27
Cinco años habían pasado desde aquel día en que el tren de los expresidiarios llegara bajo la montera de cristales, una lluviosa mañana de mayo, en la Estación del Este.
Y otra vez era primavera. Un mes de mayo radiante.
Ante el portal de la casa de Golgonszky, el automóvil estaba listo para un largo viaje. El gran coche de marca inglesa aparecía provisto por todos lados con ruedas de recambio y enormes maletas, denotando que se le había preparado para un viaje muy largo.
Eran las ocho de la mañana. El sol de mayo caía sobre el suelo, dispersándose a través de las copas de los castaños de Indias, en grandes manchas doradas y verdes.
De la casa, salieron un ayuda de cámara y una criada colocando en el coche unos maletines. Luego se quedaron detenidos junto al automóvil, esperando la salida de los señores.
Por fin, aparecieron Miett y Golgonszky.
En los últimos años, la figura de Miett se había hecho algo rolliza. Ahora, llevaba un largo abrigo de viaje.
Bajó de la casa, también, la niñera, acompañando a los dos niños.
Conducía de la mano a Ivánka, que tenía tres años; pero a la pequeña María, la llevaba en brazos. Ivánka se parecía a su padre, y María, a Miett. Tenía grandes ojos verdes y cabellos de oro viejo.
Miett y Golgonszky, antes de subir al coche, abrazaron por última vez a los niños. La cara de Miett reflejaba honda emoción.
El ayuda de cámara preguntó entonces al chófer:
—¿Tiene usted el maletín de la excelentísima señora?
Golgonszky era ya ministro plenipotenciario.
Se sentaba junto al chófer el otro criado, que se llevaban de viaje. Cuando ya todos ocupaban sus asientos en el coche, la pequeña María, que sólo tenía un año, alargó su manita hacia ellos, Su diminuta boca de cereza se torció y asomose bajo su párpado una gruesa lágrima. Rompió a llorar, con la estridencia de un pito. Los dos hicieron señas a los niños y a la servidumbre, y el coche, con ágil brinco, arrancó.
Desde hacía dos años, Miett reclamaba mucho aquel viaje. Cuando se quedó viuda y supo que se casaría con Golgonszky, se prometió cumplir dos cosas.
La primera era el sino de Juanito. Informándose, llegó a saber el nombre de aquella muchacha que en un tiempo cuidara de Juanito en el hospital, y de la cual el muchacho estaba enamorado. Llamábase Lenke y era hija de un alto empleado de Correos. A Miett no le costó mucho trabajo conocerla. Alguna vez la había invitado a su casa, para hacerse amigas. Lenke era una muchacha llana y simpática a la que halagaba no poco tan distinguida amistad.
Miett nunca le mencionó a Juanito. Sabía perfectamente que, un día u otro, la propia Lenke le hablaría de él, pues pasaban muchas tardes juntas evocando recuerdos.
Un día, Lenke le explicó, como un episodio muy viejo y sin interés, que durante la guerra, en el hospital, conoció a un joven oficial herido, con el cual ya estaba más o menos prometida. Mas cuando quitaron la venda de la cara a aquel muchacho, y ella se dio cuenta de que la mitad de su rostro estaba destruido por completo, desistió de casarse con él, Miett dejó caer en su regazo su labor, miró intensamente a Lenke, y le dijo:
—Fue horrible lo que hiciste.
Desde entonces, ya no fue difícil llevar el alma de Lenke otra vez hacia Juanito. Miett le procuró al muchacho incluso colocación. Lenke estaba casada con él desde hacía ya dos años, pero Miett no había vuelto a verle.
Su otro anhelo insatisfecho y triste, era visitar algún día la tumba de Pedro. Sólo pretendía pasar una única vez por las calles de Tobolsk; sólo quería visitar la vieja ciudad siberiana que su imaginación asediara tantas veces sin éxito, y en la que la vida de Pedro se había desvanecido en la nada. Quería detenerse solamente algunos instantes en la tumba de su primer marido, depositando en ella unas flores.
Golgonszky comprendía perfectamente el deseo de Miett. Antes de la guerra, había pasado varios años en Rusia, y tenía muy poderosas relaciones, mas durante la primera época posterior a la guerra, incluso a él le hubiera resultado peligroso el viaje, de modo que procuraba hacer desistir a Miett de su propósito.
Pero ahora, ya penetraban en la Rusia en llamas sabios alemanes, periodistas franceses y comerciantes ingleses y Miett tampoco quería aplazar más su peregrinaje.
—Este año no iremos a Niza, sino a Tobolsk —dijo.
Golgonszky, ahora, ya no protestó. Con muchas influencias y dificultades se procuró la documentación necesaria, los mapas para el coche, y se fueron.
Era el sexto día de su viaje. Miett resistía sin quejarse la triste miseria, primero de los hoteles polacos, luego de los rusos. Durante todo el tiempo, irradiaba su alma cierta serena y triste felicidad.
Decidieron visitar, en el camino, a Alexander Petróvich Ilyin, aquel ingeniero ruso en cuya casa Pedro y los suyos se habían detenido en su peregrinación hacia Asia. Pedro había escrito en aquel entonces una carta a Miett, la cual había ayudado al ruso a salir del campo de concentración de prisioneros de Estergom, para colocarse en las grandes fábricas Ganz.
Petróvich Ilyin logró volver a su tierra, después de firmada la paz, y se carteaba con Miett. El ingeniero ruso proclamaba a Miett en todas sus cartas, desbordantes de gratitud, como la bienhechora de su vida.
Una tarde, cansados por el mal estado de las carreteras, llegaron a Seryebinsk. Frente a la iglesia, encontraron pronto la casa del doctor Nicolai Krylov, ante cuya reja de hierro había dos oscuros robles. En la puerta, una placa de cobre anunciaba siempre: Zemski vrach.
Caterina Ilyina sacó la cabeza por la ventana, y al ver a los viajeros, creyó que venían a llamar a su hermano a la cabecera de algún enfermo. Por ende, no salió a recibirles; sólo les acechó detrás de la cortina, mientras el médico les recibía. Pero al oír que buscaban a su marido, salió corriendo, asustada:
—¿Ylyin? Ya hace dos semanas que está en Moscú… ¿Por qué preguntan por él?
Miett se dio a conocer y Caterina batió palmas de alegría.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y se puso a cubrir con besos los hombros y el vestido de Miett.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío…! —decía, acariciando ya el brazo de Miett, ya el de Golgonszky.
—¿Qué? ¿Vienen de Hungría…? ¡Oh, Hungría…!
Les condujo al interior, y apenas podía volver en sí de tan grande alegría.
—¡Si Ilyin lo supiera…! ¡Oh, si él lo supiera…!
Desapareció, y a los pocos instantes, en la otra habitación, apareció puesta la mesa, en la que les sirvieron té, nata, fiambres y pollo frío, así como pasteles rellenos de miel. Exactamente de la misma manera que once años atrás, cuando los oficiales húngaros, en viaje hacia el Este, pasaron escasamente una hora en su casa.
Entretanto, el médico conversaba en un alemán defectuoso con sus huéspedes. Les explicó que su cuñado se había ido a Moscú, en busca de una colocación. Desde que había vuelto, todavía no había encontrado trabajo.
Se sentaron alrededor de la mesa, y la conversación giró en torno de Hungría. De vez en cuando se producían unos silencios emocionados, y Nicolai Ivánovich Krylov clavaba los ojos en su plato, exactamente de la misma manera que hacía once años. Él y Golgonszky se quedaron sentados junto a la mesa, mientras que Caterina Ilyina llevó a Miett al salón. Le explicó con todos los detalles la escena que tuvo allí con Pedro, cuando éste se proponía escapar.
Extendió la mano, como si quisiera detener aquellos momentos pasados:
—Estaba ahí, junto al piano… Nunca olvidaré la expresión de su cara…
Miett apretó su pañuelo sobre los ojos, y ambas lloraron largo rato, en silencio.
Caterina Ilyina hubiera querido detenerles, pero Miett no se quiso quedar. Media hora más tarde, se pusieron otra vez en camino.
Atravesaron míseras aldeas rusas, y, poco a poco, quedaron atrás Tiebinsk, Gurgán, Vetius, Kavlovsk, Izram y las demás. Golgonszky se inclinaba a menudo sobre los mapas que tenía extendidos sobre las rodillas. Miett cerraba los ojos, y se entregaba a sus pensamientos.
Dos días más tarde, atravesaron el Volga, llegaron al río Sivaga y al día siguiente remontaron el curso del Irtis. Debían ser las seis de la tarde, cuando Golgonszky plegó lentamente el mapa y dijo con voz queda:
—Ahora, llegamos a Tobolsk…
Miett estaba pálida.
Pocos instantes después, el coche frenó su marcha y se detuvo indeciso en una ramificación de la carretera. Una bifurcación conducía directa hacia el lomo de una colina, y otra bajaba hacia un bosque de olmos. El chófer se volvió y preguntó a Golgonszky:
—¿Por la derecha o por la izquierda?
Golgonszky miró otra vez el mapa, mas sin poder decidir el problema. Bajó él mismo, para buscar a alguien en las cercanías, pues el chófer no hablaba ruso. A la izquierda, a unos cien pasos de la carretera, se veía una casita blanca, con alto tejado de madera y unas ventanitas pequeñas. Ante la puerta, había un viejo peral, en cuyo negro tronco brillaba con reflejos rojos el sol de la tarde. La fachada de la casa estaba cubierta de rosas trepadoras. Era «La Casa de los Corzos».
Zinachka estaba a punto de desaparecer en su interior con una vasija en la mano, cuando vio el coche. Se detuvo en el umbral, y volviéndose a medias, miró por encima del hombro hacia la carretera.
En el corral, se balanceaba un niño que apenas sabía caminar. Se divertía agarrándose con ambas manos al pelo de un gran perro, al que quería empujar delante de él a toda costa. Camarada, de vez en cuando, miraba hacia el niño, y se sentaba en el suelo. Pero luego se levantaba otra vez, prestándose de buen grado al juego.
El viejo Dimitri estaba sentado cerca del pozo, y con sus torpes dedos de anciano tejía una nasa de mimbre.
Golgonszky se dirigió hacia la casa.
Fuera, apoyado en la reja, había un hombre con botas, que era manifiestamente el propietario. Su rostro estaba enmarcado con una redonda barba morena, y vestía la camisa azul claro de los pequeño-rusos.
A unos diez pasos de él, Golgonszky le preguntó:
—¿Cuál de las dos carreteras conduce a Tobolsk, por favor?
Aquel hombre alargó el brazo:
—¡Esta de la izquierda, va a Tobolsk; la otra, a Ozov!
—Y, ¿por dónde cae el cementerio militar?
—¡Por ahí, más allá de la colina!
Golgonszky llevó su mano a la gorra, a guisa de saludo, y volvió a la carretera.
El hombre veía aún cómo la señora que estaba sentada en el automóvil, con el rostro cubierto de un velo morado, le daba las gracias con grandes movimientos de cabeza. Miró largamente el coche, y sospechó que los viajeros procedían de Kazán o de las orillas del lago Baikal, pues aquel señor hablaba el ruso con el acento de otra región.
El coche escaló el lomo de la colina, desapareciendo al otro lado de la misma.
No quedó tras él más que una dorada polvareda, que brillaba con los suaves rayos del sol de la tarde.
La polvareda se inmovilizó en el aire y el sol, durante un rato. Luego, en la ligera brisa del atardecer, se inclinó y se fue dispersando por encima de la pradera cubierta de flores silvestres, y, poco a poco, se desvaneció para siempre.
FIN