13

Una tempestad primaveral preparábase detrás de los montes de Buda. En la calle del Teniente, las golondrinas volaban muy bajas, rozando las paredes con las agudas alas. En las copas de los árboles, el viento se estremecía como si estuviera ligado a las ramas e intentara en vano liberarse.

Los ventanucos de las casitas cerrábanse con prisa ante los nubarrones de polvareda.

La viuda de Takách estaba de pie junto a la ventana, contemplando la calle, muy ensimismada. Fuera, el sombrero de un niño iba revoloteando muy alto, arrastrado por el viento.

La de Takách parecía triste, y esa tristeza acampaba en su rostro como araña que sale del escondite, y desaparece en cuanto percibe el menor ruido. La de Takách escondía ante los demás su tristeza; pero, al quedarse sola, las arrugas se le hacían más profundas en torno de los ojos y la nariz, y, a veces, incluso llegaba a llorar. Siempre se imaginó a su hijo casado en forma que ella se encargase de la casa de Pedro, atravesando las habitaciones con pasos silenciosos y apareciendo en donde fuera preciso ·hacer algo. Quería mucho a Miett, pero no la podía aceptar completamente en su corazón, pues fue ella quien la privó de que aquellos sueños se realizasen.

El cuarto de Pedro estaba ocupado ahora por Pablito Szücs, como huésped. El muchacho llegó con una maleta barata en muy mal estado, en la que había tan poca ropa que incluso la de Takách se asustó de tanta pobreza, al abrir un día por casualidad el armario. Hasta ella, que era enemiga de todo cuanto fuera superfluo…

Le dio lástima aquel buen mozo, un poco raro, y desde aquel día empezó a mirarle con otros ojos, preguntándose si sería posible convertirle en el marido de Aranka.

Szücs trajo la alegría en aquel pisito sumido en la tristeza. Era muy chillón, estaba eternamente de buen humor, y cerraba las puertas a golpes; siempre tenía algo que contar a la viuda Takách y muy a menudo almorzaban juntos. En cambio, cenaba siempre fuera de casa, volviendo a altas horas de la noche. Solía entrar de puntillas, sin encender la luz, para que la viuda no se diera cuenta de lo tarde que volvía. Generalmente, tropezaba con una silla del comedor, que estaba cerca de la puerta, pues volvía siempre algo bebido. Cuando oía caer a sus pies la pesada silla, se detenía en la oscuridad y escuchaba largo rato, para ver si había despertado a la vieja.

Por lo demás, no representaba problema alguno para la madre de Pedro. Por cierto que un día fue en compañía de una mujer con sombrero rojo y anchas caderas, pero afirmó que era prima hermana suya, maestra de un puebluco.

Los recién casados regresaron del viaje de bodas, después de tres semanas. Ambos estaban bronceados por el sol, y Miett había engordado cuatro kilos. Sus formas se iban rellenando y sus colores se avivaban, como las flores del jardín después del chaparrón estival. Con todo, seguía siendo admirablemente esbelta, como antes.

Pedro volvió a su empleo del Banco. Miett se pasaba el día arreglando la nueva disposición de los muebles de su casa. Trocó por completo el orden anterior, cambió de sitio los muebles, queriendo expresar, incluso de aquel modo, que se había iniciado una vida nueva.

Por las mañanas, iba de tienda en tienda, entre anticuarios y carpinteros. Solía volver todos los días con los brazos cargados de pantallas, de almohadones, de cortinas. Era como el pajarito que trayendo en el pico las pajitas va construyendo el nido hilo por hilo. Elvira la acompañaba a veces a comprar.

Una tarde, salían precisamente de una tienda del Belváros, cuando apercibieron a Olga en su automóvil. Era un coche flamante, nuevo, pequeño, abierto, de color azul, y Olga lo ocupaba sola. El coche se detuvo ante ellas por un instante en la aglomeración de la Váci-utca[24].

Sus miradas se encontraron. Olga se sonrió, algo turbada, e hizo un ligero saludo con la cabeza.

—¡No la saludes! —murmuró rápidamente la Varga entre dientes, y su cara empolvada se cubrió de rubor por la emoción.

Miett desorbitó los ojos, asustada, hacia su antigua amiga, y cuando quiso saludarla, ya era tarde, pues el coche se había ido.

—No se debe saludarla —dijo la Varga, mientras se abrochaba con mano temblorosa el guante.

—¿Era Olga? —preguntó Miett, fingiendo indiferencia, únicamente para que pudiera volver la cabeza, con el secreto deseo de hacerle señas con la mano. Pero Olga no había vuelto la suya.

Entre tanto, el rubor de la emoción había desaparecido del rostro de la señora Varga. En ese instante, Miett sentía un odio impotente hacia su acompañante y tuvo impulso de echarse a llorar.

Una vez en casa, esperaba a Pedro con impaciencia. Estaba decidida a contarle el suceso, y reñir seriamente con él si también se decidía a dar la razón en este caso a la mujer del doctor.

A estas horas, la mesa estaba puesta ya, y en el centro, el cesto con el pan que olía agradablemente. Era costumbre de Pedro cortar con la mano un pedacito, tan pronto como llegaba de la oficina, y echarse sobre el diván, masticando la rebanada. Solía leer el diario de mediodía, hasta que sirvieran la sopa.

Miett se sentó a su lado, y, ruborizándose y excitada, le contó aquel encuentro callejero.

Pedro, que conocía con todos los detalles la historia de Olga, la escuchó con la mirada atenta, y luego, como quien no da ninguna importancia a esas cosas, se contentó con observar:

—Hubieras podido corresponder al saludo…

Y continuó leyendo el periódico.

—¿Verdad? —dijo Miett, quien apenas lograba ocultar su alegría, echando una mirada de gratitud sobre el marido. La seguridad de que la próxima vez podría saludar a Olga, y detenerse a charlar con ella, le quitó de golpe el mal humor y tranquilizó su conciencia.

A la mañana siguiente, el primer correo le trajo una carta en cuyo sobre reconoció inmediatamente la letra de Olga. Sin encabezamiento ni firma, la carta contenía una sola frase:

«No estoy enfadada contigo, pues soy muy, pero muy feliz».

A Miett esta carta tan breve le decía muchas cosas. Aquellas pocas palabras expresaban el carácter generoso de Olga, pues, en el instante rápido de su fugaz encuentro, había leído en la asustada mirada de Miett el deseo de saludarla, y presentía que su amiga tendría ahora remordimientos por no haberlo hecho.

Pero tan lacónica misiva traslucía a la vez el amor propio ofendido, y la intención de superar el chasco sufrido.

«¿Quién sabe si es efectivamente tan feliz?», preguntábase Miett, soñadora, al leer una y otra vez aquella carta.

Su sentimiento le decía que sí. Tal fue el efecto exterior de la misiva, aquel fino papel perfumado y color malva. La dorada tinta violeta oscuro brillaba en las letras animadas y llameantes.

«Si fuese un poco más inteligente, me llamaría por teléfono» pensó Miett, imaginándose lo bien que estaría sentarse con Olga en el rincón del diván, muy cerquita, en cuclillas, explicándose mutuamente la historia de los últimos meses. Explicarlo todo, absolutamente todo, sin olvidar hacer resaltar los detalles más insignificantes. Mientras se va contando, se descubren siempre nuevos pormenores, pues si podemos explicar cosas a una persona a la que podemos abrir completamente nuestro corazón, los recuerdos cobran un nuevo relieve. O mueren o adquieren una nueva vitalidad, penetrando aún más profundamente en el corazón.

Mas Olga no daba señales de vida. Miett intentó a veces evocar en su memoria la cara y la figura del hombre que había arrastrado a su amiga hacia el misterioso destino, mas su imaginación quedó siempre detenida en algún punto, como si chocara contra una pared invisible.

Pedro iba incorporándose a la vida en casa de los Almády, no sólo con sus trajes y su mesa de escritorio, sino incluso en sus costumbres corrientes. Después de comer, mientras Miett quitaba la mesa, solía cada noche jugar a los naipes durante una horita con su suegro. No lo hacía por cortesía, ni por sacrificio, sino por propia diversión. Tomaban tan en serio las partidas que a veces llegaban a disputar en serio. Una noche, el anciano, ofendido por una disputa, se retiró al cuarto, pero, al día siguiente, volvieron a encontrarse sentados frente a frente, con los rostros graves, en las manos los naipes muy manoseados de tanto uso, y haciendo crujir las sillas con su peso, en los momentos de reflexionar antes de jugar una carta.

Aquellas noches, Miett hacía calceta, silenciosamente. A veces, veíase obligada a hacer una advertencia al marido:

—No grites tanto, ¡por el amor de Dios!

Entonces, Pedro ponía de momento sordina a su voz, pero continuaba la discusión con el padre de Miett.

Sin embargo, una mañana casi llegaron a reñir, a causa del cuarto de baño. Pedro llevaba prisa y no pudo entrar para afeitarse, pues Miett estaba aún en la bañera.

Pedro agitaba impacientemente desde fuera el pomo de la puerta. Su voz era aguda e irritada, al conminar a Miett que desalojara el cuarto. También Miett le replicó irritada:

—¡Ah, qué extraño eres! ¡Espérate un poco!

Por fin, abrió la puerta. Estaba tiritando, sujetándose con la mano el albornoz sobre el pecho, y calzada con zapatillas minúsculas. Su cara estaba aún llena de gotas de agua, y ofrecía un aspecto tan cómico con el pelo arrastrando hacia atrás, que Pedro olvidó completamente la ira. Soltó una carcajada y a besos empezó a quitar las gotas de agua del rostro de su mujer.

Hacía ya dos meses que vivían así. Dormían en dos dormitorios distintos, pero, por la mañana, cuando Miett abría los ojos, pasaba siempre, aun abrumada de sueño y despeinada, al cuarto de Pedro, arrastrando tras sí por el suelo una almohada para extenderse a su lado en la cama. Pedro se despertaba al cálido contacto. Incluso habían dado un nombre especial al traslado matutino de Miett, llamándolo «cobijarse». Tenían asimismo palabras especiales para los demás momentos de su convivencia marital. Estas palabras no eran nunca hijas de la reflexión, nacían espontáneamente en el invernadero de sus amores.

Una mañana, Pedro llamó a su casa por teléfono desde la oficina. Quiso hablar con Miett, pues se había olvidado la cartera. Sin embargo, el teléfono de su casa estaba comunicando.

Inmediatamente, se apoderó de él una inquietud incomprensible y mordaz. Algunos minutos más tarde, volvió a llamar a Miett. El número aún estaba ocupado. Le dijo, pues, irritado a la telefonista:

—¡Haga el favor de conectar! ¡Estoy llamando a mi casa!

—No se puede hacer, caballero —le contestaron lacónicamente.

Pedro, furioso, colgó el aparato. Paseose varias veces por el despacho, y se sintió entonces a punto de estallar, crujiendo los dientes. Aquello le asustó, como si hubiera descubierto en él alguna enfermedad desconocida, pues ni podía explicar el motivo de su cólera, ni lograba sofocarla.

Volvió a sentarse en su butaca y se tranquilizó un poco. Y se puso a dar puntazos, distraídamente, a la mesa con las grandes tijeras para cortar papel. Entre tanto, íbase observando. Analizaba aquella sensación extraña que sentía arder de repente en su fuero interno.

—¡Qué tonto soy…! A lo mejor está hablando con alguna tienda… O está charlando con una amiga, acaso con la Galamb o la Lénart. O a lo mejor ni es ella siquiera quien está comunicando, sino su padre…

Mas estas hipótesis estaban lejos de calmarle definitivamente. Había empezado a rodearle el martirio de los celos, y pensó, medroso, que podría llegar un momento en que tuviese motivos serios para sentirse celoso. Adivinaba de antemano cuán terribles serían aquellas dudas, pues ya esta vez le estaban mordiendo el corazón, como si sufriera un dolor físico real.

Volvió a pedir su número. Esta vez, oyose un chirrido, y, de súbito, se sintió conectado con los que comunicaban. Miett estaba hablando. Pedro oyó la mitad de una frase:

—… ¡y si no las devuelve, tanto me da! ¡No tengo miedo! ¡Puede guardarlas!

Y Miett soltó una carcajada encantadora, al proferir estas palabras.

Tras un instante de silencio, oyose una voz de hombre:

—¡Eso no es un chantaje! No quiero coaccionarla, sólo le digo que las tengo y las guardo con mucho cariño…

—¡Así lo espero! —dijo Miett, en tono de juego.

Oyose ahora otro ruido y la telefonista de la Central advirtió a Pedro:

—Lo siento, pero el número que usted pide aun está comunicando…

Pedro tiró con violencia el auricular sobre la mesa. Levantose de un brinco, y, durante un instante, fijó sus ojos desorbitados en el silencioso aparato. Luego, tal como estaba, sin sombrero, se precipitó fuera de la oficina. Bajó corriendo la escalera y, de repente, diose cuenta de que se encontraba en la calle, sin saber por qué, ni adónde pensaba dirigirse. Sintió con un estremecimiento que se había convertido en un juguete ligero y sin alma de aquella pasión que le obligó a bajar de un instante a otro desde su oficina, del cuarto piso, hasta la calle, como si le empujara una mano gigantesca y brutal. Y ahora se encontraba allí, en medio de la avenida, ante el edificio del Banco, con una terrible llaga en el corazón, sin sombrero y pálido, sin duda, como la cera, mirando con ojos desorbitados a aquel hombre que no recordaba quién era y que le ponía la mano en el hombro.

—¡Hola, Pedrito! ¿Adónde te diriges?

—Al estanco… —contestó rápidamente, teniendo miedo a su propia voz, y poniéndose en marcha con pasos tranquilos hacia el lugar que acababa de indicar.

Tiritaba, como si la cálida sangre hubiera huido de sus arterias. Compró un paquete de cigarrillos que no necesitaba para nada, luego volvió al Banco y se puso a pasear a lo largo de un fresco pasillo donde sus pasos resonaban como el péndulo de un reloj.

Aquellas palabras oídas por casualidad se habían enganchado a su cuerpo, como otros tantos anzuelos.

Intentó ordenar un poco sus pensamientos. La voz era la de Miguel Adam. Aquellas pocas frases entreoídas casualmente, ardían en él con una fuerza dolorosa, causándole irresistible martirio. La primera certidumbre que paralizó todos sus pensamientos, fue que mientras él pasaba las mañanas en el Banco, Miett estaba telefoneando con otro hombre. ¡En el tercer mes de su matrimonio! El descubrimiento era tan monstruoso que por poco se desplomó bajo su peso. Se retiró a uno de los ventanales, se apoyó en la pared y miró al aire con la mirada incierta. Repitió mentalmente las palabras oídas, letra por letra, procurando descifrar el significado. Lo único cierto era que en posesión de Adam existía algo que Miett deseaba que le devolviese. Pero ¿qué sería? Su susceptible imaginación viose invadida por sospechas brutales. Primero pensó en alguna prenda de mujer o alguna peineta que Miett hubiera podido olvidar en casa de Adam con motivo de alguna cita clandestina. A su torturada imaginación, no le costaba nada ver a Miett revolcarse en brazos de Adam, y vio ante sí, con tan alucinante relieve, los instantes de sus relaciones prohibidas, que le causó un terrible dolor físico. Surgían en su mente frases de lugar común, tontas y vacías: «la mujer es la maldición del hombre…», «todas las mujeres son perversas…». «Eva y el fruto prohibido…», y en aquel momento, todas las frases hechas e inexorables leyes de la vida. Aun en los instantes más felices arrastraba consigo, en el fondo de su alma, algún temblor minúsculo y confuso de que aquello no podía seguir así en el caso de que un día Miett le engañase; pero ahora, al saber, o al creer saber por lo menos, la infidelidad de Miett, se sintió de pronto fuera de sí.

Se apartó del ventanal y se puso a pasear otra vez por el pasillo. Un compañero de oficina pasó a su lado, con expedientes bajo el brazo; se detuvo con él, cambiando frases banales. Tuvo que reunir toda su energía para no traicionar el irrefrenable oleaje íntimo de su alma. Este esfuerzo le hizo volver en sí un poco, y ello le permitió seguir pensando con mayor tranquilidad. Iba auscultando, casi instante por instante, su vida con Miett, como si hiciera pasar la mano febrilmente, con dedos sensibles, por un cuerpo adormecido y desnudo, buscando alguna tara o llaga escondida. Mas no encontró absolutamente nada. Miett era pura. En lo que sabía y sentía de ella, Miett se brindaba a él enteramente, sin reserva alguna. Desde que estaban· casados, no se había alejado de él ni por un instante. De tener relaciones con Adam, sólo sería posible imaginar que se encontraran por las mañanas, mientras él estaba en la oficina, pero le pareció inconcebible. No obstante, aquí existía un punto que le devolvía a su tormento, sin permitirle proseguir en el sendero que le llevaba hacia pensamientos más tranquilos. Recordó el tono apasionado con que Miett le había explicado su encuentro fortuito con Olga, tomando partido con toda su alma por la amiga. ¿Qué clases de leyes ocultas profesaría Miett, en el fondo del alma, acerca del amor y del matrimonio? ¿Acaso consideraba el propio cuerpo como regalo y gloria para cualquier varón sin que ella hubiera de sentirse menospreciada en lo más mínimo? Se puso a investigar, pues, con desesperación en el alma de Miett, y diose cuenta muy desanimado de que en vano intentaría bucear en sus misterios.

Tras aquellas crueles torturas, prodújose un momentáneo alivio. Después de todo, pareciole otra vez imposible que Miett hubiera «caído». Entre Miett y Adam había existido, sin duda, a lo mejor años atrás, algún amorío más o menos inocente. Recordó el momento del primer encuentro con Miett, en aquel té de los Varga; luego, haberlos visto pasar a los dos, a pasos rápidos, en el Corso, a orillas del Danubio. Vivía de nuevo aquel instante, poco antes de Navidad, cuando en la nieve iluminada por los faroles volteó, de repente, a su lado, el sombrero de fieltro oscuro de Miguel Adam; estremecían otra vez su alma todos aquellos pensamientos que se le habían ocurrido entonces, y encontró la explicación de que aquellas cosas misteriosas a que se referían Miett y Adam por teléfono, momentos antes, no podían ser sino una carta de amor juvenil.

Al llegar a esta conclusión, y pudiendo ligar a ese punto fijo los pensamientos que se debatían desesperadamente, volvió a calmarse y apagó en el alma la incandescente hoguera de la sospecha. Al salir de la oficina para volver a casa, había recobrado ya el completo dominio de sí mismo; sólo en el fondo más oscuro del espíritu llevaba aún aquel descubrimiento, cual un objeto ajeno y pesado.

A Miett no le dijo nada. Temblaba ante la idea de que Miett pudiera palidecer al oír la pregunta, y confundirse en mentiras. Prefería por ahora lo poco que sabía y su interpretación hipotética, a la posibilidad de perder su fe en Miett para siempre.

Entonces, pensando otra vez con el cerebro, necesitaba mucha fuerza para ocultarle a Miett la crisis moral que le aquejaba. Sin embargo, escrutó con los ojos avizores a su mujer, pesando bien cada una de sus palabras y de sus gestos en la finísima balanza de aquella crisis anímica.

No obstante, ni siquiera gracias a la más cuidadosa investigación hubiera podido descubrir algo nuevo que viniera a fomentar sus sospechas. La comida se desarrolló en el ambiente habitual. Como siempre, el padre presidía la mesa, vistiendo una chaqueta blanca de verano, y quejándose del calor que hacía. Miett llevaba un batín negro de casa, bajo el cual no llevaba más ropa, y calzaba los pies desnudos con escarpines viejos de tacón alto.

Pedro veía a Miett de buen humor, y observó que consagraba su atención tan completamente hasta a los asuntos más nimios —por ejemplo, a que sería necesario tapizar los muebles del salón y la opinión del carpintero sobre el particular—, que Pedro encontró nuevos argumentos para tranquilizarse a sí mismo. Si Miett escondiera algo en su fuero interno, involuntariamente se quedaría pensativa por algunos instantes y sería incapaz de manifestar aquel interés por semejantes nimiedades.

Después de comer, entornaron las persianas, porque el sol caía sobre la ventana en irresistibles llamaradas. Era un cálido día de fin de mayo, cargado ya de la sofocante temperatura del estío. De los árboles de la calle, llegaba soñoliento y quejumbroso el gorjeo de los gorriones. El tilo, cuya copa llegaba hasta la ventana, ofrecía una sombra polvorienta y cálida.

Por las tardes, Pedro y Miett solían dormir la siesta juntos sobre el diván del fresco salón. Entonces, pretextando que le dolía la cabeza, Pedro se esquivó al buen humor de Miett. El descubrimiento de aquella mañana le tenía trastornado el ánimo; mas, por ahora, no quería desahogar abiertamente su ira ni provocar escenas, pues no sabía cómo empezar. Esperaba el momento propicio.

Miett tenía invitados para el sábado por la noche: la madre de Pedro, los Varga, Pablito Szücs y Juanito.

Aun faltaban dos días para el sábado, y durante estos días, resultó imposible hablar con Miett. Estaba siempre en la cocina, llevaba un pañuelo en la cabeza como las amas de casa aldeanas, batía natilla y preparaba unos pasteles minúsculos muy complicados. Su mano, encima de la artesa, con la blusa arremangada hasta los codos, llegaba a ocultarse, bajo la acción de la pasta blanda, compuesta de miel, huevo y mantequilla. Disponíase Miett con emocionante ahínco y con cortedad de niña a fabricar su primera tarta, como si del éxito de ella dependieran su vida y su honor de ama de casa. Celebró largas conferencias telefónicas con sus amigas, haciéndose repetir varias veces y por varias procedencias la receta de la pasta, sintiéndose más insegura después de cada conversación.

Pedro, que iba observando con aguda mirada e ideas escrutadoras hasta la más leve manifestación del ser íntimo de su mujer, desde que sorprendiera aquella conversación telefónica con Adam, vio desplegarse ante sí con colores siempre nuevos la personalidad de Miett. Por fin llegó el sábado tan esperado.

—¿Cuántos seremos a cenar? —preguntó padre durante el almuerzo.

—Solamente seis —dijo Miett—, pues Juanito no podrá venir.

—¿Por qué no viene?

—No lo sé. Me ha escrito unas líneas, excusándose.

Después del almuerzo, Pedro y padre se quedaron junto a la mesa, conversando. Miett, que daba manifiestas señales de impaciencia, hizo un gesto, llamando a Pedro a la habitación contigua.

—Lee esta carta —díjole, cuando se quedaron solos los dos.

Le entregó la carta en la que Juanito, con mucha cortesía, se excusaba de no poder asistir a la cena aquella noche.

La última frase de la carta rezaba así: «Y te ruego que, de ahora en adelante, no me invites más a vuestra casa».

—¿Qué te parece el rapaz? —preguntó Miett, colocándose en jarras, cuando Pedro hubo acabado la lectura, y después de haber acompañado con expresiva mímica la lectura de las líneas que ya conocía—. Deberías ir a verle, darle dos buenas bofetadas y traerle aquí a la fuerza. Ahora ya no cabe duda de que está enamorado de mí. ¡Pues ya le quitaré yo ese enamoramiento!

Pedro sonrió. Plegó la carta con cara pensativa y la devolvió a Miett. Sentíase invadido por una sensación agradable y pura, al pensar en Juanito.

—Deja en paz al pobre muchacho —dijo, y tomó suavemente la mano de su mujer; pero no la soltó, como si aún hubiera querido preguntarle algo más. La miró profundamente a los ojos y preguntó:

—¿Eran muchos, los que estaban enamorados de ti?

Miett hizo una mueca; hubo en su expresión tanta malicia como travesura. No miró a Pedro; estaba ocupada en colocar la carta en el sobre, lo que no era tarea fácil, pues el forro de papel de seda morado se había rasgado.

—Naturalmente, ¡eran muchos! ¿Qué te has creído? ¿Que antes que tú nadie me prestó atención?

Con la carta de Juanito, cruzole la cara a Pedro y se dispuso a dejarle plantado allí. Pero Pedro la cogió por la mano y la obligó a sentarse a su lado.

—No te vayas todavía. Dime eso: y tú, ¿de quién estabas enamorada antes de conocerme?

Miett, de reojo, lanzó una mirada coqueta y traviesa a su marido.

—Bueno… Contéstame.

Miett no abandonó aún el tono de burla.

—¿De quién? Di mejor de quiénes.

—¿De veras? —preguntó Pedro, con un interés fingido que, a su vez, parecía burlón, pero apretando cada vez más fuertemente la mano de su mujer. Su voz sufrió un brusco cambio al formular por fin su pregunta. En su voz temblaba el corazón sangrante y el dolor escondido en su alma durante dos días:

—¿Con quién hablaste por teléfono anteayer?

Se puso pálido como la cera, y miraba a Miett con mirada convulsiva.

—¿Cuándo? —preguntó Miett, alargando la palabra.

—¡Anteayer! Hacía mediodía, estabas hablando por teléfono con un hombre.

Miett desorbitó los ojos, extrañada, y preguntó, entre sorprendida y enfadada, protestando:

—¿Yo?

Al mismo tiempo, sin embargo, cruzó su rostro un matiz apenas perceptible de angustia, como si ya le pesara la mentira que había soltado tan a la ligera. Pero ahora ya no había escape. Durante un instante, miráronse de hito en hito, y Miett intentó en vano liberar su mirada de la de Pedro, mirada que le penetró hasta las entrañas. Levantose y se acercó a la puerta.

—¡Qué tonto eres! —dijo, con sonrisa forzada y exangüe en los labios.

Cruzó el comedor y se puso a silbar, aunque no era costumbre suya, y precisamente el silbar no tenía ahora ningún sentido. Al ver cerrarse la puerta detrás de su mujer, Pedro se extendió en el sofá, con la cabeza hundida en los almohadones. Sentía algo que se asemejaba mucho a la muerte.

Poco después, Miett volvió a entrar. Según su costumbre, extendiose junto a Pedro, como si nada hubiese pasado, y buscando donde colocar su mano en el cuello ele su marido, hundió los dedos, soñolienta e infantil, en los cabellos de Pedro, con gesto habitual.

Al sentir su contacto, Pedro se incorporó del diván y, sin mirarla, salió de la habitación. Miett se incorporó a su vez, con un brusco movimiento de ira, y le miró fijamente.

Pedro salió a la calle. Sentose en la terraza de un café vecino y clavó su mirada vacía en algunos titulares del periódico que el camarero le había dado. El café humeaba ante él, intacto.

Permaneció sentado así durante largo rato, pero sin darse cuenta de que pasaba el tiempo, pues sus pensamientos estaban paralizados. Aquellos repugnantes pensamientos habían tropezado con la mentira de Miett como las moscas quedan pegadas en el papel asesino… Se debatían, se esforzaban, pero eran incapaces de despegar otra vez para volar libremente. De cuando en cuando, se cansaban, quedando inmóviles en la masa dulce, pegajosa y mortífera.

Pedro estaba decidido a divorciarse de Miett. Pero ¿cómo podría comunicar esta decisión a su madre, a Pablito Szücs y a sus amigos? ¿Qué dirían la gente y sus compañeros de oficina? ¿Qué pasaría con la cena de la noche, que ya no podría anularse? Pensando en esto, sentía el corazón atravesado cruelmente por sentimientos de dolor, vergüenza y humillación.

Quizás llevaba sentado allí desde hacía dos horas, cuando alguien, desde la calle, le tocó el hombro.

Era su suegro.

—¿Qué ha pasado entre vosotros? —preguntó, mirando a Pedro con una sonrisa amable.

Pedro se ruborizó, terriblemente avergonzado.

—Nada… —dijo embarazado y con gesto inconsciente, dando vueltas a la hoja del periódico, pues no quiso mirar a los ojos del anciano.

Éste movió silenciosamente la cabeza, como si dijera: «¡Qué tontos sois!». Pero, luego, su cara se puso seria y tras un instante de silencio, dijo:

—Sube a casa, porque llora mucho…

Al oír estas últimas palabras, Pedro sentía el corazón invadido de algo; no sabía de qué.

El padre continuó el paseo, inclinándose un poco hacia adelante, como los viejos.

Después de mucho rato, Pedro decidiose por fin a ir a su casa. Miett estaba sentada cerca de la estufa, con los hombros encogidos. Apretaba contra su boca un pañuelito húmedo de lágrimas. Su actitud expresaba terquedad, y la amargura de una ofensa sufrida. No levantó la mirada al oír entrar a su marido, y unos instantes después cerró los ojos con expresión de sufrimiento y casi de menosprecio.

Pedro se detuvo ante ella, permaneciendo silencioso durante largos minutos. Ambos estaban sufriendo. Por fin, Pedro se decidió a hablar, con una ternura triste en la voz:

—¿Por qué me has mentido?

Miett no contestó.

—¿Quién era aquel hombre con el que hablaste por teléfono?

Miett contestó, entre sollozos, y apretando el pañuelo sobre su boca.

—Miska Adam…

Pedro preguntole, amenazador:

—Y ¿qué es lo que no te quiere devolver?

Miett pronunciaba las palabras en su pañuelo arrugado:

—Un día… siendo niña, le escribí una carta de amor muy tonta. Ya ni me acuerdo de lo que le decía… Ahora me llamaba por teléfono para decirme que, por casualidad, había encontrado aquella carta. Dijo tonterías y acabó por decirme que me la enviaría si yo le pagaba cien coronas.

Y un instante después, añadió:

—Pregúntaselo a él, si no me crees…

Pedro escrutó largamente el semblante de Miett:

—Pero, entonces, ¿por qué me lo quisiste negar?

—¿Por qué? ¡Porque me lo has preguntado en un tono…! Y he sido tan tonta que te he mentido.

De repente, miró a Pedro con sus grandes ojos, de pies a cabeza, y, enfadada, le dijo con violencia:

—¡Has de saber que no tengo nada que ocultarte!

Y bruscamente, le volvió la espalda, ofendida, ultrajada en su honor de esposa fiel.

Pedro miró atentamente el codo de aquel cuerpo que reposaba en el respaldo del sillón; era como si lo hubieran tallado en mármol. El brazo desnudo le hizo pensar en la mano de Miett sobre la artesa, con el cómico peso de la pasta pegada en ella. Pensó con qué fiebre y alegría infantil Miett se había preparado para la cena de esta noche, y de repente sintió por ella honda compasión. Su conducta parecíale muy estúpida en todo este asunto. Miett tenía razón: él había formulado la pregunta en un tono que le hacía estremecer hasta a sí mismo, se acordaba perfectamente de ello.

Miett se levantó del asiento y quiso salir de la habitación. Pedro la cogió por el brazo hacia sí, pero Miett se resistía. Tras breve lucha, le cogió ambos brazos y los apretó contra su cara. Luego, pronto, encontraron mutuamente sus labios. Miett permaneció durante largo rato en los brazos de Pedro, disfrutando el placer de la primera reconciliación.

Szücs y la madre de Pedro llegaron los primeros. Szücs trajo a la viuda de Takách cogida por el brazo, y ya al entrar en el recibimiento armó una tremenda algarada.

Durante la cena, Pedro le dijo a Szücs ocultándose disimuladamente tras la servilleta:

—Debes alabar mucho la tarta, pues mi mujer la ha hecho ella misma.

Szücs le hizo un gesto, precavidamente, para significarle que había comprendido. Cuando la tarta fue servida, preguntó:

—Esta tarta, ¿viene de la pastelería?

Miett estaba de pie, cerca del bufete, visiblemente excitada, y contestó con otra pregunta:

—¿Por qué?

—¡Porque es verdaderamente divina! —exclamó Pablo Szücs con fingido entusiasmo, rascando los restos de chocolate en el plato con el cuchillo.

Pedro observó a Miett y, aunque estaba de espaldas, vio que su mujer se había ruborizado hasta la punta de las orejas, sin atreverse a volver la cara hacia los invitados.

En aquel momento, Pedro quería tan profundamente a Miett que las lágrimas se le asomaban a los ojos.