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Miett no llevaba diario íntimo, pero solía apuntar en una libreta, en pocas palabras y con la fecha, los acontecimientos de su vida que le parecían importantes. Siempre que posteriormente la libreta le venía a las manos, y la hojeaba, encontraba en ella algo nuevo y sorprendente. Tenía apuntadas fechas que había creído de capital importancia para su vida, pero que, a los pocos meses, demostrábanse desprovistas de todo interés. Y otras fechas apuntadas descuidadamente, sin atribuirles importancia alguna, habían ido creciendo y extendiéndose en su vida, cual la minúscula chispa que prende fuego en todo. Así, por ejemplo, echando una rápida ojeada encontró en la libreta la apuntación siguiente:

«11 de setiembre. Domingo. Invitados en casa de los Varga. Pocos conocidos y muchos desconocidos. Nos hemos divertido bastante. La Galamb ha· recitado. Zsiga Pán ha tocado el piano y un muchacho, cuyo nombre ignoro, descifró los caracteres por la escritura».

Aquella tarde conoció a Pedro. Detrás de aquellas pocas palabras trazadas con lápiz vio abrirse ahora, al hojear su libreta, las misteriosas honduras de la vida y del destino. ¡Cuántas cosas vivían, ardían, susurraban y gritaban detrás de aquellas breves líneas! Hacía ahora exactamente un año que se hallaban reunidos en casa de los Varga. Durante aquel último año de su vida, habían pasado más cosas que en los veinte anteriores juntos.

Desde que llegó la noticia de que Pedro había caído prisionero, sentíase invadida por sensaciones confusas que unas veces la tranquilizaban, y otras la llenaban de angustia. Todo el mundo la quería consolar, diciendo que para Pedro aquélla era la mejor solución. La guerra duraba ya seis semanas y los que antes afirmaban que todo aquello podía persistir dos semanas a lo sumo, movían la cabeza atónitos ante la marcha de los acontecimientos. Buscaron nuevos argumentos en pro de una rápida conclusión de la paz, argumentos que, sin embargo, iban perdiendo fuerza cada día, como los enfermos para los que ya no queda esperanza. Hubo también incrédulos más pesimistas, que se atrevían a afirmar que, antes de Navidad, difícilmente podrían volver los soldados del frente.

También Miett pertenecía a los incrédulos. No podía imaginarse que antes de Navidad volviera a ver a Pedro, y los meses de espera le parecían insoportablemente largos. Sin embargo, desde que recibieron la primera noticia luctuosa y supieron que un conocido, Jen Fay, había caído, empezaron todos a respetar medrosamente la guerra. Y Fay sólo era un conocido lejano. Pronto llegaron las noticias de otras muertes: Sanyi Galamb, el sobrino de la señora Galamb, cuyas mejillas coloradas recordaba Miett perfectamente; Eleck Lénert, que había sido teniente de artillería; Pista Krammer, y Balogh, el comerciante que vendía comestibles en la tienda de la esquina. Aquel hombre huesudo y largo, taciturno y desgarbado, había muerto como soldado raso.

Al entrar una mañana Miett en la tienda, se enteró de la catástrofe por la viuda. Tales noticias estallaban sobre el asfalto de Budapest, en la calle, en el tranvía, o en sociedad, cual otras tantas bombas terribles. Desde la lejanía, la guerra asediaba la capital, bombardeándola, sin cesar, con estas noticias de los caídos. Y a partir de entonces, conforme cada día iba aportando su acontecimiento aislado, aumentando continuamente el número de muertos y heridos en el círculo de las amistades y de los conocidos, Miett, a veces encontraba sosiego al pensar que Pedro ya no se hallaba en la línea de fuego. Le explicaron que ser prisionero de guerra era un privilegio, y que, siendo oficial, no sería ni más ni menos que un convidado elegante en la grande y poderosa Rusia.

Hacía ya diez meses que Pedro había caído prisionero de guerra, y aún no llegaba ninguna noticia directa. Sólo el parte lacónico publicado por la Comandancia de la división… Ello inquietaba terriblemente a Miett. Hubo días en los que en vano le explicaban que las comunicaciones postales se efectuaban ahora por vías completamente anormales, no como en tiempos de paz, y que tardaría incluso tres o cuatro semanas en recibir noticias. Todas las mañanas, esperaba con indecible excitación al cartero. Su impaciencia la impelía a bajar a la calle, esperándole ante la puerta, teniendo que subir cada vez a su cuarto con la penosa sensación de una esperanza frustrada.

Desde que Pedro se hubo marchado, excepto las parcas tarjetas que mandó de diversas paradas del tren, inscribiendo en ellas unas palabras que ardían de dolor y deseo, desde el campo de batalla sólo había llegado una única tarjeta postal, que decía así:

«Dulce ángel mío: Estoy de buen humor y, gracias a Dios, gozo de una salud magnífica. Todo lo que pasa es de un interés extraordinario. Ya te lo explicaré cuando vuelva. Estoy pensando continuamente en ti, mi dulce vida. ¡Miett! Muchos abrazos a tu padre. Mañana te escribiré de nuevo, y hasta entonces recibe un millón de besos de quien te quiere mucho, muchísimo, Pedro».

Miett llevaba siempre consigo esta tarjeta, se la sabía de memoria y conocía detalladamente la forma de cada letra. Acaso Pedro cayera prisionero aquel mismo día, pues la tarjeta anunciada no llegó nunca.

Durante las primeras semanas, Miett sentía un dolor insoportable y agudo en todas las fibras de sus nervios. La comunión física y espiritual con Pedro había llegado a ser hábito tan natural en ella que ahora, cuando inesperadamente se había roto, y, según se podía prever, para mucho tiempo, la ausencia de su marido le parecía imposible de soportar.

Ocurrió a menudo que, por la mañana, al abrir los ojos, echaba mano a su almohada y se ponía en camino hacia el cuarto de Pedro, medio dormida aún. Sólo se estremecía cuando, al querer colocarse en la cama del marido, la encontraba yerta y vacía. Entonces huía corriendo hacia la cama propia, arrastrando consigo un estado indefinible de susto, semejante al del niño que por casualidad hubiera tocado un cadáver. Esta angustia fue desapareciendo poco a poco de su decaimiento y de tristeza.

La costumbre le reservaba muy malas jugadas. Los mediodías, al volver a casa, entrando en el cuarto de Pedro, le parecía ver al marido echado en el sofá y apoyado en los codos, leyendo con avidez el periódico y masticando un cuscurro de pan.

Desde luego, las visiones sólo duraban un instante, para desvanecerse bruscamente, y el sofá pareció más vacío, mas desierto y hostil. También por obra de la costumbre, se habían impregnado de la figura de Pedro, con tal o cual gesto o actitud, las habitaciones y determinados muebles. Durante el almuerzo, a Miett le parecía ver la mano de Pedro extendida sobre el mantel, jugando con un palillo. La mano silenciosa se dirigía hacia la cesta del pan, cogiendo un pedazo. Y a veces, dedicada a hacer calceta, Miett tenía la sensación de que Pedro estuviera de pie o sentado detrás de ella, con aquel ademán que le era tan familiar. Esta ilusión pudo llegar a ser tan intensa a veces, que, involuntariamente, volvía la cabeza en aquel sitio, pareciéndole inconcebible que se hallara sola en la habitación.

A veces, al percibir la voz de personas extrañas, creía distinguir con toda claridad la de Pedro. En tales casos, se levantaba excitadísima del asiento, acechando los ruidos que llegaban del recibimiento, oyendo sólo la voz del portero o del electricista. Al pasar por la calle, a veces apresuraba el paso, pues en un señor desconocido creía ver a Pedro. Bastaba que aquél tuviera un sombrero del mismo color, o una estatura lejanamente parecida a la del marido, para que el corazón de Miett latiera más rápidamente. Le veía siempre y en cualquier momento. En medio de estas decepcionantes ilusiones, pensaba, desanimada, en que aún faltaban meses hasta Navidad, fecha para la cual esperaba a Pedro con toda certeza, y en esas ocasiones se daba cuenta, con el alma dolorida, que llevaba embebidos en la piel y en los huesos, y hasta en los sentidos más recónditos y ocultos, incluso los más nimios detalles de la manera de ser física y anímica del amado ausente.

Una tarde fue a ver a su suegra. Hizo la visita más por deber que por cortesía, pues no le gustaba frecuentar a gentes que estuvieran todavía más tristes que ella misma.

La madre de Pedro, que hasta entonces hubo de ocultar su tristeza habitual, encontró ahora de repente incluso un motivo exterior para estar triste y abatida, y se pasaba lloriqueando el día. Valiéndose de argumentos oscuros e inexplicables, que escondía en el fondo del alma, acusaba de toda la guerra mundial, única y exclusivamente el casamiento de Pedro y, por una causa desconocida, a la misma Miett. Su intelecto y su imaginación resultaron demasiado superficiales para poder superar determinados impulsos maternos, sumamente tercos.

Szücs, que por ahora prestaba servicios de retaguardia, pudo quedarse en Budapest, y mostrose extraordinariamente atento y solícito con la buena mujer, intentando consolarla, ya con atentos regalitos ya con bromas algo toscas y a veces pesadas.

Miett, al entrar en la casa, encontró a dos señoras desconocidas que le reservaron una recepción bastante fría. La más joven, que debía ser sin duda alguna hija de la otra, un tanto ajamonada y con modales cursis, no dejó de escrutarla durante toda la visita con una mirada llena de sorda hostilidad; la suegra estuvo halagándolas durante todo el tiempo con palabras amables y hasta cariñosas. La muchacha, que tenía el cutis un poco grasiento, había rebasado ya visiblemente la edad de muchacha núbil, y todo su ser destilaba, por decirlo así, un rencor amargo; era. Aranka Vaynik. Miett ignoraba, naturalmente, por completo, que esa mujer la odiara desde lo más hondo de su corazón.

Pasó media hora escasa con la suegra; luego, buscando algún pretexto poco oportuno, levantose para despedirse. Ya era hora de que se marchase, pues la conversación de la señora de Vaynik y su hija quedaba estancada a cada instante. Miett tenía siempre la conversación fácil y elegante, su imaginación encontraba infaliblemente, con un sexto sentido muy refinado, los temas que podían suscitar el interés de personas que le eran intelectualmente inferiores. Sin embargo, esta vez se sentía demasiado decaída y abatida para regalar con una conversación agradable a las dos mujeres desconocidas, bajo cuyas sonrisas forzadas le era imposible no sentir la antipatía que irradiaban hacia ella. Con su fina sensibilidad, presintió, más que adivinó, que incluso aquella muchacha había sido algún día su rival. No hizo ningún caso de ello, no intentó siquiera hilvanar las conexiones ocultas. Levantose, disponiéndose a marchar.

—Le beso la mano, querida madre… Papá le manda decir que uno de estos días vendrá a verla. Pero si por casualidad no viene, no espere usted más tiempo; venga a vernos usted…

Dio la mano a la Vaynik y a su hija con una mirada tranquila y fría. Desde el umbral, aun volvió la cabeza para decir a la madre de Pedro:

—Dicen que ahora el correo funciona malísimamente. Es posible que usted reciba carta de su hijo antes que yo. En este caso, si es tan amable de llevármela en seguida. ¡Estoy tan inquieta!

Eran ya poco más o menos las seis de la tarde, cuando se encontraba de nuevo en la calle Era un tibio atardecer de setiembre, sazonado en algún jardín cercano por el perfume del segundo florecer de las acacias. Miett no tomó el camino habitual para volver a casa, sino que subió primero por la sinuosa calle del Teniente para dar vuelta al monte. Subía a pasos calmosos la cuesta, deteniéndose de cuando en cuando y contemplando a los niños que jugaban en la calle. En una plazoleta, celebrábase un encuentro de fútbol entre dos equipos improvisados e incompletos. Muchachos de diez a doce años, armaban tan tremendo alboroto en torno de una mal llamada pelota hecha con harapos, que aquello apenas merecía el nombre de fútbol.

Miett abrió la sombrilla, porque el sol que declinaba picaba fuertemente su cuello, como si quisiera escupir las últimas energías. A la izquierda, el camino estaba bordeado de elegantes torres. Miett se cruzaba con varios paseantes. Pasó a su lado un automóvil, haciendo sonar cautelosamente la bocina al subir aquella calle sinuosa y accidentada, dejando, al desaparecer, una dorada polvareda.

Miett se detuvo, mirando en dirección a la torre de los Varga en la vertiente del Monte de San Gerardo. De repente, recordó la tarde del mes de marzo, cuando visitó aquella casa con Pedro. Cerró los ojos y sintió con toda claridad la atmósfera cargada de burdos perfumes de toda clase en aquella tarde de principios de primavera, y aquel sol ligero y joven, tan diferente del de este ocaso lánguido y maduro de setiembre. Sintiose invadida por una tristeza tan grande que casi se echó a llorar. Se encontraba indeciblemente sola y abandonada y le vino la idea de que se hallaba completamente perdida en el mundo. La visita de la tarde la convenció aún más de que la suegra, mujer de alma demasiado sencilla y cándida, nunca podría representar para ella un refugio ni un consuelo. En los últimos tiempos, se había alejado asimismo cada día más de Elvira Varga. Fue dándose cuenta, poco a poco, del carácter tremendamente superficial de aquella mujer, vanidosa incorregible, que intentaba esconder siempre su vacío interior detrás de la fachada de la gazmoñería y de la bondad. Entre los demás conocidos, no había nadie a quien sintiera ganas de visitar, para establecer o ahondar relaciones. Sentía ahora inmensa lástima de sí misma en la terrible soledad, y se complacía en justificar aquella gran tristeza por la que se sentía invadida cada vez más frecuentemente en estos últimos tiempos, aquella sensación de abandono total. Se ocultaba incluso a sí misma que aquella tristeza surgía en realidad de otra fuente escondida, de la que, por ahora, no quería hacerse cargo. La causa era su padre. Durante las últimas semanas, parecía que éste hubiera envejecido de golpe. En las sienes, la piel se hacía más transparente, la mirada cargada de un incomprensible cansancio, la barba perdió el brillo habitual y puesto que no se la dejaba arreglar desde hacía tiempo, había crecido desmesuradamente. Aquellas largas barbas desfiguraban por completo su fisonomía. Llegó a ser un anciano completamente desconocido. Miett intentaba encontrar la explicación, pensando que su padre estaba influido por la marcha del mundo y de la guerra, pero bien pronto esta explicación le pareció a sí misma demasiado banal. Al insistir su mirada en el rostro de su padre, empezó a echar raíces en ella el diminuto brote de una espantosa idea: la que detrás de aquel semblante, en alguna parte del cerebro, del corazón y de las vísceras, iba anidando sorda y cautelosamente la muerte. No obstante, siempre que llegaba hasta aquí en sus reflexiones, tenía la suficiente energía para huir ante la representación de la posible certidumbre, arrojando lejos de ella tan lúgubre pensamiento. Llegó a consolarse todas las noches, convenciéndose a sí misma con cualquier pretexto: pero la sombra de la idea persistía pálidamente bajo el umbral de la conciencia, escondida en el fondo del alma.

El sol declinaba tras las colinas y, bruscamente, la luz del día quedó como apagada. También el aire se hacía más frío, sensiblemente. Miett encontró un banco solitario en que sentarse, colocando a su lado la sombrilla. Miró fijamente ante sí, sin percibir los contornos de los árboles y casas que parecían fundirse con el dulce color pardo de aquel anochecer tranquilo y sereno. Miett pensó en Pedro. Intentó imaginarse dónde podía encontrarse su marido en aquellos instantes, el tren en que iba viajando y el paisaje de Rusia, las minúsculas estaciones de ferrocarril por donde pasara el tren de prisioneros. ¿En qué podía pensar Pedro en aquellos instantes…? Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, todo quedaba impreciso e indescifrable. Desde el día en que supo que Pedro estaba prisionero y había sido llevado al interior de Rusia, buscó en la biblioteca todas las novelas rusas que poseía, y compró otros libros más, relatos de viajes, obras de geografía y etnografía, dedicadas a Rusia. Su curiosidad atacó con impaciente interés aquel vasto mundo ruso y a veces dejaba caer de las manos, descorazonada, algún libro que ya había leído y que volvía a hojear, porque sentía confusamente que ni Tolstoi, ni Chéjov, ni Gonchárov le podían servir de guía para orientarse en aquella niebla singular, inquietante e ilimitada, que se había tragado a Pedro, como hace el mar con un barco que se va alejando… De tarde en tarde, alguna que otra frase atraía su atención, enseñándole de paso, en un fugitivo segundo, aquellas llanuras infinitas, cubiertas de nieve, de las tierras de Siberia. Pero muy pronto tropezó otra vez con nombres y palabras que debían desconcertarla más. Así, por ejemplo, al leer en una geografía nombres como Tunguses, Yakutos, Yubaguires, Chukachoks y Koriecos, todas esas tribus misteriosas, o los nombres de los valles del Ural y del Yenissei, o las riberas del lago Baikal, todo volvía a desaparecer en aquella bruma y en aquellas lejanías como con las tierras de los cuentos de hadas que le explicara antaño su vieja aya, en casa de su abuela durante las largas noches de otoño e invierno, cuentos que ella escuchaba con su corazón de niña oprimido por la angustia, mientras que la sombra de la narración, hasta la lámpara de petróleo parecía brillar con fulgor disminuido y la amplia cocina se llenaba de un singular olor a humo, mezclándose con el que exhalaba el robusto perro de san Bernardo que secaba su piel cerca de la gran chimenea, olores que su imaginación volvía a evocar ahora fácilmente en torno suyo.

En aquel momento, un hombre vestido de gris se acercó al banco, y, echando una mirada sobre la sombrilla, se llevó la mano al sombrero:

—¿Me permite usted…? —preguntó.

Miett retiró la sombrilla sin decir palabra y levantó el rostro por un instante hacia el desconocido que se sentó al otro extremo del banco. Tenía la impresión de haber visto ya dos veces aquella cara, al subir la pendiente. Aquel hombre la había mirado, volviendo la cabeza, después de haber pasado ante ella a pasos rápidos, buscando su mirada. Miett, primero, no había parado mientes en aquel hombre, pero ahora, al verlo surgir otra vez a su lado, se puso a buscar una relación entre los encuentros precedentes y su reaparición. Volvió la cabeza, mirando en dirección opuesta. Mas la presencia del desconocido había ahuyentado ya sus pensamientos, y Miett esperaba con impaciencia el instante en que pudiera levantarse y marchar.

No obstante, no quiso hacerlo inmediatamente, pensando que con ello podría parecer mal educada, y que, además, podría hacer pensar al desconocido que huía ante él. Quiso demostrar que estaba muy por encima de todo ello. Tales reflexiones atravesaron su pecho en pocos instantes y continuó sentada en el banco.

Al cabo de unos instantes, el desconocido se puso a hablar. Su voz dejaba traslucir al mismo tiempo cierta inseguridad y cortedad:

—Dispénseme usted, señora… Me sería penoso que usted me encontrase mal educado… No la he saludado antes, aunque me parece, por no decir que tengo la seguridad, de que ya nos hemos encontrado otra vez…

Miett volvió tranquilamente la mirada hacia él. Contempló durante unos instantes con una calma despiadada el rostro del desconocido, gozando plenamente con el penoso embarazo que se reflejaba en él. Las aletas de la nariz le palpitaban nerviosamente en espera de una contestación, y sus mejillas mostraban sendas manchas coloradas. Era un hombre de unos cuarenta años, con semblante insignificante e inexpresivo y grueso bigote cortado a la inglesa, que Miett encontró repugnante. Por su aspecto y su manera de vestir, podía ser algún comerciante de Buda, o algún modesto funcionario. Miett contestole en tono sencillo y tranquilo, después de haberle inspeccionado de los pies a la cabeza con una mirada penetrante que sentó visiblemente mal al interlocutor.

—No, señor… Usted debe equivocarse… No nos habíamos encontrado nunca…

La expresión y la voz denotaban no sólo superioridad y una tranquila certeza, sino también un poco de triste y conmovida bondad, como si pidiera perdón a aquel desconocido que a causa de ella se había colocado en una situación enojosa. El tono acabó por desarmar completamente al buscador de aventuras. Se levantó, pues, sonrió confuso y la saludó con el sombrero, diciendo:

—Dispense, pues, señora… Entonces… me habré equivocado.

Y alejose rápidamente.

Miett había notado ya en otras ocasiones que durante sus paseos solitarios, cuando prefería quedarse a solas con sus reflexiones, casi siempre era seguida por hombres que permanecían obstinadamente a su lado, fijando su mirada en su nuca, en sus pies, en los cabellos o en los ojos, y solía tener la impresión de que aquellas miradas la desnudaban. Los desconocidos le dirigían a menudo la palabra, bajo los pretextos más diversos, y a veces se veía obligada a contestarles en tono áspero para lograr que se alejaran. Después de cada paseo, volvía a casa con el recuerdo de una tentación que, desde luego, no dejaba el menor rastro en ella. Sin embargo, aquellas pequeñas aventuras le recordaban continuamente que las energías ensordecidas de la vida y del amor la rodeaban, y que su cuerpo, que Miett sabía hermoso, suscitaba el deseo de los hombres a su paso, cuando caminaba en medio de ellos, como el barco que deja un surco sobre las olas temblorosas.

Había noches en las que, echada en la cama, apoyando la nuca en las manos enlazadas, no lograba conciliar el sueño. Entonces le parecía insoportable la idea de que Pedro no estuviera a su lado.

Contaba siempre, con febril impaciencia, los días que faltaban para Navidad, creyendo firmemente, como por superstición, que para aquella fecha Pedro podría volver, representándose hasta con los menores detalles las noches que pasarían.

Con una queja perceptible, deslizaba bajo las sábanas los miembros espléndidos y el deseo de amor hacía estremecer su cuerpo como una fuerza ajena a sí misma.