Capítulo 10

Sentí tu mano en la mía,

tu mano de compañera,

tu voz de niña en mi oído.

ANTONIO MACHADO

En algún lugar del centro de la ciudad

Ana y Silvia salen del parque y hablan del plan que ha urdido Estela mientras la esperan. Ana está algo insegura, y Silvia no las tiene todas consigo. A veces Estela es muy atrevida y algo manipuladora. También comentan el comportamiento de su amiga con Marcos.

—Es como si quisiera a todos los chicos para ella —explica Silvia—. Y a los que no quiere, pues para nosotras.

—Tienes toda la razón —dice Ana, mirando al suelo—. Pero debes reconocer que ha tenido una buena idea. A veces se deben hacer locuras como ésta para que pasen las cosas. Conociendo a Bea, cuando se dé cuenta de lo que hemos hecho por ella, nos lo va a agradecer.

—Esperemos que sí —contesta Silvia con sinceridad. De pronto, ve como se acerca Estela, corriendo, con una gran sonrisa—. ¡Mírala! ¡Hablando del rey de Roma!

—¡Chicas, esperadme! —resopla Estela, cansada—. Oye, tu vecino Marcos es guapísimo, ¿eh?

—Sí, es mono —responde Silvia, algo seca—. ¿Cómo te ha ido?

—Bien, más o menos… Creo que le he gustado.

—¿En sólo cinco minutos? —pregunta Ana, entre curiosa y divertida.

—Una provoca ese efecto en los hombres —contesta su amiga bromeando y guiñándole el ojo.

—Tía, eres lo más. Yo de mayor quiero ser como tú —dice Ana, alabándola.

—Pues yo no me cambiaría por nadie —comenta Silvia.

—Bueno, es una manera de hablar… —aclara Ana—. Me fascina la capacidad que tiene Estela para relacionarse con los chicos.

—Y también soy muy buena haciendo de Celestina. ¡Mi arco es mi labia, y mi flecha, mi encanto! —exclama la muchacha, gesticulando como si fuese una gran actriz.

—¿El del arco y la flecha no era Cupido? —se ríe Ana.

—Eso a Estela le da igual, ¿verdad? —dice Silvia.

—¡Pues claro! Lo importante es que tenemos una misión que cumplir y… ¡no podemos errar el tiro! Así que lo que yo haría es lo siguiente: Ana y yo nos pasamos a por Bea y la llevamos al Piccolino. Silvia, tú espéranos en el bar. Como llegaremos antes, podréis hacer las paces. Luego, cuando se presente Sergio, desaparecemos del mapa, y ya. ¿Qué os parece?

—Bien, pero antes quiero dejar el iPad en casa.

—Yo también quiero pasar por casa primero, para cambiarme —añade Silvia, quien, sin poder evitarlo, piensa en Sergio y en la necesidad de ponerse guapa.

—Vale, pero no tenemos mucho tiempo —responde Estela. Luego se dirige a Ana—: Te veo dentro de una hora en el portal de Bea.

Las chicas se disponen a irse cuando, de repente, Estela las detiene:

—¡Un momento! ¡Se me ha ocurrido una idea genial! ¿Por qué no vamos ahora mismo las tres a casa de Bea?

—¿Para qué? —replica Silvia. De repente, le parece que la ropa que lleva le queda horrible, y por nada del mundo querría que Sergio la viera así. ¡Necesita arreglarse! Pero claro, eso no es algo que pueda contarles a las demás.

—Podríamos ir a buscar a Bea y salir a dar un paseo que acabe, como por casualidad, en el Piccolino. Ya sabéis, para que la cosa sea natural y no se note mucho.

La chica intenta convencer a sus amigas. Ana duda, aunque reconoce que Estela siempre tiene buenas ideas, y que no falla nunca cuando improvisa. Sí, siempre le da un toque especial a la situación que hace que sea mágica. Podría ser divertido. Y lo de devolverle el iPad a su padre… Ya encontrará la manera de hacerlo a la vuelta. Se conoce los hábitos de su padre como la palma de su mano: cuando llega a casa los viernes, se pone el chándal y se tira en el sofá a ver la televisión mientras cena. Ana acepta el reto.

Silvia, en cambio, se muestra poco receptiva. Lleva el chándal rosa, y no es el atuendo más adecuado para presentarse en el Piccolino. ¿Cómo se va a presentar en chándal? Al final, después de unos minutos de discusión, Silvia las convence de que, en su caso, lo mejor será seguir adelante con el plan inicial: que ella vaya directamente al Piccolino. Después de cómo se enfadó Bea con ella, no pueden permitirse el lujo de que ésta vea que Silvia también ha ido a buscarla y no quiera salir con ellas.

Antes de irse, las tres amigas se cogen de las manos para desearse suerte, a la manera de los equipos de baloncesto cuando está a punto de comenzar el partido decisivo.

En ese mismo instante, en otro lugar de la ciudad

Con un albornoz azul, bien afeitado y perfumado, Sergio pasa por el comedor. Manu, su primo, está jugando nervioso a la Play Station. Se conocen tanto que, a veces, les bastan pocas palabras para entenderse. De hecho, su convivencia es bien fácil. Manu se encarga de tirar la basura, y Sergio hace todo lo demás: la compra, barrer, fregar los platos, limpiar la cocina y el baño…

—Huele a nubes… ¿No hueles a nubes? —pregunta Manu, con la vista fija en la pantalla.

—Tengo una cita con la chica del Facebook.

Manu estalla en risas.

—Ya decía yo… Tanto desodorante… ¡Si es fea, no te quejes! ¡Todo el mundo sabe que no se es tan feo como en la foto del DNI, ni tan guapo como en la foto del Facebook!

A Sergio se le dibuja una pequeña sonrisa en la cara.

—¿Quieres venir? Hemos quedado en el Piccolino.

—¿El Piccolino? ¿Me lo dices en serio? Pero ¡si íbamos allí cuando teníamos quince años!

Manu detiene el juego y mira a su primo esperando una respuesta.

—Lo sé. Pero me han citado allí —contesta Sergio, algo avergonzado.

—Entonces me interesa. Voy contigo. Nos reiremos un rato —se burla Manu—. Yo ya estoy preparado. Por mí, como si vamos ahora mismo.

—Vale, aunque he quedado dentro de una hora.

—Mejor. Así nos tomamos unas cañas y vemos cómo está el patio. Y, cuando ella llegue, si no te gusta, pues así tienes una excusa para marcharte. Moi!

Manu se señala de manera exagerada y alza las cejas un par de veces, de un modo muy gracioso. Sergio sonríe. Aunque aparente ser un tipo duro, en realidad su primo es lo más parecido a un animal doméstico. Siempre que tenga la Play Station, claro.

En otro lugar de la ciudad

Silvia camina, absorta en sus pensamientos. Todo lo que está pasando la hace sentir muy extraña. A veces se siente como un saco de boxeo al que todo el mundo golpea, un saco al que zarandean, y que se mueve sin saber exactamente en qué dirección. Aunque ella se cree muy resistente a cualquier tipo de golpe, hoy se siente cansada con tantas emociones.

Al cruzar la calle, ve a Marcos y Atreyu delante del portal de su casa. El chico está de espaldas. Silvia sonríe. «Encontrarme con este chico empieza a ser algo habitual. Me gusta», piensa. Se acerca a él, dispuesta a charlar un rato.

Marcos lleva una guitarra. ¿Habrá vuelto de tocar en algún sitio? ¿A lo mejor de ensayar con un grupo?

Silvia le da un par de toquecitos en el hombro. El muchacho se vuelve y la recibe con una gran sonrisa.

—Hola, vecina.

—Hola. ¿Qué tal el paseo? —pregunta Silvia, que se agacha para acariciar a Atreyu y, aprovechando que fija la atención en el perro y tiene que mirar a Marcos a los ojos, pregunta distraídamente—: ¿Y Estela, qué te ha parecido? Es una de mis mejores amigas…

—¿Quieres que te diga la verdad? Me intimida —responde el chico, tajante.

Silvia levanta la cabeza hacia él para mirarlo. Parece que no hay más que hablar, así que decide cambiar de conversación.

—¿Vas o vienes de tocar en algún sitio?

—Ni voy ni vengo —sonríe Marcos—. He vuelto a buscar la guitarra. Me apetecía volver al parque y tocar un poco mientras Atreyu corre.

«Me encantaría que tocase algo», piensa Silvia. Y, de pronto, las palabras aparecen en sus labios:

—Tócame algo.

—¿Ahora?

—Sí.

—¿Aquí?

—Sí —sonríe Silvia, animándolo.

—No —responde el muchacho.

A Silvia se le borra la sonrisa de la cara. Marcos es un chico extraño, a veces es de lo más simpático, y otras se muestra de lo más huraño, muy poco receptivo. El chico la mira.

—No es por ti, no te ofendas. Es como si supieses que soy un payaso y ahora me dijeras: «¡Hazme reír!». Uno no siempre está de humor.

Silvia no sabe muy bien cómo encajar ese comentario. Por lo visto, hoy no está siendo un buen día para relacionarse con la gente, y aún le queda lo peor.

—No pasa nada —contesta la chica, confusa—. Nos vemos. Adiós, Atreyu.

Silvia saca las llaves y, antes de abrir y entrar en el portal, dice:

—Oye, si quieres, un día te puedes venir con nosotras. Estela es una chica con mucha energía, muy intensa, pero también es genial y superdivertida, así que no te dejes intimidar.

Y, dicho eso, se mete dentro del portal sin esperar respuesta de Marcos.

«Me voy a poner guapísima, y dentro de veinte minutos, como mucho, me plantaré en el Piccolino. —Silvia quiere cambiar su suerte, y para ello cambia de actitud radicalmente—. Pase lo que pase hoy, estará bien, y yo no tendré la culpa».

Mientras, en casa de Bea

Ana y Estela se han presentado por sorpresa. Bea les agradece la visita, y se ponen a hablar de Sergio. Sus dos amigas consiguen que se dé cuenta de que su enfado con Silvia es injusto. Lo que le pasa a Bea es que tiene miedo de empezar una relación, ilusionarse y volver a llevarse una decepción. Lo pasó muy mal con Pablo, el primer chico de quien se enamoró. Pero, tras la charla con las dos Princess, decide apostar por Sergio: es un chico muy especial. Y decide también que le debe una disculpa a Silvia: entiende que Sergio la agregara al Facebook. Después de todo, ¡es amiga de ella! También es una manera de conocer mejor a Silvia.

Ana y Estela la convencen para salir un rato.

—Tienes que ponerte guapa —le ordena Estela—. Ponerse guapa y que te miren y piropeen los chicos en la calle… ¡es infalible para que te suba el ánimo!

Bea se ríe, y Estela le guiña un ojo a Ana, quien suspira aliviada. «Esta noche puede ser perfecta».

Estela piensa casi lo mismo: «Esta noche será perfecta, ¡seguro!».

Media hora después, en el Piccolino

Silvia ha llegado la primera. Ha preferido ir con tiempo y tomarse una clara, con tranquilidad, antes de que lleguen las chicas y deba enfrentarse a los morros que le va a poner Bea y, lo que es peor, a la cita de ésta con Sergio. Hay poca gente aún. Silvia pasa entre las mesas y se sienta a una del rincón. Se quita el abrigo y lo dobla con cuidado para dejarlo encima de una silla cuando, de repente, alguien se le acerca y, detrás de ella, una voz le pregunta:

—¿Silvia?

La chica se vuelve. Es… ¡Sergio! Pero ¿qué hace él aquí ya? ¡Es imposible! ¡Aún no es la hora! La chica es incapaz de decir nada.

Algunos podrían pensar que es una cuestión del destino, o de suerte; otros, que es pura casualidad, un hecho fortuito, o un accidente… Pero lo cierto es que Sergio ha acudido a la cita demasiado pronto, igual que ella.

Sergio le presenta a su primo Manu, y ambos la invitan a que se siente con ellos. Silvia sonríe todo el rato, pero lo cierto es que se siente como un pájaro enjaulado. Da un sorbo a la clara y se resigna: «Lo que tenga que ser, será. Hoy es uno de esos días en los que no debería haber salido de la cama».

Al cabo de algunos minutos entran Bea, Ana y Estela. Ésta es la primera que corre a buscar un buen sitio. Decide que lo mejor será que se sienten a una de las mesas que hay junto a la entrada. Las Princess acostumbran a sentarse en el fondo del local, pero esta vez es especial: esperan a Sergio, y Estela quiere asegurarse de que Bea lo reconozca al entrar, y él no la pille por sorpresa viéndola primero.

Silvia, que está de espaldas a la puerta, enfrascada en la conversación que mantiene con los dos chicos, no las ve.

Pasa el tiempo, Ana y Estela empiezan a impacientarse pero no pueden demostrarlo delante de Bea. A su vez, unas mesas más allá, Silvia también empieza a incomodarse: se divierte mucho hablando con Sergio y su primo, pero no deja de pensar que esa cita, en realidad, era la de su amiga Bea. ¿Qué habrá pasado? ¿Por qué no han llegado? Coge el móvil del bolsillo de su abrigo y se disculpa ante los chicos diciendo que debe ir un momento al baño.

Cuando Silvia se levanta, Estela la reconoce, y no tarda ni un segundo en reaccionar. Se levanta en seguida y la sigue al baño.

—Silvia, ¿estás ahí? —susurra al abrir la puerta del cuarto.

—¿Estela? —contesta Silvia, que sale de uno de los baños con el móvil en la mano—. ¡Os estaba llamando!

—¿Desde cuándo estás aquí?

—¡Llevo un montón de rato! He llegado temprano y… me he encontrado a Sergio. Está con su primo, en una de las mesas del rincón. ¿Ha llegado Bea?

—¡Sí! —exclama Estela—. ¡Nos hemos puesto en la entrada para que ella lo viera nada más entrar!

—¿Qué hacemos? Tal y como se puso por lo de Facebook, Bea me va a matar por esto…

—¡Improvisación, improvisación! Vamos, Estela —se dice la chica—, eres la reina de la improvisación… ¡Piensa!

Entonces, presenta la primera opción:

—Vale, yo ahora vuelvo con Bea y Ana, y tú le dices a Sergio que Bea está a la entrada. Dile que se levante y vaya para allá y se presente sin decirle nada de ti, ¡que era una sorpresa! ¡Y tú escóndete, que no te vea! Entonces…

Silvia le corta el discurso con la palma de la mano.

—No, no, Estela. El camino más sencillo siempre es el mejor: la verdad. Estoy harta de liarla.

Silvia le cuenta su plan. Su amiga se queda pensativa unos instantes.

—De acuerdo, lo haremos como tú dices.

Pocos instantes después, Estela vuelve a la mesa con sus amigas. Ana le lanza miraditas, está de los nervios.

A su vez, Silvia se planta delante de los chicos y, sin sentarse siquiera, les dice:

—Chicos, acompañadme: quiero presentaros a unas amigas.

Sergio la mira con curiosidad. De repente ¡se acuerda de la cita con Bea! Lo estaba pasando tan bien que se le había olvidado por qué estaba en el Piccolino. ¿Habrá llegado el momento de conocer a quien podría ser su chica?

Los dos obedecen sin rechistar, y Silvia los conduce por entre las mesas hasta donde se encuentran el resto de las Princess. En ese momento, cuatro personas contienen la respiración: Silvia, porque está a punto de descubrir si el chico que le gusta empezará una relación con una de sus mejores amigas; Sergio, que está a punto de conocer a la chica con la que ha estado chateando tanto; y Estela y Ana, que miran a Bea, que no sabe que el chico de sus sueños está sólo a unos metros de ella y que, ajena a lo que sucede porque le está dando la espalda, sigue hablando.

—Hola, Bea —dice Silvia, nerviosa. Su amiga se vuelve, la mira, y luego mira a los dos chicos—. Te presento a Sergio. Sergio, ella es Bea. Y éstas son Ana y Estela. ¡Ah! Y él es su primo, Manu.

Manu hace un gesto con la mano.

—¿Nos podemos sentar con vosotras?

Bea está en estado de shock, y casi no reacciona cuando los chicos, antes de sentarse, besan a cada una de ellas en las mejillas.

Manu, que huele algo de tensión entre las chicas, hace alarde de su carácter dicharachero y empieza a contarles divertidas anécdotas de todo tipo que han vivido Sergio y él. Estela se apunta a la conversación, y también les cuenta a los chicos anécdotas de las Princess, y parece que la cosa va fluyendo. Toman algunas bebidas más y se van conociendo poco a poco. Bea es la que se muestra más tímida, al igual que Sergio, pero no se los nota incómodos. Al cabo de una media hora, Manu se despide: ha quedado con unos amigos. Ana, Estela y Silvia no se lo piensan dos veces y aprovechan el tren de salida.

Por fin, Sergio y Bea estarán solos.

Poco después, en algún rincón de la ciudad

Leo se ha dignado por fin a llamar a Estela, quien se dirige a su casa. Le explica que lo convocaron a un ensayo a última hora, y que le fue imposible avisarla. Ella está algo resentida pero, para compensárselo, Leo le propone que recuperen la clase hoy mismo. Como él tardará algo en llegar, le confiesa que puede encontrar una copia de la llave del estudio debajo del felpudo.

«No es un sitio muy secreto —piensa Estela—. Cualquiera podría entrar a robar». Aunque la verdad es que, si entrase un ladrón, poco podría robar, a no ser que fuese un ladrón-actor; en tal caso, el botín sería rico en máscaras y disfraces.

Leo le ha prometido llegar lo antes posible. Estela reflexiona. Está cansada, pero Leo acaba de confiarle la llave del estudio, y eso dice mucho de él. Tiene el pecho encendido. Aunque es tarde y ya volvía a casa, decide cambiar el rumbo e ir hacia el estudio. Se muere de ganas de ensayar y estar con Leo.

En tan sólo cinco minutos se planta en la puerta, recoge la llave del polvoriento felpudo y abre el estudio. Todo está en silencio. Deja sus cosas en el recibidor y entra en la habitación donde ensayan todos los estudiantes. Huele a una extraña mezcla de incienso y sudor.

Hay una oscuridad intensa, pero Estela no tiene miedo. Es una reacción un tanto extraña en ella. Se considera la persona más miedosa del mundo, pero conoce ese espacio como la palma de su mano, y eso le da una confianza absoluta en ella misma.

Se quita las zapatillas de deporte y pisa el templado parquet. Se dirige a una pequeña minicadena y aprieta el play, confiando que habrá algún disco de música relajante. Así es. Suenan unas flautas y unos pequeños tambores y violines. «Perfecto», piensa Estela y, a oscuras, se dirige al centro de la habitación, se queda de pie, cierra los ojos y respira profundamente tres veces.

La concentración es algo muy importante en el teatro, y Estela es una persona más bien dispersa. Pero un buen contexto la ayuda a centrarse, aunque visto desde fuera parezca algo místico.

En completa oscuridad, Estela se concentra cada vez más, pone las manos en el vientre y separa los pies, buscando el equilibrio en el cuerpo. De pronto, percibe un foco de luz. Estela abre los ojos asustada.

—Continúa en esa misma posición —ordena Leo desde un rincón de la habitación—. Cierra los ojos y no te distraigas. Muy bien, ahora quiero que recites lentamente el monólogo en el que hemos estado trabajando, pero sólo cuando tú, y sólo tú, quieras…

Estela siente algo en el estómago. ¡Qué nervios!

«Empezaré cuando lo sienta».

Leo baja levemente el volumen de la música.

El corazón está que se le sale del pecho a Estela. Sigue con los ojos cerrados, y trata de centrarse en la respiración, como suele hacer en las clases, pero le resulta imposible. Escucha los pasos de Leo acercarse a ella. Siente un cuerpo cálido a su espalda, y una bocanada de aliento en su oreja.

Algo muy poderoso le nace en el vientre. Le pasa siempre que está con él; de hecho, desde que se conocieron. Incluso con las conversaciones que han tenido por chat. Sus comentarios poéticos y teatrales siempre han tenido un toque sensual y erótico, pero ahora la sensación de tenerlo tan cerca es muy distinta.

Estela está nerviosa. Una cosa es coquetear, y otra, que pase algo de verdad. No sabe muy bien cómo comportarse. Sabe que liarse con Leo le puede dar muchos quebraderos de cabeza. Es mucho mayor que ella, y no hay que olvidar que es su profesor. Pero cuando parece que él se va a abalanzar sobre ella, pasa todo lo contrario.

—Siéntate, Estela. Quiero enseñarte algo. —Leo le señala un pequeño sofá con ruedas que ha colocado en medio de la sala.

—Pero ¿no iba a recitar mi monólogo?

—Siéntate —repite.

Estela se sienta, como una niña obediente. No tiene muy claro qué sucede, pero está muy excitada. Leo apaga las luces del estudio y le da a un botón. Entonces, una pantalla gigante baja del techo. «¡Cómo mola! ¿Qué es lo que me va a enseñar?», se pregunta Estela. Leo hace siempre lo mismo. La desconcierta un montón, pero, como la sorprende, le gusta. Nunca hace lo que ella espera de él. A veces no le sienta bien, como cuando la deja tirada o la hace esperar, pero otras la hace sentir como una niña en el día de Reyes. Sabe que cualquier cosa es posible a su lado, y eso le encanta.

Leo se coloca detrás de ella, como si fuera un proyeccionista. Le da al play y empieza la película.

—Se trata de Empieza el espectáculo —le explica mientras se enciende un cigarro—. Una película de Bob Fosse cuyo protagonista es un coreógrafo muy reconocido. Querer mucho el éxito te puede llevar a perder otras cosas de la vida que son muy valiosas. No lo olvides, Estela. —Da una fuerte calada y dice—: Uno no se puede dedicar al teatro sin haber visto esta película. Relájate y disfruta.

Estela no se mueve del sofá. Leo está de pie, detrás de ella. No lo ve, pero puede sentirlo. Su respiración lenta, su olor, y el sonido de sus pasos. Algún movimiento. El ruido de su mechero encendiendo una barrita de incienso, la Coca-Cola que se cae en el vaso con hielo lleno de ron…

Aunque la película es muy buena, no deja de ser tarde, y poco a poco Estela se deja vencer por el sueño hasta que termina la película. La mano de Leo irrumpe en el hombro de Estela, que yace dormida profundamente.

La chica se despierta avergonzada. No sabe muy bien cómo tiene que actuar. ¿Debe levantarse e irse a casa, o quedarse más rato? Como no lo tiene claro, se hace la dormida. Leo se acerca y la tapa con una manta. Ella sigue con los ojos cerrados, mientras oye el sonido de la cámara de fotos de Leo. «Qué fuerte… Me va a dar algo», piensa Estela, consciente de que le está sacando unas fotos. Esta noche se siente más Bella Durmiente que nunca.

Minutos más tarde, nota cómo Leo se sienta a su lado. No la toca. Sólo la mira. Estela puede sentir esa mirada. Piensa que tal vez tendría que hacer algo, pero no se atreve, y parece que Leo tampoco es tan valiente. De alguna manera, le impone respeto liarse con una chica tan joven. No la ve como una niña, ni mucho menos, pero sabe que se puede buscar un problema. Entonces, Estela se agarra de la mantita y deja al aire sus pies descalzos. Leo los coge y se los pone encima de sus rodillas. Los acaricia de una forma muy suave, muy cariñosa… Estela se deja hacer… Las caricias siguen subiendo por la pierna. Estela sigue haciéndose la dormida. Es evidente que no lo está, pero este juego les gusta a los dos. Leo sube más arriba. Hasta llegar a sus braguitas… Entonces, Estela, con los ojos cerrados, alza el cuerpo y se abraza al profesor. Éste la coge en brazos, como si de una niña pequeña se tratara, y se la lleva hacia el centro del estudio.

Ahí, él ha montado una especie de cama con cojines, incienso y unas velas rojas… La estira como si fuera una princesa y la besa en el cuello, las clavículas y el pecho, y ella se deja querer. Por fin, Estela abre los ojos. Mira a Leo y, lentamente, se desviste ante él. Sin pudor. Él ha dejado de tocarla, sólo la mira. Y, como si de un ritual se tratara, cuando ella termina, es él quien empieza a quitarse la ropa. Una vez desnudos los dos, Leo la abraza y Estela siente el calor de su cuerpo y un escalofrío que le recorre la espina dorsal. Con delicadeza, Leo vuelve a besarle el pecho para luego besarle el vientre y, con extremo cuidado, abrir las piernas de la chica. Hacen el amor. De una forma lenta y bonita. No tiene nada que ver con lo que se decían en el chat. Se miran a los ojos. Conectan. Está claro que Leo es un buen amante y sabe cómo seducir a una mujer.

La noche pasa entre la seducción y la poesía de sus caricias. Cuando al fin Estela sale del estudio, empieza a despuntar el día; ha dejado a Leo durmiendo en su lecho de amor.

«La que me va a caer en casa…», piensa.

De inmediato le vienen la fragancia y la frescura suave de la mañana y, con ésta, una ráfaga del olor de su profesor de interpretación, que debe de haberse quedado impregnada en su ropa, en su piel.

«Hoy puedo decir, por fin, que estoy enamorada».