5
Ya era abril, pero las tierras inundadas por el Volga aparecían todavía cubiertas de nieve y hielo. El Estado Mayor ruso decidió dirigir a todos los prisioneros de guerra que se hallaban en Kiev, hacía la Siberia del Este. Pedro y sus compañeros fueron destinados a Tobolsk, y después de un viaje de cinco días, llegaron a orillas del Volga.
Cuando el tren atravesó el puente del majestuoso río, en el inmenso lecho helado vieron deslizarse negros trineos, que parecían revoloteantes aves acuáticas.
Llegaron al alba a la estación de Sviarsk, ya en la otra orilla. Allá los esperaba una escolta de cosacos, capitaneada por un prapórchik huesudo y pelirrojo.
El rubicundo prapórchik rehusaba ponerse en camino. Comunicó al Gobierno Militar de Kazán que por ahora resultaba aún extremadamente peligroso atravesar los territorios inundados por el río; sin embargo, esperando unos cuantos días, la nieve y el hielo habrían desaparecido por completo, pues el deshielo se había iniciado ya. No quiso aceptar la responsabilidad por las vidas de los prisioneros, ni por la suya propia. Tenía más escrúpulos, desde luego, en cuanto a su propio pellejo.
No obstante, hacia las nueve llegaron órdenes de que debían ponerse en camino sin demora. A pesar de la prohibición, en la estación de Sviarsk un empleado del ferrocarril —alto, delgado, con cara de zorro— servía vutki[37] a precios elevados. Era bueno tragarse un poco de vutki en aquel frío húmedo y cruel que mordía los muslos de los hombres a través del pantalón, atravesando hasta sus pechos.
Entretanto, también hubo cosas dignas de verse. En todas direcciones, los cosacos venían reuniendo a grandes gritos a unos tártaros montados en sus extraños trineos pequeños y estrechos, con colas de golondrina. Los tártaros venían renegando de todos lados hacia la estación, en número de unos ciento cincuenta.
Los oficiales prisioneros subieron en los trineos, con los asistentes y equipajes. La larga cola de aquellos vehículos servía para conservarles el equilibrio, al correr mucho. Los caballos enganchados ante los trineos, eran unos animales magníficos, unas yeguas tártaras fuertes y robustas, de amplio pecho, que despedían tanto humo en aquel frío como las patatas cocidas extraídas de una olla.
Los cocheros tártaros requisados, a los que los cosacos habían sacado de su sueño, no tuvieron ni tiempo para echar en el fondo de sus vehículos un poco de avena o heno para los caballos. Con el látigo en la mano, con el cuello encogido, estaban sentados en el pescante, esperando la salida, conformados ya con su sino. Entre tantos trineos, todos iguales, había uno más hermoso que tenía aspecto de carroza. El rubicundo prapórchik tomó asiento en éste, distribuyendo sus órdenes. Entretanto, el tiempo se había suavizado un poco y caía una lluvia plúmbea.
Transcurrió una hora más, antes de que se hubiera formado y puesto definitivamente en marcha aquella larga caravana.
Habían designado como asistente para Pedro a un oficial de sastre, oriundo de la provincia de Zemplén. Su padre era un tótochka[38] y así, hablaba un poco el eslovaco. Su madre, en cambio, era de la región Székely; por eso, tenía por nombre de pila Moisés[39]. Moisés Zamák iba a ser, pues el compañero más íntimo de Pedro, en lo bueno y en lo malo. Venía con él ya desde Kiev, en donde habían pasado siete monótonos e interminables meses, bajo una vigilancia cada vez más severa, en el cuartel en que fueran alojados «provisionalmente» al primer día de la llegada. No encontraron otra explicación al transporte hacia tierras del Este, sino que las tropas rusas se batían en retirada, perdiendo mucho terreno, empujando ante sí, por consiguiente, hacia Siberia, a los prisioneros de guerra.
Había quienes se alegraban del viaje, pues decían que tan considerables retiradas rusas aportarían la paz para la próxima primavera. A Pedro, el viaje hacia el Este le llenaba de horror, pues siempre tenía la misma sensación de que por ferrocarril, vapor, carro o trineo, el Destino le arrastraba cada vez más lejos y con fuerza creciente.
Sentado sobre sus maletas, en el fondo del trineo, envuelto en su arrugado capote, miraba Pedro hacia las inmensas llanuras del Volga cubiertas de nieve, cuyos contornos quedaban borrados por la monotonía pesada y gris de la insistente lluvia. Su rostro aparecía considerablemente envejecido, tras aquellos siete meses de invierno pasados en Kiev. La continua meditación había conferido a sus ojos una tristeza profunda y casi animal. Durante aquellos meses de cautiverio, había envejecido años; pero era posible también que sólo fuesen apariencias, pues en Kiev se había dejado crecer la barba, y también el pelo crecía en gruesos rizos en tomo de sus orejas.
Zamák era un mozo de movimientos muy lentos. Aún estaba ocupado en arreglarse como podía el propio trineo. Fijó mediante una cuerda los paquetes de víveres, a los que trataba con gran cuidado como si fueran las niñas de sus ojos. Tenía una nariz chata muy cómica, en forma de pepino; los dos ojillos le saltaban continuamente con viva mirada, de un lado a otro. Había en su torpeza tanto buen humor natural, que él mismo acabó por descubrir su valor y exageraba su poca habilidad para divertir a los demás. Llegó a ser muy pronto popularísimo entre oficiales y soldados, sirviendo de cabeza de turco a toda clase de bromas y burlas. Moisés soportaba los chistes, a veces joviales, a veces groseros, con superior filosofía de buen sentido, en plena conciencia de su misión con jocosos guiños de reojo. Quiso hacer creer a toda costa que era el hombre más cobarde del mundo, cuando en realidad poseía impertérrita valentía. A Pedro, en cuya alma llegó a descubrir una grande y dolorosa tristeza, de fuente desde luego ignorada para él, le quería tanto que se hubiera dejado matar por él en cualquier momento.
Ante el trineo de Moska, estaba enganchada una yegua, y ante el de Pedro, impacientábase un fuerte potro negro. La consecuencia de ello fue que al ponerse en marcha la caravana, el potro procuraba siempre alcanzar a la yegua, y cada vez que lo conseguía, le mordía el cuello. Ello provocó alegres carreras entre los dos trineos.
Cuando la caravana se puso en marcha a través de la nieve virginal varios de los hombrecitos agazapados ridículamente encima de aquellos trineos estrechos, rodaron en la nieve, lo que los más afortunados comentaban con fuertes gritos y carcajadas. Al mismo tiempo, empezaron a sonar en los tonos más variados, los numerosos cascabeles fijados en los cuellos de los caballos. Pedro tenía la impresión de que aquella caravana con los hombres que se agitaban gritando en la nieve, los trineos de tan cómicos perfiles y la inmensa llanura nevada alrededor, era un gigantesco circo en cuyo redondel irrumpiesen de golpe varios centenares de payasos, acompañados del tintineo de suaves campanitas.
Sin embargo, el viaje no resultó tan alegre y animado como en el momento de la salida. De una carretera digna de tal nombre no se puede ni hablar. Atravesaron campos cubiertos de nieve virgen, y en varios puntos, jinetes y trineos se precipitaron por barrancos y precipicios. Aquello les aconteció sobre todo a los cosacos de la escolta. Costó luego mucho trabajo izarlos con sogas de debajo de la capa de nieve, surgiendo después de penosos esfuerzos, cubiertos de lodo, junto con sus monturas. Los potros tártaros resistían mucho mejor tales bromas que los caballos de los cosacos, los cuales no estaban acostumbrados a los barrancos resbaladizos y a los peligrosos derroteros, inundados por los riachuelos helados producidos por la nieve fundida.
El cosaco de Pedro era un muchacho bajito, corpulento, simpático. Cabalgaba durante horas al lado del trineo, sin decir palabra y observando, siempre en acecho, con expresión de buena voluntad, cada movimiento del vehículo.
En la primera parada, Pedro ofreció almuerzo, copa y puro al cosaco, el cual fumaba con no poca satisfacción entre sus compañeros. Y escupía tan sonoramente y con tanto arte sobre la nieve, sin quitarse el puro de la boca, como si hubiera nacido no en Rusia, sino en la gran llanura húngara.
Moska trabó entrañable amistad con el cosaco. Le hablaba en su dialecto eslovaco, y, de una manera u otra, siempre consiguió darse a entender. El cosaco le dijo que, según el horario previsto, ya al mediodía hubieran tenido que llegar a su posada de aquella noche, la cual distaba del punto de partida apenas unas veintisiete verstas; sin embargo, a causa de la inundación y de la nieve que se fundía, tenían que dar enormes vueltas; así, podían estar contentos si llegaban a Ceitovo a medianoche.
El cosaco había dicho la verdad, pues eran ya cerca de las doce de la noche cuando, bajo la líquida luz de la luna, por encima de las llanuras nevadas que brillaban en pálido color perla, oyeron un lejano ladrido de perro. Desde la lejanía, brillaban en el horizonte unas luces anaranjadas.
Cuando Pedro y su grupo llegaron al pueblo ya habían despertado a todos los vecinos. Muchos incluso habían acabado la cena y dormían el sueño de los justos.
A Pedro, con unos cuantos oficiales más —Kölber, Bartha y aquel pequeño teniente Neteneczky que parecía tonto, y al que sólo se llamaba Netene[40]— les tocó hospedarse en la casa hospitalaria de un tártaro muy rico.
El tártaro tenía dos mujeres. Ambas eran sucias, con cara aplastada; se veía perfectamente que usaban afeites. Tenían los dientes incisivos teñidos de negro, según la buena costumbre tártara, lo que daba un carácter espeluznante a sus sonrisas de bienvenida.
—Muchachos, en esta casa cenaremos asfalto —murmuró Netene, después de haberse presentado a aquellas mujeres tártaras como si se encontrase ante las damas de un elegante salón de aquella pequeña ciudad provinciana de la Transdanubia, en cuyo Instituto enseñaba Matemáticas.
El huésped era un hombre enorme, con amplios hombros y pecho; debía frisar en los cuarenta años. Como supieron después, era muy conocido y se llamaba Yak Miháylov Ragúzin.
El tártaro, después de saludar a sus huéspedes, dijo algo a una de sus mujeres, dándole una orden. La mujer se arrodilló en un rincón del aposento ante una caja tallada en madera y adornada con ricos colores, clavos y repujados de cobre. La abrió, y mientras la llave daba vueltas en la cerradura, la caja empezó a despedir unos sonidos suaves y agradables cual una cítara. Era una de aquellas famosas «cajas de música» tártaras en cuyo interior hay tendidas unas cuerdas muy sensibles, sin duda para que la llave dé el toque de alarma, cada vez que manos indebidas quieren abrirla. La tártara sacó de la caja unos instrumentos de cocina de forma extraña; algunos eran de plata.
Entretanto, los invitados habían tomado asiento en la amplia sala, como pudieron. La primera preocupación del cosaco de Pedro fue quitarse las botas mojadas, colocándolas con mucho cariño, junto con los trapos que le servían para envolver los pies, en el borde de la enorme estufa, donde empezaron en seguida a despedir humo.
Sin embargo, esto no podía empeorar ya más la atmósfera del aposento, tan espesa y densa que hubiera sido imposible esparcir por ella cualquier perfume nuevo. Desde luego, los trapos de los pies del cosaco se esforzaban en lo posible en tan loable empeño, desprendiendo cada vez más vapor.
En medio del aposento erguíase una especie de tribuna con el samovar y una serie de tazas de metal, que parecían cubiertas de cardenillo. En torno de la tribuna, el suelo estaba tapizado de alfombras y pieles. En cambio, ni rastro de cama, mesa o sillas, por ninguna parte. Desde luego, calentaban el aire de la sala no sólo la estufa y la familia, sino también los animales domésticos. En un rincón, yacían pacíficamente dos terneros y varias ovejas. Al otro lado, dormían las gallinas y los gallos. Los tres niños del tártaro descansaban en otro rincón, en medio de seis corderos de lana blanca.
Las tártaras servían té caliente y huevos frescos, pasados por agua. Los oficiales les correspondían con sardinas en conserva y otros manjares europeos, que las tártaras sostenían entre sus sucios dedos con mucha admiración, sin atreverse al principio a comerlos.
La conversación, que se desarrollaba mediante gestos y muecas, giraba en torno de temas tan simpáticos como sencillos. A veces, inesperadamente, mugía en un rincón algún ternero, como si hiciera sonar una trompeta, de sonidos cálidos, de la Tristeza. Por lo cual, también los corderos se ponían a balar, como si le contestaran en sueños. Pero los vástagos del hospitalario tártaro no se despertaban, y dormían como lirones.
Después de cenar, todos se echaron sobre la paja esparcida en profusión por el suelo, y rendidos por el largo trayecto en trineo, bien pronto se dejaron vencer por un profundo sueño.
Por la mañana, el cosaco despertaba a Pedro:
—¡Podyam Gospódin Kapetán!
Sin saber por qué, le tomó a Pedro por capitán. Tal vez por ser el único que se dejara crecer la barba.
Zamák ya estaba levantado desde hacía buen rato, y se dedicaba a tirar bolas de barro a los cuervos que anidaban por millares en los troncos mutilados de los sauces que rodeaban la casa, armando un ruido de mil demonios ya desde el alba oscura. Moska molestaba a los cuervos para que aquéllos dejaran dormir tranquilos a los pobres señores oficiales; con lo cual no logró, naturalmente, sino que cada vez que les tirara tierra, los cuervos se pusieran a aletear y volar por bandadas, graznando aún más infernalmente, Esto, desde luego, divertía enormemente a Moska.
Los oficiales, tan pronto como despertaron, se pusieron a palpar sus manos, cuello y caras, pues, en casa del tártaro abundaban los jilapi, o sea chinches, así como los ágiles tarakánes y otros parásitos. Difícilmente las empresas de desinfección se enriquecerían en aquellas lejanas regiones, pues, para los tártaros, matar un tarakán es un gran pecado. Consideran al bicho como un simpático animal doméstico.
Se había desencadenado una tempestad de nieve muy desagradable. Cuando se hubieron arreglado más o menos, y despedido de los huéspedes, la caravana estuvo lista, esperando la salida.
Al ponerse en marcha se vieron envueltos por una niebla tan espesa que apenas se adivinaba el trineo que precedía. Hacia las diez de la mañana, era preciso detenerse en la aldea tártara llamada Devlakitz, pues las carreteras estaban inundadas.
Cierto es que se había formado una fina capa de hielo, pero ésta no hubiese podido soportar el peso de la caravana hasta la balsa echada sobre el río Sviaga, tan mísero y sucio, que ni el rubicundo prapórchik, se·atrevió a pensar en detenerse en ella. Dio, pues, la orden de pasar, costare lo que costare.
Y el hielo se rompió. Los trineos se sumergían uno tras otro bajo el hielo, y lo que conseguían en tan heroica lucha los potros tártaros, era un verdadero milagro. Como si se dieran cuenta de que se les hacía responsables de preciosas vidas humanas, luchaban con salvajes bramidos, mordiendo el hielo, aferrándose a los trozos de hielos inseguros y vacilantes. La música de los cascabeles de los caballos quedó cubierta por el ruido de los témpanos de hielo, y por el griterío furioso y desesperado que surgía por todas partes en la niebla.
Por fin, tras una lucha de más de una hora, alcanzaron la orilla del río en que estaba la casita del balsero, sin pérdida de vidas humanas. Lamentábase tan sólo la fractura de la pata de tres caballos cosacos, a los cuales abandonaron allí con sus correspondientes jinetes.
El balsero disponía de dos balsas, cuyas sogas fueron rotas días atrás por la crecida del río. No les quedó más remedio, pues, que intentar el paso mediante palos transformados en remos, en medio de los bloques de hielo que cubrían el río. En la primera balsa, hubo un verdadero tumulto; un témpano de hielo rompió el timón, y los que la tripulaban —entre ellos, Kölber y Netene— pasaron el día entre temores de muerte, en medio de esfuerzos sobrehumanos, hasta que, por fin, ya entrada la noche, alcanzaron a duras penas la orilla.
La balsa en la que tuvo que embarcarse Pedro, fue capitaneada por el propio balsero. Era un ruso de bella presencia, con imponente melena, bigote de foca y una mirada suave y bondadosa. Las enormes e informes botas impermeables le llegaban hasta el talle. Tomó un rumbo distinto al de la primera balsa, y desde la salida, dirigió la frágil embarcación en fuerte ángulo contra la corriente. Ya cerca de la otra orilla, quedaron varados algunas veces; en estas ocasiones, entró en el agua con sus grandes botas impermeables. En más de un lugar, el agua helada le llegaba no sólo hasta el talle, sino hasta los sobacos; ello no obstante, se movía en aquella mortífera corriente con tanta familiaridad como otro en su confortable bañera. Trabajaba con grandes barras de hierro provistas de ganchos; a veces se sumergía hasta el cuello; sólo su cabeza quedaba tocando encima de las olas, echando miradas confiadas y haciendo muecas a los ocupantes de la balsa. Hacía su trabajo muy concienzudamente y con mucho interés.
Bartha, que era un hombre de tierra firme, se agarraba con ambas manos al borde de la balsa, y le hablaba tiritando y en húngaro al ruso, cada vez que el frágil artefacto se balanceaba más de la cuenta:
—¡Cuidado, batiuska, que no nos hundas!
Esto les hacía reír a todos. Tras media hora de duro esfuerzo, desembarcaron por fin al otro lado.
Después de una carrera de trineos semejante a la del día anterior, sin olvidar las vueltas de campana y otras espectaculares caídas, llegaron por la tarde a una aldea rusa algo mayor, llamada Seryebinsk. Entonces, el tiempo se había aclarado ya bastante, y los oficiales descansaron al sol, en una plaza cercana a la iglesia del pueblo.
Mientras estuvieron esperando el relevo de trineos, echados sobre los equipajes amontonados en el suelo, abriose de repente la verja de la hermosa casa de enfrente, ante la cual se erguían dos grandes olmos, acercóseles una señora joven y agraciada.
Les dirigió la palabra en un alemán bastante correcto:
—¿Puedo invitar a los señores a tomar una modesta merienda?
Tras la estatura esbelta, los bellos ojos de gamuza y la agradable y melodiosa voz, se escondía cierta extraña tristeza.
La señora los conducía a su casa, en cuya puerta con rejas se leía una inscripción misteriosa, en una placa de cobre: Zemski vrach.
Sólo una vez dentro se enteraron de que se hallaban en casa del médico del distrito. En la primera habitación, la mesa estuvo puesta en un minuto. Sirviéronles un té espléndido, varias clases de mermeladas, nata, fiambres, salchichas, pollo frío, carne asada de tocino, pasteles rellenos de miel y cierta clase de pogacha[41]. La limpieza del mantel, el brillo de los platos y los vasos, y los cubiertos relucientes, alababan las delicadas y finas manos de la dama, que ya no era muy joven —no debía tener mucho más de treinta años—, pero en el rostro sufrido llevaba las huellas de una profunda y elevada reflexión y de una gran belleza marchita.
Los aposentos tenían el suelo en «parquet» y estaban amueblados según el gusto europeo. Después del comedor, se entraba en el salón, en el cual había un piano.
Apareció también el amo de la casa, que se llamaba Nicolai Ivánovich Krylov. Era un hombre de tipo muy ruso, alto, pero algo encorvado, con los obligados ojos azules. Su mirada colgaba de su cara con la misma melancolía y el mismo desorden que sus cabellos rubios y sedosos que le cubrían parte de la frente. Sus grandes manos eran blancas y blandas. Explicó que, en su juventud, había pasado varias temporadas en Alemania, tenía gran simpatía por los alemanes, y que consideraba como un terrible azote la guerra entre ambos pueblos. Su mujer había muerto hacía poco, y desde entonces, su hermana, Katerina Ivánovna Ilyina se ocupaba de su hacienda y casa. El marido de ella, oficial de artillería, estaba prisionero de guerra desde el mes de enero pasado.
Aquí, Katerina Ilyina tomó la palabra:
—Caballeros —dijo, volviendo su cara de franca y triste mirada hacia los oficiales—, hace unas cuantas semanas nos informaron, por mediación de la Cruz Roja, que fue trasladado a Hungría…
Añadió con mirada preocupada, temblando:
—¿Sabrían ustedes, por casualidad, cómo tratan en Hungría a los prisioneros de guerra?
Hubo un instante de silencio, después de lo cual los oficiales húngaros del grupo contestaron a la vez:
—¡Oh, Hungría…! Entonces no le quepa la menor duda, señora, de que le tratan bien…
Competían entre sí para consolar a la hermosa dama rusa.
Katerina Ilyina sacó su pañuelo y lo apretó sobre los ojos. También el médico fijó su mirada, conmovido, en el centro de su plato.
El teniente Vedres se dirigió hacia la señora y le preguntó:
—¿Sabe usted, señora, en qué ciudad se encuentra su marido?
—Sí. Se llama Keniermeso, o algo por el estilo… —contestó ella, no sin timidez.
—Estegram —dijo el médico, al ver en el rostro del teniente que no conocía ninguna ciudad de ese nombre.
Neteneczky fue el primero en comprenderlo, muy contento:
—Kenyérmezö, sí, sí… Cerca de Estergom.
—¡Pues entonces está muy cerca de Budapest!
—A pocos kilómetros de la capital, en un sitio encantador, junto al Danubio…
De todos lados afluían palabras de consuelo hacia sus huéspedes rusos, y Katerina Ilyina llevó su mirada esperanzada de un oficial a otro, con el rostro ruborizado. Esperó con enorme interés los relatos sobre la vida de Hungría.
Luego juntó las manos, uniendo los dedos como en una plegaria, y exclamó dolorosamente:
—¡Ojalá pueda ver aún una vez en esta vida a mi marido!
Apenas había pronunciado esas palabras, echó a llorar desesperadamente.
Los oficiales movilizaron toda la ternura de la que fueron capaces para consolar a la señora. Sólo Pedro no dijo nada, clavando los ojos, pálido e inmóvil, en el centro de la mesa.
Permanecieron cerca de media hora en torno de la mesa puesta. Después, los oficiales salieron al patio, para ordenar el equipaje y colocarlo en los trineos que habían llegado entretanto.
Pedro aún se quedó en la habitación. Cuando ya todos habían salido y el médico acompañó afuera hasta el último, se acercó a Katerina Ilyina, que se disponía a quitar la mesa, con los ojos húmedos.
Se detuvo ante ella, mirándola profundamente:
—Señora, quisiera decirle cuatro palabras…
Su voz sonó tan extraña que Katerina Ilyina dejó asustada el plato que tenía en la mano, y le miró sorprendida. Luego, se acercó a la puerta del salón.
—Pase usted… —le dijo excitada.
Al encontrarse frente a frente, sin sentarse, Pedro preguntó:
—¿Cómo se llama el marido de usted, señora?
—Alexander Petróvich Ilyin. De oficio, ingeniero…
La señora fijó su mirada insegura en el rostro de Pedro, como queriendo adivinar el porqué de su pregunta. Pedro cerró tras sí la puerta, con gesto instintivo, como si tuviera miedo de que alguien pudiese oír lo que iba a decir. Estaba muy pálido. Apoyose ligeramente en la mesa, y al hablar, de cuando en cuando cerraba los ojos:
—Señora, soy terriblemente desgraciado. No puedo resistir la condición de prisionero, y temo que me volveré loco… Hemos vivido juntos con mi mujer, sólo pocos meses… La quiero desesperadamente… Ayúdeme a huir, para que pueda volver a Hungría Si logro mi propósito, el destino de su marido estará en mis manos Tengo grandes relaciones en mi tierra, mi suegro es un alto magistrado… Le juro que haré todo lo posible por su marido…
Luego, sin dejar tiempo a que la señora le contestara y pronunciara siquiera una palabra, continuó:
—Créame usted, no hay nada imposible en el mundo, sólo hay que tener voluntad… He pensado que hacia el anochecer me quedaría atrás del transporte, y durante la noche volvería aquí… Usted me procuraría vestidos de paisano, y sin duda sería posible obtener una documentación cualquiera… Sólo es necesario que llegue hasta la frontera, de allí ya me arreglaría para volver a mi casa…
Su frente se cubría de sudor, mientras profería esas palabras, y miró a Katerina Ilyina con ojos que ardían extrañamente.
—Piense usted en su marido, señora —añadió con voz de súplica, dolorosa, y, no obstante, con cierto tono imperioso y convincente en sus palabras.
La mujer quedó profundamente conmovida por las palabras de Pedro, y se dejó caer inerte en un sillón. Pedro estaba ante ella, sin sentarse, con una mano apoyada en el piano.
Katerina Ilyina era incapaz aún de contestarle. Pasaba su fina mano por la frente, palpándola, como si quisiera tranquilizar los pensamientos que se perseguían dentro de ella en desenfrenados remolinos.
Hubo un largo silencio, tan largo que Pedro ya tuvo que mirar impacientemente hacia la puerta, como si temiera que alguien viniera a perturbar su conversación, antes de que hubiese obtenido respuesta.
Katerina Ilyina levantó sobre Pedro una mirada de sus ojos color castaño claro, y dijo, en voz apenas perceptible:
—Esto…, lo que usted pretende… es imposible… Yo haría todo por usted, pero créame que le enviaría a la muerte segura… Usted no conoce Rusia ni a la policía rusa. ¡Oh! Sobre todo, desde la guerra… En la segunda ciudad le cogerían con toda seguridad, y yo no sé, pero a lo mejor le fusilarían… Lo que usted pretende es una provocación al Señor… Mis fuerzas son demasiado débiles para ayudarle a usted… No lo haga, se lo suplico… ¿Cuánto tiempo podrá aún durar la guerra…? No podrá durar muchos años a lo mejor ya no durará más que algunos meses… Escúcheme y créame: vale más y es mucho mejor, que esperemos el final.
Se calló, y se advertía en su rostro que volvía a luchar con sus pensamientos.
Después, habló de nuevo, como si hubiera tomado nuevamente su decisión:
—No, no… sería una tontería… Mire, yo no arriesgaría nada… Sólo expondría la vida de usted… Mi conciencia no me permite darle un consejo afirmativo…
Pedro estaba pálido como la cera. No la miró, sino que fijó hurañamente su mirada en un punto invisible.
—No podría explicarle la compasión que me inspira —dijo la mujer, en voz apenas inteligible, y apretando el pañuelo sobre la boca.
Alguien abrió la puerta, pero Pedro ya no se dio cuenta de quién podía ser. Esforzose en sonreír con amabilidad, se acercó a Katerina Ilyina, hizo una profunda reverencia y le besó la mano silenciosamente.
Salió al patio con aquella sonrisa helada en torno de sus labios.
Ante la puerta, los trineos estaban listos para continuar el viaje, con nuevos caballos, y los oficiales estaban ya agazapados encima de los baúles.
Podían ser las cinco de la tarde. Según órdenes del prapórchik, debían alcanzar antes de la caída de la noche el pueblo tártaro de Ivanska, que estaba a unas quince verstas hacia el Este.
El sol ya se había puesto. Iban congregándose en el cielo pesadas nubes negras que colgaban a poca altura. Encima de las llanuras cubiertas de nieve, de hálito húmedo, pasaban graznando innumerables cuervos, y cuando uno u otro se ponía en el suelo, parecía como si en la lejanía alguien hubiese dejado caer sobre la nieve una enorme blonda negra.
Poco a poco, descendía ya el crepúsculo, y los cascabeles de los caballos tártaros llenaban aquellos desiertos campos nevados con extraña música. A través de los mismos volaba, como una bandada de golondrinas viajeras, la negra caravana de los trineos.
Poco después, la nieve comenzó a caer en gigantescos copos.