3

Hacía tiempo que el verano había huido de las orillas del Danubio. Los pequeños y calvos tilos goteaban a raíz de las lluvias de otoño, como si dejaran caer lágrimas.

En el paseo de delante del kiosco no quedaban más que las huellas de las patas de hierro de las sillas, que se habían hundido profundamente en el asfalto ablandado por las cálidas jornadas estivales. Aquellas huellas, tan numerosas, evocaban la imagen de la manada de corzos que durante la noche pasa furtivamente por la arena endurecida y lisa de los bosques, no quedando a la mañana siguiente otro rastro de ellos que las huellas de las pezuñas.

¿Adónde habíase escondido el verano color de corzo?

Pedro pasaba todos los días por allí, camino de su casa.

A veces le asaltaba momentáneamente la idea de lo que podría ocurrir si se encontrara a Miett. ¿Le conocería? ¿Contestaría a su saludo? Y él, ¿tendría el valor de acercarse a ella y dirigirle la palabra?

Pero todos estos pensamientos cruzaban por su imaginación muy pálidamente, como otras mil ideas que con un brinco saltan hasta nosotros de los objetos imprevistos, de las caras de la gente, de las nubes del firmamento, o del cristal de los escaparates, en la más absurda y caótica de las confusiones.

Ya ni siquiera se acordaba del rostro de la muchacha. Había pasado un mes desde entonces, y la vida de Pedro se había adaptado a nuevos anhelos, a nuevas fisonomías, los recuerdos de sus horas solitarias estaban poblados de figuras inéditas.

Durante las últimas semanas pasaba mucho tiempo en compañía de Pablito Szücs, quien, entre tanto se había enamorado muy seriamente de la pequeña señora de Galamb, lo cual le tenía loco de felicidad. A veces solía abrir su corazón a Pedro, y éste escuchaba sus confesiones con secreta envidia. Szücs se detuvo ante él y levantando los brazos hasta el cielo (acostumbraba a hacer aquel gesto) le declaró después de la narración de algún detalle íntimo:

—¿Sabes, amiguito…? Me siento como si me hubieran cambiado hasta el último cabello de mi cabeza.

Szücs era como el pobre al que le ha tocado el premio gordo y que, de momento, no sabe qué hacer con él. Los ojos le brillaban de dicha, el alma se le estremecía, sintiendo irresistibles deseos de iniciar a todo el mundo en su feliz secreto.

Una mañana, las colinas de Buda se despertaron bajo una fina capa de nieve, aunque era sólo el primero·de noviembre. Era una especie de invierno en broma que aún no tiene dientes para morder y que había llegado hasta allí escondido bajo la solapa del viento del Norte. Pedro, que casi nunca salía de noche, entró con Pablo Szücs, sin saber cómo, en un music-hall del bulevar.

Szücs quería divertirse a toda costa, y pidió champaña. Cogió por el ala del frac a un viejo camarero y le atrajo confidencialmente hacia sí:

—Dígame, viejo: ¿hay chicas guapas por aquí?

—Espere un momento, señor comisario —le contestó el viejo, que tenía la cara picada de viruelas. Conocía muy bien a Szücs y sabía perfectamente que no era aún comisario de policía, sino sólo un modesto funcionario de la Jefatura.

—En seguida les enviaré a dos «muñequitas de azúcar» —añadió desapareciendo.

En efecto, poco después volvía con ellas, guiándolas hacia la mesa de los dos muchachos. Una de las «muñequitas de azúcar» llamábase Mimí; era una mujer de carnes fofas, morena, y ya no muy joven. Sus senos empolvados amenazaban con escapar por el escote de la blusa. La otra respondía al nombre de Nelly; el azul de lápiz agrandaba y profundizaba aún más suS ojos, ya grandes de por sí, que recordaban a los de Asta Nielsen. Ambas muchachas trabajaban como «números» del music-hall. Mimí cantaba cuplés, mientras que Nelly bailaba danzas españolas.

Szücs tomó inmediatamente bajo su protección a Mimí, de modo que la rubia Asta Nielsen le tocó a Pedro. Entre Pedro y Nelly la primera hora de la juerga transcurrió observándose mutuamente y con gran atención las caras, las manos, los trajes, intentando penetrar cada uno en lo más íntimo del otro. A Szücs, en ·esta clase de amistades, le dejaban totalmente indiferente las complicaciones de la vida humana. Se puso, por tanto, a hablar con Mimí en seguida en un tono como si se conocieran desde pequeños, y cada vez que tenía ocasión la acariciaba por mero sentimiento de camaradería, encargando botellas de champaña una tras otra. El cíngaro se acercó tocando a la mesa y Mimí, con una voz de timbre agradable, en la que se mezclaba cierto acento de provincionalismo revelando de golpe y porrazo sus orígenes, se puso a cantar. Echando hacia atrás la cabeza, iba meciéndose según el ritmo de la canción.

Nelly, en cambio, que hablaba poco, pero que bebía mucho, fijaba sus ojos pardos en Pedro, como si le quisiera hechizar. De pronto, colocó la mano febrilmente cálida sobre la de Pedro, se inclinó hacia él y le dijo en voz baja:

—Eres muy guapo… ¿Te lo han dicho ya muchas?

Su mirada en aquel instante aparecía llena de una indecible tristeza, como si le dijera: «¿Ves?, yo siempre había soñado en un muchacho como tú. Mi padre tenía una modesta librería allá lejos, en el Norte de Hungría; yo, niña soñadora, me pasaba todo el día en medio de los libros, respirando el buen olor de las publicaciones nuevas, leyendo y fantaseando; de vez en cuando, miraba a la calle de la humilde ciudad provinciana; estaba enamorada del secretario del Gobernador… (se te parecía un poco)… Me hubiera gustado llegar a ser una mujercita bien; empujar un coche de niño por el Parque Popular, mientras la música militar tocaba… Pero mi padre murió, también murió mi madre (aunque a ti, ¿qué te importa todo esto?)… Y ahora, ya ves, estoy sentada aquí, y, a veces, vuelvo la vista hacia esa vida limpia y bella que se fue volando…».

Nelly hizo una mueca, como si quisiera poner punto final a los pensamientos no expresados.

Pedro, pareciendo haberlos adivinado, acarició la frente de la muchacha, que cerró sus grandes y cansados ojos bajo la caricia. Al hacerlo, sufrió una extraña metamorfosis, volviéndose fea y vieja, como una cara de muerta.

—Bebamos —dijo Pedro y chocó su copa contra la de Nelly. La muchacha abrió de golpe los ojos y extendió la mano hacia la copa.

Szücs se puso en pie junto al violinista y, con voz quebradiza, se puso a cantar una a una sus canciones favoritas. Mimí, al verse sola, sintiose sin duda ofendida por ello y cambió de mesa, marchándose a la que ocupaba un joven ya calvo, el cual bebía pausadamente cerveza y fumaba cigarrillos en una boquilla multicolor.

Cuando Szücs se cansó de cantar, y volvió a la mesa con pasos vacilantes, observó con sorpresa que el asiento de Mimí estaba vacío. Al descubrir que la muchacha se había sentado a otra mesa, enfureciose hasta cubrírsele de sangre el blanco de los ojos.

—¡Demonios! —dijo, y, con aire amenazador, se fue hacia ella.

Pedro, de un salto, levantose rápido, pues conocía sobradamente el temperamento de Szücs, y temía que se produjera un escándalo.

—Déjate de tonterías, Pali —le gritó, pero ya llegó tarde para impedir que Szücs, con su fuerza de buey, hubiera extendido una mano por encima de la mesa, cogiendo al muchacho calvo por la solapa.

Pedro, por detrás, sujetó fuertemente a Szücs. Entre tanto, otros clientes se habían levantado también y los camareros se acercaban corriendo.

—Suéltame, a-a… amiguito —dijo Szücs a Pedro, tartamudeando un poco a la manera de los borrachos—, no… no quiero yo n-na… da, só-só… lo quería i… invitar a… a es… este señor… a nuestra me… mesa.

Y mientras hablaba, seguía tirando de la solapa de aquel pobre hombre, cuya cara, llena de pánico, se había vuelto lívida. Balbuciendo excusas, intentaba explicar que él no tenía la culpa, que él no había sido quien invitara a la chica a su mesa, mas Szücs no le dejó siquiera hablar, y obligándole a tomar una copa de la mano, le ordenó:

—¡Bebe!

El joven, aún muy pálido, miraba en torno suyo, no sabiendo cómo comportarse en aquella situación, para él tan violenta. Con mano temblorosa se puso a limpiarse la americana, con un pañuelo, pues se le había llenado de ceniza, pero Szücs le obligó por la fuerza a que le acompañara a su mesa.

Los cíngaros tocaron un pasodoble, y la alegría renació muy pronto. Szücs se divertía rompiendo con los dientes el fino cristal de las copas, lo cual le iba ensangrentando los labios, que estaban llenos de minúsculos trocitos de vidrio. Su boca parecía cubierta de escarcha.

Nelly se inclinó al oído de Pedro:

—Tu amigo ya está muy borracho… Yo desearía irme a casa. ¿No quieres acompañarme?

Y, de nuevo, volvió a mirar a Pedro, larga y lánguidamente.

También éste se sentía cansado de la absurda juerga. Sabía que en tales momentos resultaba inútil proponerle a Szücs que se marcharan y que era también inútil temer por lo que pudiera ocurrir, pues además de que no toleraba nunca ninguna intervención de ésta índole, no toleraba nunca que se cuidaran de él. Por muy borracho que estuviera, en el momento de pagar recobraba inmediatamente el buen sentido y no existía camarero que pudiera engañarle, puesto que al final resultaba siempre que todas las consumiciones aparecían anotadas, con la mayor exactitud, en el puño de su camisa.

Pedro y Nelly, aprovechando un momento de descuido, se escaparon juntos. Ya eran las cuatro de la madrugada.

—Podemos ir a pie —dijo la muchacha—. No vivo lejos.

Y cogiéndose del brazo de Pedro, empezó a andar. Pronto llegaron ante un hotelito recién construido, en una estrecha calle. Ya en la puerta, él quiso despedirse.

La muchacha le miró sorprendida.

—¿No subes? —preguntó temerosamente apretando la mano del joven. Cuando el portero de noche abrió la puerta, Pedro se dejó arrastrar por ella escaleras arriba, sin voluntad.

Paredes y alfombras despedían un olor extraño nauseabundo y dulce. El mismo olor llenaba también el cuarto de la muchacha, en el que era casi el único mueble una enorme cama de hierro.

Aun no había amanecido por completo, cuando Pedro salió del hotel. Los primeros tranvías circulaban ya por las calles y los Baños de Vapor «Hungría» ya estaban abiertos. Durmió un buen rato en el salón de reposo, y cuando hacia la una del mediodía, después de bañado y afeitado, franqueaba de nuevo la puerta del establecimiento, al mirar por la luna del restaurante del balneario, descubrió a Szücs sentado junto al joven calvo desconocido, con el que conversaba muy secretamente, a la manera de los conspiradores. En torno de ellos, al pie de la mesa, había un montón de botellas de cervezas vacías.

Szücs, Dios sabe desde hacía cuántas horas, estaba hablando a su nuevo amigo, de una señora «bien», sin mencionar desde luego su nombre, y repetía periódicamente:

—Y bien, amiguito, tú que eres completamente objetivo en este asunto… dime, ¿qué harías tú en mi lugar?

El muchacho joven y calvo, que ganaba su vida como delineante en una empresa de ingeniería, había recobrado ya los ánimos, después de pasado el gran susto. Incluso sentíase halagado de que aquella enorme mole de hombre le iniciara en sus secretos más íntimos y atribuyera tanta importancia a su humilde opinión. Y esto tanto más, cuanto que nadie solía pedírsela nunca en ningún asunto. A pesar del cansancio que le dominaba hasta casi hacerle caer de la silla, estaba decidido a resistir a toda costa, decisión en la que influía mucho, desde luego, el que fuera Szücs quien pagara siempre las consumiciones.

Este último, que, por su carácter, era incapaz de guardar el más mínimo secreto, hubiera querido comunicarle todo a este joven tan simpático, pero aun con la cabeza medio perdida de tanto beber, se daba cuenta de que cierta discreción era obligatoria, y así se contentaba con repetir monótonamente:

—El pajarito más hermoso del mundo es la paloma[17], ¡amiguito!

Y continuaba bebiendo caña tras caña de cerveza; sus ojos estaban congestionados y apenas si ya pestañeaba. En sus labios morados y heridos por el cristal roto, se conservaba la espuma de la cerveza.

Pedro se fue directamente a su casa, para almorzar.

Su madre nunca le preguntaba dónde había pasado la noche cuando no venía a dormir, pero le esperaba invariablemente para ofrecerle una «sopa de juerguista». En esta sopa, había siempre como un silencioso reproche. Después de almorzar, Pedro preguntó a su madre:

—Madre, ¿no quiere usted venir al teatro conmigo?

A veces solía llevarla consigo a los espectáculos.

—¡Ay, hijo mío, hoy no puedo! —se lamentó la viuda de Takách—. Los Vaynik deben venir esta tarde…

Luego, añadió intencionadamente:

—Aranka vendrá también. ¿No tienes ganas de quedarte en casa?

Pedro negó con la cabeza.

—Entonces iré solo.

Salió, y tras consultar los programas de una columna anunciadora, escogió una opereta, en la Opera Popular.

La platea aparecía medio vacía; también en los palcos había poca gente. Acabado el primer acto, Pedro se entretuvo en pasar revista al público de los palcos con los gemelos, y en uno de los mismos descubrió un grupito de tres personas que llamó su atención. No quería dar crédito a sus ojos. Era Miett, con Olga; a su lado, estaba sentado el cadete.

Subió al primer piso precipitadamente. Allí se detuvo de golpe y dio media vuelta, para bajar la escalera con pasos lentos. No se atrevía a entrar en el palco. Desde hacía casi dos meses, no había vuelto a verla. El primer encuentro resultó tan superficial, que apenas era posible reanudarlo ahora, entrando sin más ni más a saludarla. El palco, además, estaba a oscuras, y, a lo mejor, ni le conocerían al entrar. Pensó esperarlos a la salida, una vez acabada la función, haciéndose el encontradizo, mas los dos actos que quedaban aún por representar le resultarían interminables.

Volvió nuevamente a subir. Primero, abrió las puertas de otros dos palcos, equivocadamente. Estaba excitadísimo. Por fin, al tercer ensayo, acertó con el que buscaba. El cadete era el depositario de todas sus esperanzas.

Al entrar en el palco, Miett volvió la cara hacia él la primera, pero, desde luego, no le reconocía en la oscuridad. Cuando se adelantó, aún le miraban extrañadas al pronunciar él, con la garganta seca, un formulario «beso a ustedes la mano».

En aquel momento, estaba muy arrepentido de haber entrado. Olga fue la primera en reconocerle.

—¡Hola, querido maestro! —exclamó alegremente.

Le dio la mano, y en este instante la fría mirada de Miett se desheló. También ella le tendía su mano, no sin ruborizarse un poquitín, pero Pedro sabía ya que ello no significaba absolutamente nada, pues la cara de Miett solía cubrirse de un ligero rubor incluso cuando alguien le dirigía la palabra, o al conversar con otra persona.

—Hará usted el favor de no decir a nadie que nos ha encontrado aquí —le suplicó Olga.

—¿Por qué?

—Porque hemos venido sin «carabina». Mi tía hubiera debido venir con nosotras, mas en el último momento se excusó.

—Yo soy vuestra tía —dijo el cadete, muy serio.

Miett soltó una carcajada, pero sin dejar de mirar a Pedro; volvió a ponerse seria, y no sabía cómo comportarse.

La sala quedó de nuevo bañada de oscuridad, levantose el telón y Olga compuso un gesto de severidad:

—Y ahora, nada de reírse fuerte… ¡Si no os portáis como se debe, os llevaré a casa en seguida!

En este momento, Juanito, el cadete, murmuró algo entre dientes, que al oírlo Olga, la hizo esconder la cara entre sus manos enguantadas, tratando de ahogar unas carcajadas, por lo cual varias personas de la platea se volvieron hacia el palco, protestando.

El cadete permaneció callado durante algún tiempo; luego hizo otra observación en voz baja. Era suficiente que abriera la boca, para que las muchachas, que casi no podían entender lo que decía, rompieran a reír a borbotones. Irradiaba de los tres una irreprimible alegría y una vitalidad desbordante.

Pedro iba recobrando poco a poco su acostumbrada sangre fría, habiéndole cesado el brusco latir del corazón que sintió al entrar.

En el escenario se desarrollaba una escena de amor muy sentimental. Juanito soltó de repente un agudo «kikirikí».

Las muchachas se levantaron rápidamente de sus asientos, corriendo hacia el oscuro fondo del palco e intentando sofocar sus carcajadas abrazándose la una a la otra.

Juanito quedó sentado, impertérrito, con los brazos cruzados sobre el pecho y contemplando con impasible cara la escena. Dicha actitud era indispensable, desde luego, pues el «kikirikí» hizo que muchos espectadores dirigieran la mirada, nerviosamente, hacia el palco. Por suerte, era difícil precisar de cuál de ellos había salido tan insólita interrupción: el rostro rígido y severo del cadete desvanecía toda posible sospecha.

Durante el resto del acto, las dos amigas no salieron del fondo del palco. En el entreacto, cuando la sala fue iluminada de nuevo, ya habían recobrado la serenidad. Ambas afectaban una expresión entre ofendida y distinguida.

—Juanito, por favor —reprochó Miett al cadete—, si vuelve usted a cometer una tontería, yo me voy a casa.

Pedro asustose mucho más de tan categórica declaración, que el propio Juanito, el cual se puso la mano sobre el corazón:

—Palabra de oficial del ejército: no volveré a abrir más la boca.

Miett volvió la cabeza al otro lado, notando Pedro el esfuerzo con que reprimía la risa. Extasiábase contemplándola, y con la mirada iba bebiendo ávidamente cada uno de sus menores movimientos. Aquella muchacha que él se había imaginado bajo mil formas diferentes, era otra: más lánguida, más abstracta, más la mujer desencarnada. Ésta, en cambio, que con encantadora testarudez colocaba la mano en el picaporte de la puerta, amenazando al cadete con marcharse inmediatamente, aunque desde luego por nada del mundo hubiera abandonado el espectáculo, esta mujer, sí, era Miett. La verdadera, la auténtica Miett, que iba mostrándose a él con nuevos matices, que daba una impresión más fresca, más natural, más espontánea que en aquel día del té en casa del doctor. Sí, esta Miett era la realidad misma, y ahora le parecía a Pedro que no tenía nada de inaccesible.

Olga seguía fingiendo estar escandalizada. Tras muchos ruegos y súplicas, las muchachas volvieron a ocupar los asientos, contando con que Juanito cumpliría su palabra. Durante todo el tercer acto, éste no dio señales de vida, pero al llegar a la escena de la despedida, en la que un silencio religioso se extendió por toda la sala, sacó su pañuelo y se sonó la nariz, con un estruendo tan ruidoso como el que pudiera producir una trompeta de húsares.

Todo el público se volvió automáticamente hacia ellos.

Las dos muchachas se refugiaron nuevamente en el fondo del palco, donde poniéndose con precipitación los abrigos, ganaron la puerta.

Esta vez, el propio Juanito se había asustado un poco, y también él salió con premura, acompañado de Pedro. No alcanzaron a las dos amigas que caminaban rápidamente y muy pegadas la una a la otra, sino cuando ya estuvieron en la calle.

Por nada del mundo Miett y Olga habrían vuelto la cara, pero les daba cierta seguridad oír los pasos de los dos muchachos muy cerca de ellas, a su espalda.

Olga y Miett acercaron las cabezas, y por los movimientos de los hombros se podía adivinar que estaban riéndose.

Luego, no muy lejos, detuviéronse ante el puesto de una vendedora de castañas, y mientras hacían su compra, Pedro preguntó a Olga:

—¿Cuánto les debo por el asiento del palco?

—¡Un florín veinticinco céntimos! —contestó Olga sin vacilar.

Pedro sacó dificultosamente del bolsillo del pantalón un monedero en forma de herradura y contó sobre la mano enguantada de Olga la cantidad.

Miett le devolvió un centavo:

—Éste no es bueno; está algo torcido.

Pedro se lo cambió por otro. Olga hizo sonar las monedas y corrió hacia adelante. Por el borde de la acera, caminaba penosamente un pobre anciano andrajoso. Iba cubierto con un viejo sombrero de felpa amarilla, que contrastaba con los pardos harapos. En la mano llevaba un bastón, con el cual daba golpes a los cubos de la basura. Seguramente, era un cazador de colillas.

—¡Oiga! —exclamó Olga—. Hemos encontrado algo para usted.

Y hacía sonar en su mano las monedas. El anciano, sorprendido, levantó la mirada hacia la chica, llevándose la mano al sombrero lentamente, como una marioneta movida por un hilo invisible. No pronunció ni una sola palabra; sin duda debía de ser mudo.

Los cuatro continuaron su camino.

—¡Ay, qué frio hace esta noche! —dijo Miett, pataleando para calentarse. Cerró tan alto como pudo el cuello de piel gris, no dejando ver más que la punta de la nariz y los grandes ojos verdes, que brillaban rientes. Un bucle color oro viejo escapado de la gorra de cuero marrón, le caía sobre la frente.

Las dos muchachas se adelantaron algunos pasos; cogidas del brazo, charlaban y reían.

Viéndolas caminar delante de sí, Pedro se fijaba instintivamente en sus pies. Olga tenía pies ridículamente pequeños; los de Miett, en cambio, eran grandes y delgados, más perfectos en sus proporciones. Olga calzaba zapatos de charol con incrustaciones de tela. Los de Miett eran de cuero amarillo, con tacones bajos. En general, todas las prendas de Miett demostraban un gusto fino y sencillo, de serena elegancia. Llevaba una falda verde oscura, con grandes cuadros, de tela escocesa, gruesa y blanda, que apenas hacía arrugas. El corte de su chaqueta revelaba la mano de un buen sastre.

Los cuatro pies femeninos, con los finos tobillos, calzados dos de amarillo y dos de negro caminaban ante ellos con pasos elásticos sobre el asfalto invadido ya por las tinieblas. Las chicas aún continuaban riendo.

Pedro las alcanzó:

—¿No quieren decirme el porqué de esa risa?

—No se enfade usted —contestole en tono de amable sinceridad Olga—; estamos riéndonos de que todavía ignoramos cómo se llama.

Pedro quedó turbado:

—Pedro Takách, doctor en Derecho —respondió rápido.

Miett notó en la expresión de Pedro el momento de turbación porque pasaba y le tuvo lástima:

—¡Ah, sí, ahora lo recuerdo!

Naturalmente; esto no era cierto. Olga empezó a someter a Pedro a un verdadero interrogatorio:

—¿Conque usted es «jurista»?

—Sí, y trabajo en un Banco.

—¿Le pagan bien?

—Bastante. ¿Por qué?

—Porque estoy buscando marido —dijo Olga con un tenue suspiro—. ¿Puedo tener esperanzas?

Y echó sobre Pedro una mirada que provocó la risa de todos.

—¡Me consideraría muy honrado! —contestó con vivacidad Pedro, comprendiendo inmediatamente el juego, y añadió—: ¡Venga esa mano! ¿A cuánto asciende su dote?

—Usted, ¿cuánto espera?

—Tratándose de usted, estoy dispuesto a casarme aún sin dote.

—Pues, ya ve, ésa es exactamente la que tengo. Más, impongo una condición.

—Diga.

—Que cuando lleve usted un traje azul marino, no se ponga una corbata color marrón.

—¡Olga! —exclamó Miett riendo, pero tratando de refrenarla, pues sabía que si aquel diablillo se ponía a tomar el pelo a alguien su broma no tenía límites. Aquel muchacho alto, esbelto, de anchos hombros, de cara morena, le era muy simpático, y quiso salir en su defensa.

Volviose a él sonriente y conciliadora:

—El otro día, al presentarse, pronunció usted su nombre en voz demasiado baja, por eso lo había olvidado.

—¿Por qué no fueron el domingo pasado a casa del doctor Varga?

—Porque su mujer se ha permitido criticarnos —dijo Olga refunfuñando.

—Deje usted en paz a una parienta mía —protestó Juanito, aunque sin convicción.

En este momento, Pedro descubrió el color del rouge en los labios de Olga. Alarmado, buscó huellas del mismo en la boca de Miett, pero su cara se ofrecía tan pura como si acabara de lavarse en las aguas de un claro riachuelo. No se veía en ella ni rastro de polvos. Olga, en cambio, los usaba con profusión.

—Y ahora, ¿adónde se dirigen ustedes? —preguntó Pedro al llegar al Bulevar Rákoczi.

—Ahora vamos a casa —contestó Miett.

Y Olga añadió:

—Si tiene ganas de andar, puede usted acompañarnos y tomar con nosotras una taza de té. Miett le invita.

Pedro miró a Miett:

—¿Me invita usted de verdad?

—Claro que le invito…

Pronunció estas palabras natural y amablemente, mientras sus manos se ocupaban en sujetar otra vez bajo la gorra un rizo rebelde.

Tomaron el tranvía. Sólo encontraron tres asientos, de modo que Juanito tuvo que quedarse de pie. En vano suplicó al cobrador que le dejara junto a sus amigos; aquél se limitó a mover la cabeza a guisa de respuesta, señalándole la inscripción: Queda terminantemente prohibido estar de pie en el interior de los coches.

Juanito le ofreció un cigarrillo.

—¡A mí no se me soborna! —protestó jovialmente el cobrador, aceptando el pitillo que colocó detrás de la oreja. Tomó a Juanito por el brazo:

—Lo siento, mi general, pero tiene usted que salir a la plataforma.

—De acuerdo —dijo Juanito, y, con un gesto rápido, le quitó al cobrador el cigarrillo.

Todos los pasajeros se rieron de la ocurrencia, y todo el mundo quedó contagiado de la juvenil alegría que los cuatro llevaban consigo.

Un hombre, de aspecto artesano, que estaba al lado de Pedro, se levantó del asiento y le dijo a Juanito:

Mi general, sírvase aceptar mi asiento.

Al oír llamar al cadete mi general, ya por segunda vez, todo el coche rió a carcajadas.

Juanito obligó a la fuerza a aquel buen hombre a que conservara su puesto:

—No se mueva, hombre; está usted muy bien, ¡por favor!

—¿Cómo no voy a moverme? —replicó el campeón de la amabilidad—. ¡Si he de bajar en la próxima parada!

La atención de los viajeros estaba concentrada sobre ellos y hasta el otro extremo del coche miradas sonrientes observaban complacidas a las dos hermosas muchachas, al apuesto joven que las acompañaba y, sobre todo, al «general», que, de golpe y porrazo, habíase ganado la simpatía del público que, comúnmente, es tan hosco en los tranvías de Budapest.

Al llegar ante la puerta del piso de Miett, una mujer vieja y flaca vino a abrirles. En el primer momento, hubiera sido difícil determinar si era la criada o alguna parienta pobre. Lo que sí era cierto es que no tenía dientes y que la expresión de su cara daba a entender que era sorda.

—¡Hola, Mili! —gritó Olga a la vieja, que examinaba pestañeando a los que llegaban.

Al sentir la presencia de un hombre desconocido para él, un «fox-terrier» apareció en la puerta del comedor y se puso a ladrar furiosamente a Pedro.

—¡Cállate, Tomi! —gritó Miett, golpeando el suelo con el pie. Después le dijo en tono más suave—: Ven aquí y preséntate a este señor.

Tomi miró a Pedro con desconfianza, pero al fin consintió en levantar una pata delantera gruñendo al propio tiempo:

—¡«Vakk»! ¡«Vakk»!

Miett tomó al perro en su regazo y frotó un instante su nariz contra el hocico negro, frío y húmedo; luego, muy cerca, mas sólo en el aire, sin tocarle, dirigió un beso para él con la punta de los labios. Lo apretó fuertemente contra su corazón y desde allí lo dejó caer al suelo, gesto ·al parecer acostumbrado en ella.

Pedro ayudó a Miett a quitarse el abrigo. Del forro de seda se desprendía un cálido perfume, y Pedro, al respirarlo, se dio cuenta de que el abrigo estaba casi encandecido por su contacto con el cuerpo de la chica.

—¿Papá está en casa? —preguntó Miett a la vieja sirviente.

—Su Merced está en su despacho, trabajando —contestó Mili.

Al entrar en el comedor, Miett exclamó con voz cantarina:

—¡Le be-so la ma-no, pa-páaa…!

Una puerta, a la derecha, conducía hacia el despacho. Como ésta se hallaba abierta, se veía una gran mesa escritorio con repisa a la antigua usanza. Sobre ella, aparecía un cedazo para limpiar el tabaco. Encima del escritorio, la luz de la lámpara iluminaba espesas nubes de humo de pipa.

Tras de la mesa, levantose aquel mismo señor calvo y con barbas blancas que Pedro entreviera ya por un instante cuando, en setiembre, acompañó a Miett hasta la puerta, y el anciano estaba sentado en el comedor, en americana de dril y leyendo el periódico.

Esta vez vestía un batín marrón. En la mano, sostenía un chíbuk, o sea una larga pipa humeante. Entró en el comedor.

Miett voló hacia su padre; le enlazó los brazos en torno al cuello y besole en ambas mejillas.

El anciano daba cariñosos golpecitos en la cara de su hija, preguntándole:

—¿Qué? ¿Os habéis divertido mucho?

Ni siquiera se había fijado en Pedro. Éste estaba aún cerca de la puerta, no sin cierta tímida cortesía.

La noble testa del anciano hacía pensar en la del libertador húngaro Arturo Görgey. Aquella cabeza de Görgey que pintó el futuro Sir Philip Lázslo: cráneo desnudo, frente alta, ojos azul claro y un pequeño bigote, muy cuidado, que, como la corta barba, era de nívea blancura. Mas de la cara del padre de Miett faltaban las sienes salientes, casi brutales, del general; faltaba también la barbilla enérgica, faltaba la expresión sombría y triste que bañaba el rostro del libertador, como sombra de la trágica historia.

El rostro de Francisco de Almády era sereno, y en sus ojos azules brillaba la alegría. Cuando notó la presencia de Pedro, fijó en él una mirada interrogante.

Pedro hizo una profunda reverencia y se presentó. El viejo no soltó su mano, y le hizo repetir su nombre.

—¿Eres, quizá, el hijo de Gedeón Tákach? —preguntó luego al oír su apellido por segunda vez.

—No, Excelencia; mi padre era profesor de Instituto y hace ya mucho tiempo que murió.

El anciano miró a Pedro larga y detenidamente, sonriendo: era visible que el buen aspecto del muchacho, guapo, esbelto, moreno, había conquistado su simpatía.

—Le conocemos de casa de los Varga —explicó Miett, asomándole un ligero rubor a la cara.

—Bueno, bueno, pues divertíos mucho —dijo el viejo, y, chupando la pipa, retirose de nuevo al despacho.

Pedro respiró aliviado, al ver lo fácil que la presentación había resultado. La única cosa que no llegaba a comprender, era que el padre de Miett pudiera ser tan viejo. Debía de tener más de sesenta años, y, con aquella edad, hasta podría ser abuelo de la muchacha, la cual no parecía haber rebasado los veinte años apenas.

En el comedor había otra puerta, a la izquierda, que conducía al salón. En todas partes, veíanse muebles sencillos, pero hermosos y de estilo clásico, cuyo sólo aspecto revelaba que aun eran los mismos que aquéllos a los que la mano bondadosa de la abuelita solía quitar el polvo.

Pedro echó una mirada por el piso, esperando que, de un momento a otro, entrara en el comedor la madre de Miett. Incluso llegó a imaginarse con todo detalle la figura de la esposa de Su Excelencia: alta, distinguida, hacia los cuarenta o cuarenta y cinco años, con porte algo altivo, y su rostro, ya marchito, con los mismos rasgos sensibles de la hija.

Miett y Olga se retiraron al cuarto que daba al salón. Desde la puerta, Miett volvió la cabeza y dijo:

—Siéntense y fumen, entretanto. Vendremos en seguida; sólo quitarnos los sombreros.

Pedro curioseó en torno suyo. Encima del piano había colgado un retrato al óleo de tamaño natural, representando, con guantes, pero sin sombrero, a una mujer joven y guapa. La rica cabellera formaba una corona de trenzas en torno de la frente, recordando la cabeza de la emperatriz Isabel.

Existen cuadros y fotografías que parecen mirar al mundo con un gesto, como una mirada de ultratumba, como si dijeran: «¡Yo ya he muerto!». Este cuadro era uno de ellos.

—¿Quién es? —preguntó Pedro.

—La mamá de Miett —contestó Juanito.

—¿Ya no vive?

—¡Oh! Hace ya tiempo que murió. Miett ni siquiera llegó a conocerla, pues murió de parto.

Ambos contemplaron fijamente el cuadro, meditabundos. Aquella buena señora miraba por encima de ellos desde una lejanía verdaderamente del otro mundo, con las manos juntas y enguantadas.

—Así, ¿quién ha educado a Miett? —preguntó Pedro con una fingida displicencia, pero ardiendo en su fuero interno en deseos de saber lo más posible de la muchacha, en un mínimo de tiempo.

—La educaron en casa de sus abuelos, en el campo. Luego cursó estudios aquí, en la Sion.

—Tú, ¿de qué la conoces?

—Mi padre fue compañero del viejo en la Magistratura.

—¿Qué edad tendrá?

—Sesenta y cinco. Así lo creo, por lo menos… Se casó muy tarde. Debía de aventajar a su mujer en unos veinte años.

—Y Miett, ¿qué edad tiene?

—¿Miett? Espérate… Tiene dos años más que yo, y yo tengo diecinueve.

Pedro echó una mirada escrutadora sobre el cadete, como si quisiera descubrir si estaba o no enamorado de Miett. Pero la cara del muchacho no revelaba nada.

—Son unas chicas muy simpáticas… —añadió Juanito, sin mirar a Pedro, como si sintiera la dureza de tan molesta mirada. Y añadió—: Sobre todo, Olga.

No era Olga, sin embargo, quien interesaba ahora a Pedro. Cambió, pues, de repente, la conversación:

—Tú, dime… ¿es cierto que ese Miska Adam le hace la corte a Miett?

—¿Quién dices? ¿Miska? No, Miska hace la corte a Eva de Toronyí.

Pedro necesitaba dominar hasta las últimas fibras de su sistema nervioso, durante el diálogo. Había llamado a Adam amistosamente por el diminutivo de su nombre de pila, cuando en su vida había cambiado con él ni una sola palabra, con el fin de que a Juanito no le infundieran sospechas ni su curiosidad ni las preguntas.

Éste tardó un poco en reaccionar ante la insinuación de Pedro. Después preguntó a su vez, pero sin aparentar mucho interés:

—¿Por qué lo crees?

—Porque tengo esa impresión.

Juanito estaba jugando con una borla colgante del mantel de la mesa. Pedro observaba cada uno de sus movimientos, como si quisiera sacar de él la verdad, toda la verdad. Mas las palabras del cadete revelaron una completa desorientación cuando, unos instantes más tarde, se limitó a añadir:

—Desde luego, es imposible. Was kann man wissen[18]!

Esta frase era una exclamación algo «estudiantil».

Volvieron las muchachas. Se les notaba que habían estado arreglándose un poco en el cuarto de baño. Sobre todo, Olga.

Pedro vio por primera vez a Miett sin sombrero. Su cabellera anudábase en su cabeza, formando un hermoso moño dorado.

—¿Desea usted té o café? —le preguntó Miett, con un firme acento de ama de casa.

—Muchas gracias; mejor té.

—¿Y tú, Juanito?

—Yo…, ¡los dos!

—¡Muy bien! Pero si después no lo tomas, ¡te obligaré a tragártelo! —exclamó Olga, sin que a Pedro le sorprendiera oír que tuteaban al muchacho. Sin duda, le trataban de usted en público solamente. Además, Pedro sólo tenía una idea fija en aquel momento: ¡cuán extraño le era encontrarse en casa de Miett, y, sin embargo, con qué facilidad acababa de conseguirlo! Aquel mismo mediodía, ni siquiera se había atrevido a soñarlo, y ahora se hallaba allí con la sensación de conocerlos a todos desde hacía ya mucho tiempo.

Tomi, al oír la palabra «café» desde el cuarto vecino, entró rápido y ligero, moviendo nerviosamente la colita.

Pedro, cogiéndole del suelo, le subió a las rodillas.

—¿Qué edad tiene? —preguntole a Miett.

Fue Olga la que contestó en su lugar:

—¿Quién, Miett o Tomi?

Pedro no se turbó ante la broma.

—La edad de Miett ya la conozco, pues acabo de preguntársela a Juanito.

—¡Tú, que no se te ocurra revelar mis secretos más íntimos!

Luego se dirigió a Pedro, con el tono de importancia que las mujeres suelen emplear hablando de perros o de niños:

Tomi está en la flor de la edad varonil. Este verano cumplió ocho años. Es un perfecto caballero y ha sido educado por mí misma.

Entre tanto, Mili había servido la merienda. Todos tomaron té, y a Juanito, de acuerdo con sus deseos, le sirvieron además, café.

El cadete, tomando las tazas de té y café, se puso a mezclar ambos líquidos.

—¿Qué haces? —exclamó Olga, horrorizada y con una mueca de asco.

—¿Pues no me has dicho tú que tenía que tomarme los dos?

—¡Qué puerco eres, Juanito! —continuó ella, haciendo el mismo gesto de desagrado.

—¿Por esto? Esto no es nada para mí —afirmó Juanito—. Cuando era niño, un día me comí, por diez céntimos, un gusano de seda.

Estas palabras provocaron un efecto terrible en los rostros de las jóvenes.

Olga, que estaba a punto de beber, dejó la taza en la mesa. Se levantó y con grandes aspavientos fingía que iba a desmayarse.

—¿Por qué no? —insistió el cadete—. El gusano de seda, cuando es joven, es un animal muy limpio y apetitoso.

Miett, enfadada, dio un golpe en la mesa:

—Juanito, ahora mismo coges la gorra y te vas.

—De ninguna manera —contestó Juanito, poniéndose a mover tranquilamente el brebaje de horripilante color que resultaba de la mezcla del té con el café.

Esta vez, Miett ya no pudo reprimir la sonrisa. El secreto de los éxitos de Juanito para con las mujeres estribaba en su impertinencia tranquila y sin límites. Olga, después de haberle dado dos «capones» en la cabeza, volvió a sentarse.

Mientras tanto, Pedro iba observando los movimientos de la hermosa mano de Miett, con la que distribuía las tazas de té; aquella mano fina y maravillosa que era su mayor adorno.

Con el pensamiento, iba adivinando las formas de aquella grácil figura bajo el vestido, las cuales demostraban que el delicado dibujo de aquella mano estaba continuado en su totalidad como una verdadera obra maestra.

«¡Ah! ¡Si llegara a ser mi mujer…!», pensaba Pedro con la mirada perdida en el aire.

Olga le tiró a la cara unas migajas de pastel.

—¡Caballerete! ¿En qué está usted pensando?

—En nada —contestó Pedro, un poco azorado, y mirando de reojo a Miett. Ella, como si hubiera adivinado sus pensamientos, volvió inmediatamente el rostro hacia otro lado.

Desde el asiento de Pedro, se podía ver el cuarto de Miett. Toda la habitación brillaba con blancura de espuma, y, cerca de la pared, relucía una gran cama de bronce.

En el salón había una pequeña estantería con libros. Después de merendar, se pusieron a curiosearlos.

—Es nuestra biblioteca común —explicaba Olga—. Hemos comprado entre las dos todos los volúmenes. La llamamos «Biblioteca de los Lirios».

—¿Por qué «Biblioteca de los Lirios»?

—Yo la llamo así porque ambas nos vigilamos secretamente para que no haya en ella libros frívolos.

Sonrió confidencialmente a Pedro y le dijo al oído:

—¡Sin embargo, no por eso deja de haber algunos!

En la sonrisa brillaba una viva pero inocente alegría.

Padre es muy severo —añadió.

—¿Padre?

—Sí, el papá de Miett. Todo el mundo le llama padre en la casa. Incluso los hijos del portero.

Pedro tomó un libro al azar: era el Infierno, de Strindberg.

—Miett, ¿me prestaría usted este libro por unos días?

—Con mucho gusto —contestó ella amablemente, creyendo Pedro descubrir en estas palabras un suave consentimiento.

En realidad, la lectura de esta obra le importaba un bledo. Tenía unas ideas muy vagas acerca de quién era Strindberg. Mas comprendió en seguida que, en aquel momento, pedir un libro prestado tenía cierta importancia. Un libro prestado, hay que devolverlo. Por lo tanto, después de cierto tiempo, es correcto telefonear para disculparse por no haberlo hecho así.

En una palabra, un libro de Strindberg puede conducir a derivaciones muy interesantes.

—Espere, voy a envolvérselo en un papel —dijo Olga, tomando el libro de la mano del joven.

Salió, y poco después Miett desapareció también detrás de ella. Pedro y Juanito continuaban contemplando, entre tanto, la biblioteca.

Las dos amigas tardaron bastante en reaparecer. El libro estaba cuidadosamente empaquetado como en una tienda, con un atado perfecto que remataba un sujetador de madera.

Poco después, Juanito, que parecía conocer a la perfección el horario de la casa, propuso marcharse.

Al despedirse, Pedro le preguntó a Miett:

—¿Me permitirá que la telefonee algún día?

Miett hizo una reverencia cómica. Estaba un poco turbada y trató de disimularlo. Dio media vuelta con pasos de baile, cogió en la mano la gorra del cadete y con un gracioso gesto, se la puso en la cabeza.

—Ahora eres teniente —observó Juanito.

—¿Por qué?

—Porque llevas dos estrellas.

Y, como viera que Miett no lo comprendía, aclaró:

—Tus ojos, tontina.

Olga ya estaba lista para marchar y se dirigió a Pedro:

—¡Tenga cuidado y no pierda este libro!

Éste cogió cuidadosamente el envoltorio.

—¡Lo guardaré como si fuese alga muy mío!

—Adiós, Mioka —despidiose Olga de su amiga, y ofreció sus labios a Miett haciendo con ellos un hociquito de liebre.

También Miett le brindó su boca. Se besaron.

Los dos muchachos se hallaban a su lado, dispuestos a partir, contemplando a las dos muchachas y, especialmente, los labios de las mismas, aquellos labios bien cortados, húmedos y frescos. Una boca se paseaba sobre la otra, perezosamente, evitándose y pegándose, produciendo una suave música al sorber hasta la hez el sabor de aquel beso.

Al despedirse, Pedro tuvo suficiente valor para retener en su mano la de Miett, estrechándola largamente. Miett hizo como si no lo notara, pero él comprendió que debió darse cuenta.

La puerta de cristales del recibimiento se cerró tras ellos, oscureciéndose acto seguido.

Olga se despidió rápidamente de los dos y subió corriendo la escalera. Pedro la siguió con la mirada. En sus torneadas piernas, las medias se ceñían tensas, exactamente como el día de aquella recepción del mes de setiembre, en casa del doctor. También esta vez, se mostraban hasta la rodilla, y en algún que otro instante se podían ver sus blancas enaguas.

Estaba ya en el segundo piso, y aún se puso a reír con alegres y sonoras carcajadas. Los muchachos se detuvieron por un momento, escuchando la risa que venía desde arriba.

—¿De qué se ríe? —preguntó Pedro.

—No tengo la menor idea —contestole Juanito, pero al mismo tiempo, empezó a registrarse sus bolsillos para ver si las chicas le habían puesto algo en los mismos, pues ya estaba acostumbrado a estas bromas.

Al llegar a la calle, preguntó al cadete:

—¿Tú por dónde vas?

—Voy hacia el puente.

—Entonces, hasta la vista —le dijo Pedro, aunque en realidad, también él debía ir en la misma dirección. Sin embargo, prefería quedarse a solas con su pensamiento.

Volvió a casa dando un gran rodeo, y acostose inmediatamente después de cenar, porque aún se sentía cansado de la juerga de la noche anterior.

A pesar de ello, antes de decidirse a apagar la luz, abrió el paquete dispuesto a leer algunas páginas de Strindberg.

Con gran sorpresa, no encontró en el envoltorio más que un cuadrado trozo de madera. Junto a tan extraño objeto, aparecía un papel con este texto: Nosotras no acostumbramos a prestar libros a nadie. Es un principio férreo. Y firmado: Las propietarias de la «Biblioteca de los Lirios».

Pedro daba vueltas y más vueltas al trozo de madera que tenía en la mano. Ahora comprendió por qué Olga se había reído a carcajadas, al despedirse de ellos en la escalera. Sin duda, la idea era suya. Miett se había limitado a ser su cómplice.

Sentado en la cama, pasó largo rato pensando cómo podría desquitarse de la travesura. Después, antes de dormirse, colocó debajo de su almohada el trozo de madera. Aquella noche, sentía su corazón lleno de suavidad y ternura.