Capítulo 5

El viento bebe viento en su revuelo,

mueve las hojas y su lluvia verde

moja tus hombros, tus espaldas muerde

y te desnuda y quema y vuelve hielo.

OCTAVIO PAZ

Unas horas antes

El nuevo vecino de Silvia corre tanto que parece que le vaya la vida en ello. Silvia ya no puede más. Ella no es deportista como Bea, que es capaz de estar una hora nadando o apuntarse a la media maratón todos los años. No, Silvia es de esas que se apuntan al gimnasio pero que luego no van nunca. Lo máximo que hace es coger la bici de vez en cuando y, si puede, siempre de bajada.

Silvia sigue a Marcos, que corre como una bala. ¿Qué le pasa a ese chico? Cuando él gira por otra calle, Silvia abandona la persecución. «Basta. Ya… no… puedo… más», se dice mientras se aprieta el costado con la mano.

Marcos mira hacia atrás y, cuando ve que la muchacha ha dejado de seguirlo, se detiene. Se arrodilla y respira hondo. El tampoco es un deportista nato. Es más de yoga y tai chi. Es un chico tranquilo que no sabe cómo encajar en este mundo, donde todo va tan rápido y las cosas cambian constantemente.

El lunes es su primer día en el nuevo instituto, y no se siente para nada preparado. Una clase desconocida…, entrar a medio curso… ¡Buff! Se le hace demasiado cuesta arriba. Y su madre, que parece que no entiende nada. La mujer ha sufrido mucho con la muerte de su marido, y ahora, sin comerlo ni beberlo, Marcos se ha convertido en el hombre de la casa, y eso no le gusta nada. No le gusta el barrio, ni ser el novato en el aula, ni vivir en un piso tan pequeño en medio de una ciudad. Se ahoga. Antes vivía en el campo. En una casa grande. «Éramos una familia feliz —piensa—: pero, de repente, todo se vino abajo».

Horas más tarde, en casa de Ana

Los Castro están histéricos. Su hija Ana es muy puntual, y no se retrasa nunca. Son más de las tres de la madrugada, y no contesta al móvil. Su padre, vestido con un pijama de flores y una bata manta, no puede parar de andar por el pasillo y meter el ojo por la mirilla de la puerta cada dos segundos. La madre, sentada en el sofá, con las gafas puestas y envuelta en una manta de cuadros, se levanta y dice con tono dramático:

—Seguro que le ha pasado algo, Antonio; esta niña no suele hacer estas cosas, y menos lo de no contestar al móvil. Son las tres y cuarto. —Confirma la hora en el reloj de la entrada—. ¡Las tres y cuarto!

—Más le vale que le haya pasado algo grave, Rita, porque, si no, le va a caer una buena, ¡una buena! Somos demasiado tolerantes, demasiado —afirma el hombre mientras enciende un cigarrillo.

En casa de los Castro está prohibido fumar, y si algún día su hija fumara, seguro que no le haría ninguna gracia a su padre. Pero el señor Castro es de esos hombres que siempre hacen lo que les da la gana y, como está enfadado, y además le apetece, pues fuma.

—Cálmate, Antonio, por favor —le pide su mujer, mientras le lleva un cenicero.

—¡Cómo quieres que me calme, Rita! ¡Sólo tiene dieciséis años! Si a las cuatro no ha vuelto, llamo a la policía.

Justo en ese momento oyen un ruido de llaves intentando abrir la puerta.

—Por fin —suspira la madre.

—Ya la tenemos aquí —constata aliviado el padre, y corre hacia la puerta.

Antes de que Estela pueda abrir la puerta del todo, el señor Castro lo hace por ella.

—Muy bien, ¿tú crees que éstas son horas de llegar?

—Lo siento, papá —responde Ana, con la voz medio dormida.

—¿Se puede saber dónde estabas? Tu madre andaba preocupadísima; lleva dos horas llamándote al móvil.

—Me he quedado sin batería —se excusa Ana.

—Ahora vete a tu cuarto, pero el castigo va a ser espectacular. Dos semanas sin salir.

—Como mínimo —apunta la madre.

Ana se pone a llorar. No soporta tanta presión, y le duele mucho que su madre ni siquiera le dirija la palabra. De su padre no le sorprende: es un hombre autoritario, severo y muy firme. En cambio, su madre siempre sale en su defensa. Pero esta vez, no. Eso descoloca a Ana y la desmonta.

Estela abraza a su amiga y, seria, se enfrenta al padre de Ana:

—Perdone, señor Castro, pero todavía no le hemos dicho por qué hemos llegado tan tarde. ¿Le importa?

—Tiene razón, Antonio, deja que las niñas se expliquen —tercia la madre.

—Nos han atracado —suelta Estela con rotundidad.

—¿Qué? —exclama el padre de Ana—. ¿Quién?

—¡Dios mío! —exclama a su vez la señora Castro, acercándose a su hija y tocándole la cara—. ¿Estás bien, hija?

—Un chico, cerca del parque —explica Estela, a punto de llorar—. Nos ha robado el monedero, nos ha amenazado con una navaja y nos hemos asustado mucho. Hemos ido al Club porque nos han dicho que el chico estaba allí. ¡Teníamos que recuperar nuestras cosas!

Ana no se puede creer la película que se está montando Estela. ¡Qué buena actriz! ¡Pero si parece que le van a saltar las lágrimas!

—¿Al club? Pero ¿qué club? Ana, sabes que no tienes permiso para ir a discotecas —le dice el señor Antonio a su hija, rojo como un tomate.

—Ni permiso ni edad. Dime de qué club se trata, que los denuncio —le secunda su esposa.

—Por favor, ¡que nos han atracado! Un poco de sensibilidad, ¿no? ¡¿No ven que su hija está muy afectada?! —grita Estela, que abraza a Ana y llora para llamar la atención de los padres de ésta.

Su amiga no se lo puede creer: ella sería incapaz de hablar así a sus padres. Pero le gusta que alguien lo haga.

La señora Castro se levanta de nuevo del sofá y se enfrenta a Estela.

—Bueno, tampoco hace falta que nos hables en ese tono…

—Señora, perdone, pero es que todo fue culpa mía, y no quiero que Ana cargue con las culpas. Yo le he sugerido que entráramos en el Club, pero ella no quería. Me ha dicho que no tenía permiso, y yo la he obligado. Es culpa mía. De verdad, no la castiguen, por favor —suplica Estela, esta vez con un tono más suave.

—Ahora lo entiendo. Mi Ana es muy buena niña, no hace nunca esas cosas. Deberé pedirte que te vayas, por favor; no creo que seas una buena influencia para ella y, además, tus padres deben de estar preocupados —responde la señora Castro, mientras su marido abre la puerta de la casa e invita a la más atrevida de las Princess a marcharse.

—Adiós, Ana. Hablamos mañana. —Estela sale por la puerta y, sin que los Castro la vean, le guiña el ojo a su amiga.

Baja la escalera pensando: «A mis padres les importa un rábano a qué hora llegue. Eso es una suerte. No podría soportar tener a estos dos de padres. Pobre Ana, lo que tiene que aguantar». Cuando está en la calle se da cuenta de que es muy tarde y ya no hay metro. No le llega para un taxi, y no tiene más remedio que andar. «Bueno —se convence a sí misma—, el aire fresco me sentará bien».

Unas horas antes, en casa de Silvia

Silvia ya está en su cuarto y, al ver la hora que es, no puede evitar hacer la maldita llamada. Sabe que tiene que hacerlo, pero le da cosa que su amiga note que Sergio le gusta un pelín. Se arma de valor, coge el móvil y marca: «Bea».

Antes de que suene el segundo tono, su amiga ya ha contestado:

—Silvia, por fin, ¡pensaba que no llamarías nunca!

—Perdona, es que me he liado un poco al llegar a casa.

—Bueno, ya he visto que mi futuro novio te ha llevado en moto… ¿Y qué más?

—¿Qué más de qué?

—Pues… ¿qué te ha dicho de mí?

—Bueno, que sentía que estuvieras enferma, que tenía ganas de verte y que ya quedaréis otro día.

—¿No se ha dado cuenta de que era mentira? —pregunta Bea, ansiosa.

—Para nada. Ha colado perfectamente —dice Silvia, orgullosa de su actuación ante Sergio.

—¿Seguro? Que mientes muy mal… —apunta su amiga.

—Sí, pero esta vez ha ido bien. Te lo prometo.

—Es que… como te ha llevado en moto, pensaba que luego vendrías a verme… He estado un rato en el quiosco, esperándote…

—Lo sé, Bea, pero me ha dicho que me llevaba a casa y he pensado que si le decía que no, se iba a notar mucho… ¡No quería que me pillase!

—Sí, igual tienes razón.

—Sigo pensando que lo que has hecho ha sido una tontería. Ahora estarías con él…

—Vaaaale —suspira Bea—. ¿Sabes qué? Me conectaré al chat e intentaré quedar con él otro día. Como no nos hemos pasado los teléfonos aún, ¡es la única manera que tenemos de comunicarnos!

—Me parece muy bien —resuelve Silvia, y se despide de su amiga—: Un beso. ¡Hablamos!

Silvia le cuelga el teléfono con algo de remordimientos. No ha mentido, pero ha obviado decirle que Sergio y ella sí han intercambiado los teléfonos. No sabe demasiado bien qué significa eso, pero está claro que algo…, ¿o no?

En ese mismo momento, en casa de Bea

Bea cuelga el teléfono más contenta, pero con un gusanillo en el estómago que le sigue diciendo que algo no anda bien. «Me conecto y acabamos con esta tontería de una vez». Y, efectivamente, dos segundos después ya tiene a su Sergio chateando como de costumbre. Que si «tengo tantas ganas de verte», que «cómo te encuentras»… Todo va bien, se dice Bea. Y, sin saber cómo, ya vuelve a tener cita para la semana siguiente.

En ese mismo instante, en casa de Sergio

El chico está sentado delante del ordenador. Respira hondo, escribe Hasta pronto y se desconecta. A continuación, apaga el ordenador y enchufa la Play Station a la tele. Comparte piso con su primo Manu, pero parece que viva dentro de su cuarto. Allí tiene todo lo que necesita: tele, ordenador, cervezas y una cama enorme. Es su santuario. «Una partida me relajará un poco. Estoy tenso».

Cuando ya ha matado a más de doscientos zombis, deja la partida a medias y se larga. Coge su chupa de cuero, su mochila y las llaves de la moto. A Sergio le gusta ir en moto de noche: se siente libre. Ese sentimiento de libertad también lo encuentra en su pasión. El grafiti. Sergio los dibuja en la calle. No lo hace de forma ilegal. Empezó como todos, pintando trenes y paredes sin ánimo de lucro, ¡sólo para sentirse artista! Luego empezó a dar clases de pintura y a pintar locales de forma profesional. Cobrando. Poquito, pero cobrando. Pero de vez en cuando pilla la mochila con los espráis y va lejos, muy lejos, y pinta cualquier cosa. Se siente bien. Hoy le ha tocado al puente. Está algo alejado de la ciudad, y ponerse a pintar allí es un poco peligroso. Hay guerras entre los grafiteros y, aunque él no se ha descubierto nunca, todos lo conocen. Su firma es muy buena, y sus letras son de las mejores. Le gusta mantenerse en el anonimato para luego usar su arte y ganar cuatro perras y poder sobrevivir como uno más. Esto, combinado con la escuela de arte, hace que Sergio sea un tipo feliz. No necesita demasiado para serlo. Sólo que le dejen ser él mismo. Como cuando dibuja.

Allí, debajo del puente, pinta una grafiti enorme, con muchísimos colores. Se siente muy inspirado. Eso sólo le pasa cuando está enamorado. Y en ese momento, ahí, con el espray en la mano, Sergio se pregunta a sí mismo: «Estoy enamorado, pero ¿de quién?». Al principio, Sergio ha dibujado una «S» gigante a la que, poco después, ha añadido un interrogante. Y ahora, escribe una «B» más pequeña, dentro de un corazón.

Queda claro: Sergio está hecho un lío.