2
Simbad iba a abrir la puerta del cuarto de baño, cuando ésta de pronto se abrió sola, y apareció un hombre calvo, de estatura descomunal y vestido únicamente con una camiseta y un short.
—Perdón —dijeron los dos al unísono, igualmente shockeados ambos por lo inesperado de su encuentro. El gigante se puso a deambular por el local, mirando algunos libros y también a una mujer de unos treinta y seis años, vestida de rojo, que se encontraba recostada sobre un anaquel, en actitud de espera.
—María, te cortaste el pelo —le dijo.
La mujer no le contestó. Ni siquiera lo miró, como si el comentario no hubiese estado dirigido a ella. Simbad, que en lugar de entrar al cuarto de baño se había quedado mirando la escena, se acercó al gigante y le dijo:
—¿Le interesa algún libro en particular?
—No —contestó el otro, y luego de una pausa preguntó—: ¿no está el propietario de la librería?
—No —dijo Simbad—. Él tuvo que salir. Yo estoy a cargo, mientras no vuelva. La señora también. Ella se encarga de las ventas a crédito, y yo vendo al contado. ¿Qué forma de pago prefiere usted?
—No, ninguna —dijo el gigante—. Yo sólo quería hablar con el dueño. Pero no importa, vengo más tarde.
Y se fue, saliendo por la puerta de calle.
—Extraño personaje —dijo entonces la mujer. Simbad asintió.
—Dígame, ¿cuál es la señora que se encarga de las ventas a crédito, según le escuché decir? —preguntó ella.
—Usted —le contestó Simbad.
—¿Yo? ¡Yo no me encargo de ninguna venta a crédito! —La mujer pareció sorprendida.
—No se preocupe —la tranquilizó Simbad—. Dije eso solamente para poder sacarnos de arriba a ese oso polar.
—Y lo consiguió —dijo ella—. Bueno, creo que ya no tengo más nada que hacer acá. Lo voy a dejar a usted que vaya al cuarto de baño, tranquilo, como era su plan, y yo voy a ir a mi casa a ducharme, maquillarme y a preparar mi equipaje. Mi crucero parte en pocas horas. De los nervios, creo que voy a ir sin dormir.
—Yo iría, también —dijo Simbad—, pero no quiero dejar esta librería sola. Tengo que esperar que el dueño regrese.
—Yo pensaba que usted era el dueño.
—¡Yo! ¡Ojalá! Pero no. La realidad es que no.
—Pero ¿no tiene parte en la librería? —insistió ella—. ¿No tiene acciones, aunque no lleguen al cincuenta y uno por ciento?
—No, no tengo nada —dijo él—. En lo que a esta librería concierne, yo soy un paria.
—No sea tan patético en sus juicios —dijo la mujer, acercándosele y dándole un beso en la boca—. Podría considerarse simplemente un cliente.
—¿Por qué me besó? —le preguntó Simbad.
—Más bien debí yo antes preguntarle a usted por qué no me besaba —fue la respuesta.
En ese momento un hombre entró a la librería, y se puso a mirar los anaqueles. Simbad le preguntó qué buscaba.
—¿Tiene algún material sobre palas mecánicas? Palas mecánicas para excavaciones angostas, más precisamente —dijo el hombre.
—Creo haber visto algo de eso hoy, por acá —contestó Simbad, dubitativo, y luego, dirigiéndose a la mujer, dijo—: Pocha, ¿no te acordás dónde era que estaba ese libro sobre palas mecánicas?
—No —dijo ella—. No recuerdo haberlo visto. Pero al que sí recuerdo haber visto es a este señor.
—Eso no tiene nada de particular —dijo el hombre—. Yo todos los días paso por acá, y síempre pregunto por un libro sobre palas mecánicas para excavaciones angostas.
—¿Qué tan angostas? —le preguntó Simbad.
—Bueno, mire, le voy a explicar —dijo el hombre, y tirando al suelo de un manotón todos los libros que había sobre una mesa, se sentó en ella, con cierta precaución, como si temiera que no aguantara su peso—, yo soy propietario de una agencia de viajes. Mi renglón principal de ventas está ocupado desde hace tiempo por la organización de viajes a Japón. Es un país asiático, no sé si oyeron hablar de él. Es una de las naciones más importantes, y también de las más grandes.
—Sí, oímos hablar —dijeron Simbad y la mujer.
—Perfecto. Eso facilita las cosas —prosiguió el hombre—. Si oyeron hablar del Japón, es probable que hayan oído decir también que ese país se encuentra, sobre la superficie del planeta, en un punto tal que si trazáramos una línea recta que lo uniera con el punto en el que se halla nuestro país, esa línea pasaría por el centro de la Tierra. Pues bien, lo que yo me propongo es precisamente trazar esa línea, o sea cavar un túnel de aquí a Japón. ¿La finalidad del túnel? Abaratar costos. Los pasajes de avión ya no están al alcance de nosotros, pobres subdesarrollados. Pienso arrojar a mis pasajeros por el túnel, y la fuerza de gravedad se encargará de transportarlos al centro de la Tierra. Luego, dada la prodigiosa velocidad que habrán alcanzado, seguirán de largo hasta llegar al Japón, donde personal de mi compañía los estará esperando.
—La idea no es mala —dijo Simbad—, pero tiene varias fallas que no sé si usted está capacitado para solucionar. Por ejemplo, no tiene en cuenta que el costo del túnel va a ser tan alto como muchos miles de pasajes de avión.
—En absoluto —contestó el hombre—. Tengo mano de obra gratuita. Algunos son amigos míos, que me ayudarían sin pedir ninguna retribución, estoy seguro. Los demás son esclavos, y por su misma condición no me van a cobrar nada. ¿Qué otra falla tiene mi idea, según usted?
—Usted habló de países que se hallan en la superficie de un planeta —dijo Simbad—, y su sistema no sería entonces el adecuado para países como el nuestro, o como el Japón, que no están en la superficie de ningún planeta.
—¿No? —preguntó el hombre, con profunda desazón.
—No —ratificó Simbad—. Los planetas están en el espacio. Nosotros, en cambio, estamos acá, y el Japón también.
—¿El Japón también? —preguntó el hombre, llevando su voz casi hasta el falsete, y con los ojos a punto de desorbitarse por la sorpresa. Parecía ser la primera vez en su vida que oía decir eso a alguien.
—Bueno, no quiero decir que el Japón esté exactamente acá. Es solamente una manera de decir. El Japón está a cierta distancia, indudablemente. Pero esa distancia no tiene nada que ver con las distancias que separan a los planetas. Esas distancias son incomparablemente más grandes.
—Creo que voy a tener que rever mi proyecto —dijo el hombre, sacando unos papeles arrugados de uno de sus bolsillos.
—Sí —dijo Simbad—. Pero todavía no le mencioné la falla más grave que hay en ese proyecto.
—No se la menciones —dijo la mujer a Simbad, tomándolo del brazo en actitud suplicante—. El señor ya tuvo bastante por hoy.
Y luego, acercando su boca a la oreja de Simbad, agregó, en secreto:
—Tengo miedo de que si le decís la tercera falla este hombre se suicide.
—Por favor, mencione la falla —dijo el hombre, y siguió, como si hubiera oído las palabras de la mujer—: No tema nada. Tengo buen espíritu autocrítico.
—Esto no sería autocrítica —dijo Simbad—. Sería yo el autor de la crítica, no usted.
—Es cierto —concedió el otro.
—No, en serio —insistió Simbad, alzando la voz—. No me gusta que me roben la autoría de mis palabras.
—Yo no le robé nada, idiota —dijo el hombre—. ¡Si todavía no me dijiste cuál era la tercer falla!
—Ni voy a decírselo tampoco —Simbad se cruzó de brazos.
—¡Sí, por favor, dígaselo! —imploró la mujer.
—Si quieren que lo diga, van a tener que pedírmelo unas cuantas veces más —dijo Simbad.
—Después de todo —dijo el hombre—, quizá no exista esa tercera falla. Quedaría violado aquel principio según el cual no hay dos sin tres, como forma de preservar aquel otro según el cual la excepción confirma la regla.
—Yo voy a decirle cuál es la tercer falla —dijo entonces la mujer, soltando el brazo de Simbad y abandonando todo otro gesto suplicante—: la tercer falla consiste en que si usted quiere cavar un túnel, lo que necesita no es un libro que hable sobre palas mecánicas, sino una pala mecánica.
—Los túneles no se cavan con palas mecánicas —dijo en ese momento una voz que no era la de la mujer, ni la de Simbad, ni la del otro hombre.
—¿Quién habló? —preguntó Simbad.
—No sé —dijo la mujer, temblorosa—. Creo que la voz venía del cuarto de baño.
—Sin embargo, la puerta del cuarto de baño está cerrada —dijo el otro, mirando hacia el fondo de la librería.
—¿Y usted cómo sabe que ésa es la puerta del cuarto de baño? —le preguntó Simbad, suspicaz.
—Ya le dije que yo acá vengo todos los días —se defendió el otro.
—Sí, pero por lo que dijo, usted sólo viene a preguntar por un libro sobre palas mecánicas para excavaciones angostas; no viene para ir al baño. Y no creo que el propietario de esta librería permita entrar al baño a un individuo que viene todos los días y nunca compra nada —dijo Simbad.
—¡Cómo! —Se sorprendió el otro—. ¿No es usted dueño de esta librería?
—Es muy extraño que usted —intervino la mujer—, viniendo todos los días a esta librería, no conozca todavía al dueño.
—Eso no tiene nada de extraño —contestó el otro—. Si es el dueño, puede darse el lujo de tener empleados que sean quienes reciben a la gente, y quedarse él en su casa, y en todo caso pasar por la librería una vez por semana, para cobrar.
—Tiene razón —se disculpó la mujer—. No dije nada.
—Ahora yo voy a hablarles de lo que me parece extraño a mí —dijo el otro tomando la ofensiva—: lo que me parece extraño a mí es que ustedes, no siendo los propietarios de esta librería, estén acá como perico por su casa.
—Yo también puedo decirle que eso no tiene nada de extraño —empezó a refutar la mujer, mientras Simbad se iba para el fondo y se acercaba cautelosamente a la puerta del cuarto de baño. En primer lugar, si el dueño está descansando en su casa, es lógico que haya en la librería alguna persona, ya sea un amigo del dueño, o un empleado, que se encargue de atender a la gente. Si viviéramos en una sociedad de gente honesta eso no sería necesario, ya que cada cual podría entrar, llevarse el libro que necesita (que tendría su precio marcado en una etiqueta) y dejar el importe en la caja. Pero como vivimos en una sociedad podrida, eso no puede darse, así que la presencia de personas que no son el dueño queda plenamente justificada. Pero hay otra cosa que usted no tuvo en cuenta, y es la más importante, y la más demostrativa de su miseria intelectual, señor mío. El que estaba acá con nosotros hace un momento, y que ahora acaba de entrar al baño, dijo no ser el dueño de esta librería. De ahí usted concluyó que el dueño de la librería no estaba presente. ¿Y sabe por qué sacó usted esa conclusión? Porque es un asqueroso machista. Perfectamente podría ser yo la dueña de esta librería, pero su ceguera mental le impide a usted concebirlo. Y ahora, si me permite, me voy a retirar. Aunque le parezca una ironía, me están esperando para viajar a Japón.
—¡A Japón! ¡Qué casualidad! ¡Yo organizo viajes a Japón! —dijo el hombre.
—Sí, ya lo sé —dijo ella—. Pero yo ya tengo mi pasaje.
—¿Cuánto le costó?
La mujer contestó lisa y llanamente la verdad.
—Yo podría habérselo conseguido mucho más barato —dijo el hombre.
—Sí, señor mío —dijo ella—, pero yo quería viajar ahora. Mis vacaciones son AHORA, ¿entiende? Para cuando usted termine ese túnel, yo ya voy a ser una vieja decrépita.
—Sí —contestó él, y añadió—: o un cadáver.
Y mientras esta conversación tenía lugar, Simbad Geigy había entrado al cuarto de baño y estaba literalmente desmantelándolo, en el intento de localizar a la persona allí oculta y cuya voz había escuchado desde el salón de la librería.
—¿Hay alguien? ¿Quién vive? —preguntaba mientras sacaba el lavabo, el espejo y la rejilla del desagüe, y también decía cosas como:
—Dese a conocer, cobarde. ¿O usted es de aquellos que optan por minar los cimientos de la sociedad protegiéndose en las sombras de la noche? O quizá en este caso debí decir «la sombra del bidé».
En efecto, había algo detrás del bidé, pero era demasiado pequeño para ser una persona. ¿Sería un papagayo? Armándose de coraje, y pronto para arrojar el lavabo a quien se moviera, Simbad se agachó y se acercó constatando que lo que había detrás del bidé no era sino una cartera. Una cartera de mujer. La cartera que la mujer había olvidado cuando entró al baño. Dejando para otra ocasión la búsqueda del emisor vocal, Simbad dejó el lavabo sobre el inodoro, tomó la cartera y salió del baño presuroso para ver a la mujer y devolverle su pertenencia. Pero la librería estaba desierta. Todos se habían ido: la mujer, el hombre que buscaba un libro sobre palas mecánicas, y también el doctor.
«Caramba, esta mujer no va a poder viajar a Japón sin su cartera», pensó Simbad.
«O quizá sí va a poder, pero sería mejor si la llevara», pensó también.
Así que salió de la librería, con la idea de ir al puerto. Tenía tiempo. Sabía, por palabras de la mujer, que el barco no saldría antes del alba. Lo que no sabía era a qué hora tenía lugar el alba, pero lo averiguó de boca de una peatona, no porque la hubiera interrogado al respecto sino porque a ella le salió decirlo, así, espontáneamente.
Simbad Geigy caminó unas cuadras más, cuando de pronto se le ocurrió que no tenía por qué esperar al alba para ver a la mujer. No sabía su nombre ni su domicilio, pero llevaría a cabo una pesquisa tendiente a averiguarlos. Para ello sólo tenía que hacerse de un manual para detectives principiantes. Simbad volvió entonces sobre sus pasos y entró por segunda vez a la librería Del Otro Costal.
El librero seguía ausente. Pero había otro hombre en su lugar. Un hombre joven, que tenía puesto un kepi en la cabeza. Simbad le pidió el manual para detectives principiantes.
—Mi padre en estos momentos no se encuentra —contestó el muchacho, sin que Simbad entendiera qué tenía que ver eso con su pedido.
—No me oíste bien —dijo—. Lo que quiero es un manual para detectives principiantes.
—Espere un segundo, voy a ver si encuentro a mi madre —contestó el muchacho. Fue para el fondo de la librería, abrió una puerta (la única que había) y gritó—: ¡Mamá!
Pocos segundos después aparecía por esa puerta una mujer de cabello largo, que llevaba puesto un vestido amarillento, que en otra época podría haber sido celeste o verde claro. Ella, apenas vio a Simbad, le dijo:
—¡Qué gentileza, señor!
Y dirigiéndose al muchacho del kepi, agregó:
—El señor vino a entregarme mi cartera. ¡Qué suerte! Creí que me la habían robado.
—No sé si a usted le robaron la cartera o no —dijo Simbad retrocediendo hasta la entrada—, pero sé que esta cartera no es suya.
—¡Ey, ladrón! ¡Devuélvame mi cartera! —aulló la mujer, persiguiendo a Simbad, que ganó la calle y empezó a correr.
No tuvo dificultad en dejar atrás a la mujer, pero cuando aminoró un poco el paso, vio que el muchacho del kepi venía corriendo hacia él a una velocidad que él no habría podido alcanzar ni siquiera con ayuda de estimulantes químicos. Detuvo entonces su marcha, depositó la cartera en el suelo y preparó sus puños como para ofrecer una cálida bienvenida al muchacho. De nada le sirvió. El muchacho empezó a molerlo a golpes aún antes de alcanzarlo, y la molienda siguió hasta que Simbad se vio obligado a pedir clemencia para no morir. El muchacho le propinó seis o siete golpes más y luego dejó en paz a Simbad, dirigiéndole antes de irse una mirada completamente inexpresiva.
—¡Ey, idiota! —le gritó Simbad cuando el muchacho estaba a treinta o cuarenta metros de él—. ¡Te estás olvidando de la cartera!
El muchacho, en efecto, no había recogido la cartera, y no parecía en absoluto interesado en ella. Su única reacción al llamado de Simbad fue una nueva mirada tan inexpresiva como la anterior, y más breve.
Trabajosamente, Geigy se incorporó y trató de caminar hasta un sitio donde pudiera descansar hasta ponerse en condiciones de viajar al puerto. Sus ambiciones detectivescas habían quedado disueltas por lo ocurrido en su segunda visita a la librería.
En la esquina había un bar. Simbad se arrastró hasta él, entró y se desplomó sobre una silla. Un hombre salido de alguna parte cercana al mostrador, deslizándose como un felino, se le sentó enfrente. Su edad rondaba los sesenta, y su ropa al parecer también.
—Lo dejaron bastante maltrecho —dijo, con una mueca de falsa conmiseración.
Simbad ni siquiera lo miró. El otro se puso a fumar un cigarrillo, y cuando lo terminó pidió un coñac para él y otro para Simbad. Éste aceptó de hecho la invitación, y cuando hubo tomado el primer buche el otro le dijo:
—Tengo amigos que pueden auxiliarlo, jetón. En uno de los espejos del bar Simbad pudo ver que el mote era perfectamente acorde al estado de su cara.
—Sus amigos qué son, ¿masajistas? —preguntó.
—Admiro su sentido del humor —dijo el otro—. Yo en su pellejo no sería capaz de contar ni el chiste de Juan y Pegame.
—No conozco ese chiste —dijo Simbad—. ¿Cómo es?
—Ah, no tiene importancia. Sólo lo puse como ejemplo. ¿No le gusta el coñac? —dijo el otro, tratando de cambiar de tema.
—Sí, me gusta el coñac, pero usted me dejó con la espina. ¿Cómo es ese chiste? —persistió Simbad.
—¿Qué chiste? Ya no me acuerdo ni cuál era —el hombre trataba de evitar contarlo.
—El de Juan y Pegame —le refrescó la memoria Simbad.
—No debí invitarlo con coñac: usted es un coñazo —dijo el otro.
—Vamos, no sea cruel —le rogó Simbad—. No puede hacerme eso. No puede mencionar un chiste que yo no conozco y negarse a contármelo, y menos en el estado en que me encuentro. ¿No ve que la pasé muy mal? Tengo derecho a gratificarme un poco.
—Muy bien —accedió el otro. Se lo voy a contar. Pero prométame que no se va a quejar si el cuento no le gusta.
—Prometo reírme a carcajadas aunque sea peor que Marieta Caramba —dijo Simbad.
—Juan y Pegame fueron a la playa. Juan se ahogó. ¿Quién quedó?
—Pegame.
El golpe no fue fuerte, pero bastó para que Simbad no pudiera cumplir su promesa: se desmayó.
Cuando despertó sintió una cosquilla en la nariz, y al abrir los ojos se sobresaltó, creyendo que tenía alguna clase de mariposa anidada en su cara. Pero al sacudírsela pudo ver que se trataba de una simple tarjeta, que decía
K. B. ZADURA
seguido de una dirección y un teléfono.
El sujeto ya no estaba en parte visible del bar. Simbad terminó su coñac y recién entonces cobró conciencia de que todos sus dolores habían desaparecido. Se levantó y, confiando en que su cuenta había sido pagada, fue hacia la puerta.
—¿Se siente mejor, señor? —le dijo el barman—. Mientras usted dormía, yo me tomé la libertad de aplicarle linimento.
—Gracias, fue muy amable de su parte —contestó Simbad, y en ese momento se dio cuenta de que ya no tenía consigo la cartera de la mujer. Interrogó al barman al respecto, pero éste dijo no saber nada. «¡Zas!, ¡me la robó este tipo!», se dijo Simbad, pensando en el que lo había invitado con el coñac. Mirando la tarjeta, se puso a trazar mentalmente un camino que lo llevara desde el bar hasta el domicilio que allí figuraba, pero entonces se preguntó qué sentido podía tener para el ladrón dejar a la víctima sus señas.
«Si tuviera un manual para detectives principiantes podría responder a eso y a muchas cosas más», caviló.
Las cuatro primeras librerías que visitó ya habían bajado las cortinas. La quinta fue la librería del Otro Costal. Aún estaba abierta, y Simbad entró. Hacía horas que no comía zanahorias, pero pese a eso y a la pésima iluminación del lugar, no tuvo dificultad en ver que el muchacho del kepi no estaba, y que quien había tomado su lugar era el verdadero librero, o por lo menos el hombre que había atendido a Simbad en su primera visita.
—¿Tiene algún manual para detectives principiantes? —preguntó directamente Simbad, sin saludar.
—Espere un momento, voy a fijarme —contestó el librero, y se disponía a abrir la puerta del fondo cuando Simbad lo detuvo diciéndole:
—No sabía que usted guardaba libros en el baño.
—¿Cómo sabe que éste es el baño? —le preguntó el librero.
—Por lo que oigo, está reconociendo que lo es.
¿Me equivoco?
—Rotundamente. ¿Qué le hace pensar que éste sea el baño?
—Supongo que acá debe haber un baño, y como ésa es la única puerta que veo, me da por pensar que es la puerta del baño.
—Yo tengo otra teoría —dijo el librero—. A mí me parece que usted ya estuvo acá, y que abrió esa puerta.
—Entonces usted está reconociendo que ahí hay un baño —Simbad sonrió triunfante.
—Y usted está reconociendo que ya pasó por esa puerta —el librero también sonrió.
—No —dijo Simbad—. Yo jamás estuve acá. A lo sumo habré venido con mi madre o con mi padre siendo todavía un bebé, pero es imposible que me acuerde de eso.
—Pero su inconsciente lo recuerda —dijo el librero—. Es posible que en aquella oportunidad su madre o su padre hayan solicitado permiso para entrar al baño. Los bebés, como usted sabe, se mean y se cagan todo el tiempo.
—Sí —dijo Simbad—. Seguramente eso fue lo que pasó.
—No —replicó el librero, en tono de profesor a alumno—, eso no fue lo que pasó, y yo le voy a explicar por qué. Por dos razones. La primera es que esta librería fue abierta el año pasado, y no creo que el año pasado usted fuera un bebé.
—Usted no sabe lo bien que funcionan mis glándulas secretoras de hormonas para el crecimiento —dijo Simbad.
—No, no lo sé, pero tampoco pienso averiguarlo, porque la otra razón que tengo para sostener la falsedad de su historia es suficientemente fuerte como para seguir sosteniendo dicha falsedad aun en el caso de que usted el año pasado fuera todavía un bebé. Esa razón consiste en que esta puerta no conduce a ningún cuarto de baño.
—No creo ni media palabra de lo que me está diciendo.
—Me importa tres pepinos si me cree o no. Mi negocio es vender libros, no dar clases de geografía comercial.
—Está mintiendo otra vez —señaló Simbad—. Si a usted no le interesara convencerme, esta conversación no habría durado ni la duodécima parte de lo que está durando.
—Al contrario —dijo el librero—. Si a mí me interesara convencerlo a usted de que ésa no es la puerta del baño, me habría limitado simplemente a pedirle que la abriera, y que se fijara por sí mismo.
—Con lo cual no me habría convencido en absoluto de que ésa no es la puerta del baño, ya que lo es.
—¡¿Lo es?! ¿Usted dice que lo es? ¡Ábrala y compruébelo usted mismo!
—Tenga cuidado, compañero, no juegue con las palabras —dijo Simbad—. Mire que puedo ir y abrir esa puerta, y cuando lo haya hecho no habrá argumento que pueda convencerme de que eso no es un baño.
—No me amenace, idiota, ¿cree que tengo miedo? A mí me importa poco y nada convencerlo a usted o no convencerlo. Sólo quiero que vaya y se fije de una buena vez lo que hay atrás de esa puerta, para que esta conversación acabe y yo pueda seguir viviendo en paz.
—Voy a entrar —anunció Simbad—, pero no porque tenga yo el menor interés en que usted viva en paz. No me molesta si lo hace, pero no pienso contribuir a ello.
Giró la manija del picaporte hasta encontrar tope. Presionó suavemente. La puerta primero se entornó, luego se abrió, y Simbad entró, cerrando tras de sí para evitar que el librero curioseara.
Efectivamente, y de acuerdo a todas las previsiones de Simbad, el lugar era un cuarto de baño. Pero desgraciadamente alguien se había tomado el trabajo de retirar las instalaciones que permitían su normal utilización. Habían sido sin ningún cuidado arrancados el lavabo, el espejo, el inodoro, el bidé y la rejilla del desagüe. De las paredes asomaban enclenques codos de cañerías viejas que goteaban agua con óxido de hierro, o algún otro líquido de color marrón.
—¿Y? ¿Qué me dice? —dijo el librero cuando Simbad reapareció.
—E pur si muove —contestó él.
—Eso de quién es, ¿del Dante?, ¿o de la Cicciolina?
—Cállese, traidor. Usted juega muy sucio —dijo Simbad.
—No sé qué lo lleva a hablar así —contestó el librero—. Hasta ahora nuestra conversación se había desarrollado entre los límites de la corrección y la compostura. Tuvimos discrepancias, sí, pero supimos canalizarlas en un debate sano y respetuoso, convencidos de que el disenso enriquece todo intercambio de ideas y da sentido al pluralismo que está en los cimientos de la vida democrática. Así que no tenías ningún derecho a introducir ese tipo de vocabulario, malcriado hijo de puta.
—Es cierto, lo reconozco —dijo Simbad—, estuve mal. Pero usted, con lo que me dijo ahora, estuvo peor. Sin embargo conmigo no va a tener suerte, porque yo nunca sigo el juego a provocaciones gratuitas. Si está buscando camorra conmigo pierde su tiempo, imbécil de mierda.
—Tenés toda la razón. No tiene sentido que yo siga perdiendo el tiempo. Voy a buscar a alguien que te va a saber poner en tus trece —dijo el librero, y fue hacia la puerta del fondo.
—Yo no dije eso —anotó Simbad—. Dije que usted perdía su tiempo, pero no dije que eso no tuviera sentido.
—Pues no lo tiene —insistió el otro—. Eso lo digo yo. Mis palabras aportan un sentido que en las suyas faltaba.
—Lo que usted dice es ridículo: usted sostiene que una cosa no tiene sentido, cuando no estamos haciendo otra cosa que discutir sobre el sentido que tiene.
—Entonces tómelo de esta manera: como tener sentido, tiene. Pero es un sentido nulo. ¿De acuerdo?
—Ya cambiaste de postura, canalla. Vil canalla. Sos un maula.
—Eso sí que no tiene sentido —dijo el librero—. Al menos, en el diccionario que yo tengo ese sentido no figura.
—Otra vez está diciendo cosas ridículas —acusó Simbad—. Primeramente, dice «el diccionario que yo tengo», cuando es a todas luces evidente que usted posee un alto número de diccionarios: los que están en ese anaquel. Así que ¿en cuál diccionario no figura aquel sentido? ¿En el diccionario bantú-pali?
¿En el húngaro-comanche? Pero la cosa no termina ahí. Aun en el caso de que usted se refiera a un diccionario en el que el término «maula» no figure, eso no significa de ningún modo que SU SENTIDO no figure.
—De eso hablaba yo, idiota. Del sentido, no de la palabra. Ahora es usted el que pierde su tiempo.
—No entiendo por qué dice eso. ¿Quién perdía mi tiempo, antes?
—No sé quién perdía el suyo, pero yo perdía el mío —dijo el librero—. Y lo sigo perdiendo.
—Mientras usted considere que algo es suyo, siempre corre el riesgo de perderlo. Si abandona esa consideración, las idas y venidas de las cosas dejarán de afectarle como ganancias o pérdidas.
—Eso no es verdad. Uno puede perder algo que no es suyo: usted, por ejemplo, perdió una cartera que no era suya, sino de su esposa.
—Está hablando al pedo, porque soy soltero —dijo Simbad.
—El juez Ort no opina lo mismo —contestó el librero.
—Oiga, señor: no vivimos en un pueblo chico, donde todo el mundo está al tanto de los pormenores de la vida de todo el mundo. No sé quién es ese juez Ort, y puedo asegurarle que no llegan a poder contarse con los dedos de una sola mano las personas que conocen mi estado civil.
—El juez Ort es el que los casó.
—El que casó a quiénes, si se puede saber.
—A ustedes.
—Quiénes son «ustedes».
—«Nosotros» somos «yo» y «mi esposa».
—Perfecto —dijo Simbad. A usted y a su esposa los habrá casado el juez Ort, pero a mí no me casó ningún juez Ort, ni ningún otro juez.
—¿No se casó por civil? ¿Se casó sólo por iglesia? —preguntó el librero, con expresión de honda inquietud.
—Sí —dijo Simbad, para conformarlo.
—Qué extraño —reflexionó el otro—. El padre Girasol no me dijo nada.
—Volvemos a lo mismo —Simbad se irritó al fracasar su estratagema—; ¡éste no es un pueblo chico, donde hay un solo cura! Perfectamente puede ocurrir que una persona se case con un cura en una determinada iglesia, sin que otro perteneciente a otra iglesia tenga la menor noticia de ello.
—Lo que usted está diciendo es una impertinencia punible en primer grado, y yo, aunque no soy feligrés, no puedo pasarla por alto: ¡a los curas les está terminantemente prohibido casarse!
—Perdóneme. ¡Es que hay tan poca luz acá! A veces digo cosas que no quisiera decir.
—¿Acaso usted no se sabe de memoria lo que debe decir? ¿Tiene que leerlo? Perdone, pero es que como la iluminación de esta librería es tan mala, no alcanzo a ver si lleva usted un libreto en la mano.
—No, no traje ninguno. Lo que sí traje es una zanahoria. Sírvase. Así aumentará la eficacia de su visión, en estas condiciones tan penosas.
—Gracias —dijo el librero, mordiendo la zanahoria que Simbad le ofrecía—, pero no vaya a creerse usted que el efecto de esto es inmediato. El cuerpo humano necesita mucho tiempo para transformar el caroteno de la zanahoria en vitamina A, y luego… espere un momento, amigo, ¿esta zanahoria está lavada?
Simbad palideció. No sabía cómo enfrentar esa situación, hasta que su silencio se hizo insostenible y tuvo que confesar que no, que no había lavado la zanahoria. Contra todas sus previsiones, el librero no se enojó. Dirigiéndose a la puerta del fondo, se limitó a decir:
—Entonces voy a lavarla. Ya vuelvo.
—¡Espere! —Lo frenó Simbad—. ¿Dónde va a lavar la zanahoria?
—En el baño —contestó el otro con tanta naturalidad como si hubiese estado en una casa de familia y dicho «en la cocina».
—Pensé que ésa era la puerta de su depósito de libros.
—Esta es una librería pobre. Formamos parte del tercer mundo, amigo. No podemos darnos el lujo de destinar cada ambiente a una sola función.
—Se está olvidando de que hace un rato yo abrí esa puerta y vi lo que había adentro.
—No creo que haya visto nada. Yo no lo escuché accionar el interruptor de la luz.
—No necesité hacerlo: la luz estaba encendida.
—¿Sí? A ver, pruébelo: dígame cuál es el libro que encabeza la primera de las pilas.
—Eso es falso. Reconozco que la pregunta venía con trampa, pero no por lo que usted dijo, sino por esto: ahí adentro hay muchos libros, pero no están dispuestos en forma de pilas.
—Ésa es una pregunta muy tramposa. No hay ningún libro ahí adentro.
—¿No? ¿Y cómo están dispuestos?
—Es una forma irregular, y me cuesta mucho esfuerzo representármela en la mente. Si me permite, voy a entrar a fijarme.
—No, no se moleste, no tiene importancia. Se lo pregunté por mera curiosidad.
—No es ninguna molestia. Me gustaría satisfacer esa curiosidad. De cualquier manera no tengo nada más que hacer. Como usted pudo comprobar, en todo este rato que estuvimos charlando no se presentó ningún cliente. Es que son tiempos duros. Los libros son artículos suntuarios, y la gente los elimina de su presupuesto mensual. Prefieren comprar mayonesa.
—¿Mayonesa?
—Sí, mayonesa, ají, merluza, y todas esas cosas que la gente se mete en la boca.
—Como las zanahorias.
—Sí, como las zanahorias. Usted me comprende. Pero los libros… ¡ah, los libros no los compra nadie! Hoy tuve un solo cliente, y que al final se fue sin comprar nada. Solamente vino a preguntar. Me preguntó por algún manual para detectives principiantes.
—¿Y usted no tenía ninguno?
—Tenía, sí, pero no lo tenía acá. Tuve que ir a buscarlo al depósito, y cuando volví acá con el libro, el tipo ya no estaba. Me dejó solo con el libro en la mano, como un imbécil.
—Posiblemente el hombre tuviera apuro, y no haya podido esperar. Quizá regrese mañana.
—No me parece. El tipo no se fue solo. Me robó un libro. Una de las novedades de la editorial Arromortu. Pensé en hacer la denuncia a la policía, pero me retraje porque me puse a pensar: «¿y si arrestan a un inocente?». Puede haber muchas personas que tengan ese libro, por haberlo comprado honradamente.
—Esas personas deben tener la boleta de compra. El ladrón, en cambio, no puede tenerla, y cuando la policía se la exija va a quedar en evidencia.
—La gente que compra libros en general no conserva las boletas. Una vez que se aseguran de que el libro está en buen estado, que no tiene fallas, la tiran. El ladrón, en cambio, puede hacer una boleta falsa. O un verdadera. Mientras yo entré al depósito a buscar el otro libro, él puede haberme robado también una boleta de las mías. De esta manera, las cárceles quedarían atestadas de inocentes compradores del libro (ya que es un libro muy pedido), mientras el ladrón anda suelto por las calles.
—La policía no es tan ingenua, Gerardo. Ellos tienen métodos especiales para resolver casos así.
—¿Sí? ¿Qué métodos?
—Es muy fácil. Los aprendí todos en un libro que se llama «Manual para detectives principiantes».
—Yo tengo stock de ese libro, pero nunca lo leí.
—Debería hacerlo, es muy interesante. Y así podrá prescindir de la policía y ponerse usted mismo a seguirle la pista al tipo que le robó ese libro. A propósito, ¿qué libro era?
—No lo recuerdo muy bien. Creo que era un libro sobre artes marciales.
—Es muy raro que no se acuerde, siendo que hace unos momentos usted afirmó que se trataba de un libro muy pedido, y que era una de las últimas novedades de la editorial Sopena Demuerte.
—Sopena Demuerte no. Arromortu.
—Sí, perdón. Arromortu.
—Usted sabía el nombre de la editorial. No fue un lapsus. ¿Por qué nombró voluntariamente a una editorial equivocada?
—Para ver si usted recordaba cuál era la editorial correcta. Y comprobé que sí. Así que no venga a decirme que no se acuerda cuál fue el libro que le robaron.
—No recuerdo el título. En este momento sólo me viene a la memoria el nombre del autor.
—Dígalo.
—Su Majestad Morgan.
—No. No es ése.
—¿Cómo sabe? ¿Acaso fue usted el ladrón?
—No. Pero conozco todas las novedades editoriales de Sopena Demuerte.
—Querrá decir Arromortu.
—Sí, las de Arromortu también las conozco.
—¿Sí? Nómbrelas.
—¿Para qué? Usted las conoce tanto o mejor que yo. Usted sabe perfectamente cuál fue el libro que le robaron.
—Tiene razón. Ahora lo recuerdo. No sé cómo pude olvidarlo. No. Miento. Sé por qué lo olvidé. Es porque siempre tiendo a olvidar los incidentes penosos que me ocurren. Es algo así como un mecanismo de autodefensa. Siempre que me roban algo, lo olvido.
—Esta vez, sin embargo, no lo hizo.
—Debe ser por lo que usted me enseñó hoy, acerca de no considerarme poseedor de las cosas. De esa manera, su pérdida deja de ser tal.
—Esa enseñanza mía fue refutada por usted a su debido tiempo, así que no venga a adularme ahora. Si lo hace debe ser porque espera extraer de ello algún beneficio. ¿Cuál es?
—Espere un poco, amigo, usted va demasiado rápido de un tema a otro. ¿Qué le pasa? ¿No le dieron cuerda, hoy?
—Usted dice lo contrario de lo que debería decir. Debió preguntarme si me dieron demasiado cuerda.
—A veces, para averiguar lo que uno quiere saber, no hay que hacer las preguntas muy directamente. Hay que preguntar con mucho tacto y sobre temas aparentemente inocuos, para ir recolectando los datos y las pistas necesarias para preparar el terreno a la pregunta clave, que deberá ser hecha en el lugar y momento oportunos, y no antes ni después ni en otra parte. Son técnicas de interrogatorio que yo aprendí en un libro, «Manual para detectives principiantes».
—Ese libro ¿tiene algún capítulo sobre artes marciales?
—¿Uno? Tiene dos. Dos capítulos sobre artes marciales.
—¿Tiene recetas de cocina?
—Sí, tiene tres. Tres recetas de cocina.
—Bueno, por lo visto usted conoce muy bien ese libro, y eso es lo que yo quería saber. Lo que me falta saber ahora es por qué usted, hace cosa de unos minutos, negó haber leído ese libro.
—Yo no negué tal cosa.
—Si no la negó, por lo menos afirmó la contraria.
—Ah, eso puede ser. Lo que debe haber ocurrido fue que… Yo voy a explicarle una cosa, joven. A veces, para matar el tiempo mientras no viene algún cliente, yo saco algún libro de piezas teatrales y me pongo a declamar algún parlamento. Quizá usted me oyó recitar algo que, por mera casualidad, se pareciera mucho a la afirmación que me atribuye haber sostenido, y que quizá debería atribuir a Sófocles, a Esquilo o a Plutarcamón.
—Me parece muy difícil que en una obra de Plutarcamón o de Esquilo se haga referencia a un libro escrito mil ochocientos cincuenta y seis años después de la muerte de esos autores.
—Si eso le parece difícil, no sé qué podrá decir usted el día que lea las profecías de Nostradamus.
—Ya las leí.
—¿Y no recuerda qué dijo ese día?
—No fue un solo día. No me gusta leer a la apurada. Me tomo mi tiempo.
—No se lo tome todo. Si no, después no le va a quedar tiempo para leer.
—¿Usted leyó todo lo que hay en esta librería?
—Todo. Absolutamente todo.
—Lo felicito.
—Leí todo lo que hay acá, menos las novedades que me vinieron esta semana. Los últimos libros de la editorial Arromortu. ¿Los conoce?
—No.
—Debí suponerlo. Usted no es del oficio.
—No.
—A propósito, ¿cuál es su oficio?
—Sé hacer varias cosas. Ésta no es una época como para tener una sola especialización. Por lo menos acá, en estos países del tercer mundo, donde el trabajo escasea cada día más. Hay que saber revolverse en lo que venga. Si hay una vacante como deshollinador, hay que ser deshollinador. Si en el diario piden un chapista, hay que ser chapista. Si piden médico, médico. Si piden clérigo, clérigo. Si piden…
—¿Usted siempre espera que los demás pidan?
¿No tiene iniciativa empresarial?
—Bueno, alguna vez me metí en…
—Míreme a mí, por ejemplo —volvió a interrumpir el librero—. A mí nadie me pidió que fuera librero. Sin embargo aquí me ve, al frente de un stock de más de doscientos mil volúmenes.
—No veo tantos libros, acá —dijo Simbad—. Me parece que usted exagera.
—Los demás los tengo en el depósito —contestó el librero—. ¿Quiere verlos? —Simbad asintió—. Pase por esa puerta, nomás. Yo me quedo acá, por si viene algún cliente.
Simbad caminó hasta la puerta del fondo, giró la manija del picaporte, empujó suavemente y entró, cerrando la puerta tras de sí.