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Y ahora —dijo la azafata—, como un servicio especial ofrecido gratuitamente a sus pasajeros por la empresa Crucero Yarará, el profesor Anaximágnum brindará una charla sobre instrucción sexual. La empresa prevé la posibilidad de que, durante el viaje, los pasajeros intimen unos con otros; y eso, naturalmente, puede conducir a que… bueno, el profesor Anaximágnum explicará eso mucho mejor que yo, ¿no es así, profesor?
—Es posible, pero no puedo estar seguro. Si quiere, podríamos intentar… o sea… me refiero a que lo explique usted primero, y luego lo explicaré yo. Entonces podremos cotejar ambas explicaciones y decidir cuál fue la mejor —dijo el profesor. Era un hombre de unos noventa y cinco años, delgado (aunque mofletudo), rubio, muy alto y un poco encorvado, pero no hacia delante, sino hacia atrás.
—Si es por mí encantada —contestó la azafata—, pero no sé, creo que no está en mis funciones el dar charlas sobre instrucción sexual.
—En rigor de verdad, yo tampoco me ocupo de eso —dijo Anaximágnum—. Yo lo que doy es instrucción sexual; no doy charlas sobre instrucción sexual. ¿Entiende? Instruyo a la gente sobre cómo vincularse sexualmente; no instruyo a los profesores que instruyen o pretenden instruir a la gente sobre cómo hacer eso. ¿Capta la diferencia?
—Sí, yo la capto pero considero importante que usted hable para los pasajeros, no para mí. No estoy segura de si todos están siguiendo bien el hilo de nuestra conversación.
—Creo que usted subestima a los pasajeros.
¿Olvida que antes de subir a bordo todos ellos son filtrados por un exhaustivo test de aptitudes?
—Lamento contradecirlo, profesor, pero ese test se efectúa cuando los pasajeros ya se encuentran a bordo, y no antes de que suban.
—Perdone, pero cuando yo era pasajero me hicieron el test antes de subir.
—Quizá hubiera algo en su aspecto que indujo al señor Danosek Ita a tomar esa precaución.
—No sé quién es ese señor, pero puedo asegurarle que no fui yo el único en ser testeado en tierra. Había mucha gente atrás mío en la cola.
—El señor Danosek Ita, respondiendo a su inquietud, es el escribano de a bordo y encargado de la vela. En cuanto a la cola que había detrás de usted en el momento de hacer el test, debo decirle que se trataba de personal contratado. Extras. Actores, ¿entiende?
—Yo también hice teatro, en mi juventud.
—Sí, pero no estaba actuando en ese momento.
—Usted está demasiado bien informada, para hablar de un hecho que ocurrió mucho antes de su nacimiento.
—Se equivoca. Tengo más edad de la que aparento.
—Yo presencié su nacimiento, idiota. Yo daba clases de instrucción sexual a su madre.
—¿Sí? ¡Qué raro! Creí oírle decir que jamás había dado clases de instrucción sexual; que siempre se había limitado a dar instrucción sexual.
—Es cierto, pero con su madre hice una excepción: éramos muy buenos amigos.
—Si eso es cierto, dígame cuál es el nombre de mi madre.
—Trementina.
—¡Ha ha ha ha ha! —rió la azafata—. Le erró como a las peras. Trementina es mi tía.
Un pasajero muy alto, de pelo y barba muy negros y largos, vestido con una holgada túnica color castaño oscuro, se levantó de su butaca y dijo a la azafata:
—Si Trementina es su tía, el profesor no anduvo tan lejos como usted dice. De ahí deduzco que la tal Trementina no es su tía.
—Es posible. No le digo que no —se retractó la azafata—. Pero lo que no estoy dispuesta a admitir es que Trementina sea mi madre. Jamás. Si no lo fue una vez, no podrá serlo nunca. Dicho en otras palabras: ya perdió su oportunidad.
—¿Y cuál fue esa oportunidad? —preguntó el profesor Anaximágnum.
—Si se lo dijera, usted sabría mi edad. Y no me gusta que los hombres sepan mi edad.
—Pero usted afirmó hace pocos minutos que tiene más edad de la que aparenta. En muchos semblantes de los pasajeros aquí presentes veo implantada la sospecha de no encontrarse frente a una mujer joven y sensual, como aparenta usted ser, sino frente a una vieja fea, gorda y arrugada.
La puerta de la sala se abrió y entraron cuatro agentes de policía, pero no eran agentes de cualquier cuerpo de policía: aquellos pasajeros que estaban familiarizados con los uniformes de las distintas policías del mundo pudieron saber que estaban frente a hombres de Scotland Yard. Uno de ellos, haciendo una venia al profesor, dijo:
—Si de sospechas se trata, esta mujer ya no las genera. Nosotros ya tenemos la certeza de que se hace pasar por lo que no es. Pretende ser azafata, cuando sólo es una vulgar ladrona de libros. Lo lamento, pero tendrá que acompañarnos.
Una pasajera se levantó y, lanzando contra el agente una dura mirada matriarcal, dijo:
—Yo lo que lamento es su estrechez mental, oficial. El que esta mujer sea una ladrona de libros no hace que su condición de azafata sea falsa. ¿No oyó hablar de la gente que necesita tener dos ocupaciones para poder vivir? Nosotros procedemos de un país subdesarrollado, caramba. Nadie puede pretender que comamos, durmamos y paguemos las cuentas, todo con un solo sueldo.
—¿Acaso en su país los ladrones reciben un sueldo?
—Por supuesto. Los subvenciona el Estado —dijo el profesor Anaximágnum.
—Yo no soy ladrona. No robé nada —dijo la azafata.
El oficial le mostró un libro de tapas verdes.
—Encontramos esto en su camarote.
—Jamás lo había visto antes.
—¿El nombre de Su Majestad Morgan no le dice nada?
—Sí, me dice que ese hombre es un impostor. Morgan nunca llegó a ser rey.
—Fue rey de los mares.
—Y ustedes creen que por ser de Scotland Yard pueden inmiscuirse en lo que pasa adentro de cualquier barco, como antes hicieron sus antepasados.
Esto lo dijo un marinero que entró de improviso a la sala. Tenía una extrañísima arma en la mano, y apuntaba con ella a los agentes. En la cabeza, en lugar de la clásica gorra, tenía un kepi; pero con él no apuntaba a nadie.
—Pero esta vez no lo van a lograr —siguió diciendo—. Señores, quedan arrestados por querer obrar fuera de su jurisdicción.
—Pero… ¡nuestros antepasados no eran de Scotland Yard! —dijo uno de los agentes.
—¿No? ¡Qué pena! —dijo irónicamente el marinero—. Sin embargo, tendrán que acompañarme igual: el análisis de sus árboles genealógicos hará que se traguen sus palabras.
Los agentes salieron, conducidos por el marinero, quien hizo una reverencia dedicada a todos los pasajeros, antes de abrir la puerta. Todos lo aplaudieron.
Entonces, de pronto, las personas que estaban de pie se cayeron, y muchos pasajeros fueron arrancados de sus butacas para ser depositados sobre otros pasajeros que ocupaban otras butacas. El Crucero Yarará estaba siendo golpeado y sacudido por una fuerza cuya procedencia nadie allí podía identificar.
El capitán, en su camarote, llamó a Strúdel y le ordenó investigar. Los diversos fragmentos en que el empleado había reventado se unieron conformando algo no demasiado diferente de lo que él había sido; se ataviaron con una acualong y salieron por una escotilla. Al rato regresaron e informaron al capitán de que estaban siendo atacados por un submarino.
—No sé de qué bandera es —dijeron—. Pero está munido de dos brazos mecánicos. La última articulación de uno de ellos lo engarza con un pico mecánico, y el otro termina en una pala mecánica. Creo que están decididos a hacernos trizas.
—Diga al señor Ita que proceda —ordenó el capitán.
El nuevo Strúdel bajó a la escribanía de a bordo y transmitió a Danosek Ita el mandato del capitán. Cinco minutos después, y luego de trabajosas maniobras, dificultadas por los empellones del pico y la pala mecánicos, de las fauces del viperino rostro del mascarón de proa del crucero Yarará salía una lengua de acero especial, bifurcada y hueca, que se clavaba en el casco del submarino agresor y le inyectaba cuatro litros de veneno especial para submarinos.
Cuando la nave dio su último respingo, Strúdel volvió a ponerse el acualong y fue a averiguar quién había sido el autor de la malhadada aventura.
Media hora después entraba triunfante al camarote del capitán, portando dos prisioneros que, según dijo, eran los únicos tripulantes del submarino. Uno de ellos tenía el aspecto de un medio oficial mecánico automotriz. El otro, con su barba de chivo y su turbante, parecía sacado de una mala película norteamericana.
—Este mequetrefe dice llamarse Simbad —dijo Strúdel, refiriéndose a este último.
—¿Y el otro? —preguntó el capitán.
—Yo soy empleado municipal —se apresuró a contestar el aludido—. Soy cajero en la oficina de cobranzas de la patente de rodado.
—Y en sus horas libres regentea un ridículo submarino —ironizó Strúdel.
—Negativo. En mis horas libres soy cuidador de una playa de estacionamiento.
—Entonces no son horas libres —dijo el capitán—. Ya las tiene ocupadas.
—Nosotros no piloteamos ese submarino —dijo Simbad a Strúdel, sin prestar atención al capitán—. Sólo entramos ahí porque nos pareció un lugar tranquilo para conversar. El submarino estaba aparcado en la playa de estacionamiento que cuida este señor. Pero su propietario no nos vio, y se llevó el submarino con nosotros adentro.
—¿Se metieron en un submarino solamente para conversar? Debe haber sido una conversación muy importante, entonces. ¿Secretos de estado, tal vez?
—Cállese, Strúdel —dijo el capitán—. No sea meterete. Lo que estos señores tenían que conversar es cosa de ellos, y si eran secretos de estado, menos que menos los van a compartir con nosotros.
—No hay ningún problema, capitán —dijo Simbad—. Puedo decirle de qué se trataba, ya que fui yo el promotor de la conversación.
—Tenga cuidado, mi amigo —dijo Strúdel—, está acumulando cargos en su contra. Puedo procesarlo por conspiración.
—Cállense los dos —bufó el capitán—. Lo que yo quisiera saber es dónde está el dueño del submarino. ¿Usted lo dejó escapar, Strúdel?
—Puedo asegurarle que no vi a nadie aparte de estos dos. Quizá el otro feneció en la lid cuando el señor Ita mandó la máxima presión de veneno.
—Ese veneno es para submarinos, no para sus tripulantes, me sorprende que no lo sepa, Strúdel.
—Tenga cuidado —dijo Simbad— con el dueño del submarino, capitán. Si escapó, debe estar escondido en alguna parte de este crucero, planeando algún sabotaje. Su interés en destruir el Yarará se origina en la ambición de poseer el monopolio de los viajes a Japón. Ese hombre descubrió una nueva ruta, que pasa por el centro de la Tierra, y que aprovecha la propia gravedad como fuente de energía para la transportación. Y está decidido a explotar la idea a su entero beneficio sin que las compañías marítimas, al descubrir que ese sistema es más barato, vendan sus barcos y hagan inversiones que concreten su proyecto antes de que él pueda hacerlo, ya que no cuenta con demasiados recursos.
—No sé con qué clase de circunvalación cerebral tejió usted esa patraña —dijo Strúdel—, pero desde ya le advierto que a mí no me va a convencer. Su cháchara falla en dos puntos: primero, este crucero no va a Japón, sino a Sumatra. De todos modos el Yarará, como su nombre lo indica, es un crucero, lo cual significa que no se trata de un simple medio de locomoción para llegar a un lugar equis, cosa que constituye el objetivo en la generalidad de los viajes organizados por la mayoría de las empresas de transporte, sino que la propia estadía a bordo es el objetivo, de lo que se desprende que el crucero Yarará no entra en competencia con ningún túnel que envíe hurones a Japón, destino que, como ya le dije, no es el del Yarará. En segundo lugar, aunque el Yarará tuviera al Japón como destino y aunque no fuera un crucero sino un transatlántico o una lancha o una canoa, no entraría en competencia con el proyecto de ese señor, porque ¿quién define a qué Japón va cada uno? ¿Al Japón de Venus? ¿Al de Saturno? Como usted sabe, cada planeta tiene su constelación de países y, obviando la cuestión del tamaño, la Bolivia de Júpiter no se distingue en nada de la de la Tierra. Dos empresas pueden anunciar viajes a Bolivia, pero eso no significa que entren en competencia, habida cuenta de que una de ellas transporta pasajeros a la Bolivia de Júpiter, y la otra a la Bolivia de la Tierra.
—No estamos hablando de viajes por tierra, Strúdel —dijo fiero el capitán—, sino de viajes por mar.
—Wie es Ihnen gefallig ist —contestó Strúdel.
—I beg your pardon? —dijo Simbad.
—Ich spreche nicht mit Ihnen —le zampó Strúdel.
—Voyons, les enfants, soyez sages —dijo el capitán.
La discusión no pudo concluir. La puerta del camarote se abrió bruscamente y como una ráfaga de metano entró la azafata, llorando a mares y chillando como un desamparado pichón hijo de madre urraca y padre pterodáctilo.
—¡Todos a ponerse sus chalecos salvavidas! ¡Se apagó la vela, capitán! ¡Nos hundimos!
—¿La vela? ¿Qué vela? —gritó el cuidador de autos, contagiándose del espanto que irradiaba la mujer, pero sin saber si asumirlo plenamente.
—¡La vela, idiota! ¡Éste es un barco velero! ¿No sabía? —Le escupió Strúdel.
—¿Y dónde están los salvavidas? —preguntó Simbad.
—¡En cubierta, en la máquina que expende salvavidas! —exclamó el capitán—. ¿Quién tiene cospeles? ¡Necesitamos cospeles!
—¿Es una máquina tragamonedas? —El cuidador asumió el susto, aunque su rostro pareció más bien el de un infante entusiasmado por la posibilidad de jugar a las maquinitas.
El capitán, Strúdel y la azafata salieron corriendo del camarote. Simbad alcanzó a oír que esta última le decía al oído, antes de desaparecer:
—No te olvides, morocho: a las diez.
Pero él no entendió por dónde venía el asunto. Salió también del camarote y empezó a correr por los pasillos, seguido del cuidador de autos, a quien no tardó en perder de vista.
Simbad no podía encontrar la cubierta. Subía y bajaba escaleras, entraba y salía de la enfermería, de la cocina, del bar, de la boutique, pero sin llegar a ver cielo más que por ventanas laterales. Finalmente, en una de sus entradas a la boutique, preguntó a la vendedora por dónde se podía llegar a cubierta.
—¿Cubierta? No sé… nunca la oí nombrar —dijo ella, tranquila y pensativa—. Creo que este barco no tiene.
—Tiene, sí —la contradijo Simbad—. Yo la vi, un día. ¿Usted nunca vio este barco desde afuera?
—Mmm… no, creo que no. Bah, al menos no me acuerdo. Puedo haberlo visto, pero como no presto atención a esas cosas… Qué lástima. Realmente lamento mucho no poder ayudarlo, señor. No sé si quiere comprar alguna cosita.
—No, gracias. Yo sólo compro al por mayor.
—¿Sólo al por mayor? Debe tener una casa muy grande, entonces. Y dígame, ¿qué compra?
Simbad pareció distraerse durante un considerable lapso de tiempo antes de contestar:
—Libros. Compro y vendo libros.
—Ah, sí —dijo la vendedora, como dando a entender que conocía el tema—. Yo también compré algún que otro libro, alguna vez. Pero nunca al por mayor. Nunca le vi ningún interés a tener los libros repetidos.
—El interés radica en que puede haber muchos compradores interesados en el mismo libro.
—Yo no le hablo de eso. Le hablo de un solo comprador interesado en muchos ejemplares del mismo libro. Eso es lo que me resulta ocioso y gratuito, ¿entiende? En esta boutique, por ejemplo, nunca vino nadie a comprar dos suéters iguales.
—Pero usted, cuando compra suéters, debe comprar varios que sean iguales.
—Yo no compro suéters, yo vendo suéters.
—¿Y dónde los consigue?
—Qué cosa.
—Los suéters.
—No necesito conseguirlos. Están acá.
—¿Y nunca se le acaban? Debe tener muy poca venta, porque esta boutique es muy pequeña. O quizá guarda el resto de los suéters en su camarote.
—No. Allá guardo sólo los que son para mi uso personal. ¿Quiere verlos?
—Iría con mucho gusto, pero ocurre que no estoy interesado en comprar suéters.
—Esos suéters yo no se los vendería. Ya le dije que son para mi uso personal. Además eso de los suéters yo lo dije sólo como un ejemplo. Yo en esta boutique no vendo suéters. Vendo perfumes, chocolates, bufandas, uisquis, opio, souvenirs…
—¿Y tiene buena clientela?
—Vendo bastante bien, pero no se puede decir que tenga clientes. Es muy raro que alguien venga a este lugar por segunda vez. No sé por qué. Usted, por ejemplo, estoy segura de que una vez que se vaya no va a volver. Así me pasa con todos.
—Qué pena. Quisiera poder ayudarla.
—Le agradezco, pero eso no representa ningún problema para mí. Tanto me da que los que entren acá sean siempre los mismos o que vayan cambiando. Mientras me compren algo, me cago en la cara que tengan. Quizá hasta pueden tener todos la misma cara, y yo no me doy cuenta, porque no me fijo en eso. Me fijo sólo en la cantidad de dinero que desembolsan. Así que gracias, otra vez, pero en cuanto a ese tema no necesito ayuda.
—¡Qué suerte! —dijo Simbad con alivio—. Yo ya estoy cansado de ayudar a la gente. Pero como tengo muy buen corazón, cada vez que veo a alguien en apuros me enternezco y me pongo a ayudarlo.
—Puede ayudarme comprando este gracioso souvenir —la mujer mostró a Simbad un bibelot que representaba una orgía de eunucos.
—Ya le compré uno de ésos ayer —dijo él.
—Eso es falso. Hasta ahora su plática había sido sincera. ¿Por qué ahora pretende cagarme a versos?
—¿Cómo puede decirme que ayer no vine a comprar acá, si usted acaba de reconocer que no se fija en la cara de sus clientes?
—Porque ayer no vendí ninguna pieza de éstas.
—Perdone, entonces. Debo haberla comprado en otra parte.
—Lo dudo. Ésta es la única boutique de a bordo.
—Entonces me la regalaron.
—Imposible. Éstas son piezas únicas, y yo nunca vendí a nadie ninguna.
—Entonces soñé con ella.
—Tampoco. Las gráficas de su encefalograma de anoche no registran ese sueño.
—Puedo haberlo soñado en la mañana. Dígame, ¿dónde vio esas gráficas?
—Se lo voy a contar, pero prométame que no va a decir nada a nadie. No sé hasta qué punto esto puede comprometerme.
—No la voy a comprometer. Se lo prometo.
—Entonces, ¿no quiere que se lo diga?
—Al contrario. Quiero que me lo diga.
—Pero usted dijo que no quería comprometerme.
—Es cierto, pero puede contármelo, sin suspicacias. Como yo no voy a revelar que usted me lo contó, no la voy a comprometer.
—Está bien, voy a decírselo. Hace cosa de una hora, un hombre entró acá y compró un bibelot como éste —la vendedora mostró a Simbad un objeto de porcelana que representaba a Jonás en el interior de la ballena—. Ese hombre llevaba una carpeta, en el interior de la cual se hallaban las gráficas.
—¿Usted abrió la carpeta?
—Sí. Lo hice en un momento en que el hombre fue al baño. A ese baño que está ahí.
—¿Por qué abrió esa carpeta?
—Por curiosidad.
—¿Y cómo sabe que las gráficas correspondían a mi persona?
—No correspondían a su persona, sino a su encéfalo. Y lo sé porque en el ángulo inferior izquierdo de cada gráfica había una foto de usted durmiendo. Y el encabezamiento de las gráficas decía «virus retro-heraclíteo». ¿Eso le dice algo?
—Sí. Me dice que entonces no eran gráficas de mi funcionamiento encefálico. Eran gráficas sobre ese ridículo virus.
—No creo. Las gráficas estaban dibujadas dentro de un globito como los de las historietas, ¿entiende? Y la punta del globito salía de su cráneo, o sea de la foto del ángulo inferior.
—No estoy creyendo ni una palabra de lo que usted me dice —dijo Simbad—. ¿Y sabe por qué? Porque usted antes afirmó que sus bibelots eran piezas únicas, y ahora me dice que ese hombre compró uno igual a éste.
—No dije uno igual a éste. Dije «uno COMO éste».
—¿Y cómo es éste?
—¿No puede verlo? Debería comer más zanahorias, señor.
—Hay otra razón por la que no le creo nada —dijo Simbad, mirando la pequeña puerta metálica que había al fondo de la boutique—. Usted dijo que aquel hombre fue al baño, y señaló esa puerta. Sin embargo estoy seguro de que allí no hay ningún baño, sino sólo un depósito de mercadería.
—Una cosa no quita la otra. Cierto que éste es un crucero de lujo, pero de todas maneras no deja de sustraerse a la realidad general de nuestro país, que es un país subdesarrollado. No podemos darnos el lujo de asignar a cada ambiente una única función. Tenemos que aprovechar al máximo los modestos recursos con que contamos. El sebo que se va derritiendo al arder la vela, por ejemplo, es recogido por el señor Danosek Ita, para ser reaprovechado. La enfermería de a bordo, para darle otro ejemplo, funciona también como calabozo, para el caso de que algún pasajero cometa un delito. El salón de la clase chiquero, para darle otro ejemplo más, funciona también como recipiente para la basura producida en todo el resto de la embarcación. ¿Entiende? Bueno. Pero así y todo, debo decirle que mi cuarto de baño es la excepción que confirma la regla en este crucero subdesarrollado, porque funciona sólo como cuarto de baño. No tengo mercadería almacenada allá. Ahí adentro sólo se puede uno duchar, o puede uno orinar, defecar, cepillarse los dientes, lavarse la cara, en fin, pensándolo bien, no son pocas las funciones que cumple ese lugar, a pesar de ser tan pequeño.
¿Quiere pasar a verlo?
—No —dijo Simbad—. Preferiría aceptar la invitación que me hizo antes, en cuanto a visitar su camarote.
—Excelente. Vamos —dijo ella—. Pero antes permítame pasar a mí al baño. Oiga, no vaya a pensar nada malo, ¿eh? Solamente voy a lavarme las manos.
—Yo creo que no va a poder, pero si quiere haga la prueba. Vaya, yo la espero acá.
La vendedora sacó de una repisa una cámara fotográfica.
—Voy a tomar fotografías del cuarto de baño, para mostrárselas a usted, a ver si así se convence.
Y abrió la puerta, y entró. Casi enseguida salió, moviendo los brazos como si hubiesen sido alas de gallina que huye para no ser degollada.
—¡Se inundó! ¡Se inundó! —cacareó.
—¿Se habrá roto un caño? —dijo Simbad, y entró al baño a examinar el panorama. Había mucha agua allí, sí, pero no tanta como unos minutos antes, ya que la mayor parte se había esparcido por el piso de la boutique. Pero el agua que había en el piso bastaba para cubrir totalmente la cámara fotográfica que la vendedora había dejado caer sin darse cuenta, en la excitación de su sorpresa ante la inundación. Y Simbad tropezó con esta cámara y se cayó sobre el agua, ingiriendo involuntariamente parte de ésta.
—Qué extraño —dijo, incorporándose—. Ésta no es agua de las cañerías. Es agua salada.
—¡Agua de mar! —exclamó la vendedora.
—Sí, a menos que el cocinero haya derramado un barril de sal en el tanque de agua.
—¿La sal viene en barriles? Yo creí que venía en bolsas.
—¿Como el azúcar?
—Sí. ¿Usted cree que hayan echado azúcar, en el agua, en lugar de sal?
—Estoy seguro que no. A menos que yo tenga la lengua muy trastocada.
—A ver —dijo la vendedora—. Abra la boca —(Simbad obedeció)—. Mmm… no, las papilas gustativas están en perfecto estado. Realmente no sé qué decirle. Estoy desconcertada.
—Creo que deberíamos tomar alguna medida —dijo Simbad, observando que el nivel del agua subía hasta su rodilla.
—Venga, vamos a mi camarote —dijo la vendedora, tomando a Simbad de la mano y arrastrándolo en su caminar.
La puerta del camarote estaba abierta. Un anciano rubio, muy alto, flaco y mofletudo estaba sentado en la cama.
—¿Usted qué hace en mi camarote? Salga —le dijo la vendedora.
—La compañía Crucero Yarará delegó en mí la prestación de un servicio que les será a ustedes de gran utilidad: voy a impartirles instrucción sexual —dijo.
—No necesitamos eso. Ya somos grandes —dijo Simbad.
—Muy bien, como quieran —contestó el anciano—. Entonces sólo me resta ir a masturbarme a mi camarote.
—No, no: quédese —dijo la vendedora, entre compasiva y suplicante.
—Gracias.
—¿Va a masturbarse acá? —le preguntó Simbad.
—Si quieren puedo hacerlo, pero me desviaría de mi esquema docente. Nunca hago eso el día de la primera lección.
—¿Es su primera lección? —le preguntó la vendedora.
—No precisamente. Hace setenta y cuatro años que enseño.
—¿Y cuántos años estudió? —le preguntó Simbad.
—Siete.
—Entonces enseñó mucho más de lo que aprendió.
—Tenga en cuenta que yo estudiaba ocho horas por día; en cambio, imparto instrucción solamente dos horas por día.
—De todas maneras hay diferencia —dijo Simbad, y dirigiéndose a la vendedora preguntó—: Cindy, ¿hay alguna calculadora electrónica en la boutique?
—Sí. Enseguida te la traigo —dijo ella, y partió. Los dos hombres se pusieron a esperar en silencio.
—Bonito día, ¿no? —dijo el anciano luego de unos minutos.
—¿Usted se refiere a ese pez parecido al atún? —preguntó Simbad.
—No, no hablaba de eso.
—¿Esso? ¿Se refiere a la Standard Oil Company? —Simbad pareció azorado.
—Yo no dije tal cosa —contestó el anciano, disgustado.
—¿Cosa? ¿Se refiere a esa organización criminal, la Cosa Nostra?
—No sé de qué habla. Nunca fui a ese lugar.
¿Dónde está?, ¿en Nápoles?
—Ya sé adónde quiere ir usted. Ver Nápoles y morir, ¿no es cierto?
El anciano fijó su vista en los dibujos que formaban los hilos de agua que iban entrando al camarote.
—E pur si muove —dijo.
Y entonces se produjo la explosión.