CAPÍTULO XIV
EL AMANECER EN LEPANTO

Nos habíamos acostumbrado a movernos de noche al igual que de día. Don Juan confiaba en sorprender a los turcos a base de estar siempre en movimiento. Si no sabían dónde estábamos no podían atacarnos, así que navegamos con luz o sin ella, con viento o sin él. No quería caer en una emboscada turca, ya que el enemigo tenía naves más rápidas, estaban mejor preparados para el abordaje y, seguramente, utilizarían flechas incendiarias para quemar nuestras galeras. Nosotros contábamos con los mosquetones; como había dicho Andrea Doria, teníamos un solo disparo, pero éste podía ser arrasador. Don Juan quería llevar el mando de la batalla: nos enfrentaríamos cuando y donde él decidiera, y sería una batalla total, nada de escaramuzas.

Así, el 6 de octubre, día en que mi mujer celebraba su cumpleaños, pasamos a la altura de Atokos, cerca de la costa griega. Nos protegimos navegando detrás de las islas Curzolari, desviándonos levemente hacia el sureste para luego recuperar la dirección este. Navegábamos lento, para no cansar a la chusma y también para no encontrar al enemigo demasiado pronto. Nuestro generalísimo confió de nuevo a don Juan de Cardona la misión de abrir el camino con unas pocas galeras. Así, entre los susurros de la noche, cruzamos el canal que forman las costas de la Grecia continental con la isla de Oxia, la última de las islas Curzolari. Pasamos a la altura del cabo Scrofa y salimos muy temprano al golfo de Lepanto. Las informaciones dictaban que allí tendría lugar la batalla. Aún no podíamos divisar a los turcos, pero la armada de la Santa Liga ya se había desplegado y esperaba a nuestro temible enemigo.

Aquel amanecer lo recordaré toda mi vida: entre un silencio espeso, más de cien mil hombres vimos el amanecer más rojo de nuestras vidas. Los que estábamos allí nunca podríamos olvidarlo, sabíamos que este día que nacía sería el último que viéramos muchos de nosotros. Dios, Nuestro Señor, parecía también saberlo, por eso nos obsequió con el amanecer más hermoso que mis ojos hubieran visto nunca. El sol tiñó todo el Mediterráneo de un rojo sangre, como queriéndonos mostrar lo que horas más tarde nos esperaba. Nuestro sacrificio iba a servir para honrar a Dios y salvar la cristiandad.

A las siete y media de la mañana divisamos la flota turca entre la isla de Oxia y la punta Scrofa, como siempre, dispuesta en forma de media luna. La suerte nos había sido esquiva esa mañana y no íbamos a conseguir uno de nuestros objetivos, luchar con el sol a la espalda. La avanzadilla de don Juan de Cardona alcanzó a ver dos pequeñas barcas turcas que, haciéndose pasar por pescadores, se acercaban para intentar calibrar nuestras fuerzas y las disuadió rápidamente de sus planes.

Don Juan estaba imponente sobre el castillo de popa. Cubierto con una hermosa armadura, ocultaba en su pecho la medalla del Toisón de Oro. Su destino era estar allí este día. El padre de su tatarabuelo, el fundador de la orden y último duque de Borgoña, el legendario Carlos el Temerario, ya había formulado más de cien años antes el destino de mi joven amigo. El borgoñés fue el autor del voto del faisán, por el cual Borgoña, defensora del catolicismo, se había comprometido a reiniciar, llegado el momento, una nueva cruzada. El nieto de María de Borgoña, hija y heredera de Carlos el Temerario, estaba a punto de realizar la promesa.

Si alguien tenía que dirigir aquella cruzada era don Juan, y no iba a permitir bajo ningún pretexto que los turcos dudaran en plantar combate, así que avanzamos hacia ellos. Estábamos a menos de 10 millas, demasiado cerca para que alguna de las dos armadas se retirara. El combate era inevitable.

A lo lejos divisamos la galera capitana de la armada otomana, la Sultana, con el casco pintado de escarlata y unas dimensiones tan sólo comparables a las de la Real. Sobre su mástil ondeaba el famoso estandarte que la hacía fácilmente reconocible, el cual, según contaban los prisioneros turcos, había sido traído desde la propia Meca. La armada turca era mucho más numerosa que la de la Santa Liga: galeras de todas las clases, muchas de ellas cristianas confiscadas en alguna de las múltiples batallas que nos habían ganado durante los últimos cincuenta años, invadían todo nuestro campo de visión. Había tal número de embarcaciones que incluso algunas tenían problemas para navegar y no chocar las unas con las otras. Llenaban el horizonte en una extensión de más de cinco millas. Nunca habían perdido un enfrentamiento marítimo desde que el Imperio otomano se había echado al mar. Sus embarcaciones, construidas con la madera de los bosques cercanos al mar negro, eran temibles. Estábamos en clara desventaja, pero Dios estaba de nuestro lado.

Alí Pachá no se lo pensó dos veces. Disparó el cañón de su galera, la Sultana, invitando a don Juan de Austria a la pelea. Sin duda, el viento favorable le animaba a ello.

Nuestro generalísimo ordenó que se contestara el cañonazo. El turco ignoraba que el cristiano que más deseaba el enfrentamiento era el propio don Juan de Austria. Toda su vida había estado esperando este momento. Yo podía ver en sus ojos el fuego de la ambición que vi la primera vez que nos encontramos en Alcalá de Henares y que desde entonces no había hecho sino crecer y crecer.

Luis de Requesens miró a don Juan y éste le hizo un gesto con la mano. Entonces se izó el estandarte de la Liga, la cruz de Cristo flanqueada por los escudos de los aliados que don Juan había ordenado bajar previamente. Quería que su alzamiento fuera un símbolo, que mostrara a los hombres el camino por seguir como cuando salimos de Messina. Ésta era la batalla más importante de la historia y cualquier símbolo podía ser decisivo.

Los generales cristianos animaron a sus soldados y dieron la señal para rezar nada más ver alzarse el estandarte. Los soldados de la Real se arrodillaron ante un crucifijo que don Juan había situado en el castillo de popa y continuaron en esa postura de oración hasta que las flotas se aproximaron. Se trataba del crucifijo que el difunto Luis de Quijada había rescatado de manos moriscas en Las Alpujarras y le había entregado antes de morir.

Los turcos se lanzaron sobre los cristianos con gran rapidez. El viento les era muy favorable, pero justo entonces se calmó. Fue uno de los fenómenos más sorprendentes que mis ojos vieron nunca. El viento que soplaba con fuerza se detuvo totalmente, hasta dejar el mar en una sorprendente calma. Entonces, un profundo silencio inundó todo el golfo de Lepanto; tan sólo se oía el rugir de las olas contra los cascos de las galeras y el ruido de las cadenas de los esclavos cristianos en las embarcaciones turcas. El viento pronto comenzó a soplar en la otra dirección, ahora favorable a nosotros. Los rezos de los más de cien mil hombres habían sido escuchados.

—Éste es el día en que la cristiandad debe mostrar su poder, para aniquilar esta secta maldita y obtener una victoria sin precedentes. Es por voluntad de Dios que estáis aquí, para castigar el furor y la maldad de esos perros bárbaros. ¡Todos cuiden de cumplir con su deber! ¡Poned vuestra esperanza únicamente en el Dios de los ejércitos, que reina y gobierna el universo! —gritó don Juan.

Mi amigo intentaba inculcar nuevos ánimos en sus hombres. Después ordenó acercarse a la galera de Veniero y le dio las últimas instrucciones al jefe veneciano.

—Hoy es día de vengar afrentas; en las manos tenéis el remedio a vuestros males. Por lo tanto, menead con brío y cólera las espadas.

Veniero entendió perfectamente las palabras de don Juan, los venecianos estaban deseosos de entrar en combate y vengar a todos los caídos en Chipre. Entonces la Real se dirigió al lado izquierdo, a la galera de Colonna.

—Hijos, a morir hemos venido, o a vencer si el cielo lo dispone. No deis ocasión para que el enemigo os pregunte con arrogancia impía: «¿dónde está vuestro Dios?». Pelead en su santo nombre, porque, muertos o victoriosos, habréis de alcanzar la inmortalidad. —Estaba claro que don Juan sabía cómo motivar a sus hombres.

Las órdenes eran que las galeazas se colocaran una milla por delante del resto de nuestra flota y esperaran allí la llegada de los turcos. Así fue, y éstos recibieron una descarga de bienvenida que nunca olvidarían. Las seis galeazas situadas delante de las tres escuadras empezaron a escupir un fuego incesable de cañonazos. Una galera turca fue alcanzada por el fuego de las galeazas y se hundió de inmediato, fue la primera de las muchas que acabarían en el fondo del golfo de Lepanto aquel día. Alí Pachá, desconcertado ante aquellas enormes naves que escupían incesablemente proyectiles desde sus cañones e infundían el pánico en las líneas turcas, bajó de su castillo de popa y cogió a uno de sus remeros cristianos por el cuello. Sacó su espada y se la puso junto a la garganta, y en un castellano defectuoso le preguntó:

—Dime, por tu Dios: ¿qué tipo de nave es ésa?

Cuando éste comprendió que cada una equivalía a una fortaleza mandó aumentar la boga para pasar de largo cuanto antes, pero no lo hicieron sin que las galeazas hundieran dos galeras más, dañaran otras muchas y desbarataran la formación turca, sin que ésta pudiera volver a recomponerse.

En el Vaticano, el papa Pío V, rodeado por los principales cardenales, empezó una oración para pedirle a Dios, con las manos elevadas hacia el cielo como hizo en su día Moisés, que ayudara a las tropas cristianas. Al mismo tiempo se inició la procesión del rosario en la iglesia de Minerva, en la que se pedía por la victoria. Por toda Roma corrió la voz de que aquella mañana tendría lugar la tan esperada batalla. En Venecia, el gran dux se reunió en el Senado, esperando las noticias de la batalla. Los venecianos eran los más preocupados: una derrota significaría el fin de la República. En España, Felipe II esperaba noticias de la batalla mientras seguía de cerca cómo crecían las torres de El Escorial. No habló con nadie durante aquella mañana. Antonio Pérez había dado orden al virrey de Nápoles de enviar un correo urgente en cuanto se supiera la suerte de la contienda. En los reinos de Francia, Inglaterra, Escocia y en el Imperio todos esperaban con cautela el resultado de la batalla, porque de ella dependía el futuro de Europa entera.

En Lepanto, el viejo almirante turco conocido por los cristianos como Sirocco, debido a que era tan escurridizo como el viento, pronto comprendió el peligro del fuego de las galeazas. Así que intentó rebasar la línea cristiana por su flanco izquierdo para atacarla por su retaguardia. Sus galeras eran increíblemente rápidas.

Mientras tanto, las galeras situadas en el centro de la media luna empezaron a lanzar sus famosas bombas de fuego, terribles armas incendiarias compuestas por una mezcla de alquitrán que, al caer en el agua, seguían ardiendo. Y peores resultaban si lo hacían en una galera, pues no había forma de apagarlas.

Don Juan vio que era el momento necesario de animar a sus hombres, y los tambores de la Real empezaron a sonar entre los gritos de los hombres. Al oírlos, en el resto de las galeras se empezaron a sumar primero los tambores, y luego las trompetas. El ruido pareció acallar los rugidos de los otomanos, pero fue una mera ilusión. Cuando las flotas se encontraron cara a cara, el clamor otomano chirrió como un animal enfurecido, y su sonido se introdujo por todos los rincones de las galeras cristianas.

La confianza de la escuadra izquierda depositada en Barbarigo, en vez de en los jefes de la Santa Sede y la Serenísima, no era casual. Adivinando las intenciones de Sirocco, Barbarigo acercó sus galeras a la costa para cerrarle el paso. A pesar de ello, algunas galeras turcas tripuladas por hábiles pilotos muy familiarizados con la costa griega lograron pasar casi rozando las piedras, por los bancales y escolleras, y consiguieron envolver a Barbarigo. Fue aquí donde empezó a funcionar la táctica de serrar los espolones. Siguiendo el consejo de Doria se serraron todos los de nuestras naves. Para no dar cuenta de ello al enemigo se dejaron en su mismo lugar, pero sujetos por cuerdas. El espolón era un elemento clave en una galera, ya que tenía dos funciones: servir de puente por donde pasaban los hombres a la hora del abordaje, y utilizarlo para embestir la nave enemiga e inmovilizarla. Una vez entrado en combate se dejaron caer los espolones. Cuando esto sucedió, los otomanos quedaron aturdidos ante la maniobra, sin duda muy difícil de entender. Yo mismo dudaba de su efectividad, pero pronto salí de mi ignorancia: al dejarlos caer, los tercios con los arcabuces quedaron a menor altura de lo habitual y sin obstáculos en su punto de mira, por lo que tenían más fácil alcanzar al enemigo. Por contra, los otomanos perdieron la visión de los soldados cristianos y, al disparar sus proyectiles, éstos pasaban por encima de las cabezas de nuestros hombres.

El combate que siguió fue terrible y sangriento. Barbarigo comprendió su delicada situación: a él se le había confiado el flanco izquierdo, y no tenía ninguna intención de entregarlo a los turcos. Reorganizó toda su escuadra tapando todos los huecos por donde las escurridizas galeras turcas de Sirocco intentaban pasar.

—¿No seréis capaces de permitir que esos infieles nos rodeen? La suerte de la batalla está en vuestras manos, ¡luchad por Dios! —gritaba Barbarigo a sus hombres.

Pero no todo quedó ahí. El almirante de la escuadra izquierda entendió enseguida que no podría contener a los turcos él solo, y rápido ordenó que se izara la señal para que Álvaro de Bazán enviara refuerzos. Al hacerlo bajó su escudo, su alférez lo vio y rápido le advirtió del peligro.

—¡Señor! ¡Protegeos!

—Es un riesgo menor a que no me entiendan los hombres. ¡Debemos izar la bandera! —gritó Barbarigo.

El veneciano recibió un flechazo en el ojo izquierdo, pero a pesar de ello consiguió terminar de arriar la bandera. Después, algunos de sus hombres le acostaron en la popa, si bien la herida era demasiado grave y la sangre fluía con mucha velocidad. Lejos de preocuparse por su persona llamó a gritos a su sobrino, que dirigía otra galera bautizada como Los dos delfines, para cederle el mando. Contarini, que así se llamaba el joven capitán, izó él mismo las banderas de ayuda y, al igual que su tío, sin escudo que le protegiera, ordenó resistir a toda costa.

—¿Recordáis a nuestros soldados de Famagusta? Ellos resistieron, ellos murieron esperando nuestro socorro. ¿Permitiréis que esas muertes sean en balde? ¿Dejaréis que atraviesen nuestra defensa y que lleguen a Venecia? ¡Decidme! ¿Lo haréis?

La situación era desesperada para nosotros. Parecía que las galeras venecianas iban a caer en poder de los turcos en cualquier momento, entre ellas la Marquesa, la segunda en el mando de la escuadra izquierda. Esta galera era de la pocas que conseguía mantener a raya a los turcos. Era un islote de esperanza en un mar de sangre y pólvora, donde las galeras turcas se movían a placer, atravesando las líneas cristianas.

Miguel de Cervantes había estado enfermo toda la noche, vomitando y con fiebre, así que le destinaron a la reserva para el día de la batalla. Pero al amanecer se había presentado ante Francesco Sancto Pietro, su capitán, y le había pedido que le permitiera luchar.

—Más quiero morir peleando por Dios y por mi rey que no meterme so cubierta.

—Soldado, honra con su valor a nuestro rey, pero vuestra merced está enfermo…

—¿Qué se diría de Miguel de Cervantes cuando hasta hoy he servido a su majestad en todas las ocasiones de guerra que se han ofrecido? Y así no haré menos en esta jornada, enfermo y con calentura.

Su capitán, abrumado por las palabras de Cervantes, lo puso en el esquife, el punto más peligroso del navío, a popa, por donde los abordajes eran más peligrosos. Miguel de Cervantes, su hermano y los otros soldados rechazaron los numerosos ataques de las galeras que se acercaban a la Marquesa, que resistía valientemente entre el fuego cruzado de dos galeras turcas. Entonces llegó una tercera galera enemiga, bien provista de arcabuces, que descargaron todos sus proyectiles sobre los soldados del esquife. Rodrigo se derrumbó ante la mirada de su hermano, Miguel de Cervantes. Dos tiros de arcabuz, uno en el pecho y otro en el estómago, habían segado la vida del joven castellano. Miguel también fue alcanzado, cayó al suelo gravemente herido en el brazo izquierdo y con otro tiro en el pecho. Pero éste sólo le había rozado, porque si no seguramente ya no estaría vivo. Miguel no sentía las heridas, su dolor provenía del corazón. Las lágrimas resbalaban por su rostro como la sangre por su brazo. Su hermano Rodrigo yacía muerto a sus pies. Alzó la vista y vio como se acercaba un soldado turco empuñando en lo alto de su brazo una brillante espada, que se dirigía directamente a su cabeza. Miguel la esquivó, y la espada se clavó en la madera. Buscó rápidamente algo con que defenderse y sólo encontró su arcabuz, lo cogió y con su culata golpeó al turco en la cara. El otomano cayó hacia atrás víctima del impacto y, cuando se incorporó, Cervantes le estaba esperando para regalarle un nuevo golpe. Con el esfuerzo y su brazo herido, perdió el equilibrio y cayó sobre el pecho del turco. Entonces vio una pequeña daga curvada que su enemigo llevaba en la cintura, se la quitó y se la clavó en el pecho. A continuación se vendó el brazo con el turbante del turco muerto, cogió la espada con la que había intentado matarle instantes antes y continuó la defensa de la Marquesa, vengando la muerte de Rodrigo.

El combate se había convertido en un auténtico caos. Unas galeras se lanzaron en persecución de otras, con decenas de barcos entrelazados en abordajes múltiples. En aquel infinito desorden había naves turcas que habían sido abordadas y que ahora eran defendidas por españoles, y corsarios berberiscos navegando en galeras con pabellón cristiano. Imposible saber cuántas naves estaban siendo tragadas por el mar. Donde estaba una galera, al poco sólo quedaba un remolino que se la engullía. Había en el agua tantos muertos y despojos de sus cuerpos que las naves encallaban entre cadáveres. La carnicería era dantesca, los cuerpos mutilados impedían saber si eran cristianos o turcos los que flotaban.

Yo mandaba el flanco derecho de la Real, mientras Luis de Requesens hacía lo propio en el izquierdo. La costumbre en las batallas navales era que las naves capitanas se enfrentaran en duelo. Normalmente, el vencimiento de una u otra determinaba la suerte de la batalla, por lo que los almirantes solían embarcar a sus mejores hombres en esa nave. Nosotros llevábamos la flor y nata de la infantería española, 400 arcabuceros e hidalgos del tercio de Cerdeña.

La galera de Alí Pachá, la Sultana, estaba apoyada por otras siete galeras que, estratégicamente situadas a su popa, amenazaban con servirle de refuerzos. Sus temibles jenízaros, en su mayor parte niños cristianos raptados en los Balcanes que eran entrenados desde su juventud en el arte del combate, eran la infantería de élite otomana. La Real estaba solamente apoyada por dos galeras. Conforme nos íbamos acercando a la Sultana se oían los gritos de los soldados turcos intentando asustarnos. Desde lejos parecían temibles. En la Real nadie se movía, ninguno de los soldados de los tercios parecía preocupado ante lo que se nos venía encima. Eran soldados del rey de España, habían combatido desde Nápoles hasta Flandes, pasando por Saboya, Luxemburgo y la propia Francia. En tierra no conocían la derrota, con sólo oír acercarse sus tambores, sus enemigos huían. Sólo los protestantes flamencos se atrevían a hacerles frente. Los capitanes de las compañías, con un simple gesto, ordenaron a los soldados que prepararan sus arcabuces. Todos encendieron sus mechas.

Don Juan, en lo alto del castillo de popa, no daba ninguna orden, tan sólo esperaba. En cambio, los turcos no dejaban de chillar y blasfemar. Una lluvia de flechas y proyectiles cayó sobre la Real, pero lo tercios estaban bien protegidos tras sus escudos.

—Don Alejandro, don Luis, capitanes, ¡a mi orden!

Nuestro generalísimo esperaba el momento oportuno.

—Soldados, hoy el papa nos está mirando desde Roma, y Dios, Nuestro Señor, desde lo alto del cielo. Habéis de saber que quien muera hoy aquí, en Lepanto, vivirá para siempre. Sois soldados del rey de España, Felipe II, defensores de la fe cristiana, comportaos como tales. Callemos para siempre a esos infieles. ¡Santiago! ¡Cierra España!

La Sultana y la Real se embistieron mutuamente. La colisión fue brutal, muchos hombres cayeron al agua, sobre todo turcos. Pero fue el espolón de la otomana el que penetró hasta el cuarto banco de la galera cristiana. De este modo, unidas, constituían una única plataforma de unos doce metros de anchura por más de cien de longitud, como si fueran dos piezas trabadas en su parte central por una bisagra. La suerte del combate dependía de que una de ellas conquistase la otra y alzase en ella su estandarte.

—¡Por Dios, por España, por el rey! ¡Arcabuces!

La infantería española descargó sus arcabuces sobre los jenízaros turcos, sin que éstos pudieran defenderse. La primera línea turca cayó fulminada, los arcabuces sembraron el temor en la Sultana. Los tercios españoles hablaron de la mejor manera que sabían, escupiendo fuego. Mientras, el artillero Pedro de Macedonia, otro de esos griegos que tan bien servían a don Juan en esta empresa, dirigía a la perfección nuestras escasas piezas de artillería, controlando que ninguna nave de pequeña envergadura nos abordara por la retaguardia.

De entre los arcabuceros salieron soldados armados con espadas y escudos que se lanzaron al asalto de la Sultana. Pisando sobre los cadáveres de los primeros jenízaros, los bravos soldados españoles atravesaban con sus aceros a todo turco que se preciara; la carnicería fue salvaje. En unos instantes alcanzaron la parte central de la nave otomana entre un mar de sangre, cuerpos mutilados y gritos de dolor. Pero entonces la Sultana empezó a recibir ayuda de las galeras que la seguían. Un mar de flechas cayó sobre los soldados cristianos, que se protegían con sus escudos mientras los arcabuceros disparaban contra los arqueros. Más jenízaros habían repuesto el lugar de los caídos y los tercios tuvieron que empezar a retroceder ante el incesable empuje de los turcos, que recibían constantemente refuerzos por la popa. ¡No podíamos permitirlo!

—¡Flanco derecho, a los arqueros! —indiqué a los soldados bajo mi mando.

No iba a defraudar a don Juan. Si él llevaba tiempo esperando este día, yo aún había esperado más, pues ni había podido participar en la rebelión morisca de Las Alpujarras ni limpiar las costas de Granada de piratas como había hecho él.

Los arqueros de una de las galeras que apoyaban a la Sultana cayeron en gran número. Pude oír como Luis de Requesens hacía lo propio desde su flanco. Sin el apoyo de los arqueros, nuestra infantería retomó la iniciativa y los jenízaros caían a la misma velocidad que subían por la popa de la Sultana. Mientras mis hombres recargaban, una galera se dirigió directa hacia nuestro flanco y descargó una lluvia de flechas sobre nosotros. Yo me protegí con mi escudo y no fui herido, la mayoría de mis hombres tampoco, pero tras ese primer ataque intentaron un abordaje.

—¡Luis!, Alejandro necesita ayuda —ordenó don Juan.

Los arcabuceros de Luis de Requesens llegaron hasta nuestro flanco y, apoyando a los míos, hicimos desistir a los turcos de sus ideas.

—¡Alejandro! Flanco izquierdo, ¡rápido!

Me giré y vi como esta vez se acercaba otra galera por el flanco contrario, que estaba desprotegido. Rápidamente nos dirigimos hacia allí y esta vez fueron los arcabuces de mis hombres los que volvieron a acallar las blasfemias turcas. La infantería había estado por segunda vez a punto de llegar hasta el mismo Alí Pachá, pero los refuerzos turcos parecían ilimitados y nuevamente eran empujados hacia la Real.

La batalla era increíblemente confusa, las galeras del mismo bando se trababan entre sí. El mar estaba envuelto en sangre; los cuerpos flotaban chocando contra los barcos, también las cabezas, los brazos, las piernas… El atronador sonido de los cañones, los disparos de los arcabuces, el chocar de las espadas y una nube de intenso humo habían convertido Lepanto en un infierno. Y en medio de tanta confusión, los gritos de furia, de pasión, de valentía…, pero también de dolor, de miedo, de misericordia, de sufrimiento y de desolación.

En este punto del enfrentamiento se demostró nuevamente la inteligencia de don Juan. Antes de la batalla habíamos dotado a los remeros de unas medias picas que resultaron más útiles de lo esperado. Cuando se acercaron las galeras turcas para abordarnos, los remeros retiraron los remos y sacaron estas picas, que resultaron especialmente útiles para impedir el abordaje.

Llegó el momento trágico. Los jenízaros estaban a punto de inclinar la balanza a su favor, pues se lanzaron al contraataque intentando invadir la Real. Los tercios sufrían ante el empuje otomano. Pedro de Macedonia fue alcanzado por una flecha en la cara y cayó al suelo retorciéndose de dolor. El propio don Juan bajó a cubierta y se colocó en primera línea. Le seguí como lo hubiera hecho al fin del mundo. Yo llevaba una armadura que me cubría todo el cuerpo y un casco cerrado, y tenía una espada en cada mano. Mis movimientos eran más lentos, pero, por el contrario, podía resistir los proyectiles de esos herejes. Mientras me mantuviera en pie, la armadura me daba ventaja; si caía al suelo, estaba perdido. Era fácil que me intentaran derribar y clavarme una daga por el hueco de mi casco, a través del cual veía, o en la parte no protegida de las axilas. Me gustaba pelear con dos espadas desde nuestros días en Alcalá. Creo que era de los pocos que así lo hacían, pero era mi forma de luchar.

—Recordad que combatís por la fe, ningún débil ganará el cielo —gritaba don Juan a nuestros hombres—. ¡Santiago, cierra España!

Los hombres, armados de valor, presionaron de nuevo sobre la línea otomana. Conseguimos parar el avance, mas la presión otomana era incesable. Un moro negro se lanzó hacia mí con una enorme hacha. Esquivé el primer golpe, pero en el segundo rompió en dos mi espada. El tercero casi me corta una pierna. Entonces le agarré el hacha por su mango y le propiné un fuerte cabezazo. Perdí mi casco y quedé algo aturdido, pero al menos conseguí que soltara la enorme hacha, que cayó al suelo de la Real. El moro gritó indignado y se lanzó a por mí, golpeando con su clavícula en mi costado. El dolor que me propinó fue horrible y la violencia con que lo hizo me derribó, y caí de espaldas con él sobre mí. Mi armadura había perdido toda su efectividad, ahora era sólo un gran obstáculo que dificultaba mi movilidad.

Entonces saqué mi daga y se la clavé en la espalda. El moro gritó de dolor, pero a continuación me agarró con las manos por el cuello. Aunque casi no podía respirar, le clavé de nuevo la daga, lo que el turco acompañó con un nuevo grito de dolor sin dejar de apretar mi garganta, que estaba a punto de partir con sus grandes manos. Volví a clavarle la daga, una y otra vez, hasta que me soltó, y yo seguí introduciendo aquel trozo de acero toledano en su cuerpo hasta que cayó de lado. Entonces me puse de rodillas y se la introduje a la altura del corazón. Su sangre me saltó a la cara, me limpié y vi delante de mí a don Juan peleando con un turco que se defendía con su cimitarra, que era la típica espada otomana, de las envestidas que mi amigo le lanzaba.

La armadura le daba una apariencia terrible, como la de un caballero medieval de algún cuadro, rodeado de enemigos pero siempre victorioso. El medallón del Toisón de Oro ya se había liberado de su escondite y colgaba desafiante del cuello. El otomano no aguantó por mucho tiempo su empuje, don Juan le clavó su espada en el costado y el turco se desplomó. Inmediatamente después, otro turco armado con un escudo y una espada se lanzó ferozmente a por él. Sin embargo, don Juan amortiguó el golpe de la espada otomana con la suya propia y a continuación sacudió el escudo con una patada, de tal manera que éste impactó en la mandíbula del turco. Luego le introdujo su espada entre las costillas y el enemigo se desplomó igualmente. Allí, en primera línea de batalla, Juan demostró su valor y una enorme destreza. El conde de Priego protegía en todo momento la espalda de don Juan, pero la situación no mejoró hasta que Andrés Becerra, capitán de los tercios, se lanzó a la primera línea de defensa al grito de:

—¡Tercios de España! ¡Por Dios! ¡Por el rey! ¡Y por don Juan!

Todos los hombres de su compañía, al ver a su capitán en tal acto de valor, se lanzaron a su defensa. Los jenízaros tuvieron que retroceder.

La matanza fue terrible. En torno a las galeras, la mar estaba teñida de rojo, y no había otra cosa que turbantes, remos, flechas y otros muchos despojos de guerra. Y sobre todo, muchos cuerpos humanos, tanto cristianos como turcos, unos muertos, otros heridos, otros hechos pedazos.

Don Juan, espada en mano, luchaba en primera línea bien apoyado por los tercios. Mi flanco estaba seguro; Luis de Requesens tenía más problemas en el suyo, pero no dudé de que fuera a resistir. Andrés Becerra había abierto camino hacia la popa de la Sultana. Entre mis hombres pude ver uno que disparaba con tal rapidez que era capaz de descargar dos arcabuces sobre los turcos mientras los demás soldados sólo efectuaban un disparo. Era menudo y llevaba un pañuelo rojo que le tapaba media cara.

En el ala derecha de la armada, cuya defensa estaba encomendada al famoso Andrea Doria, las cosas habían empezado de una manera completamente distinta a en los otros dos puntos de acción de la batalla. Allí estaban los dos mejores marinos, el renegado Uluch Alí, antiguo fraile de Calabria y ahora terrible corsario con base en Argel, y el almirante genovés Andrea Doria. Ambos iniciaron un juego peligroso: mientras Uluch Alí intentaba a toda costa envolver el flanco derecho cristiano, Andrea Doria lo evitaba continuamente estirando cada vez más su formación, hasta que ambas escuadras se separaron de la parte central donde la Sultana y la Real intentaban dirimir la suerte de la batalla. Así navegaron mar adentro sin apenas enfrentamientos, salvo algún disparo lejano de las culebrinas sin ninguna consecuencia. Sin duda, ambos genios marinos parecían estar envueltos en una guerra particular; sin embargo, estaba claro que, si el cuerno izquierdo de la media luna otomana conseguía envolver a la escuadra derecha cristiana y atacar la retaguardia de don Juan, la batalla estaba perdida.

Cuando el flanco izquierdo estaba a punto de caer, con Barbarigo y su sobrino Contarini yaciendo muertos sobre las cubiertas de la galera capitana, acudieron en su ayuda 10 galeras de reserva cristianas mandadas por Álvaro de Bazán, siguiendo las señales de las banderas.

Su capitana, la Loba, destruyó a cañonazos una galera turca que había penetrado totalmente entre las líneas de la escuadra izquierda y embistió a otra en la que el propio Álvaro de Bazán dirigió el abordaje y recibió dos balazos que no traspasaron su armadura. Tres de sus galeras no se detuvieron y continuaron a gran velocidad. Su chusma estaba fresca, y pronto llegaron a la altura de la galera de Sirocco cortándole el paso. Dos otras galeras de la escuadra mandada por Álvaro de Bazán rodearon por ambos lados una galera turca y dispararon sus culebrinas y falconetes, con lo que aniquilaron toda forma de vida. La siguiente galera embistió definitivamente a la turca, los tercios la abordaron, acabaron con todos los turcos y liberaron a los remeros cristianos.

Sirocco se encontraba ahora rodeado, la mayoría de sus galeras estaban siendo arrinconadas hacia la costa. La muerte de Barbarigo y su sobrino, y de tantos otros valientes soldados cristianos, no había sido en balde. Los refuerzos estaban inclinando definitivamente la suerte en el flanco izquierdo cristiano de la batalla. Sirocco estaba rodeado hasta por cuatro galeras cristianas, ya que a las tres de reserva se había añadido otra de las que inicialmente formaban la escuadra izquierda. Sirocco, famoso en todo el Mediterráneo por sus correrías por las costas de Nápoles, Sicilia, Mallorca y Córcega, sacó su gran espada, lanzó un grito que hasta su mismísimo dios, Alá, tuvo que oír y se dirigió como poseído por el diablo contra los soldados tudescos que estaban asaltando su galera. Su piel morena contrastaba con la de los centroeuropeos, parecía una fiera herida y luchaba hábilmente. Sirocco se abrió camino a base de certeros golpes de espada; hasta cuatro soldados tudescos cayeron a sus pies. Parecía imposible acabar con aquel viejo turco, hasta que un arcabucero le alcanzó en un hombro. Sirocco perdió su espada. A continuación, otro tiro de arcabuz le alcanzó en una pierna. Entonces, un soldado tudesco clavó su espada en el cuerpo del almirante otomano, que reaccionó propinándole un fuerte golpe con su puño en toda la cara que rompió la nariz del cristiano e hizo que empezara a brotar abundante sangre por su rostro. Sirocco sacó la espada de su cuerpo entre gritos de dolor. Otro soldado tudesco le clavó una daga en el costado. El almirante turco se tambaleó, pero llegó a lanzar la espada contra el soldado cristiano y se la clavó en medio del pecho. El cristiano cayó de rodillas, con la boca abierta intentando gritar, pero su voz ya nunca más se oyó. Sirocco cedió unos pasos hasta que, finalmente, cayó por la borda de la galera.

Cuando el combate en el ala izquierda se hubo resuelto, Álvaro de Bazán reagrupó sus naves y acudió en auxilio del centro, donde la lucha en torno a las galeras insignias de la Real y la Sultana se encontraba en su punto álgido. Nubes de flechas caían sobre los cristianos y silbaban las balas de los arcabuces. En algunas galeras turcas, la provisión de flechas se agotó. En medio de tanta muerte, se produjo una situación cómica, ya que los arqueros que se habían quedado sin munición arrojaron naranjas y limones a los cristianos, y ellos se los devolvían para burlarse. Aun así, la situación de los cristianos en torno a la Real era apurada, pues el enemigo seguía recibiendo refuerzos de al menos seis galeras. En el plan original se había previsto que la Real sería auxiliada por las dos capitanas que la flanqueaban, pero éstas habían quedado a su vez trabadas en combate. No obstante, Colonna procuraba echar una mano ordenando a sus arcabuceros que dispararan sobre los asaltantes turcos.

El jefe de las tropas de la Santa Sede demostró en combate que, si bien no era el mejor marinero, como general de infantería no tenía nada que envidiar a nadie. No en vano en todo Lepanto sólo había otro caballero que perteneciera a la misma orden que don Juan, y ése era Colonna, caballero de la orden del Toisón de Oro por el gran maestre, Felipe II. Colonna supo que tenía que impedir que la Real fuera asaltada por las otras galeras turcas. En cuanto le fue posible, maniobró para embestir a la Sultana lateralmente.

Casi al mismo tiempo, el providencial Álvaro de Bazán la atacaba por la otra banda. Semejante escenario se completó con otra galera turca, que embistió a la de Colonna, y otras dos más que cortaron el paso a la de Veniero cuando se precipitaba contra la capitana turca. La batalla se decidiría en el mismo centro, donde la acumulación de galeras convirtió un combate naval en lo más parecido posible a un campo de batalla terrestre. Don Juan había demostrado su inteligencia al colocar a su lado a Colonna y Veniero. Todo lo que tuvieron de problemáticos antes de la batalla lo estaban solventando luchando como lo que eran: el jefe de la Serenísima República de Venecia y el jefe mayor de los ejércitos de la Santa Sede pontificia.

Los arqueros turcos rechazaban todos los intentos de abordaje. Entonces, don Juan tuvo una brillante idea. Se dirigió hacia la chusma y con su espada rompió una de las cadenas que agarraban a uno de los galeotes, que permanecían encadenados a los remos. Los galeotes, en la mayoría de los casos, eran delincuentes que purgaban su pena en galeras bogando en ellas de por vida. Para encender su furia, el almirante les prometió la libertad si salían victoriosos. Como fieras, dejaron sus bancos para arrojarse con una daga entre los dientes contra el enemigo. En los barcos turcos se produjo entonces una revuelta. Los galeotes que empleaba el sultán, al contrario que en nuestras galeras, solían ser prisioneros de guerra cristianos que, al encontrarse cerca de los defensores de la cristiandad, demostraron un valor sin igual y pronto se atrevieron a enfrentarse a sus verdugos.

Reforzados con los nuevos socorros, los soldados de la Real, entre los que estábamos Luis de Requesens y mi persona, nos lanzamos en un definitivo ataque a conquistar la Sultana.

—¡Santiago, cierra España!

Al grito de los soldados españoles, Andrés Becerra, capitán de los tercios, natural de Marbella, arrebató al portaestandarte turco la bandera de Alí Pachá.

Alí Pachá pereció combatiendo valientemente. El gran almirante turco fue abatido por hasta siete disparos de arcabuz de los soldados de Luis de Requesens, y un remero cristiano de los que don Juan de Austria había liberado decapitó el cadáver con un hacha y presentó la cabeza a don Juan clavada en una pica. Un clamor de alegría victoriosa estalló entre nosotros. Los turcos estaban derrotados y el pánico se apoderó rápidamente de sus huestes a partir del momento en que el estandarte de Cristo comenzó a ondear en la Sultana.

La noticia de la conquista de la Sultana y la muerte del almirante turco corrió de una nave a otra como la pólvora. A los gritos de victoria, los cristianos, que en casi toda la línea prevalecían sobre sus adversarios, redoblaron el ímpetu de la lucha. Como era de esperar, la noticia produjo en los turcos el efecto contrario. Algunos capitanes dieron por perdida la batalla y procuraron huir hacia Lepanto, pensando en salvar lo que quedaba de su armada. Incluso el capitán turco que había atacado a Colonna, comprendiendo que su esfuerzo era inútil, se separó de la galera de Colonna y viró hacia mar abierto, pero el hábil Juan de Cardona le cortó la huida.

Este capitán turco, con la espalda hecha una llaga por el impacto de una piñata incendiaria, se cambió a una fragata y huyó a Lepanto. Otros se fueron rindiendo, entre ellos Mustafá Esdrí, cuya nave no era sino la antigua galera capitana de la escuadra pontificia que los turcos habían capturado diez años atrás. Fue quizá la mejor presa que hicieron los cristianos, puesto que en su bodega viajaban los cofres de la tesorería otomana.

A esa hora, Uluch Alí había logrado su propósito de envolver el ala cristiana mandada por Andrea Doria. El almirante Doria había procurado abortar la maniobra abriéndose a su vez, pero sólo había conseguido separarse excesivamente del cuerpo de la batalla. En manifiesta inferioridad de condiciones —Uluch Alí tenía 93 galeras contra unas veinte al mando del genovés—, Doria no pudo impedir que algunas naves otomanas lo rebasaran por la retaguardia. Diez galeras venecianas, dos del papa, una de Saboya y otra de los caballeros de Malta sucumbieron y fueron capturadas por los turcos, que pasaron a cuchillo a todos sus hombres. Durante la batalla entendimos que las órdenes que había dado Alí Pachá a sus galeras prohibían hacer prisioneros.

Álvaro de Bazán, después de haber actuado de manera espléndida en el socorro del ala izquierda y luego en el centro, apareció con sus naves en defensa del ala derecha. Uluch Alí, que tan brillantemente había rodeado las naves de Doria, se vio ahora cogido en su propia trampa, con las galeras de Álvaro de Bazán por un lado y las ocho galeras de Juan de Cardona por otro. Además, a lo lejos acudían las de don Juan de Austria. Prudentemente, el renegado optó por huir abandonando las ocho galeras capturadas que llevaba a remolque. Cortó las amarras y escapó perseguido por Álvaro de Bazán, quien, al final, hubo de desistir porque sus remeros estaban agotados. En cualquier caso, Uluch Alí tampoco escapaba indemne: había entrado en combate con 93 naves y únicamente pudo salvar 16. Sólo se llevaba el estandarte de los caballeros de Malta que había conquistado en la galera de la orden, aquel que no pudieron tomar en Malta años atrás.

Andrea Doria había demostrado con creces su talento y lo acertado de ofrecerle defender el flanco más complicado de la batalla. Había conseguido lo imposible, impedir que le flanquearan en clara inferioridad de tropas. Y si bien Uluch Alí había logrado dejarle finalmente atrás, para aquel entonces la batalla ya estaba resuelta. Si Uluch Alí hubiera llegado antes al socorro de la Sultana, la suerte de la batalla hubiera sido bien distinta.

Eran las cuatro de la tarde cuando dejó de sonar la pólvora y renació la calma. La Real permanecía en el centro de la batalla totalmente destrozada; sus hermosas esculturas flotaban en la mar junto con los cadáveres. Sobre el castillo de su popa apareció la figura de don Juan. Yo estaba en la galera de Colonna. Allí, sobre su galera capitana, la Real, don Juan de Austria acababa de pasar a la historia en la mayor batalla naval de todos los tiempos: la batalla de Lepanto.

En la basílica de San Pedro del Vaticano, cerca de una de las ventanas que daban a la gran plaza, el papa estaba conversando con algunos cardenales. De repente, se quedó algún tiempo con los ojos fijos en el cielo y, cerrando el marco de la ventana, dijo: «No es hora de hablar más, sino de dar gracias a Dios por la victoria que ha concedido a las armas cristianas».

A Sirocco, después de la refriega, lo encontraron agonizando entre los restos del naufragio y lo remataron para ahorrarle sufrimientos. Sus subordinados, menos valerosos o más realistas, embarrancaron las otras galeras en la costa y se pusieron a salvo. La Marquesa sufrió 40 bajas, entre ellas la del capitán, y más de ciento veinte heridos, entre ellos mi muy buen amigo Cervantes. Con la mano izquierda inútil y encogida, la herida, que podía parecer fea, él la tendría siempre por hermosa, por haberla ganado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos y esperaban ver los venideros.

Desde la galera de Colonna descubrí el cuerpo flotando del soldado con el pañuelo rojo que tan valientemente había luchado en mi flanco derecho de la Real, disparando el arcabuz de la manera más rápida que nunca había visto antes. Dos arcabuceros le estaban sacando del agua. Cuando levantaron su cabeza pude ver que se trataba de una mujer disfrazada de hombre, la misma de aquella noche en Messina.

«Jamás se vio batalla más confusa; trabadas de galeras una por una y dos o tres, como les tocaba… El aspecto era terrible por los gritos de los turcos, por los tiros, fuego, humo; por los lamentos de los que morían. El mar envuelto en sangre, sepulcro de muchísimos cuerpos que movían las ondas, alteradas y espumeantes de los encuentros de las galeras y horribles golpes de artillería, de las picas, armas enastadas, espadas, fuegos, espesa nube de saeta… Espantosa era la confusión, el temor, la esperanza, el furor, la porfía, tesón, coraje, rabia, furia; el lastimoso morir de los amigos, animar, herir, prender, quemar, echar al agua las cabezas, brazos, piernas, cuerpos, hombres miserables, parte sin ánima, parte que exhalaban el espíritu, parte gravemente heridos, rematándolos con tiros los cristianos. A otros que nadando se arrimaban a las galeras para salvar la vida a costa de su libertad, y aferrando los remos, timones, cabos, con lastimosas voces pedían misericordia, de la furia de la victoria arrebatados les cortaban las manos sin piedad, sino pocos en quien tuvo fuerza la codicia, que salvó algunos turcos».

Luis Cabrera de Córdoba