11
Sebastopolian abrió los ojos sin saber por cuánto tiempo los había tenido cerrados. El lugar estaba oscuro. La única iluminación provenía de las luces malas que surgían de los huesos del cadáver de una mujer.
Además de Sebastopolian y del cadáver de la mujer, allí también estaba la mujer.
—Por fin se despierta usted —dijo la mujer a Sebastopolian—. Ya me estaba aburriendo.
—Podría haber conversado con su cadáver aquí presente —dijo él.
—No es un interlocutor válido.
—¿Por qué?
—Porque nadie quiere comprármelo. Cada día rebajo más el precio, y no hay caso.
A un destello del fémur del cadáver de la mujer, Sebastopolian vio que además de ellos tres, en ese lugar se encontraba también ¡su propio cadáver!
… el cual lo saludó distraídamente cuando él lo miró.
Sebastopolian se asustó y se quiso ir. Por fortuna, había un agujero en una de las paredes. Por desgracia, ese agujero estaba obstruido. Pero por fortuna, lo que lo obstruía no era inamovible: se trataba de libros. Por desgracia, eran libros de pésimos autores.
Sebastopolian desobstruyó el agujero. La mujer lo ayudó.
Se hizo la luz, aunque no mucha.
Estaban en una librería. Vacía. Sin gente, sin libros, sin anaqueles.
Pero la puerta de calle estaba abierta.
Se fueron. Caminaron unas cuadras, hasta entrar en un bar.
Algunos parroquianos los saludaron. Sebastopolian no supo si era por mera cortesía, o porque los conocían.
—Hasta acá llego yo —dijo la mujer, y ante los ojos atónitos de Sebastopolian, se desvaneció, causando un fuerte viento en el interior del bar, debido al combate entre las moléculas de los gases presentes por ocupar el lugar que había quedado vacío.
—Debo andar mal de zanahorias —dijo él en voz alta—. Estoy viendo cualquier cosa.
—La falta de zanahoria en la dieta no tiene por efecto el que uno vea más que lo que tiene que ver, sino menos. De todos modos, Seba, yo te traje este plato de zanahorias preparadas como a ti te gustan.
Esto lo dijo otra mujer, una mujer viva, algo madura, caucásica, aún bonita, más adelante lo sería más, ojos castaños, al igual que su cabello y sus cejas blancas. Debajo de un delantal a cuadros rojos y negros llevaba un conjunto deportivo azul.
La mujer depositó un plato con zanahorias hervidas y un juego de cubiertos sobre una de las mesas.
—¿No nos conocemos de alguna parte? —le preguntó Sebastopolian.
—Sí, Seba, nos conocemos —la mujer sentó a Sebastopolian en una de las sillas y con el tenedor le llevó un trozo de zanahoria a la boca.
—¿Cómo… por qué me llama Seba? —dijo él—. Ése no es mi nombre.
—Entonces usted no es mi marido —dijo la mujer con súbita frialdad—. De todos modos, si quiere, cómase esa zanahoria.
Y escupió en el plato.
—¿Por qué escupe ahí?
—No pretenderá que lo haga sobre la mesa, o en el piso.
—No, pero vos solías hacerlo en una escupidera, o sea un recipiente construido a tales efectos.
—¡Claro, la escupidera que vos me regalaste en nuestro primer aniversario! ¡Entonces vos sos Sebastopolian, mi marido!
—No, no puedo ser el marido de nadie, porque estoy muerto. Puedo mostrarle mi cadáver, si no me cree. Está bastante cerca de acá, en una librería.
—Todo eso es puro delirio. Vos sos Sebastopolian, y necesitás atención siquiátrica urgente. Voy a llamar al médico. Vos terminate ese plato de zanahorias. Si querés repetir, después me decís.
En ese momento entraba al bar un individuo de aspecto tan singular, que todos fijaron su musculatura ocular de modo de estarlo mirando a él. Usaba barba de chivo, pero lo que lo hacía tener aspecto singular, además del hecho de ser uno solo, era que su cabeza estaba envuelta en un turbante de color violeta, con incrustaciones de tela fucsia de menor calidad que la tela que adornaban.
—Necesito ayuda —dijo el recién llegado—. Rápido. Todos los que puedan, vengan conmigo.
Lo siguieron la mujer, Sebastopolian y uno de los parroquianos del bar, que al levantarse de la silla en la que había estado dormitando reveló tener una estatura descomunal, y también reveló ser calvo cuando, al correr tras los demás, se le cayó una peluca de cerda espesa color ámbar, con la que había engañado a todos, horas antes, al entrar al bar.
—¿Adónde vamos? —preguntó la mujer al de la barba de chivo.
—A una librería que hay en la otra cuadra, la librería Del Otro Costal. Alguien dejó un bebé abandonado allí.
—¿Un bebé? ¡Rápido, hay que llegar antes de que se le ocurra leer alguno de los libros! —gritó el parroquiano calvo.
—Si me disculpan, yo los dejo acá —dijo Sebastopolian—. A mi edad ya no estoy para corridas.
Pero su abdomen y sus piernas siguieron caminando con el grupo, desprendiéndose limpiamente del resto del cuerpo a la altura del ombligo. Una barra de muchachos que había en la esquina empezaron a jugar al fútbol con este resto, pero dejaron enseguida de hacerlo porque las manos de Sebastopolian les prensaban los pies y los hacían tropezar continuamente.
Los demás llegaron prestos a la librería y entraron como una tropilla de niños en un expendio de golosinas.
—¿Puedo servirles en algo? —dijo un hombre que podía ser el dueño de la librería, o un empleado.
—Querrá decir si puede servirnos algo —dijo la mujer—, pero no, gracias. Si hubiésemos querido que nos sirvieran algo, habríamos ido a un bar.
—Es más, venimos de un bar —dijo el parroquiano calvo—, y sin embargo ninguno de nosotros pidió que se le sirviera nada, allí.
La mujer quiso decir que Sebastopolian sí había sido servido, pero al ver que la sección presente de su marido no iba a poder avalar su palabra, calló. Además, recordó, él no había pedido que lo sirvieran.
—¿Dónde está el bebé? —preguntó el hombre del turbante.
—¿Qué bebé? Esto es una librería.
—¿Quiere decir que si esto fuera otro tipo de establecimiento entonces sí habría un bebé? —preguntó indignado el parroquiano.
—Yo creo que el bebé es este señor —dijo la mujer refiriéndose al librero—, lo que pasa es que los chicos crecen.
—Pero no tan rápido —dijo el del turbante—, a menos que se alimenten con hormonas.
—Yo no me alimenté con nada —dijo el librero—. Es más, ahora mismo estaba pensando cerrar un rato para salir a desayunar.
—Vaya, vaya tranquilo —lo alentó el otro—. Nosotros le cuidamos el local.
—Sí, ¡fuera de aquí! —dijo la mujer—. Y empujó al librero hacia la calle, con tanta fuerza que lo hizo correr y correr sin querer.
Lo más que podía hacer era reducir un poco la velocidad y esquivar a los automóviles en las esquinas.
No pudo evitar atropellar a varias personas, a las cuales no vio porque las calles escaseaban en alumbrado. Además, era de noche, pero cuando el librero por fin logró detenerse, las primeras luces del alba habían empezado a despuntar.
Había una pared de tejido de alambre junto a él. Y al otro lado del tejido había un hombre disfrazado de marinero, que lo apuntaba con una pistola de rayos láser.
—Permítame su pasaje —dijo, sacando una mano por uno de los rombos formados por el tejido de alambre.
—No tengo —dijo el librero.
—Entonces no va a poder viajar. Y yo tengo orden de matar a todos los que no pueden viajar.
—Yo puedo viajar —dijo el librero—, sólo que no quiero. Si quisiera, iría a sacar un pasaje. Pero no quiero, ¿entiende? Además yo no pensaba venir acá. Para serle franco, ni siquiera sé dónde estoy.
¿Qué es esto? ¿Un puerto? ¿Un aeropuerto? ¿Un espaciopuerto?
—Ninguna de las tres cosas. Esto es EL puerto.
—Puede dejar de serlo enseguida, si yo voy y construyo otro puerto. Entonces pasaría a ser simplemente UN puerto.
—¿Y eso qué sería? ¿Acción a distancia?
—Toda acción es acción a distancia. Esto sería lo contrario: una acción que se transmite sin mediación de distancia. Como la paradoja EPR ¿la conoce? Fue formulada por Einstein y dos de sus colaboradores, los señores Podolsky y Rosen.
—Lo siento. Ninguno de esos caballeros figura en la lista de pasajeros. Usted pierde su tiempo.
—No sé de qué lista de pasajeros me habla. Puede que yo pierda mi tiempo, pero no por esa razón. Además, yo no tengo ningún tiempo, como para poder andarlo perdiendo.
—Está bien —dijo el hombre disfrazado de marinero—. Me ha convencido. Entre por aquí.
Y abrió una puerta que había en un sector del tejido, casi indistinguible del resto. El librero entró.
—Puede elegir el barco que quiera —dijo el otro, y en voz baja añadió, acercando su boca a una de las orejas del librero—: entre nosotros, le recomiendo el crucero Yarará. Parece que allí organizan unas orgías estupendas.
El librero iba a caminar hacia las dársenas, cuando el del disfraz volvió a acercársele y le dijo, mientras retiraba el tapón a un frasco de vidrio amarillento:
—Tome, sírvase unas pastillas de anís, por si se aburre durante la travesía.
—Gracias —dijo el librero, y se llevó juntas a la boca las cuatro pastillas que el otro le daba, que más bien parecían píldoras.
No sabían a anís. Tenían gusto a chicle.
El librero caminó unos doscientos metros antes de toparse con un barco. Algunos de sus camarotes tenían las luces encendidas.
—¡Eh! ¿Hay alguien? —dijo el librero, a los gritos, para que lo oyeran. Una cabecita periforme se asomó por uno de los ojos de buey.
—¿Adónde viaja usted? —preguntó.
—Yo no viajo —gritó el librero.
—Perfecto. Suba —contestó la cabecita. El librero fue hacia la pasarela.