8
Pasó otro verano. Las tardes soleadas pusieron a hurtadillas una tristeza indecible sobre los cristales de la ventana, y Miett, por las mañanas, sentada con peinador ante el espejo, encontraba siempre que sus ojos eran demasiado profundos y dolientes.
Después de la marcha de Teresa, transcurrieron monótonos los meses. Ahora ya evitaba incluso a aquellas personas que antes aún iba a ver de tarde en tarde. Decidió reanudar el Diario íntimo, para confiarle sus ideas y sentimientos, pero al tercer día ya no acertaba a escribir en él, pues hubiera tenido que repetirse y, así, quedaba meditando en vano, apoyada en los codos.
Paulatinamente, se apoderó de ella cierta debilidad física y espiritual. A veces se sentaba para escribir una carta para Pedro, pero sin impulso para acabarla, por no saber materialmente qué decir.
Una mañana, cruzose en la escalera con Rosita.
Pensó en la escena de su último encuentro y le preguntó:
—Oye, tú, Rosita: ¿Qué quiere de ti el señor Szücs?
—¿De mí?
Se puso encarnada como una amapola.
Miett la amenazó burlonamente con el dedo enguantado.
Por las tardes, llamaba a veces a Rosita, para que bajase y planchar juntas en la cocina. Le agradaba tener junto a sí a aquella muchacha agraciada, de piel blanca, con las muñecas tan finas que cualquier elegante señorita se las hubiera envidiado. En su hablar simpático y tímido, en todo su ser había tanto encanto especial, que Miett no se cansaba de escucharla durante horas y horas.
Esas tardes eran su máxima diversión. Planchar ropa era una de las grandes pasiones de Miett. En tales ocasiones, Rosita le hablaba de su pueblo, donde su padre era carpintero de obras. Sabía contar inocentes historietas del señor maestro, de la mujer del judío bizco, de Patóes, el gañán fuerte como un toro a quien gustaba mucho pelear, de Perke Szú, la cíngara, que cada noche se transformaba en gallo, de Liditzki, el viejo barón que, aunque no se llamaba así, Rosita no sabía pronunciar mejor su apellido de sonoridad extranjera, y que criaba «gatos americanos» en el castillo, y era tan gran cazador que hasta en el paraguas tenía siempre dispuestos sus cartuchos.
Miett la trataba maternalmente. En ciertas ocasiones, se divertía vistiéndola, transformando para ella algún antiguo traje de casa. No era de extrañar que se divirtiera mucho al vestirla, pues Rosita poseía un fino instinto para la elegancia, tenía un talle de avispa, y a Miett la quería tanto que, en cualquier momento, hubiera inmolado por ella su vida. Escapábase continuamente del piso de arriba para venir a verla, y poco a poco se acostumbró a ella como la gatita en la casa ajena.
Una tarde, llamaron a la puerta y Mili entró asustada:
—Señorita… He aquí un señor extranjero… No sabe hablar húngaro.
Cuando estaba asustada, trataba de «señorita» a Miett.
Miett se disponía a salir, cuando apareció en el marco de la puerta del comedor Alexander Petróvich Ilyin.
Estaba tan cambiado, que en el primer instante ni siquiera le reconoció. En su mano llevaba un par de guantes de gamuza; calzaba botas de charol y un uniforme verde flamante. En sus hombros brillaban doradas charreteras. Estaba recién afeitado y llevaba el pelo rubio claro peinado con esmero.
Desde la puerta, tendía ambas manos hacia Miett; su mirada estaba llena de alegría y emoción, y dijo:
—Vous souvenez-vous de moi, madame[47]?
Miett, algo turbada, se ruborizó al darle la mano, pues en el primer momento no se acordaba del nombre del ruso. Lo condujo al salón y le invitó a que se sentara.
Petróvich Ilyin sentose cautelosamente en el sillón. Contó que desde hacía cuatro semanas trabajaba en las fábricas Ganz, donde le trataban como a un caballero, y tenía autorización para circular libremente por toda la ciudad. Entretanto, había recibido dinero de su casa, pero no quiso venir a visitarla antes de que estuviera listo su uniforme nuevo.
Llevaba en la mano un paquetito envuelto en papel de seda, que no parecía querer soltar ni a tiros.
Miett estaba algo confusa, pues aún no daba con el nombre de la visita, evitando cuidadosamente nombrarle directamente. Le enseñó el retrato de Pedro. Petróvich Ilyin contempló largo rato aquella foto, y su cara se ensombreció. Entretanto, sus labios se movían silenciosamente, como si hablara a aquel ausente. Luego, con un movimiento cariñoso, volvió el retrato sobre la mesa, evitando que el marco chocara sobre la misma.
Más de una vez la conversación quedó interrumpida por pausas más o menos largas; en tales ocasiones, Alexander Petróvich fijaba su mirada en el suelo. Poco después, se levantó para despedirse. Se puso a desenvolver aquel objeto cubierto con papel de seda, y sus manos temblaban. El papel chasqueaba entre sus dedos.
Por fin, apareció un icono ruso muy antiguo, que parecía ahumado, en un viejo marco dorado y carcomido.
—Señora —dijo muy pálido y con cierta solemnidad, como si recitara una lección aprendida de memoria—, soy vástago de una familia rusa de rancio abolengo. Mis antepasados han rezado durante muchos siglos ante este pequeño icono, y el Señor siempre los ayudó. No podría ofrecerle ningún objeto más preciado, y ruégole que lo acepte. Verá como el Señor la ayudará también a usted…
Estas últimas palabras las pronunció en voz baja.
Miett volvió la cabeza y se echó a llorar. Sin embargo, procuró ocultar sus lágrimas. Se dio cuenta tan sólo de que Alexander Petróvich se inclinaba y le besaba la punta de los dedos.
Su padre, que trabajaba en el despacho, se levantó y asomó la cabeza por el marco de la puerta, para ver quién estaba con Miett. Vio asombrado que atravesaba la habitación, no tocando la alfombra persa sino con la punta de las botas, un oficial ruso, sin mirar en torno suyo; sus labios temblaban y tenía los ojos llenos de lágrimas. El padre continuó mirando en su dirección, cuando el ruso ya había desaparecido hasta el recibimiento.
Entró entonces en el salón y se enteró por Miett de lo ocurrido. Se acercó a la ventana, y se quedó allí durante mucho tiempo, con las manos en la espalda y contemplando la calle, con mirada vaga.
Así pasó también el mes de setiembre. De Pedro, no llegaban noticias a veces durante muchas semanas, hasta que el correo trajo tres tarjetas postales a la vez. Pero esas tarjetas no contaban nada nuevo.
Un domingo, por la mañana, Miett encontró ante la iglesia de la Ciudad Interior a la señora Cserey[48], a la que no había visto desde su casamiento. Eran parientas lejanas.
—¡Mañana iré a verte! —exclamó Matilde, antes de desaparecer entre la gente.
Y, efectivamente, a la mañana siguiente hizo su aparición. Sentose frente a Miett, con las piernas cruzadas con mucho garbo, y enderezando el talle cual una señora de palco. Tenía los tobillos tan finos como una niña. Su tez era algo rojiza, y se le veían los dibujos delicados de finas y azuladas venas, sin que aquello la afeara ni mucho menos, antes bien, la hacía interesante. Su talle era esbelto y frágil, llevaba muy altas sus cejas de fino arco, y se leía en su cara, en la que la vejez, ya próxima, estaba disimulada con tanta técnica como arte, que debía de haber sido guapísima.
Matilde iba hacia los cincuenta años. Su marido había sido gobernador civil, pero habiendo heredado una fabulosa fortuna, pasaron el tiempo viajando y no existía capital importante en Europa en la que no se hubieran sentido como en su casa. Su única hijita murió a los ocho años, y desde entonces, la memoria de aquella difunta irradiaba fina y discretamente en toda la existencia holgada de los padres. Tristeza de ricos…
El modo de vestir de Matilde revelaba no sólo su esbelto y frágil cuerpo, sino además la elegancia de su alma y de su espíritu. Llevaba un traje castaño sencillo, cuyas mangas estrechas se pegaban juvenilmente a los codos.
Abrumó a Miett con toda clase de preguntas sobre su vida, y contó que habían vuelto del extranjero hacía poco. La guerra los sorprendió en París, más logaron escapar en el último momento de ir a Alemania.
En su hablar, no hubiera sido difícil descubrir cierta cadencia melodiosa. A veces pronunciaba alguna palabra con acento francés, pero sin afectación alguna. Hacía ya una hora que estaba allí, despidiendo en torno suyo la atmósfera de los grandes hoteles extranjeros, pronunciando con familiaridad los nombres de hombres célebres, a los que conocía personalmente, pero sin que ello pudiera saber a presunción. Su charla era harto agradable; se la podía escuchar con un interés siempre vivo, pues, aunque hablaba mucho, nunca se perdía en superfluos detalles.
Ya estaba a punto de marchar, y se ponía los guantes, de color de hoja caída, cuando miró a Miett con atención:
—Estás muy pálida, querida… Creo que tomas demasiado a pecho las cosas. Pues te aconsejo que no tomes muy en serio la vida, porque, en este caso, se vengará de ti. Me lleno de pena cuando pienso en ti. ¡Eres tan joven y tan guapa! La gente te conoce y habla mucho de ti. Te recuerdan de cuando eras soltera. A mí me suelen preguntar continuamente: «¿Qué se ha hecho de aquella Miett de Almády, tan hermosa?». Has desaparecido completamente de la circulación. Saben que existes, y vives en la imaginación de tus amigos de antaño como una condesita encantada, encerrada en un castillo sobre el que pesa una maldición. Pues bien, ¡tu vida debe de ser algo terrible! Deberías tener relaciones. Si durante algún tiempo no mueves la mano, se te duerme, ¿no es verdad? Si la mantienes inmóvil excesivamente, se atrofia. Pues de la misma manera sucede también con el alma, con el pensamiento. ¿Sabes jugar al bridge? ¡Lástima! Todos los jueves, organizo en mi casa un té con bridge que tiene mucho éxito. Ven a verme este sábado; tendré muchísimos invitados, todos gente muy interesante. Eres muy guapa; tu presencia sería un adorno más para mi salón. ¡Ah! No sé por qué las mujeres se vuelven tan feas, actualmente… ¿Por qué será? ¿No encuentras que es así? Es una generación lamentable. ¡Qué alegría poder ver a un ejemplar humano como tú! Trae contigo también a tu papá… ¡Ah! ¡Ya! ¡Claro está! Él no va a ninguna parte. ¡Lástima…!
Cuando Miett la hubo acompañado hasta la puerta, Matilde le dijo aún desde la escalera.
—¡Cuento contigo! ¡Mandaré mi coche a buscarte!
La visita de su allegada había sacudido a Miett de su pasividad e inercia. Se daba cuenta que así no podía seguir, y se preparaba con alegría a la fiesta del sábado. Sólo entonces comenzó a estar verdaderamente contenta con aquellas medias de seda de París que Teresa le había regalado. Con gran frecuencia se vestía con trajes de noche, probándose todos los vestidos. Por fin, optó por un traje de seda verde esmeralda.
Aquella tarde envió a buscar al peluquero, el cual levantó su cabellera en un moño inusitado. Cuando Miett, completamente lista, se contempló en el espejo estaba contenta de sí misma. Le parecía oír aún la voz de Matilde, que la envolvía como una música agradable y embriagadora:
—¡Eres joven, eres guapa! La gente te conoce y habla de ti… ¿Qué se ha hecho de aquella hermosa Miett de Almády?
Encargó a Mili que hacia medianoche fuera a buscarla. Llegó con cierto retraso, y sintiose algo confusa al entrar en la gran sala de recepción, con columnas, de los Cserey, en la cual ya había reunido unos veinticinco o treinta invitados. Los hombres vestían frac o uniforme de gala, las señoras lucían elegantes trajes de noche, con profusión de sortijas y alhajas. Alguna piedra desprendía febriles centelleos.
Miett se daba cuenta de que había perdido la costumbre de tratar a la gente, y en los primeros minutos, bajo el nuevo moño, encontró rara la propia voz.
Matilde la cogió de la mano y la presentó a varias señoras de edad que pertenecían manifiestamente a la flor y nata de la alta sociedad. Cambió con ellas algunas frases banales, contestando con voz un tanto velada a sus preguntas, sintiendo perfectamente que todas aquellas palabras sólo servían de pretexto para que aquellas damas pudieran examinarla de los pies a la cabeza.
Antes de que se llegara a nuevas presentaciones, empezó la cena. Su vecino a la izquierda era un señor anciano, que hablaba en voz baja, y al hablar, cerraba a veces los ojos durante varios segundos. A la derecha se sentaba un joven, de esa clase sabiamente criada que, a los dieciocho años, ya produce el efecto de un hombre maduro, sobre todo llevando frac. Colocó también la servilleta sobre las rodillas como si sostuviera la brida de su montura. Miraba fijamente alrededor, sin decir palabra. La dura pechera le embarazaba visiblemente.
Miett miró en tomo suyo, pero no pudo descubrir ni un solo conocido. Desde luego, de muchos rostros tenía la impresión de haberles visto ya en alguna parte. Sobre todo, el vecino de la izquierda le parecía muy conocido. Estaba contenta de que, durante la cena, no tuviera que hacer esfuerzos para conversar. Divertíase observando cuidadosamente a las personas que se sentaban en frente, con aquella clase de interés que pueden merecer siempre las caras desconocidas. Encontró sobre todo divertidísimo el semblante de una señora cincuentona, que llevaba el pelo negro azulado tan brillante y prieto que el peinado acusaba con exactitud la forma del cráneo. Llevaba unos enormes pendientes de esmeralda, y el cuello del vestido de terciopelo oscuro cerrábase lo más alto posible. La cara era amarilla, y bajo la nariz chata casi desaparecía la barbilla. Todo concordaba en ella, para producir el efecto más perfecto de un pato silvestre macho. Hasta su hablar venía a subrayar esa impresión, pues, al abrir la boca, parecía graznar.
Al lado de aquella señora se sentaba un coronel, con la guerrera de húsares cubierta de dorada pasamanería. Hablaba con afectación, en alemán. Podían descubrirse en su rostro, inmediatamente, los rasgos característicos de la raza tudesca. Su alargada cara, sin bigote ni barba, era roja como la remolacha, y el cráneo cilíndrico estaba cubierto con un pelo rubio color de lino, que parecía pegado con cola sobre la cabeza.
También estaba una dama joven cuya belleza de muñeca demasiado regular estaba tan desprovista de atractivo, que la mirada, involuntariamente, se deslizaba sobre ella sin detenerse.
Durante la cena, Miett había cambiado unas cuantas frases con el vecino de la izquierda, cuya cara le parecía muy conocida, y al que parecía despertar cada vez de un profundo letargo.
Encontró por demás simpático a ese hombre tan silencioso, y, sin poder explicarse el por qué, adivinó en él una cultura más elevada y profunda que la de los demás invitados. Tenía la sensación de que a su lado, incluso callar era agradable y lleno de sentido.
Por contraste, le cansaba tanto más el mutismo rígido y casi cómico del vecino de la derecha. Sospechó que debía ser el hijo de unos ricos hacendados de provincias, y formuló su pregunta a tenor de esta suposición, dirigiéndole la palabra después de cierto tiempo:
—¿Qué le gusta a usted más: las aves de corral o la caza?
El muchacho le echó una mirada de gratitud, aunque se turbara en el primer momento. Parecía agradecerle en el alma que no le hubiese planteado un problema de mayor alcance. Tras un momento de breve reflexión, con la cual quería darse importancia, optó por la caza.
En el curso de la conversación que Miett entabló de esta manera, confiole que en las últimas cacerías de Betléer había matado un oso enorme. Lo dijo en un tono natural, como si la cosa no mereciera mencionarse, pero precisamente por ello hacía el efecto de una gran presunción.
Miett notó durante la cena que un caballero, sentado al otro lado de la mesa, algo más lejos, retenía a menudo su mirada sobre ella. Sus ojos se encontraron algunas veces, y Miett no evitó al pronto aquella mirada. En los ojos de aquel señor no había familiaridad petulante, ni interés equívoco, sino cierta expresión emocionada. Era un hombre fuerte, bastante gordo, con cara poco interesante, pero simpática, que revelaba un temperamento sencillo y sano. Por eso llamaba más la atención su expresión algo triste, al mirarla. Sus hombros anchos llenaban completamente las hombreras del elegantísimo frac, de impecable corte.
Al acabarse la cena, Miett pasó al salón, acompañada por el vecino de la izquierda, sentándose ambos bajo una enorme pantalla de lámpara bordada de blondas de color albaricoque. Se sentaron en un banco italiano negro, tallado a mano, lo que les permitió deslizarse hacia una conversación sobre el arte de aquel país, tema que estaba en consonancia con el tono distinguido y un poco aburrido de la reunión. Miett estaba muy bien informada sobre el particular, aunque tenía bien cuidado de no citar sus lecturas, pues instintivamente y desde el primer momento se dio cuenta de la cultura profunda y completamente superior de su interlocutor. Entregose, pues, valientemente a sus instintos naturales al hablar, y notó con gran satisfacción que aquel amigo desconocido, del cual ignoraba hasta el nombre, escuchaba sus palabras con los ojos entornados y la cabeza un tanto ladeada, con simpatía no fingida. Veíase en él que encontraba interesantes y dignas de interés aquellas impresiones puras y subjetivas tan exentas de la falsa importancia que suele darse en una cultura meramente superficial.
Miett sintió rejuvenecer su espíritu después de aquella conversación, como si su cerebro acabase de cumplir un deber tonificante.
Estaba hablando de Miguel Angel Buonarotti, cuando su interlocutor observó, algo distraídamente, como si hablara consigo mismo:
—Henry de Rugnet ha escrito un pequeño estudio sobre él, que merece todas mis preferencias.
La actitud y el tono revelaban que no le interesaban el tema ni la reunión y que se había retirado a aquel lugar con Miett por darse inconscientemente cuenta de que la compañía de una mujer joven y guapa le producía un agradable placer estético.
—Pues bien, continúe —dijo a Miett.
Ella vacilaba.
—Temo que mi opinión no pueda interesarle mucho.
Adivinaba en su interlocutor una especie de catedrático de Universidad.
—Se equivoca usted. La opinión que la belleza merece a la belleza es siempre interesante. He podido observar a menudo en los museos italianos a damas jóvenes de todas las naciones. Es un instante maravilloso, cuando una hermosura perecedera, que sólo mora en esta tierra minutos, por decir así, atraviesa aquellos templos del arte, contentándose al saludar con una mirada a sus hermanas, las hermosuras eternas… Perdón, continúe usted.
Miett, mientras hablaba, miró hacia la chimenea, como si incluso por la espalda se diera cuenta de las miradas que irradiaban hacia ella.
Junto a la chimenea, estaba de pie un oficial de ulanos, alto y esbelto, que no la perdía de vista. Pero no pudo ver su cara en la penumbra.
Miett continuó la conversación, algo turbada. Su amigo se levantó poco después para despedirse.
Matilde vino a sentarse a su lado:
—Bueno, querida, ¿cómo te sentías en compañía de ese gran hombre?
Matilde pronunció con cierta unción el nombre de un escritor muy conocido cuyas novelas y retrato Miett conocía muy bien. Ahora comprendió por qué aquel rostro le parecía muy conocido, mientras que su voz no evocaba en ella ningún recuerdo.
Matilde condujo a su allegada al otro extremo del enorme aposento, entregándola a un joven alto con enorme melena, un popular compositor, que charlaba con un grupo de señores, de pie. Se llamaba Sármány, y tenía por costumbre cruzar los brazos sobre su pecho, siempre que tenía ocasión de hacerlo. Su rostro era ridículamente moreno, lleno de minúsculas verrugas, como si algún día un barril de pólvora hubiese explotado a su lado. Hacía saltar de un lado a otro sus ojillos, que tenían reflejos de desconfianza, tanto hacia las personas como hacia los objetos. Al, encender un cigarrillo, miraba bruscamente si lo que tenía en la mano era verdaderamente un pitillo, y hacía lo mismo con el fósforo. En general, parecía extremadamente nervioso. Miett intentó, con un arrojo digno de encomio, entablar conversación con él, logrando su objetivo sólo a medias.
Mientras conversaba con Sármány, se dio cuenta de que aquel señor fuerte y rechoncho, de cara simpática, que tenía la mirada fija en ella durante la cena, ·estaba ahora a su espalda, como si esperara algo. A pesar suyo, volvió la cara hacia él.
—Señora… —dijo el desconocido—, quisiera decirle dos palabras.
Miett le miró sorprendida. Hizo un ademán involuntario hacia atrás con hombros y cabeza, como si con el gesto rechazara casi con hostilidad a aquel hombre que antes no había visto nunca.
—¿A mí? —preguntó admirada.
—Sí.
Pronunció esta palabra en voz muy baja y sensitiva, con una tenue sonrisa tímida, como si presentara una súplica.
—Sentémonos bajo aquella lámpara —dijo Miett, en cuya alma la curiosidad conseguía triunfar sobre el resto.
—Tengo un recado que darle, señora…
Pronunció estas palabras con acento extraño, de modo que en el alma de Miett evocaron inmediatamente un halo de misterio.
—¿De parte de quién? —preguntó con curiosidad un poco asustada y mal disimulada.
El hombre contestó en voz aún más baja:
—De Olga.
A Miett le faltó hasta la respiración.
—Usted, ¿quién es?
—Yo soy Elemér Koretz.
Miett no preguntó más, pues comprendió inmediatamente la situación. Después de un instante de silencio, Koretz tomó otra vez la palabra. No miró a Miett; fijose distraídamente en el centro de la mesa, mientras iba hablando, y se le notaba en la voz que estaba conmovido.
—En su lecho de muerte me dijo: «Si un día encuentras a Miett, dile que la he querido mucho y que me duele el corazón de no poder despedirme de ella…».
Hubo un prolongado silencio. Miett bajó los párpados durante un largo minuto, para preguntar luego, muy bajito:
—¿Sabía la pobrecita que iba a morir?
—Lo sabía.
Miett hundió su rostro en sus manos; luego, blanca como la cera y con voz susurrante, dijo a Koretz:
—Hábleme de ella…
—La quería a usted muchísimo… La citaba en la conversación muchas veces… Me decía siempre: «¿Ves?, no soy más que un pobre gusano, lleno de faltas y defectos… Miett, ¡es otra cosa! Es el alma más pura y más hermosa del mundo». Siempre me ha hablado de usted como de una personalidad excepcional… Y me hizo prometer solemnemente que le remitiría su mensaje. Yo ya la había buscado, pero al enterarme de que su marido era prisionero de guerra, temía que pudiera dar una falsa interpretación a mi acercamiento… Suponía que un día u otro nos encontraríamos…
Miett miró a Koretz, meditabunda, como si hubiera querido comprender en un instante a aquel hombre, al hombre que le había robado a su desgraciada amiguita. Preguntole en un tono rayando en la hostilidad:
—Usted, ¿cómo la había tratado? ¿La quería?
Koretz asintió casi imperceptiblemente. Luego, dijo:
—Sí. Fue un juguete para mí… ¿Sabe usted?, aquella clase de juguetes por los cuales uno, según en qué situación, sería capaz de asesinar o pegarse un tiro. Tenía veinte años menos que yo, y yo la trataba como a una niña.
—¿Cómo murió? —preguntó Miett, susurrando.
—Es toda una historia… Se lo explicaré, puesto que no tengo a nadie con quien hablar de ella. Durante los últimos meses tenía fuertes calenturas, y mis intentos de consultar a un especialista fueron vanos. Quería enviarla a Davos, pero yo no hubiera podido acompañarla, y sin mí no quería dar ni un solo paso. Era capaz de engañarme con el termómetro y ocultar su fiebre. Por fin, la llevé por fuerza al médico. El profesor la auscultó y le dijo: «¡Váyase a casa, hermoso diablillo, que no tiene nada!». Desde luego, yo había concertado con él de antemano que me escribiría la verdad a mi despacho. Al día siguiente, recibí la carta del profesor. Tampoco yo tenía ninguna esperanza; sin embargo, el dictamen del médico me aterró. Era una condena a muerte. Apenas me atreví a volver a casa, temiendo que se notara algo en mi cara. Después de comer, se sentó sobre mis rodillas, como una niña, saltaba, estaba alegre, me acariciaba la cara, los ojos, y de repente, con un movimiento brusco, me quitó la cartera del bolsillo interior de la americana. Otras veces solía hacer lo mismo, pero únicamente porque en ocasiones estaba verdaderamente enferma de celos; desde luego, sin motivo alguno. En tales casos, examinaba detenidamente hasta la hoja más insignificante de papel. Buscaba cartas de amor. Me exigía explicaciones minuciosas sobre cualquier apunte de mi libreta de notas. Nos perseguíamos, luchábamos, y solía subirse hasta a los muebles, antes de devolverme los papeles… Yo, por regla general, aceptaba esos juegos, pues en ellos era encantadora… Pero entonces, me acordé de que la carta del profesor estaba en mi cartera… Le cogí la mano, pero la retiró con la rapidez de un rayo, pues mi gesto confirmaba sus sospechas. Yo quería recuperar a toda costa mi cartera, pero ella volcó la mesa y logró escaparse. La reñí enfadado, brutalmente, a lo cual me contestó del otro lado de la mesa, gritando con rabia y odio:
»—¡Ah! ¡Esta vez te he cogido!
»Se precipitó al cuarto de baño y cerró la puerta. Dominado por una agitación terrible, procuré abrir a la fuerza aquella puerta, pero era más fuerte que mis hombros. Cuando logré forzar la entrada, ya tenía en su mano la carta y la había leído. Estaba completamente fuera de mí, le arranqué la carta groseramente y solté alguna palabrota muy fuerte. Me desplomé casi sin conocimiento sobre una silla, pues me daba cuenta de lo cruel que era todo cuanto acababa de ocurrir. Después, reaccioné al notar que estaba sentada en el suelo y lloraba a lágrima viva. Levantó los ojos hacía mí, como si implorara perdón: “Es igual, no te enfades —balbuceó—, ¡y yo que había creído que era una carta de mujer…!”.
Koretz se interrumpió un instante.
—Lo que sucedió más tarde, constituirá para siempre el recuerdo más terrible de mi vida. Ocho semanas después murió.
Koretz se calló y frunció el entrecejo. Su rostro tenía en este momento una expresión brutal, como si estuviera luchando contra el dolor que le aquejaba en su interior.
Miett se apretó el pañuelo sobre la boca. Se recostó en el sillón para retirar el rostro de la luz de la lámpara.
Ambos permanecieron silenciosos durante mucho rato. Koretz, al colocar el brazo sobre la mesa, seguía con un dedo las filigranas de las incrustaciones de la misma. Por fin, fue Miett quien rompió el silencio, en tono más libre y más ligero, como si se hubiera podido desahogar del llanto reprimido:
—¿Su madre vive aún?
—Sí, está en un sanatorio, cerca de Viena.
Se sumieron otra vez en el silencio saturado con el recuerdo de aquella simpática muchacha. Olga volvía a los pensamientos de Miett, reproducida con fidelidad en mil diferentes actitudes y ademanes.
Koretz, para cambiar de tema, se volvió hacia Miett:
—¿Cuánto tiempo hace que su marido está prisionero?
—Más de un año.
—¿Vive usted en casa de sus parientes?
—Vivo con mi padre.
Se pusieron a hablar, informándose mutuamente de sus vidas respectivas en un tono de antiguos amigos, lo que no hubiera sido posible sin el recuerdo de Olga.
Miett notó que pasaban a su lado, a veces, grupitos de invitados, o que se detenían algo más lejos, observándolos. Tenía la impresión de que hablaban de ellos. Durante toda la noche pareció que ejercía una impresión extraña sobre la gente.
Volvió involuntariamente la cabeza hacia la chimenea, y observó con sorpresa que el oficial de ulanos aún estaba allí, completamente solo, apoyado en un codo sobre el mármol de la chimenea, sin quitar la vista de ella.
Todo parecía indicar que desde hacía mucho rato no había cambiado de posición.
Miett se estremeció ligeramente ante el descubrimiento, pues casi equivalía a una confesión. Bajo el influjo de la mirada del desconocido, que irradiaba hacia ella desde la oscuridad, palpándole casi el cuerpo, se arregló con un gesto involuntario el traje en los hombros, como si quisiera cubrirlos.
Sin embargo, apenas llevaba escote, y sólo se podía ver una punta de sus hombros rosados, que emergían en un arco espléndido de la seda verdemar del traje. Aquella minúscula mancha de desnudez brindaba a la vista unos matices aterciopelados bajo los efectos de la luz, y su rica cabellera, con aquel moño en forma especial, brillaba con sensuales reflejos de bronce, al mover la cabeza.
Miró su diminuta pulsera de diamantes y observó sorprendida:
—Ya son más de las doce…
Se dispuso a retirarse.
También Koretz se había levantado, y le ofreció acompañarla a casa en el coche.
—¡Oh, muchas gracias…! —dijo Miett, con un matiz de protesta en su voz.
Habiéndole vuelto la espalda a medias, notó casi inconscientemente que el oficial se acercaba a ella.
Koretz hizo una profunda reverencia:
—Adiós, pues… —le dijo Miett, mientras le tendía la bella mano, vertiendo un máximo de calor en aquellas dos palabras.
Al dar la media vuelta, se encontró frente a frente con el ulano. Le miró a la cara sorprendida, mientras su corazón se ponía a latir más intensamente.
El oficial estaba plantado ante ella, con las manos hundidas en los bolsillos de la guerrera.
Tenía una de aquellas caras que captan inmediatamente la imaginación.
Una tez morena, y en medio de la cara, la tranquila expresión de los ojos azules, color de acero, cuyas miradas parecían venir desde muy lejos. Una mirada así suele pesar sobre aquél a quien mira; hay miradas que penetran en las almas cual puñales. Mas en aquellos ojos no había nada punzante, cortante ni agudo. Atravesaban a la persona en la que se fijaban, hundiéndose en el cuerpo y llegando hasta el tuétano; pero al mismo tiempo, dejaban mirar en sí propio. En el fondo, se reflejaba una franqueza inigualable y un sinnúmero de pensamientos que ni siquiera intentaban esbozarse. Aquella franqueza era casi aterradora, porque exigía otro tanto de la persona que los ojos estaban mirando.
Era un rostro extraño, que no se parecía a ningún otro. Rasgos oblicuos y mal dibujados todos, con ángulos agudos y superfluos. El pelo, corto y despeinado, acabábase junto a las orejas en patillas, y era tan fino como el miraguano. El color era también de un gris azulado, como finísimas plumas de ave, de debajo del ala.
El oficial era un hombre alto y esbelto, y se dirigió a Miett con un tono de antiguo amigo.
—Estoy esperando la ocasión, señora, desde hace mucho tiempo, para poder cambiar cuatro palabras con usted…
Miett le miró sorprendida.
—Pero… ¿Nos conocemos nosotros? —preguntó algo turbada, volviendo a sentarse, y arreglando en torno suyo los cojines de seda. Sintiose invadida por cierta sensación ligera y agradable, como una especie de grato desmayo que no hubiera podido explicar.
El ulano se sentó en un sillón.
—Yo, por lo menos, la conozco a usted…
Echó una mirada rápida sobre Miett, desde la punta de su zapato dorado y fino de corte, hasta el moño que parecía un enorme lirio color de bronce.
—¿De dónde?
—Hace años, la vi más de una vez en el campo de tenis… Luego, si no me equivoco, nos habíamos encontrado una tarde en un té. Usted aún no estaba casada. Y anteayer la vi en la orilla del Danubio. Se paseaba en la parte baja, en el muelle. Llevaba un «fox-terrier»… y parecía sumergida completamente en profunda meditación…
—¡Caramba! —dijo Miett, como si no creyera a sus oídos, pues era incapaz de evocar en su memoria aquella cara.
—Sí —dijo el oficial—, y créame que no me fue difícil recordar que ya la había encontrado…
Miett se ruborizó ligeramente. Esto la hacía aún más bella, en su turbación virginal. El oficial la contempló durante unos instantes, silencioso, y como regalándose con tan hermosa visión.
—Hace unos instantes, ustedes dos estaban hablando de una muerta…
—Sí. Tuve que llorar la pérdida de una buena amiga.
—Lo sé… Olga; así se llamaba.
—¿La conocía usted?
—Sólo superficialmente. Pero conozco hasta los últimos detalles de su historia. Era una muchachita valiente. Y, ya ve usted, debió precisamente a su valentía que la vida le recompensara de antemano con una muerte tan prematura. Vivía; amaba; se desenvolvía con frenesí… Me han dicho que la habían hecho viajar. Saboreó París, vio el Bósforo, se paseó por los parques de Inglaterra y los nevados Alpes suizos. ¿Qué más puede desear una mujer? Y le daban dinero, mucho dinero, para que lo despilfarrara. Y lo despilfarró.
Miett no contestó durante unos instantes; luego formuló una pregunta con cara preocupada, como si intentara reunir sus impresiones de Koretz.
—Y dígame: ese Koretz, la quería mucho, ¿verdad?
—Desde luego. Le conozco y le encuentro muy simpático. Tiene excelente reputación como hombre de negocios. Le temen, pues es rígido y cruel. Sin embargo, por esa muchachita hubiera sido capaz de todo. A mí me gustan esta clase de hombres.
—¿Es usted oficial de carrera?
—¿Yo? ¡Dios me libre! Soy diplomático.
—¿No se enojará si le pregunto cómo se llama?
—¡Oh; dispénseme! Ya ve usted, hubiera tenido que empezar por esto. Soy Igor Golgonszky.
A Miett le pareció haber oído ya este nombre.
—¿Dónde está prisionero su marido? —preguntó Golgonszky.
—En Tobolsk.
—He estado una vez en Tobolsk… Me acuerdo vagamente del edificio del Gobierno civil, de la ciudadela y del barrio tártaro…
Después, añadió meditabundo:
—Dejé a muchos amigos en Rusia…
—¿Cómo es esto? —preguntó Miett, sorprendida.
—He pasado dos años como agregado a nuestro Consulado, en Moscú.
Miett se inclinó hacia él, interesada.
—Explíqueme algo sobre los rusos… Sólo sé acerca de ellos lo que me han contado los novelistas. Y lo poco que conozco me parece algo oscuro y en cierto modo irreal.
Golgonszky le ofreció un cigarrillo, sacando una pitillera del bolsillo y haciendo jugar hábilmente el resorte de aquella cajita de oro.
Miett aceptó, y, extendiendo la mano a una copa, se mojó los labios en el champaña que un criado vino a ofrecerles. Luego, se rodeó otra vez de un bastión de cojines y sopló el humo del cigarrillo hacia la luz de la lámpara. Escuchaba a Golgonszky con mucha atención, pero apenas oía lo que el oficial le iba contando sobre la vida en Moscú, los casinos y las cacerías en Rusia, pues su atención fue absorbida por el rostro de aquel hombre y el jugueteo de sus ·manos, que emergían y se hundían de nuevo en los bolsillos de la guerrera. Descubrió en aquellas manos tanta energía viril y tanta elegancia como nunca había encontrado antes en las manos de nadie.
Le sirvió de excelente pretexto hacer ver que escuchaba atentamente el claro relato de Golgonszky, pues durante este tiempo podía examinar todos los detalles de su cara. Observó que el oficial tenía dientes muy blancos, de brillo muy sano, y labios muy firmemente tallados, llenos de sangre, en los cuales se asomaban, al hablar, los matices de la sonrisa y la ironía. A pesar suyo, tuvo que pensar en los dientes de Pedro, que eran más amarillos y menos regulares.
Golgonszky sintió por fin su mirada en el rostro, y la devolvió de la misma manera. Continuó hablando, mas su voz se hizo distraída, intercalando numerosas pausas, como si tuviera ganas de interrumpir completamente la conversación.
Ambos sabían y sentían que se estaban observando mutuamente, con pensamientos recónditos.
Golgonszky interrumpió bruscamente su relato y fijó la mirada muy significativamente en Miett.
Miett se ruborizó ligeramente y posó la mirada en su reloj de pulsera.
Era la una. El tiempo había volado sobre ellos con velocidad incomprensible.
Miett se levantó y Golgonszky hizo lo mismo. Miraron en torno suyo en la sala; apenas quedaba algún invitado.
Matilde se acercó a Miett:
—No debes darte prisa, pues a tu camarera, que vino a buscarte hacia las doce, le dije que se fuera a casa sin esperarte.
Luego, se dirigió a Golgonszky:
—Iván, usted tendrá la amabilidad de acompañar a mi primita.
Miett descubrió en las palabras de Matilde dos graves exageraciones: que llamara a la pobre Mili «camarera» y a ella, su prima, aunque su parentesco era muy lejano. Sintió un diminuto remordimiento de conciencia, como si aquellas mentiras pesaran igualmente sobre la suya.
Alguien dirigió la palabra a Golgonszky, y, al verle ahora de perfil, Miett descubrió en su charretera el galardón distintivo de los Chambelanes de la Corte que se escondía cual un gusanito de oro entre la rica pasamanería del uniforme. Tampoco hubiera sabido explicarse por qué ese descubrimiento la llenó de excitación.
Se despidieron, disponiéndose a ser acompañada por Golgonszky.
Abajo, ante la puerta, un chófer abrió, al verles bajar, la portezuela de un enorme automóvil; el chófer llevaba una gorra en forma de plato y altas botas de cuero marrón, acordonadas, que le llegaban hasta las rodillas. El interior del coche, color verde, estaba provisto de cigarrera, encendedor eléctrico, cepillo para la ropa, frasco de agua de colonia, teléfono para hablar con el chófer, y otros accesorios de lujo, como una habitación de hotel.
El enorme coche volaba silenciosamente con ellos por las calles desiertas de la Ciudad Interior. Ahora Miett sentía más intensamente el vértigo tan agradable que giraba sin cesar en torno de la cabeza y del corazón. En las vueltas, sus codos se tocaron, y se inclinaron involuntariamente, agradablemente, hacía un rincón u otro del interior del coche, según la violencia de las curvas.
—Hasta la vista —dijo Miett en voz baja, al llegar a la puerta de su casa; e involuntariamente, dio un sentido secreto a aquel saludo.
Mas se arrepintió en el acto, pues Golgonszky se despidió de ella con fría y elegante distinción, como si le retirase de golpe todo el interés anterior.
Meditaba precisamente este brusco cambio en aquel hombre, al subir la escalera, pues no sabía cómo interpretarlo: si era intencionado, o si, sencillamente, formaba parte integrante del carácter de Golgonszky. Miett prefirió inclinarse a la segunda hipótesis, pero sin llegar a tranquilizarse por completo.
Antes de despojarse de su ropa, durante mucho rato se quedó ante el espejo, contemplándose largamente, dando vueltas con el traje color de esmeralda, y los brazos en alto; decididamente, aquel traje le hacía más esbelta aún de lo que era.
Luego, se recostó, y encogiéndose friolera bajo la sábana, se puso a reflexionar. Tenía la sensación de que en aquella noche habían pasado más cosas en su vida que durante el último año. Su vida le parecía más rica y más amplia, y era como si se derribasen unos tabiques invisibles en torno suyo, más allá de los cuales se veía a sí misma bajo formas nuevas y más interesantes. Pensó en el escritor, con la voz tan bajita y la mirada tan cansada; el hombre eminente que, entre todos los convidados, sólo se ocupaba de ella, lo que debió parecer a los demás una gran distinción. Recordó que los demás invitados se detenían sigilosamente detrás de ella, comunicándose mutuamente su parecer, y le parecía escuchar palabras de mal disimulada admiración. Pensó en Koretz cuya imaginación se venía ocupando de ella durante muchos meses, sin que Miett lo sospechara. Evocó emocionada y enternecida el recuerdo de su amiga Olga, y, acordándose de la escena que Koretz le había explicado, le pareció ver casi la expresión de la cara de su amiga, al huir triunfalmente, bajo la protección de la mesa volcada, con el botín de la cartera en la mano.
Viose a sí misma en el muelle del Danubio paseando al perrito, mientras que desde arriba Golgonszky la observaba, apoyado en la baranda del paseo, cosa que no había notado. ¡Si ignoraba hasta la existencia de aquel hombre! Procuró medir el efecto producido en el espíritu de Golgonszky, y ahora, posteriormente, examinándose a sí misma: los gestos, los ademanes, de cabeza y de manos, durante aquel solitario paseo. Recordó detalladamente el sombrero, el traje, los guantes y el monedero que llevaba aquella tarde. Vio luego a Golgonszky salir de la oscuridad y acercarse a ella, en dirección a la chimenea. Sus pensamientos giraron constantemente en torno a Golgonszky, y volvió a sentir en tomo suyo aquella especie de vértigo, tan incomprensible como agradable. Pensó en la interesante cara de diplomático, en el hermoso brillo, en el galón de Chambelán de la Corte y en el contacto de la mano, y todos estos recuerdos relativos a Golgonszky mordían su corazón como otras tantas diminutas y dulces penas.
El alba apuntaba ya detrás de las cortinas, cuando, por fin, concilió el sueño. A través de la ventana abierta entraba el fresco crepúsculo del amanecer. Medio dormida, aún oía que muy lejos, en la montaña, unos silbidos cautelosos de pinzones le abrían el camino de la mañana.