CAPÍTULO V
SOFONISBA ANGUISSOLA

Después del accidente, nada fue igual en Alcalá de Henares. El príncipe quedó muy afectado tanto física como mentalmente. Fue trasladado durante unos meses a Madrid para luego volver por sorpresa a Alcalá, pero ya no podía seguir las clases de Honorato Juan como hacía antes. Don Juan permaneció en Alcalá, pero estaba más preocupado por lo que sucedía en Flandes y en el Mediterráneo que por la universidad. Yo, por mi parte, fui requerido por la reina, que me convenció para un asunto que me sorprendió gratamente: el rey quería un retrato mío para el Palacio de El Pardo, y la reina le había convencido de que el mejor pintor que podía hacerlo era una mujer, su dama de compañía, Sofonisba Anguissola.

Ya me habían hecho dos retratos, ambos de Antonio Moro. Pero el hecho de que me fuera a pintar una mujer me parecía una novedad increíble. No conocía a ninguna otra que pintara. O, al menos, ninguna que lo hiciera tan bien como se decía de Sofonisba. La reina había comentado que había retratado al duque de Alba, a quien había dejado gratamente impresionado.

El encargo de mi retrato llegó en un momento en que había varios pintores compitiendo por alcanzar la fama en la corte. Por un lado estaba el pintor de cámara del rey, Alonso Sánchez Coello, que vivía en la Casa del Tesoro con su familia, a donde acudían Felipe II y los grandes de España —y también los menos grandes— para ser retratados. En la corte, estas pinturas tenían una gran relevancia: un mal retrato podía hundir la reputación de cualquiera. Sánchez Coello era el más importante de todos los pintores, y gran parte de responsabilidad de ello era de doña Juana, hermana del rey. Ella había quedado viuda, a los diecinueve años, del príncipe Juan de Portugal, quien había fallecido al caer de su caballo cuando ella estaba embarazada. Su muerte se le ocultó durante tres semanas, hasta que nació el príncipe heredero de la corona de Portugal, don Sebastián. La marcha de Felipe II a Inglaterra para su boda con María Tudor le había obligado a dejar a su hijo en Portugal e ir a Valladolid para ser la regenta de Castilla en ausencia de su hermano. Allí, en la ciudad castellana, había conocido a Sánchez Coello, discípulo de Antonio Moro, que había llegado después de su aprendizaje en Bruselas.

El pintor valenciano se había ganado a doña Juana con un retrato del príncipe Carlos, quien había quedado a su cuidado con la marcha del rey. Le retrató a la temprana edad de doce años, en un lienzo de un metro de altura donde se representaban tres cuartas partes de su cuerpo. Su mayor virtud consistía en haber logrado disimular las deficiencias físicas del príncipe con gran destreza. Se decía que no lo había retratado de cuerpo entero porque tenía las piernas desiguales; que lo había pintado con una capa sobre los hombros para ocultar su esclerosis, puesto que tenía una pequeña joroba que disimulaba bastante bien; portando un birrete sobre la cabeza para ocultar que la tenía desproporcionada con respecto al cuerpo. Lo único que no logró mimetizar fueron sus manos, que aparecían escuálidas, como si fueran garras, tal y como las tenían los disminuidos. Aun así, por muy buen pintor que fuera y por muy joven que fuera el príncipe, su complexión débil y su carácter cruel eran imposibles de ocultar totalmente.

Además de Sánchez Coello, había otro pintor al cual había apoyado de manera muy importante doña Juana. Se trataba de Roland de Mois, que era natural de Bruselas y había llegado a España para ser pintor del conde de Ribagorza y el duque de Villahermosa, por lo que residía habitualmente en Zaragoza. Había pintado varios retratos de doña Juana y así había ganado su favor.

Otro de los pintores que competían en la corte era Jorge de la Rúa, quien era muy famoso por su especialidad en pintar trajes. Por esa razón fue reclamado para retratar a la reina, Isabel de Valois, y realizó un magnífico trabajo. La había representado con un hermoso vestido de raso rojo, con la pletina bordada en oro, al igual que las mangas y la parte superior del vestido, la cual estaba además adornada con botones con perlas incrustadas. El espléndido vestido destacaba no sólo por la belleza de su color rojo, sino también por las manguillas de real a la española.

La última en llegar y cuarta en discordia era una mujer, Sofonisba Anguissola. Pero ella no era una simple pintora de retratos como Jorge de la Rúa o De Mois, que cumplían sin hacer gran competencia al pintor de cámara del rey y sin influencia en la corte. Era una dama noble, con gran cultura e influjo sobre la reina, de la que era maestra de dibujo. Ésta era una de las aficiones preferidas de la reina y la gran razón de que Sofonisba hubiera venido a la corte. El duque de Alba había hablado a sus majestades de las habilidades de una noble italiana que le había pintado un retrato en Milán, y que, además de ser una gran pintora, era culta e inteligente. Felipe II pronto vio en ella a la perfecta dama de compañía para su nueva esposa, que agradecería tener a una mujer joven como ella a su lado con la que compartir sus inquietudes y aficiones, que hiciera su estancia en España más feliz.

El entendimiento entre Isabel de Valois y Sofonisba fue prácticamente inmediato: hablaban lenguas similares y compartían su amor por el arte y la música. Era conocido que ambas solían tocar la espineta juntas.

Sofonisba era bella, inteligente, culta y suponía una seria rival para Sánchez Coello. No pintaba por dinero, sino solamente por placer y movida por el inmenso talento que poseía. Los retratos en la corte gozaban de gran importancia. Tiziano, el pintor preferido de Felipe II, había establecido las pautas por seguir en este tipo de obras. Antonio Moro había añadido también sus aportaciones. Ambas corrientes, la italiana y la flamenca, se habían fusionado en la persona de Alonso Sánchez Coello, quien había sentado las bases de un tipo de retrato mezcla de realismo con una idea mucho más abstracta de representación del poder real, cuyo resultado se reflejaba en retratos muy solemnes y clásicos. Se decía que Sofonisba había dotado a este tipo de retratos de mayor belleza, sentimiento e historia personal.

Acudí a una habitación en la zona oeste del alcázar que había sido habilitada como estudio de Sofonisba. Al llegar me abrió su criada, una joven también italiana. La habitación era sencilla; la luz entraba por una gran ventana en su lado derecho que incidía directamente sobre una zona donde había depositado un lienzo en blanco sobre un caballete. Avancé unos pasos y detrás de la tela surgieron los cabellos rubios de Sofonisba. Vestía un traje azul claro y oro, con un pequeño escote. Me sonrió.

—Buenos días, Sofonisba.

—Buenos días, excelencia.

—Llamadme Alejandro, por favor.

—Como gustéis. ¿Podéis colocaros cerca de la luz? —me preguntó—. Así podré veros mejor.

—Sí, por supuesto.

Me coloqué delante del lienzo, donde la luz de la ventana me iluminaba toda la cara.

—Perfecto, don Alejandro.

Sofonisba se quedó mirándome fijamente durante varios segundos. No decía nada. El tiempo pasaba, Sofonisba seguía sin hablarme y yo me fui impacientando.

—Perdonad…

—Silencio.

Me mandó callar y no supe sino obedecerla. Sofonisba permaneció un largo tiempo callada, mirándome, estudiándome.

—Habladme.

—¿Cómo?

—Necesito que habléis para que pueda percibir mejor vuestro carácter —respondió.

—¿Y de qué queréis que os hable? —pregunté.

—¿No sabéis de qué hablar a una dama? Esperaba mucho más de don Alejandro Farnesio —me reprochó Sofonisba burlándose de mí.

—Es difícil hablar delante de unos ojos tan hermosos.

—Estad tranquilo, que van a ser estos ojos los que me digan cómo debo pintaros.

Durante casi dos horas permanecí delante de Sofonisba, mientras ella me pintaba. Aquella dama era diferente a todas las que había conocido. Se mostraba muy segura de sí misma, como si nadie pudiera hacerle daño, y, a la vez, era tierna y dulce; en cierto modo, me recordaba a la reina. Sin embargo, Sofonisba era mucho más enérgica que ella, se veía que tenía un corazón fuerte y duro, y que no se dejaba doblegar fácilmente. Pudo influir que los dos fuéramos italianos, Cremona no estaba tan lejos de Parma; pudo ser nuestra similar edad, o que los dos conociéramos muy bien a la reina; pero aquellas dos horas en su taller fueron algo especial, que no pude olvidar nunca.

—¿Puedo ver el cuadro? —pregunté.

—Por supuesto… que no.

—¿No?

—¡No! Solamente cuando esté terminado —dijo sonriéndome.

—Me encanta tener una excusa para volver a veros.

Salí del taller deseando regresar pronto.

Las clases de esgrima con el maestro Carranza habían acabado en la universidad. Ahora las más interesantes, sin duda, eran las de estrategia militar.

La pieza básica de nuestro ejército eran los tercios. Ningún rugir de tambor se temía tanto como el de los tercios cuando se preparaban para entrar en combate. Estratégicamente, eran perfectos. Primero, los piqueros, armados con una pica, una lanza larga de 26 o 27 palmos de buena vara española. Un arma básicamente defensiva, muy útil contra cargas de caballería, pero prácticamente inútil en el cuerpo a cuerpo. Su longitud impedía el fácil movimiento y no era apta en terrenos montañosos, ni bosques. Los arcabuceros portaban un arma de fuego llamada arcabuz, que tenía un cañón de cuatro palmos y medio de vara que requería el uso de mecha para ser disparado. Su alcance útil era de cincuenta pasos, aunque normalmente se disparaba entre los quince y los veinte. Existían varios tipos de arcabuces. En el ejército de nuestro rey tenían la culata plana y se disparaban desde el hombro, a la española, en contraposición con los de culata curva, que se disparaban desde el pecho, a la italiana. El problema surgía con la lluvia, ya que la mecha se solía apagar, y sobre todo en acciones de sorpresa nocturnas, en las que delataba al atacante.

La tercera unidad de nuestros temidos tercios eran soldados con mosquete, un arma de fuego con cañón de seis palmos de vara española que requería el uso de la horquilla para apuntar. Era más preciso y tenía más alcance que el arcabuz: unos cien pasos. Aunque, como nos enseñaban en clase, era realmente efectivo alrededor de los sesenta pasos, ya que era capaz de atravesar armas fuertes como rodelas, morriones… Asimismo, ofrecía desventajas con el arcabuz: ya que requería el doble de tiempo para ser cargado y era mucho más pesado.

—Alejandro, ya que ha vuelto a nuestras clases, ¿nos podría decir quiénes forman una compañía? —preguntó el profesor de estrategia militar, un viejo capitán con más cicatrices en la cara que kilos de sobra.

—Una compañía es una unidad pequeña. Consta de aproximadamente trescientos hombres, al mando de un capitán —respondí.

—¿Qué otros mandos tiene?

—Un alférez y un sargento. El alférez tiene por misión guardar la bandera. La bandera es el símbolo del honor de la compañía. El sargento es el encargado de formar a los hombres.

—¿Qué más tiene una compañía, don Juan? —insistió el profesor.

—El tambor, que se debe saber tocar e interpretar para las formaciones.

—¿Diferencia entre una compañía que puede ser de arcabuceros u otra de piqueros? ¿Alguien lo sabe?

La diferencia estaba en el volumen. Una compañía de arcabuces tiene el sesenta por ciento de arcabuces y el cuarenta por ciento de picas, mientras que en la de picas la proporción queda invertida. Además, toda compañía disponía de unos quince mosqueteros.

—La realidad es que, cada vez más, las compañías se llenan de arcabuces, pues existen más posibilidades de destacar —apuntó el profesor—. Por desgracia, la guerra ya no es lo que era. Antes los soldados acudían orgullosos y listos para morir, si era necesario. Pero ahora no. El miedo llena los campos de batalla, un miedo horrible. No es miedo a morir, sino miedo a no saber que vas a morir. Hasta que apareció el arcabuz, los soldados luchaban unos frente a otros, con armas que ellos mismos podían realizar. Era un arte, sabías quién era tu enemigo y no tenías miedo. Ahora, los soldados andan por los campos de batalla aterrorizados, con miedo a morir sin ver ni siquiera la cara de quien le quita la vida, con terror a que una bala rasgue su triste existencia.

El profesor parecía seriamente afectado cuando pronunciaba esas palabras.

Los tercios se componían aproximadamente de diez compañías, es decir, de unos tres mil hombres al mando de un maestre de campo, que a su vez era el capitán de su propia compañía y disponía de guardia personal. Existía un estado mayor del tercio compuesto por un sargento mayor, que domina el arte de «escuadronar», realizar las formaciones; un tambor mayor que debe saber tocar e interpretar los toques propios y los extranjeros, a modo de espía en el campo de batalla; un furriel mayor, un capitán barrachel, policía militar, capellán, cirujano y médico.

—Supongo que os preguntaréis cuál es la razón de la superioridad de nuestros tercios sobre los demás ejércitos. Pues bien, esta superioridad radica en que mientras, por ejemplo, los suizos, que hasta hace poco eran considerados los mejores soldados, forman sus bloques de infantería en cuadro compacto, utilizando como principal arma la espada, los españoles colocamos por delante de cada lado del cuadro las picas. ¿Por qué?

—Porque impiden acercarse al enemigo y permiten la salida oportuna de quienes combaten a espada, protegidos por aquéllos —respondió don Juan.

La pica era la base del éxito de los tercios. Además de la pica normal existía la partesana o pica rematada por una media luna, que era el arma que manejaban los sargentos y soldados más distinguidos. Servía para evitar la aproximación de los caballos enemigos al escuadrón o cuadro.

—Pero lo que deben tener muy claro, señores, es que un verdadero soldado sobre el que se asientan los tercios es el conocido como «pica seca». Estos soldados llevan, además de su pica, una espada y una daga, la vizcaína, que permite combatir cuerpo a cuerpo según las técnicas que mi buen amigo el maestro Carranza les habrá enseñado.

En Alcalá me enteré de los intentos de mis padres por casarme con la hija de Maximiliano II, quien acababa de ser nombrado emperador. Por si esta opción fallaba, también iniciaron negociaciones para mi enlace con Lucrecia de Este, hermana del duque de Ferrara. Pero el rey no daba su aprobación a ninguno de ellos. A pesar de las reticencias de Felipe II, la más interesante de las princesas europeas era la hija del emperador. Este matrimonio suponía un salto político de indudable importancia, y así lo vio finalmente el propio rey, ya que autorizó las negociaciones. Sin embargo, la corte imperial la rechazó sorprendentemente, aludiendo al hecho de que mi madre fuera hija bastarda de Carlos V.

Mis padres, el propio rey, don Juan —también hijo bastardo de Carlos V— y yo mismo quedamos profundamente enojados. Hasta tal punto llegó el enfado del rey que amenazó al emperador con tomar medidas diplomáticas de la más alta índole. Fue entonces cuando Felipe II en persona decidió buscar un matrimonio de estirpe real para mí, su sobrino.

Rechazó el de Lucrecia de Este por motivos políticos, ya que no quería que diferentes dinastías de príncipes italianos se aliaran. Prefería que los estados italianos siguieran divididos y enfrentados, para así asegurar los dominios españoles en la península italiana. La unión de dos ducados como el de Ferrara y Parma podía suponer el inicio de más alianzas entre estados italianos, y eso no lo podía permitir.

A pesar de que yo sabía que mi boda estaba cercana, había una mujer en Madrid que no conseguía quitarme de la cabeza. Se trataba de Sofonisba, la dama de compañía de la reina. La pintora.

La veía acompañando a la reina y, siempre que le preguntaba por mi retrato, sonreía.

—Os avisaré cuando esté terminado, no seáis impaciente.

—Sofonisba tiene razón, debéis tener más paciencia. Los hombres sois demasiado impacientes en todo —añadió la reina.

—No todos, majestad —respondí.

—¿Os habéis enterado de la fiesta que prepara la princesa de Éboli?

—¿Fiesta? —pregunté sorprendido.

—Sí, una fiesta de disfraces en Aranjuez.

—Ah, nos habló de ella cuando la visitamos en…

—¿En dónde? —preguntó intrigada la reina.

—Cuando la vimos en Segovia.

Nadie sabía de nuestra visita al castillo de Manzanares el Real.

—Como os había dicho, los hombres sois muy impacientes.

Y las dos damas se marcharon dejándome con la palabra en la boca.

Un día acudí a un almuerzo en el Palacio Real de Aranjuez, a las afueras de Madrid. Viajé solo porque don Juan no se encontraba bien y prefirió quedarse en Alcalá de Henares. Aquel lugar era residencia habitual de la corte en verano y en días de mucho calor. Era mucho más fresco que la capital, estaba de camino a Toledo, y Felipe II lo había mandado ampliar y decorar recientemente, ya que en su origen era un simple pabellón de caza. Aunque el palacio no era muy grande, las vistas eran hermosas: estaba rodeado de campos de maíz, alcachofas e incluso fresas. Y, sobre todo, tenía el río Tajo muy cercano. Era un lugar ideal para relajarse y disfrutar. Incluso el riguroso protocolo de la corte se olvidaba allí.

Antes de llegar a Aranjuez me detuve en Chinchón, a pocas leguas de distancia. Era un pueblo hermoso, donde destaca su plaza circular, pero, caminando por esta villa, lo que más me llamó la atención fue una hermosa dama de la corte, que andaba sola por la plaza, ataviada con un hermoso vestido verde. La palidez de su piel reflejaba los rayos de sol, y los habitantes de Chinchón no podían evitar mirarla asombrados por su belleza. Se trataba de Sofonisba.

—Disculpadme, señora —la llamé.

Al darse la vuelta y descubrirme, la hermosa joven se sorprendió. Sus ojos azules me parecieron más intensos que la primera vez y su pelo rubio brillaba más que nunca con la luz de aquel día.

—¡Don Alejandro!

—¿Qué hacéis aquí sola? —le pregunté.

Sofonisba no sabía qué decir. Parecía esconder algo.

—¿Qué os ocurre? —insistí.

—Nada.

—¿Cómo que nada? Estáis asustada y os tiemblan las manos.

—No estoy asustada.

Ambos permanecimos sin decir nada algunos segundos más.

—¿Me permitís entonces que os acompañe?

—¿A dónde?

—Eso no lo sé. Decidme vos a donde vais y gustoso os acompañaré, allí y al fin del mundo.

Por fin conseguí hacerla sonreír y convencerla para que me dejara acompañarla por las calles de Chinchón.

—¿Cómo va mi cuadro?

—Lo estoy terminando.

—¿No podéis decirme nada más?

—No.

Según me contó, la reina le daba bastante libertad para salir. Además, ella necesitaba comprar a menudo pinturas y aceites para sus lienzos, y le gustaba ir ella misma a buscarlos.

—¿Qué tal en la corte? —le pregunté.

—Muy bien, la reina es una mujer muy buena.

—Estoy de acuerdo. Es una suerte para el rey y para España. Esperemos que pronto dé un heredero fuerte para que algún día reine.

—Eso espero.

—Tengo muchas ganas de ver mi retrato.

—Lo sé.

—Y si lo sabéis, ¿por qué no me lo mostráis?

—Os lo mostraré sólo cuando esté terminado.

—¿Es verdad que pintáis tan bien como dicen?

Sofonisba se echó a reír. Tenía una risa clara, casi contagiosa, dulce y libre a la vez.

—¿Qué dicen de mí?

—Que el propio pintor de cámara del rey, Sánchez Coello, tiene envidia de vuestro arte. Y que no hay ahora mismo mejor pintor que vos en toda España.

—Exageran.

—También dicen que sois muy hermosa, y bien puedo dar fe yo de que es cierto.

Sofonisba sonrió.

—Debo irme.

—¿Ya?

—La reina me espera.

—¿Os acompaño?

—Mejor no.

La hermosa joven se marchó sin decirme nada más. Sentí que se iba como lo hace la vida, que se escapa entre nuestras manos sin darnos cuenta. Cuando estaba con aquella joven sentía algo que no puedo explicar.

Estuve tiempo sin volver a hablar con ella, aunque la veía con frecuencia, ya que por esa época fui reclamado por el rey, así que desde julio del año sesenta y dos residí en la corte. Poco después de trasladarme, fui requerido para un viaje junto a su majestad por diversas ciudades españolas. Era un gran paso para mí, ya que se podía decir que ya hacía plenamente vida de miembro de la corte. Así, poco a poco, fui adquiriendo más relevancia entre la nobleza.

En un ambiente tan ambicioso como el de la corte de España, siempre aparecían envidias y maquinaciones. Así tuve un breve enfrentamiento con el gran duque de Florencia, Francisco de Médicis, pero aquello era bastante frecuente. El propio rey lo solucionó llamándonos al orden, aunque puedo jurar que Francisco de Médicis no era santo de mi devoción.

Estar en la corte suponía sobre todo acudir a bailes y banquetes, participar en torneos y ser todo lo simpático y frívolo posible. Aquello me recordaba mis días en la corte de Bruselas. Entonces era muy niño aún, pero ahora ya estaba en edad de participar activamente en todas las actividades, y no sólo de ser un simple observador, como en mi juventud. En aquellos días agradecía todo lo que había aprendido de niño al lado de mi madre, y empezaba a comprender el por qué de residir en Bruselas y en Londres. Mis padres me habían estado preparando durante toda mi vida para ser un hombre de Estado.

La princesa de Éboli organizó, por fin, la gran fiesta de disfraces. Tuvo lugar en su palacio de Aranjuez y a ella acudieron todos los nobles influyentes de la corte. Los reyes no asistieron, pero sí el príncipe y los archiduques de Austria, los grandes de España y muchos otros personajes importantes.

Don Juan y yo tuvimos un serio problema: qué disfraz ponernos. Después de mucho discutirlo, decidimos ir de dioses romanos. Él, de Marte, dios de la guerra, y yo, de Mercurio. Para ello me vestí con un pétaso, un sombrero griego redondo con borde ancho y llano. Además, para caracterizarme mejor, me até una bolsa con cordeles y mandé fabricarme un caduceo con una rama de olivo adornada con guirnaldas, y unas sandalias con alas. Don Juan, por su parte, lo tenía más fácil: con armadura, un yelmo y una espada podía decir perfectamente que iba disfrazado de Marte o de un simple soldado griego o romano.

El Palacio de Aranjuez estaba precioso, como no podía ser menos sabiendo lo importantes que eran las fiestas para Ana de Mendoza. Desfilaban disfraces de todo tipo: mitológicos como los nuestros; antiguos, como los de egipcios o romanos; exóticos, como los de la India o los orientales; de animales, y un largo etcétera. Muchas damas llevaban hermosos vestidos y simplemente se cubrían el rostro con máscaras. También había bufones y disfraces de caballeros medievales, de brujos y de magos. Y en medio del salón principal estaba la princesa de Éboli, disfrazada de pirata, estupendamente ataviada con una pechera, un chaleco de color rojo, una camisa grande blanca, unos collares dorados, un pendiente de aro, un pañuelo en la cabeza y su parche. Estaba insultantemente hermosa y provocativa. Al vernos llegar sacó una espada y la dirigió hacia el pecho de don Juan.

—¡Alto ahí! —amenazó clavando la punta de su espada en la armadura de mi amigo—. Estáis en mis dominios, deberéis pagar un tributo para salvar la vida o cortaré vuestra cabeza con el filo de mi espada.

—No sabía que había piratas tan hermosas —respondió don Juan.

—Ni yo que dejaban entrar en esta fiesta a soldados romanos.

—¡Soldados! Soy Marte, dios de la guerra —protestó enojado don Juan—. ¿Por quién me habíais tomado?

—Si vuestra merced lo dice —dijo Ana de Mendoza riéndose—. Pero parecéis un legionario más que el dios de la guerra.

La verdad es que tenía razón, era difícil identificar que don Juan iba disfrazado de Marte.

—Y vos, Alejandro, ¿de dónde habéis sacado ese sombrero tan curioso? —continuó burlándose la princesa de Éboli—. No me lo digáis: si él dice que es Marte, tú debes de ser Mercurio.

—Así es. Sin duda, la que mejor ha elegido el disfraz de toda la fiesta sois vos.

—¿Por qué lo decís? —me preguntó—. ¿Por mi parche, acaso?

—No. Porque los piratas son temibles, y no hay nadie más peligrosa que vos en toda esta fiesta.

—Así que me consideráis peligrosa.

—Entre otras muchas cosas.

Entonces se acercó a nosotros Ruy Gómez de Silva con el príncipe Carlos. El marido de la princesa de Éboli iba disfrazado de soldado medieval, con una armadura, una cota de malla y una gran espada. Don Carlos, en cambio, había elegido un disfraz de vikingo, con un casco con cuernos y una piel de oso sobre los hombros.

—¿Cómo se encuentran nuestros invitados? —preguntó Ruy Gómez de Silva—. Tened cuidado con este pirata, es muy peligroso.

—Lo tendremos, excelencia —respondí.

—Es una gran fiesta —opinó el príncipe Carlos.

—Me alegro de que os guste, alteza —respondió la princesa de Éboli.

—Va a empezar el baile, vayamos junto a los músicos, Ana —dijo en tono muy serio don Ruy Gómez de Silva—. Debemos iniciar el baile.

—Claro.

Los príncipes de Éboli se marcharon. Nos quedamos con el príncipe, que parecía estar disfrutando de la fiesta. El baile duró toda la noche; fue una de las mejores fiestas de la temporada.

La vida en la corte de España era demasiado lujosa. Con el tiempo, esto me provocó un gran problema. Mi madre, Margarita de Austria, me enviaba dinero desde Flandes, pero no el suficiente. Mi padre, ya de por sí bastante avaro, no tenía mucho que enviarme desde el pequeño ducado de Parma, y las partidas que había destinado para mí Felipe II eran del todo insuficientes. Así que pronto me hallé en la necesidad de encontrar dinero para mantener mi alto nivel de vida en la corte. La única manera que vi de conseguirlo fue con el favor de algunas damas de alto linaje, que logré seducir con bastante facilidad.

Era muy fácil entablar conversación con ellas en un baile o durante un torneo, montando a caballo o simplemente mediante una nota. Yo ya tenía experiencia sobrada en fiestas y banquetes. Junto con don Juan habíamos acudido con frecuencia a todas las que se organizaban en Madrid, y no creo que en Valladolid, Toledo, Sevilla o Zaragoza fuese muy diferente. Pronto conseguí regalos de algunas admiradoras que me permitieron sobrevivir en la corte, pero, por desgracia, los reinos de España eran tan católicos como dados a hacerse eco de cualquier noticia, más aún si en ella se trataba de la hija de un grande de España y de un príncipe italiano, sobrino del rey.

Así que un día recibí una carta de Bruselas y otra de Parma. Ambas eran parecidas: lo único en que mis padres se ponían de acuerdo era en los asuntos referidos a mí. Me avisaban de lo que mi conducta podía suponer en un ambiente tan conservador como el castellano. Como solución, mi madre solicitó al rey la necesidad de agilizar las gestiones para darme estado; sin embargo, mi matrimonio no iba a resultar nada fácil, y se convirtió en un gran problema para mis padres y también para Felipe II.

Mientras mis padres presentaban candidatas al rey, quien tenía la última palabra en estos casos, yo volví a Alcalá durante unos meses para continuar la formación. Don Juan me ayudo rápidamente a ponerme al día.

Por un tiempo me alejé de cualquier mujer, incluso de Sofonisba. Con mis padres buscándome darme estado con alguna importante princesa europea, no convenía que se me viera con ninguna dama. Y menos aún con una tan hermosa como Sofonisba, que, además, era dama de compañía de la reina.