3
El lugar había sido, hasta hacía poco, seguramente, un baño. Pero alguien se había tomado el trabajo de retirar las instalaciones que permitían su uso como tal. Habían sido arrancados muy recientemente, y sin ningún cuidado, el lavabo, el espejo, el inodoro, el bidé, la ducha y la rejilla del desagüe. De las paredes asomaban enclenques codos de cañerías viejas que goteaban agua con óxido de hierro, u otro líquido de color marrón.
No había ningún libro, pero al fondo Simbad vio otra puerta. «Ésa debe ser la puerta del depósito», pensó Simbad. Y tenía razón: al abrirla, se encontró en un depósito. Pero no era un depósito de libros, sino de cadáveres.
Los cuerpos estaban pulcramente colocados sobre camas de una plaza que formaban dos hileras enfrentadas, de veinticuatro camas cada una. Algunos eran hombres, otros mujeres. La existencia de camas y la disposición de los cuerpos en ellas hizo pensar primero a Simbad que se trataba de durmientes, o de pacientes de alguna enfermedad, pero la temperatura de la piel de una mujer que tocó le trastocó la idea. Era una mujer menor de cuarenta años (o quizá mayor, pero entonces estaba muy bien conservada), caucásica, de cabello lacio y largo, y portaba un vestido de tela amarillenta que quizá en una época había tenido algún tinte verdoso o azulado. Simbad se quedó unos minutos admirándola, al tiempo que lamentaba su deceso, cuando una voz a sus espaldas le dijo:
—Interesante, ¿verdad?
Simbad volvió la cabeza pero no vio a nadie. A nadie que le pareciera capaz de hablar, naturalmente. Pero una segunda inspección ocular le permitió registrar un pequeño movimiento en uno de los brazos del cuerpo que ocupaba una de las camas contiguas a la de la mujer. El movimiento se hizo cada vez más notorio y luego se extendió al tronco y a las piernas, y sólo cesó cuando el cuerpo quedó sentado en la cama, con la almohada como respaldo. Era un hombre de unos sesenta años, elegantemente vestido con un traje de color verde, y llevaba puesto un monóculo en cada ojo.
—Perdone si lo asusté —dijo a Simbad, hablando con extrema dulzura—. Traté de moverme lo más gradualmente posible, para que la revelación de estar vivo mi cuerpo no significara un shock para usted.
—Le agradezco su deferencia —dijo Simbad—. ¿Los demás también viven?
—No. No como seres humanos, al menos.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, en su interior se registran numerosos procesos vitales, principalmente de microorganismos.
—¿Usted es médico? —preguntó Simbad.
—Sí, soy doctor en medicina. Y también soy profesor. Me gusta enseñar a los jóvenes lo poco que sé.
—¿Sabe poco? Entonces quizá sería conveniente que ocupara su tiempo en aprender más. Así cuando enseñe va a poder hacerlo mejor.
—Ya lo estoy haciendo.
—¿Éstos son sus alumnos? —preguntó Simbad, aludiendo a los cadáveres—. ¿Usted los mató, por burros?
—No, nada de eso —el doctor se levantó de la cama—. Todo esto que ve acá es material de estudio.
—Sí, pero no es el material de estudio que yo esperaba encontrar. A mí se me informó que este lugar funcionaba como depósito de libros.
—¿Quién le informó tal cosa?
—No tengo por qué decírselo.
—Bueno, no tiene importancia. Sea quien sea la persona que se lo informó, esa persona está dotada de una envidiable vena poética. Domina el arte de la metáfora.
—¿Por qué?
—Bueno, no tendría por qué decírselo, pero se lo voy a decir igual. Estos cuerpos no son libros, pero a su manera son un gran compendio de sabiduría. Recogen la sabiduría almacenada por la naturaleza a lo largo de miles de millones de años.
—Y usted, por lo que veo, pretende arrebatarles esa sabiduría.
—¡No, señor mío! Sólo quiero compartirla. Me pagan por eso. Soy docente de la Facultad de Medicina.
—No le creo. No creo que la Facultad de Medicina funcione en una pocilga sucia como ésta.
—Si no cree eso es porque no conoce la realidad del país. ¿A cuánto cree que ascienden los fondos de la Universidad? Pertenecemos al tercer mundo, no se olvide. Somos subdesarrollados. Y sin embargo yo, en estas condiciones de extrema pobreza, realizo acá investigaciones que están a la misma altura que las que se hacen en Princeton y en Alcalá Lacán.
—¿Qué investiga?
—Investigo de todo un poco, pero lo importante no es tanto qué investigo, sino cómo.
—¿Cómo investiga?
—Ah, muchacho, no sea tan dócil para hacer preguntas. Lo estoy dirigiendo como a una marioneta, y usted no opone resistencia.
—Cuando corte los hilos, usted se va a quedar con el palo en la mano, y no le va a quedar otro remedio que metérselo en el culo.
—Con esa respuesta usted quiere aparentar gran independencia de criterio, pero no hace más que obedecer ciegamente el consejo que le di, en cuanto a oponer resistencia.
—Tiene toda la razón. Retiro lo dicho.
—No le pedí que lo hiciera.
—Eso es para que vea que ya adquirí independencia de criterio.
—Usted no la adquirió: yo se la di, que es distinto.
—¿Debo entender que me está pidiendo que se la devuelva?
—No, no pido eso. No pido ninguna retribución por lo que enseño a mis alumnos.
—Sin embargo le oí decir que le pagaban por eso.
—Me pagan por enseñar. No por lo que enseño.
—¿Sus trabajos de investigación son honorarios?
—No. Cobro honorarios por ellos. Pero eso no me lo paga la Universidad. Tengo clientes particulares.
—¿Utiliza este local universitario para sus trabajos particulares?
—No, escuche —el doctor se puso nervioso—, las cosas no son tan simples, tan esquemáticas. Todas mis labores están interrelacionadas. No importa si lo que hago en un momento determinado me será pagado por la Universidad o por un cliente particular, ya que lo que haga al momento siguiente me será pagado por el otro, ¿entiende? Eso se debe a mi peculiar método de investigación, que amerita seguramente el máximo galardón en la próxima entrega de premios por parte de la academia de críticos.
—¿Y en qué consiste ese método?
—Consiste sencillamente en aplicar a la medicina las técnicas de investigación explicadas en un libro titulado «Manual para detectives principiantes».
—Oí hablar de ese libro —dijo Simbad—. Pero no creo que lo que dice sea aplicable a la medicina. La investigación médica es mucho más amplia; carece de rieles de esa clase.
—Eso es lo que los médicos creían hasta hace poco, pero no tenían en cuenta que ¡la tradición judeo-cristiana postula la culpabilidad del cuerpo! Lo que usted dice puede aplicarse fuera de Occidente, pero acá, si queremos una medicina sincera, debemos regirnos por los axiomas metodológicos tan brillantemente expuestos por Su Majestad Morgan en su Manual para detectives principiantes.
—Creí que el autor del libro era Su Merced Mófam.
—No me haga reír, pendejo. Su Merced Mófam es un vulgar escritor de best sellers.
—Usted podrá ser un buen médico, pero nada lo autoriza a hablar sobre literatura. No critique a Su Merced.
—Lo hago con la conciencia tranquila. Tengo a mi cargo la columna de arte de la revista mensual que publica la Facultad. Además, cursé ocho seminarios de semiótica literaria.
—Dictados por quién —inquirió Simbad.
—Por el contador Madariaga.
Simbad calló. No quería seguir una conversación en la que se había sentido como partícipe de una competencia cuyo objeto ignoraba. Empezó a pasearse por entre las camas, observando a los cadáveres, con rostro bonachón.
—Si quiere puedo mostrarle mi currículum —dijo el doctor, aparentemente ávido de reanudar la controversia.
Simbad no contestó. Estaba distraído pensando en cosas como la posibilidad de predecir el futuro, o la posibilidad de predecir futuro. Predecir, por ejemplo, cuál sería el próximo título que publicaría la editorial Arromortu.
—Le aseguro que es auténtico —insistía el doctor—. Está firmado por el contador Madariaga. Es el rector de la Universidad. Él rige los destinos del Universo.
—¿Los destinos del Universo?, ¡no me haga reír! Alguien que rige los destinos del Universo no confina a uno de sus subalternos médicos a ejercer su trabajo en una pocilga sucia y oscura como ésta.
—No fue él quien me confinó aquí. Él no tiene jurisdicción en este lugar. Él sólo rige los destinos del Universo.
—¿Y este pabellón no forma parte del universo?
—Sí, pero el contador Madariaga no rige los destinos de las partes del Universo. Él sólo rige los destinos del Universo.
—Ese Universo del que usted habla, entonces, en buena lógica, no es parte de sí mismo.
—Usted puede decir que una botella es parte de sí misma, que un cuarto de hora es parte de sí mismo, y puede decir mil cosas así, pero no puede decir lo mismo con respecto al Universo. No puede decir ni que sea ni que no sea parte de sí mismo.
—¿Usted es brahmán?
—¿Brahmán? —titubeó el doctor—. Mmm… no recuerdo si tengo ese título. Creo que sí, pero… no estoy seguro. Tendría que consultar mi currículum.
¿Gusta acompañarme?
—Si no queda muy lejos…
—No, si es acá al lado.
Por indicación del doctor, los dos hombres caminaron hasta el final del pabellón (es decir, hacia el lado opuesto a la puerta por la que Simbad había entrado). El doctor corrió una cortina e invitó a Simbad a descender por una angosta escalera de madera que había quedado al descubierto. La escalera desembocaba en un sótano húmedo, sin ventanas, que estaba lleno de libros, o de objetos que Simbad así catalogó.
—Éste debe ser el depósito de que me hablaron —dijo.
—Se equivoca —corrigió el médico—. Esto es mi currículum.
—¿Todos esos libros son su currículum? ¿Qué quiere decir?
—Eso que usted ve no son libros. Son listas de todos los títulos que poseo, que están encuadernados por año de adquisición y por materia.
—¿Sí? Pues tengo que decirle una cosa. El dueño de la librería que hay allá arriba, cuando se queda sin libros, repone con tomos que saca de aquí, y los vende en su beneficio.
—Eso es imposible por tres razones —dijo el médico—. En primer lugar, jamás noté la falta de ningún tomo, como los llama usted.
—¿Cómo se llaman, en realidad?
—Déjelo, no tiene caso discutir ese punto ahora.
—No es mi ánimo discutir. Sólo quiero saber cómo se llaman esas hojas encuadernadas.
—Está bien, se lo voy a decir. Se llaman «las escrituras».
—¿Las escrituras? Pero…
—¡Deténgase ahí! Dijo que no quería discutir, ¿verdad? Bueno, entonces cállese y déjeme terminar con lo que le estaba diciendo. La segunda razón de que le hablé es que yo nunca salgo de estas habitaciones y jamás vi a ningún librero venir acá a robar nada.
—E pur si muove —dijo Simbad.
—La tercera razón —siguió el médico sin prestarle atención— es que acá arriba no hay ninguna librería.
—Si no es una librería, está muy bien disfrazada.
—Acá arriba se encuentran los despachos del señor decano de la Facultad de Medicina, doctor San Nicolás Estévez.
—Usted nunca sale de estas habitaciones —le dijo Simbad—, así que no tiene la menor idea de lo que pasa allá arriba. Yo le digo que no hay despachos de ningún doctor. Lo que hay es una librería.
—No sé quién lo envió a usted —contestó el médico—, pero ahora me doy cuenta de que vino a confundirme, a enredar mis ideas. Pero va a fracasar, se lo aseguro. Sé de muy buena fuente que allá arriba están los despachos del doctor Estévez, y para que usted lo crea voy a mostrarle… —El doctor hurgó en los bolsillos de su traje—. ¿Dónde está? Espere, tengo que encontrarlo.
—¿Qué es? —preguntó Simbad.
—Es el diploma de médico del doctor Estévez —dijo el otro, que seguía allanando inútilmente sus bolsillos—. Él me lo dio a mí en custodia, hace tiempo. Pero ahora no sé qué me pasa, no lo encuentro.
—Seguramente se lo robaron y usted no se dio cuenta, como no se da cuenta cuando el librero baja y le roba libros, o tomos, o escrituras, como a usted le gusta llamarlos.
—¿Cree que hago mal en llamarlos así? —preguntó el médico en un tono que parecía demostrar total convicción de que Simbad tenía la última palabra sobre este tema.
—Prefiero no entablar ahora una discusión sobre ese punto —dijo Simbad—. Creo prioritario hacerle entender a usted que hay gente que le roba cosas. Para demostrárselo, voy a decirle algo que yo no podría saber de ninguna otra forma sino habiéndolo leído en un tomo de las escrituras, y a usted le consta que yo, desde que llegué acá, no leí una sola página, así que cuando yo le revele lo que sé usted va a llegar inexorablemente a la conclusión de que lo leí en otra parte. Y esa otra parte es la librería que se encuentra sólo unos metros por encima de nuestras cabezas. Y la información es ésta: usted es licenciado «honoris causa» de la Universidad de Llamaja.
—¡Ha ha ha ha[1]! —rió el médico— ¡eso lo sabe todo el mundo! Yo soy un hombre famoso, mi amigo, soy una personalidad. Salgo casi todos los días en los diarios. Esa información que usted me da debe ser conocida al menos por el ochenta por ciento de la población de este país, y por un porcentaje no menor de la población de los demás países. Si quiere engañarme, busque algo más sutil, hágame el favor. No soy un niño de pecho. Y por si fuera poco, esa información que usted maneja es falsa. No existe ninguna universidad en Llamaja. No sé si con esto le basta, o si quiere que ridiculice aún más lo que usted me dijo. Dispongo todavía de muchos elementos como para hacerlo.
—Tendrá elementos para hacer eso, pero no tiene ninguno para explicar por qué le falta el diploma del doctor Estévez, diploma cuya aparición, dicho sea de paso, no demostraría en absoluto que el despacho de ese doctor esté aquí arriba, pero bueno, de todas maneras usted acusa la falta de ese diploma y eso lo sume en la desesperación. Yo le doy una explicación que puede ponerlo en la vía de la recuperación del diploma, y usted, como un necio, la desprecia.
—¿Sabe por qué desprecio su explicación? —El rostro del doctor se iluminó en una mueca sardónica—. Porque tengo otra mejor. Acompáñeme.
El doctor subió por la escalera y Simbad lo siguió.
Se detuvieron junto a la cama ocupada por uno de los cadáveres. En algún tiempo había sido un hombre rubio, esbelto, de barba tupida y pómulos salientes. Ahora era morocho, gordo, lampiño y tenía una papada que eclipsaba el nudo de su corbata.
—Ciclamatus, ¿tú me robaste el diploma del doctor Estévez? —preguntó el médico. Simbad, temeroso de alguna reacción del cadáver, se aferró a una de las mangas del traje del facultativo.
Y la reacción no tardó en producirse. El llamado Ciclamatus, sin abrir los ojos, se incorporó y dijo:
—No, doctor. Yo no fui.
—No me mientas, Ciclamatus —insistió el médico. No querrás que te haga trasladar a la Morgue, ¿no es cierto?
Ciclamatus abrió los ojos y mantuvo su mirada absolutamente clavada en el punto que primero vio. Era algún punto de la pared opuesta a su cama.
—No —dijo, y enseguida volvió a cerrar los ojos.
—Fue alguno de los otros, entonces —dijo el médico, con los dientes apretados.
—No —dijo Ciclamatus. Esta vez no abrió los ojos para decirlo.
—Puta madre que lo parió —dijo el médico a Simbad—. Mi teoría quedó reducida a cenizas. Le juro que creí que habían sido ellos. Tienen la costumbre de revisarme los bolsillos cuando duermo. Pero si no fueron ellos, ¿quién fue? ¿Quién me robó el diploma del doctor Estévez?
—Yo sospecharía, en primer lugar, del propio doctor Estévez —dijo Simbad.
—Estévez queda descartado —contestó desaprensivamente el médico—. Nadie puede robar algo que le pertenece, y ese diploma le pertenece, de eso no cabe duda. El contador Madariaga en persona lo reconoció, tanto oralmente como por escrito.
—Entonces remítase a lo que le dije antes. Échele la culpa al librero que trabaja acá al lado.
—Su persistencia en esa hipótesis ridícula está empezando a agotar mi paciencia. Venga, acuéstese acá.
Y al decir esto el médico se había acercado a la única cama vacía, donde él mismo había estado acostado antes.
—No —dijo Simbad, asustado—. Yo no soy su paciente. Yo ni siquiera sabía que usted se encontraba en este lugar, y no tengo más nada que hacer acá, así que con permiso.
Simbad se acercó a la puerta.
—¡Detente! —gritó el médico—. Ven aquí. Ven a presidir a los tuyos.
—¿Qué le pasa? ¿Se volvió loco? —Simbad se volvió hacia el médico, dando apenas crédito a lo que había oído—. ¿De qué está hablando?
—Terminemos con esta farsa —dijo el otro, ya más serenamente—. Yo sé perfectamente quién es usted. Lo supe apenas lo vi entrar. No siga negándolo. Asúmase como lo que es, y actúe en consecuencia.
—No sé a qué se refiere. Dígamelo, por favor.
—¿Por qué sigue fingiendo no saber nada? Venga, Nosferatu. Esta cama vacía es para usted. Pronto amanecerá, y usted deberá permanecer guarecido aquí hasta que vuelva la noche. Venga —el doctor empezó a hablar como una niñera vieja—, venga con sus discipulitos que lo están esperando. Mire qué quietitos están, todos acostaditos, como usted ordenó. Venga, vamos, no la haga difícil, sea buenito, venga a acostarse como lo hace todos los días.
El doctor siguió hablando en estos términos varios minutos más. Simbad empezó a aburrirse y a bostezar, hasta que se fue, dejando al doctor en lo que sólo era el tramo inicial de un monólogo cuyos ecos aún hoy perduran.