuestro nombramiento.
—Gracias.
—Estaba segura de que conseguirías un puesto importante.
—Es una gran oportunidad.
Don Juan continuó su camino, pero la princesa de Éboli lo interrumpió de nuevo.
—Se avecinan tiempos difíciles, elegid bien a vuestros amigos.
—Así lo haré.
—Ya sabéis que nosotros siempre estaremos dispuestos a apoyarte.
—¿Nosotros?
—El envío del duque de Alba a Flandes ha sido un error. El rey pronto se dará cuenta —continuó la princesa de Éboli—. Nosotros hubiéramos preferido otra elección, un miembro de la casa de Farnesio.
Don Juan no respondió y se marchó del castillo de Pedraza. Durante el viaje de vuelta pensó en las palabras de la reina, él también creía que liberar a María Estuardo y conseguir que ascendiera al trono de Inglaterra sería lo mejor para España y el catolicismo. Él se creía capaz de conseguirlo, de invadir Inglaterra y de casarse con María Estuardo. Estaba convencido de que, llegado el momento, la reina, el partido ebolista, el papa y la mayoría de los católicos le apoyarían.
Antes de acudir a ver a su majestad se dirigió al convento de las Descalzas Reales. Doña Juana le había pedido expresamente que fuera para un asunto personal. La hermana del rey deseaba un retrato de don Juan como generalísimo de los mares, antes de que éste partiera a poniente. Se iba a tratar del primer retrato oficial de don Juan desde su nombramiento y el pintor elegido fue, cómo no, Alonso Sánchez Coello.
Después de posar para el maestro Sánchez Coello, don Juan partió con prontitud. El rey le esperaba en El Escorial para darle instrucciones concretas sobre su mando.
Al llegar al palacio, su majestad parecía estar más ocupado con un joven pintor español que trabaja en Venecia, a las órdenes del gran Tiziano, que en hablar con su hermano.
—¿Qué os parece este pintor que se hace llamar el Greco?
—Majestad, no soy el más adecuado para juzgar su obra.
—Yo al que quiero es a Tiziano, no entiendo por qué se niega a pintar en Madrid y me manda a su discípulo —protestaba enojado el rey.
—No lo sé, majestad.
—Ignora acaso que yo soy el rey de España y que éste va a ser el palacio más importante de Europa. ¡Ruy!
Ruy Gómez de Silva se acercó y le entregó una carta al rey.
—Éstas son vuestras instrucciones. Debéis reuniros con la Armada en el puerto de Cartagena.
—Como ordenéis, majestad.
Don Juan partió primero a saludar y dar la noticia del nombramiento a su madre, doña Magdalena, al castillo de Villagarcía de Campos. Allí conoció a su hija. Después de pasar dos días con ellas, partió hacia el monasterio de Huelgas y visitó a María de Mendoza, quien lo recibió entre lágrimas. La joven amante de don Juan se había refugiado en el convento después de dar a luz a la hija de ambos, quien se había quedado al cuidado de doña Magdalena. María de Mendoza quería proteger de esta manera su honor, ya que don Juan no podía ni quería darse estado con ella. Don Juan pasó la noche con María, sabedor de que podía ser la última vez que la veía.
Después se dirigió hacia Madrid y en absoluto secreto acudió al convento de las Descalzas Reales a ver su retrato. Sánchez Coello lo había pintado de forma intachable: con una imagen militar perfecta, armado, con bastón de mando y banda, recordaba en cierta medida a los retratos que Tiziano realizó al emperador. Según le dijo doña Juana, sería colgado en la galería de los Retratos del Palacio de El Pardo.
Al día siguiente continuó el camino directamente hacia Cartagena. En su bolsillo derecho llevaba la carta del rey. En ella, Felipe II, más que órdenes, le daba consejos de todo tipo, relacionados con la fe, la disciplina, la comida y el mando. Fue la primera vez en la que don Juan sintió que el rey era su hermano mayor. Sin embargo, quien verdaderamente preocupaba a don Juan era don Carlos. Yo esperaba que el príncipe estuviera mejor, pero no era así. Según me había contado don Juan en su última carta, el príncipe le había ofrecido una terrible propuesta nada más conocer su nuevo cargo.
Al llegar, el príncipe de Asturias lo había mandado llamar al Alcázar Real. Allí lo esperaba en la torre más occidental.
Cuando entró en la sala, el príncipe estaba muy nervioso, moviéndose de un lado a otro. Al ver a don Juan se dirigió rápidamente hacia él.
—¿Os han seguido?
—¿Seguido? ¿Quién me va a seguir? —preguntó don Juan.
—Espías.
—¿Espías? No, no me ha seguido nadie.
—Don Juan, escucha bien lo que te voy a decir. Tengo a dos hombres de confianza en Flandes que están haciendo los preparativos. Ambos sabemos del egoísmo de mi padre, él no nos aprecia a ninguno de los dos. No nos ofrece lo que es nuestro, piensa que no somos dignos.
Don Juan estaba sorprendido de las palabras del príncipe.
—Alteza, vuestro padre nos aprecia, os ha nombrado presidente del consejo, y a mí, jefe de las galeras reales.
—Migajas. Nunca os dará un reino ni un ducado, ni serás gobernador. Y a mí nunca me dejará ser rey, aunque haya nacido para ello.
Aunque el príncipe podía tener parte de razón, don Juan no estaba de acuerdo con el cariz que estaba tomando la conversación.
El príncipe tomó asiento junto a la ventana, y se derrumbó sobre la mesa.
—¡Juan, ayúdame!
—¿Qué quieres que haga, alteza?
—Quiero viajar a Flandes.
—¡A Flandes! ¿Para qué?
El príncipe se levantó de su silla y con voz profunda reveló sus planes a don Juan.
—Para tomar el gobierno de Flandes y declararlo un reino independiente.
Don Juan no podía creer lo que oía. Nunca hubiera pensado eso de su sobrino, ni en la peor de las situaciones.
—Ayúdame y desde Flandes tomaré el gobierno del resto de los reinos de España. Necesito tu ayuda, préstame las galeras que necesito para llegar a Flandes y hacerme con el poder allí. Los flamencos me apoyarán cuando los libere del duque de Alba y me reconocerán como rey mucho mejor que a mi padre. Luego fácilmente me seguirán Sicilia, Nápoles e incluso Aragón.
—Don Carlos, no creo que…
—Te ofrezco a cambio el ducado de Milán o el Reino de Nápoles, ¿qué te parece? Es mucho más de lo que mi padre os dará nunca.
El príncipe estaba desesperado, don Juan entendió que era imposible hacerle entrar en razón. Su corazón se llenó de desasosiego y le pidió tiempo para aceptar la proposición. Cuando salió de la habitación no sabía cómo actuar, pero por supuesto nunca traicionaría al rey. Dejó el alcázar y cabalgó a la máxima velocidad que podía su caballo, cruzando la sierra de Guadarrama hasta llegar donde se estaba construyendo el monasterio de El Escorial. Allí estaba el rey, quien solía revisar las obras en persona muy a menudo.
Cuando don Juan, con todo el dolor del mundo, contó al rey las intenciones de su hijo, éste pareció no sorprenderse. Le pidió que aceptara una nueva reunión con el príncipe Carlos para que su hijo no sospechara. Con el corazón partido aceptó las órdenes de su hermano, como me contó en sus cartas.
Nunca pensé que don Carlos, a pesar de todos sus problemas, llegaría a hacer una cosa así. Lamentaba profundamente no poder estar con don Juan en Madrid, pero mis obligaciones junto a mi mujer me lo impedían.
La siguiente reunión tuvo lugar en Torrelaguna, cerca de Alcalá de Henares. Allí don Carlos reveló a don Juan que pensaba salir hacia Flandes el 18 de enero y que contaba con un confidente en la corte que lo estaba preparando todo, aunque no quiso revelar su nombre a pesar de la insistencia de don Juan. Ese mismo día, el rey entró en los aposentos del príncipe Carlos junto a su guardia personal y mandó arrestar a su hijo. El heredero a la corona de España se echó a llorar a los pies de su padre.
El príncipe fue encerrado en una de las torres del Alcázar Mayor. Las investigaciones para averiguar quién era su aliado dentro de la corte no dieron ningún fruto.
Don Juan salió para Cartagena días después siguiendo las órdenes del rey, pero pensando inevitablemente en la suerte del príncipe Carlos, quien, encerrado en el alcázar, amenazaba con quitarse la vida. Felipe II ordenó que no pudiese disponer de ningún tipo de objeto punzante, ni siquiera cuchillos ni tenedores. Al hacer pública la reclusión del heredero, el rey fue ambiguo, pues por un lado debía justificarse y por otro tratar de no revelar las faltas de don Carlos, ya que perjudicarían la imagen de la monarquía.
Esta falta de transparencia alimentó los rumores y la propaganda negativa de sus enemigos, especialmente en Flandes.
Nada más llegar a Cartagena a finales de mayo, don Juan recibió una carta de su querida Isabel: la reina estaba de nuevo embarazada. La noticia de la llegada a Cartagena para tomar el mando de las galeras reales había causado una gran conmoción en la corte, sobre todo entre los nobles más jóvenes, que veían en el nombramiento una oportunidad de ponerse bajo su mando y entrar en combate. Más aún cuando se corrió la voz de que don Juan, como capitán general del mar, iba a organizar una expedición contra los piratas y corsarios de las costas del Mediterráneo.
En todos ellos permanecía el recuerdo de Malta. Después de aquella oportunidad perdida, la juventud de la corte no quería dejar escapar la posibilidad de hacer frente a los hombres del sultán, Selim II, que manejaba los hilos de los corsarios desde Estambul.
En su primer Consejo de la Armada del Mediterráneo se encontró con los más famosos capitanes de galeras de España: el marqués de Santa Cruz, don Álvaro de Bazán, a quien ya conocía de su breve instrucción en Valencia y que venía de conquistar el peñón de Vélez; y otros cuatro grandes y expertos almirantes: Andrea Doria, Sancho de Leyva, Juan de Cardona y Gil de Andrade, además de don Luis de Requesens. De todos ellos, el más famoso era el genovés Andrea Doria, tan admirado como odiado, conocido en toda la corte tanto por su destreza en la mar como por sus amores en tierra firme. Le llamaban el Prudente porque sólo había perdido una galera en combate. Era un hombre imponente, tenía esa grandeza de los príncipes italianos del Renacimiento y una seguridad casi repugnante. Era moreno, vestía elegantemente, muy al gusto italiano, pero no hablaba mucho.
—Don Juan, es un honor servir bajo vuestro mando —afirmó don Álvaro de Bazán.
—El placer es mío, marqués de Santa Cruz.
—Luis de Requesens me ha informado del estado de la Armada. A pesar del esfuerzo del rey, nuestra Armada es mucho menos numerosa que la otomana.
—Sí, excelencia, las veintisiete galeras perdidas hace ocho años en el desastre de Gelves ante el almirante turco Djerba todavía nos pesan —señaló Gil de Andrade.
—Además, a esas pérdidas debemos sumar las que sufrimos en el temporal en la zona de La Herradura hace cinco años —completó Sancho de Leyva.
—La Armada dispone de treinta y tres galeras de veintiséis bancos de remeros —interrumpió don Álvaro de Bazán.
—Sin embargo, la corona se ha esforzado enviando treinta galeras de refuerzo, así que la Armada está lista para actuar —afirmó don Juan ante la mirada de asombro de los presentes.
Don Juan se empezaba a hacer respetar en su consejo. Llevaba mucho tiempo esperando este momento y nadie iba a interponerse en su mando. Todos los capitanes parecían dispuestos a acatar las órdenes de don Juan sin ninguna queja, parecían confiar en él. Tanto porque era su deber, ya que Felipe II lo había nombrado, como porque empezaban a entender de las inigualables aptitudes para el mando de don Juan. Pero había una excepción: el más importante y a la vez más complicado almirante de la Armada española, el genovés Andrea Doria, no parecía tan convencido ni de las aptitudes ni de la personalidad de don Juan.
—Excelencia, ¿puedo haceros una pregunta? —preguntó Doria.
—Por supuesto, almirante.
—¿Qué experiencia tiene su excelencia en la Armada?
Todos los allí presentes volvieron su mirada hacia don Juan. Obviamente, todos conocían su prácticamente nula experiencia, limitada a su breve estancia con las galeras reales en aguas de Levante.
—Como vos y todos los demás saben, no tengo gran experiencia en la navegación. Sin embargo, cuento con los mejores almirantes de los reinos de España a mi lado, quienes suplirán mi inexperiencia con creces con todos sus años a las órdenes del rey de España. ¡Espero su incomparable ayuda, don Andrea Doria!
En aquel momento, don Juan recordó las clases en Alcalá, en especial aquella de Honorato Juan sobre Alejandro y sobre cómo el macedonio supo rodearse de los mejores generales de su padre para superar su falta de experiencia.
—Estoy seguro de que entre todos podemos limpiar las aguas del Mediterráneo occidental de piratas e infieles. ¿No les parece, señores? —preguntó don Juan.
—¿Y cómo pretendéis limpiar las aguas del estrecho de Gibraltar, sin duda las más peligrosas? —preguntó Doria.
—Con la ayuda de Dios y de vos —todos rieron—. Dividiremos la armada en cuatro escuadras. Vos, Andrea Doria, permaneceréis en aguas italianas.
Don Juan quería mantener contento al genovés. Sabía que éste no gustaba de enfrentamientos directos, ni tampoco de acercarse a costas de África, donde sólo había piratas y peligros. Prefería las costas italianas y, si había de enfrentarse con alguien, hacerlo con los turcos.
Las otras tres escuadras se dividirían las aguas del estrecho de Gibraltar: Sancho de Leyva, con la escuadra de España; Juan de Cardona, con la escuadra de Sicilia, y Álvaro de Bazán, con la escuadra de Nápoles, en la que también navegaría don Juan. Luis de Requesens, siguiendo sus instrucciones, mejoraría las fortificaciones de Cádiz.
—Señores, confío plenamente en ustedes —terminó don Juan.
Mi amigo me mantenía completamente informado a través de sus cartas, a la vez que me pedía información de la situación en Flandes, sabedor de que los contactos de la casa Farnesio allí eran muy fiables. Después del consejo, don Juan fue a revisar su galera capitana y se quedó maravillado con tal hermosa nave. Se trataba de una embarcación de claro corte veneciano, con sesenta remos, ligera a la vez que fuerte en el combate. El casco se había construido en los astilleros de Barcelona y la popa la habían realizado artistas sevillanos. Medía 68 codos de quilla, 82 de eslora, 22 de manga y 12 de puntal. Estaba pintada de blanco, decorada con bellos frisos y algunos ornamentos, todos ellos con claro carácter simbólico, entre los que destacaba la figura de Jasón y las alegorías de la Prudencia y la Templanza a la derecha, y la Fortaleza y la Justicia a la izquierda; con el dios Marte empuñando una espada y un escudo, y el dios Mercurio con el dedo sobre los labios haciendo ademán de silencio. Rodeaban la nave las cadenas del Toisón de Oro, a imagen de las que llevaba el propio don Juan. En la proa, una figura imponente de Hércules y, sobre ella, una gran farola de madera y bronce, dorada y rematada con una estatua de la Fama.
Cuando ya se encontraba navegando por el Mediterráneo, don Juan recibió una carta en la que se decía que su sobrino, amigo y compañero en la Universidad de Alcalá de Henares, el príncipe don Carlos, había muerto en extrañas circunstancias, aunque no se revelaban detalles. Don Juan se sintió doblemente culpable, por la traición a su sobrino y por no estar en Madrid para poder ayudarlo.
¿Qué habría sucedido realmente? Nadie lo sabía. El príncipe era una persona enfermiza y débil, y seguro que el cautiverio en el Alcázar Real no le había sentado bien a su salud. Pero, por otro lado, ¿a quién convenía su muerte? Era un traidor, pero era también el heredero de la corona. Los rumores se desataron, sobre todo entre los enemigos de España. El primer acusado de la muerte fue el propio rey. La verdad es que un heredero débil era un gran problema para la dinastía de los Austrias, pero dudo que el rey fuera capaz de ordenar matar a su propio hijo. Quizás no había sido su majestad, pero sí alguien de su confianza, ¿el duque de Alba? Era complicado que desde Flandes pudiera haber organizado tal acto. ¿Los partidarios de la princesa de Éboli y su marido? Difícil de saber, aunque a ellos no les beneficiaba en nada la muerte del príncipe. Quizás el príncipe hubiera fallecido de muerte natural; si lo pensábamos fríamente, aquello era totalmente verosímil. Lo único que era cierto con seguridad es que aquello había sido lo mejor que le podía haber sucedido a España y seguramente también al mismo príncipe Carlos, que en paz descanse. Don Juan había traicionado su confianza, pero había hecho lo mejor para su país y para nuestro amigo.
El principal problema para la seguridad de nuestras costas no eran los turcos, como muchos pensaban, sino Argel. En esta ciudad, todo tenía un precio. Los cautivos más relevantes valían, como mínimo, unos cinco mil ducados. El mecanismo del negocio era sencillo y muy eficaz: los corsarios nos atacaban para capturar prisioneros que después, previo cobro del rescate, eran liberados y volvían a Europa. Los frailes de las órdenes de los trinitarios y los mercedarios solían encargarse de la intermediación. Según las malas lenguas, ciertos miembros de la Iglesia medraban con estos buenos oficios. Rara vez algunos prisioneros musulmanes de alto rango eran intercambiados por iguales cristianos cautivos en Argel. En el Viejo Mundo, la recogida de limosnas para liberar cautivos pobres era una actividad habitual. Todo el mundo sabía que la pobreza del prisionero resultaba ser un pasaporte al cautiverio permanente. Además se daba una realidad a mediados del siglo XVI: la importante escasez de remeros en las galeras, tanto cristianas como musulmanas, lo que convirtió la captura de cautivos en un negocio muy lucrativo.
En realidad, el objetivo prioritario de la captura de prisioneros era utilizarlos como remeros, pero esto generaba una problemática a la hora de hacer prisioneros: había que mantenerlos vivos el mayor tiempo posible y, por supuesto, con el menor coste. Argel era propicio a todo tipo de negocios, algunos carceleros se lucraban facilitando fugas. Por el contrario, en Europa aparecieron cristianos que montaban expediciones de rescate que solían ser financiadas por familias de cautivos.
Todo este tráfico propició que Argel creciera infinitamente en el siglo XVI y se convirtiera en cuartel general de los corsarios berberiscos. Además disponía de un puerto seguro debido a sus imponentes murallas, lo que lo hacía una plaza estratégica en medio del Mediterráneo. Argel estuvo sometido en un principio a las presiones de los turcos, pero se las había ingeniado para gozar de una creciente autonomía. Además, la ciudad también se había convertido en lugar de refugio de muchos moros expulsados de España, esclavos cristianos, renegados y aventureros de todo calibre.
La realidad era que, aunque comerciar con los musulmanes estaba prohibido en la Europa cristiana, ni la misma Roma se privaba de hacerlo. Para ganar dinero en Argel, la religión no era un obstáculo insalvable ni mucho menos. Según los intereses, muchos cambiaban de credo con suma facilidad.
Cautivos cristianos abrazaban el islam, conscientes de que, cuando fuera necesario, podrían volver al seno de la Iglesia, donde serían recibidos como señores de fortuna. El más famoso de todos los casos era el de Uluch Alí, antiguo pescador calabrés que había abrazado el Corán. Sus conocimientos marineros le permitían hacer incursiones con éxito por todo el Mediterráneo occidental. Los españoles, a fin de ganarse sus buenos oficios, le habían tentado con un marquesado, que no era sólo un título nobiliario sino un cúmulo de propiedades terratenientes nada despreciables. Sin embargo, Uluch Alí optó por un destino todavía más suculento: convertirse en pachá de Argel.
Por todos era conocido que en los baños argelinos se acumulaban los prisioneros, quienes, hasta recuperar la libertad a cambio de dinero, eran mano de obra gratuita.
A lo largo de aquellos meses, don Juan se ganó el respeto de todos los almirantes de la Armada, incluso del peligroso Andrea Doria. Era una misión complicada, los piratas rehuían siempre el enfrentamiento directo. La protección de las flotas que venían de las Indias eran esenciales para la economía de España. Había que salvaguardarlas a toda costa de los frecuentes ataques, especialmente en la zona del cabo de San Vicente.
En mayo de ese mismo año fui liberado de mis deberes conyugales y acudí a Madrid a resolver unos asuntos que mi padre me había pedido.
Ya en la capital de España, y después de haber realizado los encargos de mi padre, fui al convento de San Ginés para rezar. Cuando salí de allí, un crío recorría la calle del Arenal gritando sin parar:
—¡La reina va a dar a luz!, ¡se acerca el tercer hijo de los reyes de España!
Por supuesto, la expectación fue general: ¿sería un varón?, ¿un heredero? Aquello era todo un acontecimiento, una bendición de Dios, quizás esta vez fuera un niño. Un varón reforzaría la monarquía española, muy debilitada tras la muerte del heredero. El pueblo parecía ilusionado, la alegría inundaba las calles de Madrid. Así que decidí acudir a misa en otro momento y me fui directo al Alcázar Real. No pude ver a la reina, pero una de sus sirvientas personales me confesó la realidad: el estado de salud de Isabel era delicado. Las fiebres, mareos, vértigos y sensaciones de ahogo eran continuos, por lo que se la había rodeado de todo tipo de cuidados para evitar el aborto. La situación, lejos de ser alegre, era muy preocupante. La reina estaba en grave peligro, y la hija o hijo que llevaba dentro también.
Desde uno de los balcones del alcázar vi llegar el séquito del rey, que entró en la ciudad por la Puerta de Segovia. Seguramente venía de El Escorial. La reina ya había sufrido un aborto, un segundo podría ser fatal. Rápidamente puse un correo para Cartagena, que debía ser entregado a don Juan. Hasta finales de julio no volvió de la misión, la cual no había resultado un éxito rotundo, aunque había conseguido limpiar temporalmente las aguas del estrecho de piratas y se habían fortalecido las atalayas y demás fortificaciones de la costa, desde El Puerto de Santa María hasta Gibraltar. Se había puesto en funcionamiento la armada que tanto tiempo llevaba adormecida, y don Juan había recibido un curso de navegación de un valor incalculable.
Dos semanas después me encontré con don Juan en la Puerta del Moro. Había pasado mucho tiempo desde nuestra despedida, pero al vernos comprendimos que nuestra amistad seguía tan viva como siempre. Nos fundimos en un fuerte abrazo y no pudimos evitar acordarnos del príncipe Carlos. Don Juan tenía buen aspecto, vestía con el uniforme de jefe de las galeras reales, que le daba un aspecto imponente, y parecía que su cuerpo había ganado en fortaleza. Sin duda, la dura vida en la mar le había sentado bien. Me alegré mucho de volver a verle y, aunque teníamos muchas cosas de las que hablar, no podíamos perder tiempo.
—¿Cómo se encuentra?
—No he podido verla, pero creo que la situación es grave.
Desde la calle de la Cava Baja cruzamos por la plaza de la Paja hasta el alcázar. En todo el camino, don Juan no me contó nada de sus aventuras contra los piratas, sólo me preguntaba por la salud de Isabel. Las noticias eran malas: la fiebre no bajaba, los mareos y vómitos persistían. Ninguno de los tratamientos de los médicos surtía efecto: conforme avanzaba el embarazo, todo se complicaba aún más.
Don Juan entró en el Alcázar Real y sin vacilación alguna se dirigió directamente a las habitaciones de la reina. La Guardia Real no le impidió el paso: ya no era sólo el hermano del rey, era también el jefe de la Armada del Mediterráneo.
En la puerta de la habitación de la reina, dos de sus asistentas personales hacían guardia, entre ellas Sofonisba.
—Dejadme entrar, por favor.
—Lo siento, don Juan, pero eso es imposible —respondió Sofonisba visiblemente alterada.
—Sofonisba, necesito ver a Isabel —le suplicó.
Don Juan cogió la mano de Sofonisba. Los dos guardias de palacio que le seguían parecían no entender nada de lo que sucedía. Mi amigo miró fijamente a los ojos a Sofonisba sin decirle palabra alguna. La joven le pidió un segundo y entró en la habitación de la reina. Yo permanecía en un segundo plano, don Juan me miró. Sé que él estaba seguro de poder entrar.
Así fue: Sofonisba volvió a salir y le llamó. Los soldados no sabían qué hacer y don Juan les ordenó que permanecieran allí. Yo le miré a los ojos y entendí que era mejor que esperara. Sofonisba me volvió a sonreír, estaba tan hermosa como yo la recordaba en mis sueños, pero se marchó acompañando a mi amigo y no puede siquiera saludarla. Lo que ocurrió allí dentro no lo supe hasta que don Juan salió media hora después.
La reina estaba muy enferma, el embarazo la estaba poniendo en grave peligro. Aunque no se lo habían dicho, ella estaba segura de que podía perder al niño en cualquier momento, y de que su propia vida peligraba.
—Los médicos la están matando, Alejandro.
—¿Qué decís, don Juan? —le pregunté.
—Está llena de cortes de sangrías, está tan pálida que sus ojos parecen hundirse dentro de ella. Habla en sueños y no sabe lo que dice, pero sabe que se muere. Sólo pregunta por sus hijas.
—¿Y dónde está el rey? —le pregunté yo.
—Sofonisba me ha dicho que no se atreve a entrar a verla, que la última vez que lo hizo salió llorando. No soporta ver a la reina en este estado. El médico me ha dicho que el parto será muy difícil, que lo mejor para la reina sería tener un aborto —continuó don Juan.
—¿Y qué dice el rey?
—Que lo dejaba en manos de Dios.
El 3 de octubre de 1658, Isabel de Valois, reina de España y princesa de Francia, moría a los 32 años. España entera, con el rey nuestro señor a su cabeza, lloró la muerte de la joven reina, francesa de nacimiento pero española de corazón, quien había dado dos hermosas hijas al rey. Isabel de Valois, envidiada, amada, utilizada, odiada y manipulada por igual por los consejeros del rey, por su propia madre Catalina de Médicis, por el rey y por los médicos, dejaba este mundo para irse con Dios. Con ella se desvaneció toda la dulzura que había dentro del corazón de mi joven amigo. Yo lloré, pero don Juan no derramó ni una sola lágrima durante todos los actos del entierro de la reina. Nunca más volvimos a hablar de Isabel. Con su muerte, don Juan dejó de ser un niño y empezó a convertirse en lo que sería pocos años después: el mayor héroe que ha tenido el Imperio español.
Sofonisba se quedó a cargo del cuidado de las dos hijas de la reina. No estaba seguro de si volvería a verla algún día. Don Juan se retiró durante un tiempo al monasterio de los franciscanos descalzos en Abrojo, situado a media legua de Valladolid. Yo volví a Parma con mi padre, siempre a la expectativa de la actuación del maldito duque de Alba, que tan vilmente nos había privado de fama y gloria en Flandes.
A mis 25 años aún no había entrado en combate y ya no aguantaba más. Por suerte llegó una carta de don Juan en abril de 1569. Como era sabido, el día de Navidad los moriscos de Granada se habían sublevado en la región de Las Alpujarras. Don Juan de Austria había sido elegido para sofocar el levantamiento a pesar de su poca experiencia militar.