10

Simbad abrió la puerta y se encontró en un baño. Aprovechó para orinar y defecar. Luego se lavó y se miró al espejo, pero por más que se buscó no se pudo encontrar reflejado en él.

Había una segunda puerta en ese cuarto de baño, opuesta a aquella por la que él había entrado (al salir de aquel pabellón con camas), y decidió salir por ahí.

Se encontró en una librería, una librería amplia y llena de anaqueles y mesas con libros. Pero además de él, no había ninguna persona allí.

Se puso a mirar unos libros. Los había gruesos, finos, altos, bajos, con tapas blandas, con tapas duras, anchos, angostos, ilustrados, secos, húmedos, cuadrados, prismáticos, binoculares, oftálmicos, simiescos, agrícolas, extraterrestres, comunes, cooperativos, prostibularios, de reglamento, eucaliptados, impresos en hojas de té, carcelarios, parcelarios, arancelarios, arios, diarios, suntuarios, de lujo, de Luján, de Hansel y Gretel, de Guillermo Tell, de mesita de luz de motel, de Deméter, métricos, tétricos, obstétricos, oscuros, de cuero, de suero, me muero, te quiero, ropero, Lepera, durazno, de crema, quemados, diezmados, centígrados, miriápodos, nonatos, bonitos, feos, horribles, espantosos, desagradables, arcaicos, sociales, selváticos, selaicos, soeces, ceceosos, sarud sapat, leucémicos, izquierdos, derechos, racémicos, palindrómicos, sodomitas, macarrónicos, oreados, anaeróbicos, excelsos, sódicos, enanos, paracélsicos, sólidos, gástricos, ástricos, stricos, tricos, ricos, icos, cos, os, oso, osa, osito, mamá, papá, mama, papa, sopa, sopapa, plantígrados, sota non, sine qua yes of course, satímodos, telérgicos, lergicoste, Gicos Teller, Castelar, telar, ralente, lente, ente, Entel, Antel, Telémaco, comatoso, Mato Grosso, O Sole Di Panamá, el osito Tomás, Samotracia, Aymous Tracy, cítricos, Coltrane, ítricos, el tren, tricos, Nestlé, ricos, jeunesse, icos, jerez, cos, coz, zoc, soc, foc, cof, tos, yacht, nacht, touch, Butch, truch, chucrut, tour, rut, ut, tú, tu, lelé, él, el, yo hoy, hoyo, oyoh, oy, oh, y, o, i, &, o, O, $, º, ½, ₤, ’, -, …

—Ey, despiértese. Despiértese, ¿qué le pasa? Un hombre decía eso a Simbad, mientras le daba pequeñas palmadas en la cara.

—¿Esetré?

Simbad hizo esa pregunta sin saber por qué.

—¿Qué está diciendo? Reaccione, por favor. Tiene que ayudarme. Todas las librerías están cerradas, y yo necesito ese libro esta misma noche.

—¿Qué libro? —preguntó Simbad. No recordaba absolutamente nada de lo vivido en los últimos minutos. Eso no era habitual en él: en general los hechos vividos permanecían en su memoria cerca de una hora. Pero podía haber excepciones, sin que él las recordara.

—Mi libro. Tiene que darme mi último libro. Tengo una cita con una mujer y si no le regalo mi libro ella no va a querer coger, ¿entiende?

—¿Prostituta libresca?

—Vamos, levántese —dijo el hombre—. No me haga preguntas. Ya concedí demasiadas entrevistas a la prensa por el día de hoy.

—¿Cuál es el libro que busca?

—Mi último libro, pedazo de idiota. Soy Su Merced Mófam, ¿no me reconoce?

—Perdone, Su Merced —dijo Simbad, saltando del anaquel en uno de cuyos estantes se hallaba acostado—, pero aquí no vendemos libros suyos.

—¿No venden libros míos? ¡Esto es inaudito! Dígame dónde está el teléfono. Voy a llamar a ese gil de Arromortu para cantarle las cuarenta.

—No tenemos teléfono —dijo Simbad.

—¿Fax?

—Creo que no. Pero busque, si quiere.

Su Merced caminó hacia los fondos de la librería. No vio ningún fax, pero sí una puerta. Golpeó. Como nadie habló, la abrió y entró. Daba a un depósito de libros. No había ningún fax. Pero Su Merced decidió revisar los paquetes de libros ante la eventualidad de que hubiera ahí alguno de su autoría.

El primer paquete que revisó resultó contener cincuenta ejemplares del último trabajo de Su Majestad Morgan.

«Ahora entiendo», se dijo Su Merced. «Ahora entiendo lo que está pasando acá».

El libro era bastante interesante. Se trataba de piratas. Había dos bandos: el A y el B. Su Merced llegó hasta la página treinta y dos, que era donde los piratas del bando B abordaban el barco de los piratas del bando A, con el fin de arrebatarles el botín (botín hurtado al barco C, que no era de piratas sino de corsarios; éstos se habían hecho de ese botín durante el asalto al barco G, una nave de filibusteros que asolaban las costas de Sumatra y Nueva Inglaterra) que dicho bando había acumulado durante su campaña de pillaje en los bancos y quioscos más importantes de Leningrado y Sucre.

El estrépito de un paquete de libros cayendo al piso interrumpió a Su Merced en su lectura. Cerrando el libro, miró el paquete caído. Luego miró el sitio desde el cual presumiblemente había tenido lugar la caída. Notó que el revoque en esa zona de la pared (pues el paquete había estado colocado sobre otro paquete y contra la pared) había saltado, y que faltaba un ladrillo. Entonces los ladrillos adyacentes al agujero empezaron a venir hacia adelante, hasta que abandonaron completamente la pared pese a que esa pared la formaban ellos mismos, aunque —claro está— junto con todos los demás ladrillos.

Pronto el agujero cobró dimensiones apreciables; suficientemente apreciables como para que Su Merced apreciara que por él entraba al depósito un anciano delgado, cano y con un barba de cinco días. Vestía un traje de impecable factura, pero con roturas por todas partes y cubierto de polvos de varios colores, con predominio del gris, el blanco y el anaranjado-rojizo-amarronado.

—¿¿¿??? —preguntó Su Merced.

—Soy el juez Ort —dijo el anciano, y tratando a Su Merced como al último de los cadetes del estudio en el que había trabajado cuando sólo era un simple abogado, añadió:

—Ahí adentro hay dos cadáveres. Hágase cargo.

Su Merced no contestó enseguida, pero cuando lo hizo, lo hizo así:

—Yo no voy a hacerme cargo de un carajo.

—¿Así que dos cadáveres equivalen a un carajo? —dijo el anciano—. ¡Caramba, qué rápido avanza la Física! En mi campo, que es la Jurisprudencia, las cosas son mucho más lentas. Es porque nuestras leyes hay que inventarlas y aprobarlas entre varias personas. Las leyes de la Física, en cambio, son promulgadas mucho antes de ser siquiera descubiertas, de modo que cuando alguien las descubre ya está todo el trabajo hecho. ¿Usted se ocupa de Física o de Jurisprudencia, muchacho?

—Ninguna de las dos cosas —dijo Su Merced—. Yo soy escritor.

—Entonces se dedica a la Física. La literatura es una rama de la Física, ¿no lo sabía? Bueno, más precisamente puede decirse que es una rama de la Cosmología. La literatura construye modelos de Universo.

—No toda la literatura es así —dijo Mófam—. Si yo escribo, por ejemplo, «bl bl nb bnu bnulf flumb umbf» y lo publico, no estoy construyendo ningún modelo de Universo.

—No, pero está contribuyendo a la causa. Está haciendo lo mismo que un matemático que llega a la demostración de un nuevo teorema: construye una herramienta que va a servir para el modelo de Universo que algún día alguien sugerirá. Su composición literaria «bl bl…», etcétera, cumple idéntica función: usted inventa algo que nunca antes ha sido dicho y tratándose de algo dicho, tiene un contenido semántico, por más turbio o ambiguo que sea. Ese contenido puede ser, algún día, piedra fundamental de una concepción acerca de cómo es el Universo. O puede ser un simple guijarro. Pero indispensable.

—O completamente inútil.

—Si es completamente inútil también será una importante contribución a la Física, aunque esto parezca paradójico. Tenga en cuenta que cuando alguien hace algo que no sirve para nada, lo que está haciendo es generar un hecho físico desinteresado, un hecho físico per se. Es la Física práctica, la Física en su aspecto lúdico. Es la regresión a la infancia, pero a una infancia superior. Una infancia que no es una mera etapa hacia la adultez, sino un fin en sí mismo; y un fin que a su vez se destruye a sí mismo como tal.

—Ya veo: usted es zen.

—Si yo fuera zen —dijo el juez Ort— no estaría diciéndole esto en este preciso momento.

—Entiendo. Eso confirma mi sospecha de que usted es zen.

—Usted habla de estados transitorios. Lo que es, puede dejar de ser. Sólo lo que no es permanece. A menos que pase a ser, claro.

—No creo que sea usted un buen juez, si piensa así.

—No acostumbro dejarme juzgar por otros, cretinito.

—¿Por eso mató a esas dos personas que están ahí adentro?

—No hay ninguna persona ahí. Usted me entendió mal. Lo que hay son dos cadáveres.

—¿A quién pertenecen?

—A nadie. Si quiere, puede apropiárselos.

—No, gracias —dijo Su Merced.

Pero el juez Ort insistió tanto que Mófam tuvo que meterse por el agujero de la pared.

En esa habitación no había ningún cadáver. Sólo había estanterías con perfumes, cajas de goma de mascar, botellas de uisqui escocés y de Namibia, cosméticos para perro, cigarrillos americanos marca J & M (uruguayos, fabricados bajo licencia de Masters y Johnson), golosinas de Rodas y otros productos, todos liberados de impuestos. Su Merced vio una puerta —la única que tenía esa habitación— y fue a abrirla. Daba a un pasillo en el que hacía mucho calor. Además, el aire estaba muy viciado y eso dio a Mófam una sensación de encierro que lo llevó a correr hasta encontrar una ventana. Pero cuando la abrió, en lugar de entrar aire, entró… agua. Galones, toneladas, litros, metros cúbicos, culadas de agua salada que arrastraron al escritor por el pasillo, arrojándolo sobre una escalera. Mófam subió por los peldaños, perseguido por tiburones de agua.

La escalera terminaba en un zócalo. Mófam levantó la tapa, subió y volvió a colocarla. Por suerte, estaba revestida de goma y calzaba perfectamente en el agujero.

Más tranquilo, Su Merced miró cómo era el sitio al que había ido a parar. Era lindo. Tenía muchos paneles cubiertos de botones y pantallas con gráficas luminosas, y en el centro había un periscopio, a cuyo lente tenía pegado el ojo un individuo pequeño y regordete.

—Buenas noches —dijo Mófam.

—Fallé —dijo el otro sacando el ojo del periscopio y mirando a Su Merced como si hubiese estado conversando con él desde cuatro horas atrás.

—Puede volver a intentarlo más tarde —dijo el escritor.

—No, ya me cansé —contestó el otro—. No se puede pelear así. Tendría que haber instalado arpones, o cañones. No puedo luchar con mis herramientas de trabajo, como hicieron los campesinos franceses que derrocaron al rey con las hoces y los arados.

—¿Usted es agricultor, o agrimensor?

—Ninguna de las dos cosas. Detento una agencia de viajes.

—Entonces es agrimensor. Todo viaje es una forma de agrimensura.

—Pero yo no viajo, tontuelo. Yo organizo viajes, y los vendo.

—¿Y ese periscopio para qué es?

—En este momento no estoy de servicio como vendedor. Me encuentro tratando de deshacerme de un competidor.

—El Crucero Yarará.

—Sí. ¿Cómo lo supo?

—Lo supe sólo ahora, cuando usted dijo «sí». Antes disparé a ciegas. Di en el blanco solamente gracias a mi entrenamiento como arquero zen.

—O sea que, con ese entrenamiento, cualquiera puede adivinar hasta los más recónditos secretos del Universo.

—Los otros también. No solamente los más recónditos.

—Mencione alguno. Me interesa.

—Dos más dos son cuatro.

—Qué bueno. Dígame otro.

—Si dos más dos no fueran cuatro, serían tres.

—Esto se pone interesante. Dígame otro.

—Tengo calor.

—¿Y eso cuánto da? ¿Cinco?

—Eso no da nada. ¿Usted espera que todo le dé algo?

—Todo no. Pero usted sí, porque entró en mi submarino. Tiene que pagar su pasaje, y si no lo paga con transmisión de sabiduría, va a tener que pagarlo en efectivo.

—¿Cuánto me va a costar? —preguntó Su Merced sacando una billetera de cuero de vaca flaca.

Pero antes de que el hombrecito regordete pudiera poner precio a su servicio de transporte, las paredes empezaron a sacudirse y a resquebrajarse, y de entre los paneles con gráficas luminosas que cubrían una de ellas, emergió un tubo metálico pero a la vez flexible, una especie de trompa de elefante por la que salía un líquido verde y nauseabundo. Un chijetazo del líquido alcanzó al hombrecito y lo redujo a algo así como vómito de tortuga. Lo que quedaba de los paneles y del periscopio también empezó a degradarse vertiginosamente, y a borbotear gases podridos. Su Merced levantó la tapa del zócalo y dejó que el agua salada entrara para limpiar un poco toda esa mierda. Él se lanzó por la abertura, conteniendo previamente la respiración porque no sabía cuánto tiempo pasaría antes de volver a encontrar un medio aéreo. Pocos segundos después perdió el conocimiento.

Cuando lo recobró, estaba siendo conducido a punta de pistola sobre la cubierta de un gran barco, por un individuo vestido de hombre rana.

—Vamos, camine —le decía éste.

—Usted me salvó la vida —dijo Su Merced—. Se lo agradezco mucho, señor… eh…

—Es usted quien debe decirme su nombre, para poder ser juzgado y procesado conforme a las leyes de a bordo.

—No hay nada por qué juzgarme. Soy Su Merced Mófam.

El hombre rana le clavó la pistola en las costillas, instándolo a seguir caminando. Llegaron a lo que resultó ser el camarote del capitán. Sorprendieron a éste acostado. Al ver a los dos hombres, se levantó y empezó a vestirse. Su Merced vio que el pobre hombre había perdido sus dos piernas, y las había sustituido por piernas de palo; también había debido perder su pene, y tenía puesto un pene de palo.

—¿Qué pasa, Strúdel? —preguntó mientras se ponía un calzoncillo que incluía una vaina especial para el pene de palo.

—Este mequetrefe era el único tripulante del submarino —contestó el hombre rana—, y dice llamarse Su Merced Mófam.

—¿Y el otro? —preguntó el capitán.

—No hay otro —dijo Strúdel—. Ya le dije que éste era el único tripulante.

—¿Cómo se le ocurrió atacarnos con ese ridículo submarino? —preguntó el capitán a Su Merced.

—Yo no ataqué a nadie —se defendió el escritor—. Yo entré ahí sin saber que era un submarino, y me puse a conversar con un señor muy gentil.

—¿Conversar? ¿Usaron el submarino para conversar? Debe haber sido una conversación muy importante. ¿Secretos de estado, tal vez?

—Cállese, capitán —dijo Strúdel—. No sea meterete. Lo que este señor haya conversado con el otro es cosa suya, y si fueron secretos de estado, menos que menos lo va a compartir con nosotros.

—No entiendo con quién puede haber conversado este señor —dijo el capitán—. Usted dijo que se encontraba solo en el submarino.

—Es cierto. Quizá conversaba consigo mismo. Ese señor «tan gentil» del que nos habló puede ser él mismo, en algún desdoblamiento de su personalidad.

—Entonces este hombre está enfermo. No podemos condenarlo.

—Venga conmigo —dijo Strúdel a Su Merced—. Voy a llevarlo a la enfermería.

—Yo estoy sano —dijo Mófam—, y puedo asegurarle que en ese submarino había otra persona.

—Si eso es cierto —dijo el capitán a Strúdel— usted incurrió en una imperdonable omisión. Dejó escapar al cincuenta por ciento de nuestros agresores.

—Puedo asegurarle, mi capitán, que no vi a nadie aparte de este tipo. Quizá el otro feneció en la lid cuando el señor Ita mandó la máxima presión de veneno.

—Ese veneno es para submarinos, no para sus tripulantes. Me sorprende que no lo sepa, Strúdel.

—Sin embargo —dijo Su Merced— yo vi al hombre del submarino descomponerse bajo la acción química de un líquido verde.

—Miente —dijo Strúdel—. El veneno expedido por el señor Ita era de color rojo.

—Eso es muy relativo —dijo el capitán—. El señor Ita de la Tierra puede haber expedido veneno rojo, pero el de Plutón o el de Ceres puede haber expedido veneno verde.

—No, capitán. En Ceres no existen compuestos de ese color. No se fabrican. Y en Plutón tampoco. En Plutón, a lo sumo, puede conseguir alguno que sea de un amarillo tirando a verdoso, pero nada más.

—Pero Plutón está muy mal iluminado, por estar lejos del sol —intervino Su Merced—. Eso puede inducir a confusión sobre los colores.

—Sería cuestión de ir y cerciorarse —dijo el capitán—. Strúdel, vaya y dígale al señor Ita que tuerza el rumbo hacia Plutón.

—Pero capitán, no podemos hacer eso. Los pasajeros pagaron para viajar a Japón.

—No vamos a defraudarlos. Vamos a ir al Japón de Plutón.

—Pero ¿van a ir al Plutón del sistema solar, o al Plutón del sistema de la estrella Antares? —preguntó Su Merced.

—Al del sistema solar —contestó el capitán—. No tenemos energía para más que eso. Tenga en cuenta que el Yarará funciona a vela. Cuando el sebo se consume, ¡pluf!

—Bueno, pero ¿a qué sistema solar piensa ir? ¿Al de Andrómeda? ¿Al de la Gran Nube de Magallanes?

—No sé. Depende de en cuál estemos ahora. ¿No estamos en el de la Vía Láctea?

Su Merced guardó silencio. El capitán miró a Strúdel.

—Yo no sé nada —dijo éste, encogiéndose de hombros.

—Esto me pasa por contratar personal incompetente —dijo el capitán.

Una azafata entró al camarote en ese momento y anunció que la comida estaba servida. Los tres hombres la siguieron hasta el comedor, que ya estaba lleno de pasajeros.

—¿Quiere compartir la mesa con nosotros, señorita? —preguntó Su Merced a la azafata.

—El señor Ita está sentado allí —contestó ella señalando una de las mesas. Enseguida consultó su reloj y, viendo que faltaba un minuto para las diez, corrió a su camarote. Ni bien entró, alguien golpeó a su puerta. Abrió, y era un hombre de estatura mediana, complexión robusta, barba de chivo, y que portaba en la cabeza un turbante azulino, con incrustaciones de tela de una calidad ligeramente inferior a la del resto. Ella lo invitó a pasar.

—Gracias —dijo él—. No la hice esperar, ¿verdad?

—No. En absoluto. Yo no lo estaba esperando. Ni siquiera sé quién es usted.

—Por si esto la ayuda en algo, mi apellido es Geigy. Simbad Geigy.

—¿Y su nombre?

—Mi nombre es Peralta.

—Bueno, tome asiento, señor Peralta.

Simbad se sentó en la cama, que era el único lugar donde habría podido sentarse, además del piso. La azafata se sentó a su lado.

—¿Usted pertenece a la tripulación del crucero?

—No —dijo él—. Al contrario: la tripulación me pertenece a mí. Soy el nuevo propietario de esta embarcación.

—Es curioso. El capitán no nos informó de eso. Simbad observó a la azafata. Era hermosa, con su cabello castaño corto y su uniforme rojo.

—Debe haberlo olvidado. Las personas que pierden sus piernas pierden a menudo también la memoria.

—El capitán no perdió sus piernas —dijo ella—. Al contrario, las tiene bien guardadas en lugar seguro.

—Entonces, francamente no entiendo por qué no le informó del cambio de firma de la empresa.

—En eso se equivoca usted: el capitán nos informó de un cambio de firma. Nos dijo que a partir de hoy el crucero Yarará sería administrado cooperativamente por todos los miembros de su tripulación.

—Eso es absurdo —dijo Simbad—. Yo tengo documentos firmados por el contador Madariaga.

—Lo siento. Ese hombre no figura en nuestra lista de pasajeros.

—¿Usted conoce esa lista de memoria?

—Sí, porque yo misma figuro allí.

—Eso no tiene nada que ver.

—Tiene mucho que ver, sí. Cada célula de un cuerpo contiene la información necesaria para constituir al cuerpo en su conjunto. Ése es el principio de la clonación. ¿Nunca fabricó un clon de sí mismo? ¿Un duplicado?

—Yo nunca lo hice —dijo Simbad—, pero quizá algún otro sí se haya tomado ese trabajo, recogiendo alguna célula caída de mi cuerpo. Quién sabe si en alguna parte de este mundo hay un duplicado de mi persona. Pero si lo hay, debe ser un idiota.

—Posiblemente —dijo la azafata sacándose los zapatos y las medias—. Pero también podría ser un genio. A veces ocurren errores en la clonación. Hay por ahí falsos clones que sólo son parodias de los hombres originales.

—Eso no tiene nada de malo. Una parodia puede ser divertida.

—Es cierto. Las parodias, algunas veces, son divertidas.

Simbad se sacó el pantalón y el turbante. En ese momento hubo golpes en la puerta del camarote.

—Adelante —dijo la azafata, y la puerta se abrió dejando ver a un hombre de unos noventa y cinco años, delgado (aunque mofletudo), rubio, muy alto y un poco encorvado, pero no hacia delante sino hacia atrás.

—Si ustedes me permiten —dijo—, y dada la inminencia de un encuentro sexual entre ustedes, voy a ofrecerles una conferencia de la cual podrán extraer conceptos útiles para lograr un goce más pleno y duradero. Es un servicio gratuito que les obsequia la empresa Crucero Yarará.

—Muy bien. Proceda —dijo la azafata.

El anciano le pidió que se desvistiera completamente y cuando ella lo hizo él descorrió el cierre de su bragueta y la penetró. Estuvo así solamente unos segundos, después de lo cual retiró su miembro de la vagina de la azafata y dijo a Simbad:

—Ahora usted.

—Yo paso —dijo Simbad—. Le agradezco.

—Pero ¿no entiende? —insistió el anciano—. Es gratis.

—Está bien —contestó Simbad, y se sacó el calzoncillo. Pero el anciano, al ver que Simbad no tenía vagina, salió espantado del camarote, corriendo y temblando como una hoja de eucaliptus en medio de una otoñal tormenta parkinsoniana.

—Este hombre debería jubilarse —reflexionó la azafata—. Ya no recuerda ni qué es un pendejo.

—Un pendejo es un niño, ¿verdad? —le preguntó Simbad.

—Sí. Esa es otra acepción de la palabra. ¿Usted tiene hijos?

—¿Yo? No, creo que no.

—¿Quiere tener uno?

—¿Con usted?

—No le entiendo. ¿Habla de tener un hijo entre los dos?

—Sí.

—Eso me parece moralmente reprochable. Un hijo es una cosa demasiado sagrada para compartirla. Un hijo no es una cooperativa.

—El crucero Yarará tampoco. Se lo advierto antes de que usted llegue a hacer una afirmación incorrecta.

—Voy a creerle eso a partir del momento en que usted me muestre sus títulos de propiedad sobre esta nave.

Simbad recogió su pantalón del suelo y sacó de un bolsillo un papel doblado en cuatro.

—Esto no es mi título de propiedad, pero sí es el que tiene un amigo mío, y que lo acredita como propietario de la fragata Cruz del Sur, que es diez veces más grande que este crucero. Y mi amigo es además el dueño del portaaviones Feudorov, que cuadruplica en calado a esa fragata. Creo que esto es por demás elocuente.

—¿Y por qué este documento obra en su poder?

—Mi amigo me lo dio en custodia. Él está muy ocupado en su negocio de pesca, y no puede encargarse del mantenimiento constante que este documento requiere. No sé si usted se da cuenta, pero este papel dista mucho de ser ordinario. No es ni siquiera papel glacé, o papel crepé, ni tampoco papel couché. Es un papel que —sin ser papel secante— tiene la propiedad de absorber en pocas horas la totalidad de la tinta con que se le escribe. Por eso requiere la permanente atención de un escriba que se ocupe continuamente de repasar el texto con una lapicera, o con dry-pen.

—Permítame ese papel —dijo la azafata—. Voy a mostrárselo al capitán.

Simbad se lo dio. Ella salió del camarote, pero no había caminado veinte metros cuando se dio cuenta de que estaba desnuda. Volvió entonces al camarote, para vestirse. Geigy ya no estaba allí. Pero en su lugar estaba el señor Danosek Ita.

—Nos estamos hundiendo, Pocha —le dijo éste—. Tenemos que salir de este barco ya mismo.

—¿Qué pasó? ¿Se apagó la vela?

—No hay tiempo que perder. Recogé tus cosas y vámonos.

La azafata puso en un bolso cuatro o cinco vestidos y media docena de cepillos de dientes y salió tras Ita por los pasillos del crucero Yarará.

—Puta madre —dijo Danosek Ita luego de quince minutos de infructuoso deambular—: el peligro me puso nervioso y me olvidé de dónde está la salida.

—Seguime vos a mí —dijo la azafata, y poco después, bajando por sucesivas escaleras, llegaron a un amplio salón semioscuro, cuyo piso de cemento estaba sucio y salpicado de charcos de aceite negro.

—¿Qué es esto? ¿La sala de máquinas? —preguntó Danosek.

—No —dijo la azafata—. El Yarará no tiene máquinas. Creí que lo sabías, siendo el jefe técnico.

Un hombre salió de las sombras y se les acercó. Vestía un overall azul, y tenía en una mano una lapicera y en la otra un bloc de formularios.

—No pueden pasar —les dijo.

—¿Qué sitio es éste? —preguntó Ita—, ¿una refinería de petróleo?

—Este es el garaje de a bordo —contestó el otro—. Los pasajeros me confían sus vehículos, y yo los cuido mientras dura la travesía. Ustedes no pueden pasar, porque no me confiaron ningún vehículo.

—Préstenos un coche —dijo la azafata—. Tenemos que escaparnos de acá. Si quiere usted puede venir con nosotros.

—No, gracias. Tengo una misión que cumplir acá y no podría cumplirla en ninguna otra parte.

—Déjenos llevarnos este coche —dijo Danosek, abriendo la portezuela de un coche cuya mitad de la pintura se había descascarado.

—¿Ese coche? Jamás. Ese coche pertenece al señor Enzo Fiquerico, uno de los más distinguidos pasajeros que ha tenido y tendrá este barco velero.

—El señor Fiquerico se va a enojar mucho cuando vea en qué estado mantiene usted a su coche —dijo la azafata—. Mire esta chapa. ¿No le da vergüenza tenerla así, sin una apropiada capa de pintura que la proteja de la oxidación y que la vuelva agradable tanto a la vista como al tacto?

—Voy a explicarle lo que sucede, para que no piense mal de mí —dijo el hombre del overall—. El señor Fiquerico deliberadamente quiso mantener a su coche en estas condiciones, porque quiere terminar de pintarlo cuando llegue a Sumatra. Yo no creo una sola palabra, pero él sostiene que allí venden una pintura especial, antigravitatoria, capaz de aligerar el coche.

—Su razonamiento es muy interesante —dijo la azafata—, pero falla por su base en una cosa muy importante: este crucero no va a Sumatra, sino a Japón.

—Mire, señorita —se defendió el hombre—, yo no hice ningún razonamiento, así que mal puede tener fallas un razonamiento que yo no haya hecho.

—Ya que se dirige a mí —dijo el señor Ita—, voy a recordarle que varios filósofos clásicos consideraban que la inexistencia era un defecto.

—Quizá lo hacían engañados por el influjo gramatical de la partícula privativa «in».

—Entonces ¿va a prestarnos el auto? —preguntó con vehemencia la azafata.

—Sólo si me traen una autorización firmada por el señor Fiquerico. Pueden encontrarlo en la parte posterior de la clase chiquero.

—Andá a buscarlo vos —dijo la azafata a Danosek—. Yo me quedo con este hombre. Siempre me excitaron los overalls. ¿Podemos meternos en uno de estos coches, señor cuidador?

—¿Usted tiene colocado algún dispositivo anticonceptivo?

—No.

—Entonces perdóneme, pero prefiero no hacerlo. Ya tuve demasiados hijos, y la mitad pusieron precio a mi cabeza por haber sido mal padre.

—¿Qué precio le pusieron? —preguntó Danosek.

—No todos pusieron el mismo precio. Cada cual evaluó mi cabeza con su propio criterio, el cual yo me empeñé en independizar del de los demás. Mi casa era un verdadero hogar, no un antro de impurezas.

—No sé qué me quiere decir con eso. Lo que yo puedo ver desde aquí es que usted no es puro.

—Químicamente no, desde luego. Estoy compuesto por muchos elementos, cada uno de los cuales resta pureza a los demás.

—Permítame su microscopio. Si es que tiene alguno, claro.

—¡Claro que tengo microscopio!

—Pero no acá.

—No, no lo tengo acá. Está más seguro en otro sitio.

—¿Qué sitio?

—Si se lo dijera, perdería seguridad.

—Bueno —dijo Ita, intentando sanear la conversación—. Para demostrarle mi buena voluntad, le puedo decir dónde tengo yo mi microscopio.

—¿A ver?

—Atupaj Ramson, en Arizona.

—Ahá. Y usted quiere que yo le preste el auto para llegar precisamente allí.

—Eso es exacto —dijo la azafata—. No sé cómo pudo adivinarlo.

—Tengo parientes en Atupaj Ramson —dijo el hombre de overall—, y sé lo que es estar allí.

—¿Estuvo allí usted? —le preguntó Danosek.

—No. Jamás necesité ir, porque como ya le dije, sé lo que es estar allí. Y si yo pudiera transmitir a ustedes ese conocimiento, quizá podrían también abstenerse de ir, y dejarían de escorcharme para que les preste el auto del señor Fiquerico.

—No tiene por qué ser ese auto —dijo la azafata—. Yo lo puse como ejemplo, nada más. Si gusta, puede prestarnos aquel otro que está allí.

La mujer señaló un viejo Pontiac que estaba en la penumbra, detrás de un Alfa Ritmeo y debajo de un Folcs Falcon.

—Ese auto también es propiedad del señor Fiquerico —dijo el cuidador.

—¿Y ése? —preguntó Danosek, refiriéndose al Folcs.

—También. Todos los coches que tengo acá en este momento son del señor Fiquerico. Los demás fueron retirados por sus propietarios apenas unos momentos antes de que ustedes llegaran. Parece que a todo el mundo se le antojó dar un paseo en coche por cubierta.

—A todo el mundo menos al señor Fiquerico.

—Oh, sí, es porque el señor Fiquerico gusta de dormir hasta tarde. Cuando se despierte va a venir a desayunar, y sólo entonces quizá me pida que le despeje alguno de sus coches.

—¿Usted sirve desayunos aquí, en el garaje? —preguntó la azafata.

—Por regla general no, no los sirvo. Pero el señor Fiquerico merece que yo haga una excepción.

—Voy a decirle una cosa —dijo Danosek—: si usted no nos presta ya mismo uno de esos autos, los tres pereceremos irremediablemente, porque el crucero Yarará se está hundiendo.

—¿Y si les presto un auto?

—En ese caso perecerá usted solo. Pocha y yo nos salvaremos escapando en el auto.

—El señor Fiquerico también perecerá —dijo la azafata—. No habrá problemas con él, en cuanto a que quiera reclamar su auto.

—Es curioso que usted razone así —dijo el cuidador—. Siendo azafata, debería preocuparse por la seguridad de sus pasajeros.

—Este crucero tiene solamente dos pasajeros. Yo me preocupo por su seguridad. Por Fiquerico no me preocupo, porque él no figura en nuestra lista de pasajeros.

—¿Su lista tiene solamente dos pasajeros? Eso no es posible; quizás alguien se la saboteó. Hay miles, millones de personas viajando en el crucero Yarará.

—Usted exagera —dijo Danosek—. Y yo, para contrarrestar su despilfarro de imaginación, afirmo que no hay nadie, absolutamente nadie viajando en el crucero Yarará.

—Eso es mentira —dijo la azafata—. No voy a tolerar mentiras ni por exceso ni por defecto. El crucero Yarará tiene solamente dos pasajeros: uno es el señor Arias Gorchetti, y el otro es la señora Tiberia Táuer. Todas las demás personas que hay a bordo son, o bien parte de la tripulación, o bien polizones, o aparecidos, o lobizones, o simples advenedizos.

—Y en ese último caso —preguntó el del overall— ¿de dónde cree usted que esa gente venga?

—Algunos, probablemente, procedan de Atupaj Ramson, en Arizona.

—Eso no suena muy convincente.

—¿Por qué?

—Porque desde Atupaj Ramson no se tiene acceso directo al crucero Yarará. Y si esa gente vino en barco, no entiendo por qué no se quedó en ese barco en lugar de venir al crucero Yarará, que es una cagada, y que carece de las comodidades mínimas exigibles a cualquier embarcación que pretenda brindar a alguien una estadía confortable. Los baños, por ejemplo, no tienen bidé, y eso dificulta la correcta higiene del culo del usuario. Los percheros son tan frágiles que se quiebran si uno les cuelga cualquier prenda, aunque sea de verano o de media estación, ¿se dan cuenta?

—Yo me doy cuenta —dijo Danosek—, pero no estoy de acuerdo con lo del bidé. A mí me consta, porque me limpié en ellos, que los baños de este crucero tienen bidé.

—Si me permiten —medió la azafata—, ambos tienen una cuota parte de razón: los baños del crucero tienen bidé, o mejor dicho tenían bidé hasta hace muy poco. Pero sucedió que los bidés fueron arrancados, así como los lavabos y los inodoros.

—Eso lo explica todo —dijo el cuidador—: el crucero no se está hundiendo. Lo que ocurre es que el agua está saliendo libremente por los caños, y por eso esta embarcación se está inundando.

¿Entienden? Nos estamos inundando, pero no nos hundimos. Eso invalida toda aspiración de ustedes a que yo les preste un auto.

—Entonces préstenos una toalla —dijo Danosek.

—Eso no les va a servir: las toallas no flotan en el agua.

—¿Dónde flotan?

—En el zinc.