CAPÍTULO VII
ISABEL DE VALOIS
En el año sesenta y cinco, don Juan se encontraba muy molesto con todo lo que le rodeaba: a pesar de sus 18 años, todavía no había participado en ningún acontecimiento militar. Ni siquiera yo podía tranquilizarlo; en aquel estado sólo había una persona que podía calmarlo: Isabel de Valois.
La reina había acudido en esos días como representante de España a tratar unos asuntos de Estado a Bayona con su madre, Catalina de Médicis, reina de Francia. En Bayona había recibido la concesión de la Rosa de Oro por parte del papa, un honor con el cual se distinguía a las princesas católicas que habían demostrado gran virtud y apoyado a la Iglesia.
Al volver, don Juan fue la primera persona que la visitó, incluso antes que el rey.
—Juan, qué gusto verte. Eres la única cara amable que me encuentro en mi vuelta a la corte.
—No es verdad, majestad. El rey seguro que está muy contento de veros —le respondió don Juan.
La reina bajó la cabeza.
—El rey está obsesionado con ese palacio, convento o monasterio, o lo que sea que está construyendo en la sierra de Guadarrama.
—Isabel…
—No lo entiendo, ni siquiera ha venido a recibirme. Además, aquello es una obra para conmemorar una victoria sobre Francia, y yo, Juan, soy francesa.
—Majestad, tenéis que entender que ya no sois francesa, ahora sois la reina de España —la corrigió.
—Lo sé, pero todo es tan difícil.
—Majestad, no digáis eso.
—Menos mal que Sofonisba me ha acompañado a Bayona y ha aprovechado para hacerme un retrato, donde me ha pintado con una miniatura del rey en mi mano. Dice que simboliza que he negociado en Bayona en nombre suyo.
—Sofonisba es muy inteligente —dijo don Juan.
—No entiendo a mi madre. Es católica, siempre lo ha sido. Yo soy católica, los Médicis siempre han sido una familia católica. No entiendo su comportamiento, siempre tan ambiguo. A veces no la reconozco. Parece más mi enemiga que mi madre —se quejaba la reina.
—Isabel, ella es la reina de Francia, al igual que vos sois la reina de España.
Estaba muy pálida, más aún de lo normal en ella. Era una criatura tan débil y a la vez tan bella. Solía pasar de la alegría más jovial a la más triste melancolía. Nadie dudaba de que fuera la dama más dulce de la corte.
Su corta vida había estado llena de acontecimientos. Era hija de Enrique II de Francia y Catalina de Médicis. Aunque en su niñez había estado prometida al futuro Eduardo VI de Inglaterra, al morir éste, Isabel de Valois entró en las negociaciones previas del Tratado de Cateau-Cambrésis, por el cual se acordó su boda con el príncipe Carlos de España en 1559.
Ese mismo año, la muerte de María Tudor, segunda esposa de Felipe II, y la influencia del cardenal Granvela sobre él y sus consejeros de los Países Bajos determinaron que Isabel de Valois se convirtiera en la tercera esposa del rey español, lo que enojó mucho al príncipe.
La unión de las coronas española y francesa fue acogida con entusiasmo en Francia. Gracias a su matrimonio y a su apoyo en los acuerdos que se acababan de firmar en Bayona, la difícil paz entre España y Francia parecía cada vez más posible.
A pesar de los beneficios de esta paz, en España había gente que dudaba de las intenciones de la reina, pero era inevitable: al fin y al cabo, era francesa, y tantos años en guerra no podían olvidarse fácilmente. Mucho menos en los reinos de la Corona de Aragón, donde las guerras con Francia se remontaban a varios siglos atrás. Sin embargo, a don Juan y a mí, lo que nos preocupaba realmente era la situación de la reina, ya que dudábamos de que fuera feliz en Madrid.
Su boda se había celebrado por poderes el 22 de junio de 1559, en la catedral de Notre-Dame de París. Había representado al novio el todopoderoso duque de Alba. Era costumbre en la corte francesa acostar a los desposados en la noche de bodas y, al faltar el novio, tuvo que ser su representante quien lo realizara. Para solucionar este gran escollo diplomático, el duque de Alba llegó a la alcoba regia, hizo una reverencia a los invitados presentes y tomó simbólica posesión de la joven colocando una pierna y un brazo sobre la cama donde observaba atónita la joven Isabel. Como le reconoció a don Juan, nunca pasó tanta vergüenza en su vida.
Con su matrimonio no hicieron sino continuar sus desgracias, ya que con motivo de las fiestas celebradas por el enlace se realizó una justa entre Enrique II y el caballero Montgomery durante la cual la lanza de éste se partió y se introdujo en el ojo del rey, lo que provocó su muerte diez días después.
El séquito de Isabel no llegó a Guadalajara hasta el año siguiente de su boda, donde la esperó el rey, Felipe II. Allí se celebró la misa de velaciones, a la que acudió don Juan como uno de sus primeros actos oficiales y donde vimos lo dos por primera vez a la reina. Lo que ocurrió en el acto es por todos conocido. En Guadalajara, los esposos se encerraron en la cámara nupcial, sin dar tiempo al obispo de Pamplona de bendecirlos, lo que tuvo que hacer desde la puerta. Pero también es por todos conocido que aquella noche no pasó nada en el dormitorio de los reyes de España: no podía pasar, la reina no era todavía mujer.
Isabel tenía sólo 14 años, pasaba más tiempo jugando a las muñecas que cualquier otra cosa, por lo que lo de consumar el matrimonio era bastante improbable. A pesar de las reticencias del rey, la consumación se retrasó. Sobre todo porque era costumbre en las cortes europeas hacer público cuándo les venía la camisa a las infantas y princesas, y la de Isabel todavía no se había producido en aquella época. La primera menstruación de la reina tendría lugar un año después, en agosto de 1561, cuando Isabel tenía ya 15 años. Lo recuerdo perfectamente porque vino a comentárnoslo el propio príncipe Carlos, a quien por cierto no se le vio muy ilusionado con la noticia.
A los 15 años, Isabel era ya increíblemente hermosa, mucho más que su madre, Catalina de Médicis, a su misma edad.
Los comentarios que nos hacía el príncipe Carlos no paraban ahí. A veces mentía con facilidad; otras, simplemente, no sabía lo que decía. Don Juan le tenía más aprecio que yo, a mí me preocupaba bastante que la corona de España fuera a descansar en esos inseguros hombros. Pero esta vez el príncipe Carlos parecía no engañarnos cuando aseguraba que los embajadores franceses escribían con frecuencia a Catalina de Médicis sobre la relación de los reyes de España. Según decían las cartas de los embajadores, la constitución del rey causaba graves dolores a la reina, que necesitaba mucho valor para evitarlo.
Durante una estancia en Toledo, Isabel padeció fiebre, por lo que se temió que fuera la temible sífilis la enfermedad que afectaba a la reina. Afortunadamente se trató de una viruela de la que se curó, pero en el atractivo rostro de Isabel quedaron unas pequeñas señales. Isabel estaba profundamente deprimida por estas marcas en su hermoso rostro. Para encontrar un remedio se recurrió a unas monjas clarisas, quienes la embadurnaron con clara de huevo y leche de burra, mientras que médicos franceses aplicaron nata y sangre de paloma en los ojos para un mejor cuidado. Debo decir que, cuando vi a la reina durante una audiencia con el embajador del Reino de Escocia, no noté sino que estaba más hermosa si cabe, ni rastro de ninguna marca.
Isabel de Valois estaba especialmente bella en un cuadro que había realizado el valenciano Sánchez Coello, pintor de cámara de su majestad. El retrato era una copia de uno anterior que Antonio Moro había pintado de la reina cuando era más joven.
Sánchez Coello lo había impregnado de su detallismo y pulcritud, marcando con suma precisión todos los detalles de un magnífico vestido rosado, mostrando toda la belleza del rostro de la reina. La belleza del cuadro era comentada en toda la corte, por donde corría, sin embargo, otro rumor acerca de un cuadro que Sofonisba había pintado a la reina y que, según se decía, era muy superior al de Sánchez Coello, pero que éste había mandado destruir.
Al parecer, el pintor de la corte y la joven dama de compañía de la reina no se llevaban muy bien. Sánchez Coello tenía grandes celos de aquella mujer que pintaba, la única que lo hacía en una corte europea.
No era común que las mujeres se dedicaran a la pintura y menos aún que pudieran ganarse la vida con ello. Sofonisba ni vendía ni firmaba sus cuadros, sólo los regalaba, por lo que muchas veces resultaba difícil atribuirle sus propias obras.
Coincidiendo con la instalación definitiva de la corte en Madrid, parece ser que Isabel y el rey vivían una época bastante feliz, a pesar de que era conocido por todos que los reyes dormían y comían separados.
Recientemente se había anunciado el tan esperado embarazo de la reina. Pero esta excelente noticia, la mejor que se podía esperar, se tradujo en un desastre espantoso cuando a los tres meses abortó de gemelos. Incluso la propia reina estuvo a punto de morir. Afortunadamente, un galeno italiano purgó a la enferma y consiguió su salvación. En la calle, la curación fue interpretada como un milagro, ya que todo el pueblo rezó por ello.
A raíz del aborto, Isabel cayó en una depresión terrible de la que sólo don Juan la conseguía sacar cuando la visitaba.
La relación adúltera del rey con una dama de honor de la princesa Juana, Eufrasia de Guzmán, no hizo más que empeorar la salud de Isabel, a la vez que le traía a la memoria los amores de su padre con Diana de Poitiers.
Ante el delicado estado de salud de la reina, los médicos recomendaron baños, a lo que ella se opuso por el pudor provocado por tener que mostrarse desnuda, ni siquiera ante sus ayudantes de cámara.
Todo se complicaba con la no llegada de la descendencia, y se empleó un método sobrenatural que consistió en traer los restos incorruptos de san Eugenio, mártir y primer arzobispo de París, desde Saint-Denis hasta Toledo. Isabel imploró al santo la solución a su infertilidad, pero la reina no se quedaba embarazada.
Yo la entendía perfectamente: mi querida madre, doña Margarita de Austria, se había casado cuando todavía era una niña de 14 años con Alejandro de Médicis, por orden de su padre, el emperador Carlos V. Mi madre tuvo la desgracia de enviudar a los pocos meses de la boda. Entonces mi abuelo, el emperador, llegó a un acuerdo con mi bisabuelo, el papa Paulo III: mi madre se casaría con Octavio Farnesio, de la poderosa familia de los Farnesio, dos años después de su primera boda. Mi padre, a pesar de tener sólo catorce años, ya era prefecto de la ciudad de Roma.
La familia Farnesio consolidó así su incesable escalada de poder iniciada en el siglo XII, y que le había llevado a alcanzar el sillón de san Pedro y a estar más cerca que nunca de aquel en que se sentaba el emperador. Mi madre, al igual que don Juan, era hija ilegítima de Carlos V, pero también, al igual que don Juan, siempre fue respetada. Los Austrias parecían acostumbrados a reconocer hijos ilegítimos.
Mis queridos padres se casaron el 4 de noviembre de 1538. Me habían llegado rumores de que sus primeros años de casados fueron un auténtico infierno, que mi madre se negaba a dormir con mi padre y cuántas otras mentiras. ¡Quiera Dios que no me encuentre con ninguno de esos hijos de Lucifer que arremeten contra mi familia!
Don Juan solía pasear con la reina por los jardines del Alcázar Real de Madrid. Era quien mejor la comprendía de toda la corte, tenían prácticamente la misma edad y, si alguien hacía reír a la reina, ése era don Juan. El propio príncipe Carlos parecía celoso de la relación de su madrastra y su tío. En cambio, Felipe II estaba encantado de que al menos su hermano hiciera más feliz la estancia de Isabel en la corte de Madrid.
—Juan, a veces me siento tan desgraciada —le confesó la reina.
—Isabel, no debéis estar tan triste. Sois la reina, tenéis muchas obligaciones, muchas responsabilidades, es normal que a veces os sintáis angustiada y desgraciada. Pero no hay de qué preocuparse, todos os quieren.
—¿Vos también, Juan? —preguntó la reina.
—Yo especialmente, Isabel.
Sólo don Juan la animaba y sólo la reina tranquilizaba a don Juan.
—No debes ser tan impaciente, tenéis tiempo de sobra para entrar en combate —le decía la reina.
—Debería haber ido a Malta. Al menos espero que el rey me dé el mando de alguna armada, debemos luchar en la mar. Después de lo de Malta no podemos dejar que los turcos campeen por el Mediterráneo como si fuera su casa.
—Me encanta ver esa fuerza en vuestros ojos, Juan. Cuánto necesito verla.
—Isabel, tú me entiendes, ¿verdad?
—Claro que sí.
Desde luego, la reina era más que una amiga para don Juan. Sin embargo, no todo el tiempo lo pasaba con ella. En la corte había muchas cosas que hacer y, sobre todo, muchas fiestas a las que acudir. De entre todas ellas, las más famosas eran las de la princesa de Éboli, y a ellas solíamos asistir siempre que teníamos ocasión.
En las fiestas de la princesa de Éboli se reunía toda la corte de Madrid. Se decía que se tomaban más decisiones allí que en el Consejo de Estado.
Ana de Mendoza era una mujer seductora, ambiciosa y muy poderosa, con mucha influencia directa sobre el rey. Si me preguntaran qué le atraía de don Juan, diría que, más que su aspecto físico, Ana de Mendoza buscaba en don Juan un aliado, un contacto directo con la nobleza.
Acudimos a la fiesta de las velas, llamada así porque la princesa de Éboli decoraba toda su hacienda con velas cuyo resplandor se vislumbraba casi desde Madrid. Aquella noche no me extrañó que Ana de Mendoza tuviera preparada una sorpresa a don Juan.
—¿De qué se trata, Ana?
—No seáis impaciente, excelencia. Hay que saber esperar.
Ana se llevó a don Juan hasta una esquina del gran salón, junto a una bella y joven dama. Yo observaba la escena desde lejos, intentando no perderme ningún detalle.
—Don Juan de Austria, os presento a María de Mendoza, mi prima.
La joven era realmente hermosa; más joven que su tía, pero con la que compartía rasgos y belleza. Parecía una dama exquisitamente dulce y sensual. Difícil de resistirse a ella, incluso para don Juan.
Ana de Mendoza los dejó a solas durante unos instantes en los que los jóvenes intercambiaron sonrisas y miradas. La princesa de Éboli volvió y se llevó a la joven, que no dejó de mirar a don Juan. Parecía que la princesa de Éboli había puesto la miel en los labios a mi joven amigo para luego quitársela, era astuta. Don Juan volvió hacia mí.
—¿Qué te parece, Alejandro?
—Es hermosa, sin duda.
—Sí que lo es —afirmó don Juan, que no le quitaba la vista de encima a la joven dama.
Desde ese mismo día, la princesa de Éboli preparó encuentros a solas entre los dos jóvenes. Citas secretas en las que don Juan y María se hicieron amantes con suma rapidez. María había aprendido muchas cosas de su seductora tía. Era muy hermosa, pero yo pensaba que don Juan no estaba realmente enamorado, no lo veía en sus ojos, si bien hay partes del cuerpo que no entienden de enamoramientos y sí de deseos. Y don Juan parecía desear a María de Mendoza. La relación era totalmente secreta, la reina no tenía conocimiento ni podía tenerlo. Teniendo en cuenta las escasas amistades y confidentes de que gozaba en la corte, muy al contrario que la princesa de Éboli, era difícil que alguien le informara de tal secreto.
Con el traslado de la corte desde Toledo a Madrid, algo extraño había sucedido en el entorno de la reina. De todos era sabido que la hermana del rey y antigua regenta de Castilla, doña Juana, era el brazo más fuerte sobre el que se apoyaba la reina. Doña Juana, princesa viuda de Portugal, era mayor que la reina y, además, era la hermana del rey, por lo que la reina no se sentía totalmente libre en su presencia. Sin duda, doña Juana la ayudaba mucho, pero también es verdad que las diferencias de pensamiento y edad entre ellas eran muy grandes. Poco a poco se fue creando cierta rivalidad entre ellas y sus damas de compañía.
Las damas de compañía de doña Juana y la reina se convirtieron en la mejor excusa para acudir a menudo al Alcázar Real. Bellas y jóvenes mujeres todas ellas, pertenecían a la más alta nobleza; entre ellas había españolas y también francesas y portuguesas. Solamente la reina tenía cincuenta damas a su cargo, además de dueñas de honor, viudas y señoras. De entre todas ellas destacaba una, tanto por su belleza como por sus habilidades. Cómo no, se trataba de Sofonisba, a la que me costaba quitarme de la cabeza y quien cada vez que la veía me regalaba una sonrisa.
La reina y la hermana del rey solían salir con sus damas a realizar paseos a caballo, cacerías, meriendas, mascaradas, juegos y fiestas. Saraos todos ellos a los que no faltaban otras damas importantes de la cortes, como la princesa de Éboli.
Cuando Isabel llegó a Madrid, además de la notable alegría por el abandono de Toledo, donde nunca se sintió cómoda, recibió esperanzada llegar a una ciudad moderna como la capital, que, si bien no gozaba de la alegría y belleza de París, sí era una ciudad viva, abierta a toda Europa y con mucha energía; no como Toledo, que seguía representando los valores más conservadores de Castilla. Además de este cambio hubo otra razón que alegró la vida de Isabel y fue precisamente su sorprendente amistad con la princesa de Éboli, hasta tal punto que, después de unos inicios difíciles, se convirtió en su mejor amiga.
Don Juan y yo no podíamos creer los rumores que nos llegaban sobre aquella nueva amistad entre las dos damas. Aún recordábamos su tenso encuentro en la primera fiesta a la que acudimos en Aranjuez. Pero pudimos comprobar la realidad cuando, un día, nos dirigíamos a Buitrago del Lozoya desde Alcalá.
Habíamos parado en Torrelaguna para arreglar un problema que don Juan tenía en el estribo de su caballo y allí nos habían informado que la reina y la princesa de Éboli estaban cabalgando por la ribera del Lozoya. En cuanto salimos de Torrelaguna iniciamos una carrera para ver quién de los dos llegaba antes al lugar por donde cabalgaban las dos damas.
—Lo de siempre, Alejandro. Quien pierda deberá cumplir la apuesta y entrar montando hacia atrás en Madrid.
En qué mala hora se nos ocurriría iniciar esa estúpida apuesta que tanto gustaba a don Juan. No me volvería a ganar, como en aquella carrera en la que Miguel nos metió en Alcalá.
—¡Juan!, ¡mira quiénes nos siguen!
Mientras mi amigo miraba atrás, engañado por mi treta, agarré fuerte el estribo y le clavé las espuelas a mi montura, que salió como un demonio a galope.
—¡Traidor! ¡Me las pagarás! —Juan salió en mi captura.
Las damas no podían estar muy lejos, además, la reina no sabía cabalgar demasiado bien. La princesa de Éboli sí tenía fama de ser un buen jinete.
Don Juan se acercaba peligrosamente, hube de meterme entre los árboles para evitar un rebaño de ovejas mientras el pastor nos maldecía y blasfemaba. Seguí al galope hasta una colina y desde allí pude ver a lo lejos dos monturas, y a cierta distancia una pequeña cometida, seguramente de la Guardia Real, que seguía a la reina. Al detenerme, don Juan me alcanzó, pero mientras él miraba la acometida, arranqué de nuevo. Esta vez, don Juan fue más rápido y me seguía muy de cerca.
Los últimos metros fueron muy reñidos y, al vernos, la Guardia Real salió a nuestro encuentro pensando que queríamos atacar a la reina. Tuve que frenarme en seco cuando vi dos alabardas que buscaban mi cabeza.
—¡Esperad! ¡Somos don Juan de Austria, hermano del rey, y Alejandro Farnesio, príncipe de Parma! —gritó don Juan antes de que un soldado de la Guardia Real lanzara su ballesta contra su persona.
—¡Alto, soldados! —exclamó la princesa de Éboli—. ¡Dicen la verdad! ¡Que sean estúpidos no quiere decir que merezcan derramar su sangre! Si no, no habría en España río capaz de llevar la sangre de tantos otros que, como ellos, tienen la cabeza llena de serrín.
—¡Pero Juan! ¡Alejandro! ¿Qué demonios hacéis? —nos preguntó la reina con una cara de terrible preocupación.
—Nada, majestad, temíamos que os ocurriera algo malo y hemos venido para protegeros.
—Dijo el lobo a las ovejas —añadió la princesa de Éboli—. Lo siento, caballeros, pero no necesitamos vuestra ayuda.
—¿A dónde os dirigís, majestad? —preguntó don Juan.
—Hacia Buitrago del Lozoya. Tengo allí preparada una sorpresa para mi amiga, Ana de Mendoza. Ha sido ella la que me ha ayudado a mejorar mi destreza al montar.
—¿Y lo ha hecho tan bien que merece tanta atención de su majestad?
—Comprobadlo vos mismo, don Juan.
La reina agarró los estribos de su caballo y le dio media vuelta. Al lanzar un grito, el animal salió al galope rumbo hacia al norte. La reina, para sorpresa de todos, sabía montar.
La princesa de Éboli, las damas de compañía —entre ellas, Sofonisba— y la comitiva real salieron tras ella, y nosotros dos decidimos volver a Madrid.
Al llegar a la capital del reino entramos por la Puerta de Guadalajara. Yo pasé primero saludando a los alguaciles que custodiaban la entrada. Cuando se acercó don Juan, lo primero que apareció por la puerta fue la cabeza de su caballo, seguida por su capa y, finalmente, don Juan montando al revés.
Uno de los alguaciles, que sostenía una botella de vino, miró la botella y echó un trago. Volvió a mirar a don Juan y vio como éste le saludaba mientras seguíamos por la calle Mayor. El alguacil miró de nuevo la botella y la rompió contra el suelo.
Esa misma tarde llegó la reina al alcázar cuando estábamos hablando con el embajador en Roma, don Luis de Requesens.
—¿Qué tal el paseo, majestad? —le preguntó el embajador.
—Muy bien, mi querido embajador. Ana de Mendoza es una estupenda compañía.
Don Juan se dirigió hacia la reina y la ayudó a bajar del caballo. Le dedicó una leve reverencia cuando ella ya apoyaba los dos pies en el suelo.
—¿Qué tal vuestra sorpresa? —preguntó don Juan.
—Mejor de lo que esperaba. Don Alonso Sánchez Coello nos ha tomado pose para un retrato a caballo a Ana de Mendoza y a mí. Ha dicho que dentro un mes lo tendrá preparado.
—¿Un retrato?
—Sí. Quizás algún día nos retraten a los dos juntos, don Juan.
—Quizás, majestad.
Detrás de la reina marchaba Sofonisba, que me sonrió. Quizás podía pedirle que me volviera a realizar un retrato algún día. Podría ser una perfecta excusa para estar con ella a solas de nuevo.
—Hola, Sofonisba, es un placer veros de nuevo.
—Gracias, Alejandro. ¿Cómo os encontráis?
—Bien, sin novedad. ¿Y vos?
—¿Sin novedad? Me han dicho que os vais a dar estado con María de Portugal.
—Así lo ha querido el rey.
—Si así lo ha decidido, bien hecho está —declaró Sofonisba con un aire de tristeza.
—Dejadme que os…
—Alejandro, debo irme —me interrumpió.
—Pero quería…
—No hay nada más de qué hablar.
Sofonisba y la reina se marcharon y nos dejaron allí solos.
Aquellos paseos a caballo le hacían mucho bien a la reina. La princesa de Éboli había sabido ganarse su confianza y las dos parecían haber entablado una estupenda amistad. Pero aparte de la Tuerta y tal vez de don Juan, muy pocas personas animaban la vida de la reina, que pasaba la mayor parte del tiempo en su dormitorio del alcázar oyendo repicar a cada hora la campana de la iglesia del convento de las Descalzas Reales.
Sólo había otra persona en la corte que estuviera tan unida a la reina como don Juan, y ése era el príncipe Carlos, cuyo estado mental no había hecho sino empeorar desde el accidente de la escalera en Alcalá. Nosotros le teníamos mucho aprecio, pero no podíamos ignorar la realidad. Creo que la reina sentía pena de él. Tenía un carácter realmente preocupante, era muy temperamental y había veces en que pensábamos que realmente odiaba a su padre, el rey Felipe II.
—Tengo veintiún años, Alejandro, veintiuno. Y tan sólo soy consejero de Estado y además no se me permite asistir al consejo.
El heredero estaba muy nervioso.
—¿Sabéis cuántos años tenía mi padre cuando mi abuelo, el emperador Carlos V, le nombró gobernador del Reino de Castilla?
No respondimos nada.
—Dieciséis años, ¡por Dios! ¡Dieciséis años! Y yo tengo veintiuno y me estoy pudriendo en Madrid sin hacer nada. Además, mi abuelo dejó bien claro cuál debía ser el camino que siguiera mi padre, firmó esas instrucciones de Palamós en las que daba indicaciones precisas de su futuro. Pero mi padre no, está demasiado ocupado. Nunca tiene tiempo para nada. Esto no puede seguir así.
—Majestad, tranquilizaos, vuestro padre os aprecia.
—¡Que me aprecia! Pero si ni siquiera ha concertado mi matrimonio con ninguna princesa europea. ¿A qué espera?
El príncipe Carlos cada vez estaba peor. Cuando residía en Alcalá su estado era bueno, incluso parecía mejorar por momentos. Pero tras la caída y su marcha a Madrid todo fue a peor. Su majestad no se daba cuenta de sus evidentes limitaciones físicas e intelectuales. Lo realmente preocupante era el rumor que corría por la corte en círculos muy cerrados: al parecer, el príncipe podía ser estéril, con lo que ello conllevaba para el futuro de la corona de España.
Don Juan tenía la virtud de ser el mejor amigo de las dos personas más infelices de la corte, que por otro lado eran nada más y nada menos que la reina de España, Isabel de Valois, y el heredero a la corona, el príncipe Carlos.
Los problemas de la reina parecieron solucionarse a finales del año sesenta y cinco, cuando Ruy Gómez de Silva, secretario del rey, hizo público lo que todos los súbditos de España llevaban años esperando: la reina estaba embarazada y esta vez todo parecía ir bien.
Desde aquel día, don Juan y yo acudimos siempre que nos era posible a visitar a Isabel, si bien la verdad es que don Juan lo hacía mucho más a menudo, siempre que María de Mendoza no lo tenía secuestrado con la ayuda de la princesa de Éboli. Parecía que la joven Mendoza había conseguido que don Juan liberase su energía de otra manera distinta a la de las armas y ya no se lo oía hablar tanto de zarpar a luchar contra los turcos.
En agosto del año sesenta y seis, Isabel de Valois dio a luz en el castillo de Valsaín a una niña, Isabel Clara Eugenia. Es difícil describir la alegría que se vivía en la corte.
Don Juan y yo acudimos enseguida a ver a la reina. El rey estaba más feliz de lo que nunca lo habíamos visto. Incluso quería llevar a su hija hasta la pila bautismal, por lo que ordenó la construcción de un muñeco con el que se entrenaba en su cámara. Pero, finalmente, su majestad estaba tan nervioso por el acontecimiento que no se atrevía a llevar a su hija en brazos por miedo a que se le cayera. Así que se lo pidió a don Juan.
No dudo de que aquél fue uno de los días más felices para don Juan. La ceremonia tuvo lugar en la iglesia del Alcázar Real, la de San Gil. Isabel vestía con tela de plata bordada con seda verde y cañutillo de oro, y un collar de rubíes y gruesas perlas. Delante de los embajadores de los diferentes reinos y de los seis grandes de España —los duques de Arcos, Medina de Rioseco, Sesa y Béjar, y los condes de Urueña y de Benavente—, don Juan realizó funciones de alteza mayor.
Yo observé el bautizo junto a los archiduques de Austria, y sin quitar ojo a Sofonisba, vestida para la gran ocasión con un vestido blanco y verde con encajes de oro que resaltaba todavía más su belleza. Había decido pedirle que me hiciera un retrato en cuanto tuviera la ocasión.
Don Juan llevaba a la niña en brazos, envuelta en un manto de terciopelo carmesí bordado de cañutillo de oro y forrado de tela de plata.
A los pocos meses del nacimiento de Isabel Clara Eugenia, María de Mendoza citó a don Juan en el palacio de su tía Ana de Mendoza. Tenía algo muy importante que comunicarle: estaba embarazada y daría a luz a primeros del año siguiente. Don Juan, muy emocionado, escribió a la que para él era su única madre, doña Magdalena de Ulloa, pidiéndole en secreto que, cuando naciera la niña, se ocupara de ella en el castillo de Villagarcía de Campos en Valladolid.
Ese mismo año me enteré de que Honorato Juan había sido elegido obispo del Burgo de Osma. Nuestro maestro se había hecho eclesiástico a los 50 años de edad.