5
La sala estaba atiborrada de gente, y a Simbad le costó cerca de quince minutos encontrar una butaca vacía; y la que encontró probablemente estuviera vacía por haber ido su ocupante al cuarto de baño.
Había un barullo infernal. El contraste con el estado de esa sala antes de que Simbad fuera llevado a la enfermería era muy grande. Era como estar en otro lugar: el terciopelo rojo de las butacas prácticamente no se veía, y en cambio la sala se había plagado de colores que antes no estaban (los colores de las prendas de vestir de los pasajeros, que iban desde el lila y el fucsia hasta el magenta y el bordó, pasando por el azul, el celeste, el turquesa, el gris-perla y el morado).
—Con su permiso —dijo Simbad, al sentarse; y se lo dijo a la mujer a la izquierda de la cual se sentó; era una mujer de unos cuarenta y cinco años, perfectamente bonita, caucásica, cabello color café, ojos marrones, cejas castañas, pestañas cayú. Estaba vestida con una blusa verde y un jean amarillo.
—¿No nos conocemos de alguna parte? —le preguntó la mujer.
—¿Usted cómo se llama? —preguntó él a su vez.
—Tiberia.
—Entonces no —dijo Simbad—. Nunca fui a Tiberia.
—¡Ya sé de dónde lo conozco! —dijo ella, girando su cabeza y su tronco lo más posible hacia Simbad, como para poder mirarlo de frente, aunque sin levantar su trasero del asiento—. ¡Fue usted quien me recomendó el libro de Su Merced Mófam! ¿Se acuerda? Nos conocimos en una librería, y usted me recomendó ese libro, que resultó ser excelente. Le confieso que cuando usted me habló de él yo tenía mis dudas, pero ahora que lo leí reconozco que yo era una prejuiciosa de mierda. Ese libro es un tesoro.
—Ese libro es una mierda —dijo Simbad—. Usted me confunde con alguna otra persona: yo nunca pude haber recomendado a nadie ese libro.
—¿Cómo sabe de qué libro estoy hablando? Su Merced Mófam escribió varios libros.
—Sé que se refiere a uno que se titula «Japón».
—No. El que yo digo se llama «Sumatra».
—Razón de más para pensar que usted me confunde con otra persona. Jamás tuve ninguna noticia de la existencia de ese libro.
—Está editado por Sopena Demuerte. ¿Eso no le dice nada?
—Sí. Me dice que Su Merced escribe para al menos dos editoriales.
—Se equivoca. Su Merced escribe para su público.
—Ese chiste merece una bofetada, pero en lugar de eso…
Simbad besó a la mujer. Ella disfrutó del beso y participó también activamente de él.
—Exactamente como cuando salimos del cine. ¿Te acordás? —dijo Tiberia cuando sus labios se separaron de los de Simbad.
—Nunca fui a ningún cine contigo —dijo él—. No te conozco.
—Sí. Fuimos a ver Bernardo y Bianca.
—Bernardo y Bianca… eso me suena.
—Sí. Nos escapamos del colegio para ir. Como íbamos de guardapolvos, nos dejaron entrar gratis.
—Eso no puede ser. No pudimos haber sido escolares al mismo tiempo. Usted me lleva unos diez años.
—Diez años pasan pronto —dijo Tiberia.
—¿Qué le pasó? —dijo también Tiberia—. ¿Por qué tuvo que ir a la enfermería?
—Mareos —dijo Simbad—. No estoy acostumbrado a viajar por mar. Pero dígame, ¿cómo sabe que fui a la enfermería?
—Porque tiene una cruz roja en la frente. ¿No se dio cuenta cuando se la pusieron?
—No.
—Espero que haya sido en la enfermería. Usted no será Caín, ¿no?
—Si nos hubiéramos conocido, como usted afirma, sabría mi nombre.
—Está bien —dijo ella, con aire de fastidio—. No te conozco. Nunca te vi. Nunca hablé contigo. Nunca fuimos a ver Bernardo y Bianca, nunca viajamos juntos en el crucero Yarará, nunca nos besamos, nunca fuimos al colegio. Somos analfabetos, no sabemos sumar, ni restar, ni calcular, dada la hipotenusa y uno de los catetos de un triángulo rectángulo, cuánto mide el otro cateto.
Un pitazo repentino, largo y muy potente resonó en la sala, haciendo callar no sólo a Tiberia, sino a todos los demás pasajeros que estaban cotorreando. Era el señor Strúdel, que se hallaba junto a la azafata, ambos montados en el pequeño promontorio que había frente a la primer hilera de butacas.
—Atención atención —dijo la azafata, impostando la voz de una forma que no la hacía demasiado diferente al sonido del silbato de Strúdel—. Una de las tantas diversiones que Crucero Yarará prevé para el beneplácito de sus pasajeros está por comenzar. Nos referimos, señoras y señores…
—A un concierto para voz solista y oboe acompañante —continuó Strúdel—, el cual, amén de sano entretenimiento, va a tener un importante valor instructivo, ya que los calificados intérpretes que en un momento nada más estarán sobre este escenario ejecutarán obras de los más prestigiosos maestros de la música clásica internacional. Pero esto no es todo, damas y caballeros, porque los intérpretes…
—Han juzgado necesario —retomó la azafata— que se rompa de una vez por todas con las barreras que separan a los artistas del público, y por eso han previsto canales especiales para que el público participe en este concierto, convirtiéndolo ya no en una fría muestra del talento de los ejecutantes, sino en una fiesta general donde cada uno tendrá la posibilidad de expresarse…
—Y de integrar su expresión personal, individual e intransferible —siguió Strúdel— a la gran expresión colectiva que dentro de unos minutos nada más se gestará en este recinto. Y ahora Pocha, que está con ustedes desde el comienzo de esta travesía —Strúdel señaló a la azafata—, va a presentar a los amables auspiciantes de este magnífico concierto, que son, vamos a nombrarlos por orden de llegada, ¡el señor Arias Gorchetti!
Todos los presentes aplaudieron, pero no apareció ningún señor Arias Gorchetti.
—Y la señora ¡Tiberia Táuer!
Tampoco apareció ninguna señora Tiberia Táuer.
—¿No es usted? —preguntó Simbad a su vecina de asiento.
—No. Creo que no —dijo ella—. El nombre coincide con el mío, pero el apellido… no. Tiene algunas letras comunes, pero… No, decididamente ése no es mi apellido.
—Quizá el presentador lo leyó mal —dijo Simbad—. O se lo dieron mal escrito. ¿Usted auspició este concierto?
—Digamos que le brindé mi apoyo moral.
—¿Cuánto puso?
—Su pregunta es demasiado indiscreta.
—Estoy tratando de ayudarla, señora. Pero si usted no coopera, no vamos a ninguna parte.
—Shhht —dijo Tiberia. La cantante y el oboísta ya estaban en posición. El recital comenzó.
Era tedioso. Muy cansador. La cantante tenía una hermosa voz, pero el oboe parecía haber sido puesto allí para hacerle la guerra. Sin embargo, los dos intérpretes se miraban entre sí muy tiernamente.
Simbad sintió que Tiberia le tomaba una mano.
—Esta música la emociona, ¿verdad? —le susurró Simbad al oído.
—Me gusta el del oboe. Lo hace sonar casi como si fuera un saxo soprano —dijo ella—. Lástima la cantante. No tendrían que haberla traído: no deja que uno oiga bien lo que está tocando el del oboe.
—Es cierto —dijo Simbad—. A esa mujer habría que mandarle un dardo envenenado.
—Bueno, basta —dijo en ese momento la cantante, haciendo señas al oboísta para que dejara de tocar; Simbad se asustó; creyó que ella iba a reprenderlo por ponerse a hablar durante el concierto; pero no fue así, y las siguientes palabras de esa mujer lo tranquilizaron:
—Nosotros ya cantamos y tocamos demasiado. Habíamos dicho que esto iba a ser una fiesta colectiva, así que ahora deberán participar ustedes. A ver, señora —dijo dirigiéndose a una anciana de la última fila—. ¿Quién es el autor de lo que estábamos interpretando?
—Schumann —contestó la anciana sin vacilar.
—Miente —dijo la cantante, y tomando el oboe y llevándoselo a la boca, sopló en dirección a ella. En lugar de alguna nota musical, del instrumento salió un proyectil que, apenas tocó a la anciana, la hizo desaparecer como una pompa de jabón que revienta.
—Yo sé quién era el autor de lo que tocaban —dijo entonces un hombre que se irguió desde alguna butaca cercana a la de la anciana desaparecida. Era muy alto, tenía barba y pelo muy largos, de color castaño oscuro, y vestía una túnica negra, sin botones, que parecia cubrirlo desde el cuello hasta el suelo—. Lo que ustedes tocaban era el segundo movimiento del duetto para saxofón y mezzo soprano poseída, de Grock.
—Negativo —dijo la cantante, y disparó rápidamente, haciendo correr a aquel hombre la misma suerte que a la anciana.
—¿Y por qué no lo tocan? —dijo Simbad—. ¡Toquen ese duetto! Queremos escucharlo.
—¡Sí, Sí! —dijeron otros pasajeros.
—Lo que ustedes quieren es distraer mi atención del asunto que nos ocupa. Yo voy a cantar todo lo que ustedes quieran —dijo la cantante—, pero antes, alguno de ustedes deberá decirme quién era el autor de lo que yo canté, y de lo que el señor tocó.
El oboísta, al sentirse aludido, hizo una reverencia.
—¡Toquen música japonesa! —gritó un pasajero.
La cantante se disponía a soplar el oboe en dirección a él, para hacerlo reventar, cuando Strúdel la detuvo.
—Usted tiene que complacer a los pasajeros —le dijo—. Para eso la contrató la compañía Crucero Yarará.
—Es lo que iba a hacer —dijo ella—. Si me suelta el brazo, le toco un tango japonés.
—¡Sí, que toque «La Cumparsita» en japonés! —gritó una pasajera.
—Eso no va ser posible —dijo el oboísta—. Podemos traducir en todo caso la letra, pero no la música.
—¡Ineptos! —gritó Tiberia.
—Pero señora —se defendió el músico—, fíjese que podríamos trasladar «La cumparsita» a alguna escala japonesa, si la hay, pero eso sería lo mismo que traducir la frase francesa «je ne comprends pas» como «yo no compré pan», ¿se da cuenta?
—Queda despedido —le dijo Strúdel.
La cantante, liberándose de éste, le disparó un proyectil con el oboe, haciéndolo reventar.
—¿Alguien más tiene algo que decir? —preguntó, a todos en general. Nadie habló. La cantante empezó a pasearse por la sala oboe en mano, examinando atentamente a cada pasajero, y fijándose especialmente si los rostros tenían alguna expresión que denotara un espíritu positivo, o en cambio un espíritu negativo. De pronto Simbad sintió deseos de estornudar. La cantante vio algo muy raro en su cara, unas contorsiones musculares cuya correcta interpretación no era capaz de hacer. Se le acercó y lo miró muy de cerca. Simbad se llevó una mano al bolsillo, para sacar su pañuelo. La cantante lo detuvo apoyándole el oboe en el antebrazo.
—No intente nada —le dijo.
Simbad iba a explicarle su conducta, pero en lugar de hablar… largó el estornudo. La cantante inmediatamente disparó sobre él. Ante los ojos de Tiberia y de todos los demás, Simbad reventó y desapareció.
Pero Simbad se encontró a sí mismo acostado en una cama, en un lugar que tardó en reconocer. No era la enfermería del crucero Yarará. No era tampoco el hotel Sheraton de Bangladesh, ni el cuarto de huéspedes del palacio de Mónaco, ni una sucia pensión en la parte vieja de la ciudad de Mongo.
A su derecha había otra cama, y más allá varias más. Lo mismo a su izquierda, y enfrente también había camas. Todas parecían ocupadas por personas.
—Bienvenido —dijo el ocupante de una de las camas contiguas a la de Simbad. Era gordo, morocho, lampiño, y tenía puesta una corbata cuyo nudo era eclipsado por una papada descomunal.
—Gracias. ¿Dónde estoy? —preguntó Simbad.
—Está donde debe estar —dijo el ocupante de la cama que estaba enfrente. Su piel era más blanca que las sábanas que en parte la cubrían.
—¿Entonces esto no es ilegal? ¡Qué suerte! —dijo Simbad—. Nunca me gustó vivir al margen de la ley. Y siempre hice todo lo posible por cumplir con mis obligaciones, así que si ahora estoy donde debo estar, tengo una buena razón para ser feliz. Pocas veces en la vida se me presentó una coincidencia tan precisa entre mis más caros anhelos y la realidad. Lo que sí les pediría, por favor, señores, es que si en algún momento mi deber dejara de consistir en estar acá, me lo comunicaran de inmediato; así voy a poder retirarme sin ningún cargo de conciencia y en perfecta concordancia con el plan que la moral y las buenas costumbres hayan trazado para mí.
—Ya que conoce tan bien su karma —dijo el de la papada—, debería aprovechar para librarse de él. Usted está a un paso del nirvana, socio.
—No le haga caso —dijo el pálido—. La distancia al nirvana no se mide en pasos. Es una distancia no divisible.
—Es el punto de la geometría euclídea —dijo el de la papada.
—La sabiduría griega tiene sus ancestros en la India; eso es cosa archisabida —dijo el pálido.
—¿Y usted? ¿Usted dónde tiene a sus ancestros? —preguntó el de la papada.
—Los tengo en el refrigerador —dijo el otro—. Así se conservan bien.
—Yo los conservo en latas, y las tengo etiquetadas, para no confundirme. En una época llegué a comercializarlas, con bastante buen resultado. En especial había mucha demanda de tatarabuelas maternas.
—¿Y tiene algunas en stock, todavía?
—Sí, claro. Si gusta acompañarme a la bodega, puedo facilitarle un par de ellas.
Los dos hombres se levantaron de sus camas y caminaron hasta un extremo del pabellón en que se encontraban. Corrieron una cortina y Simbad, incorporándose en su cama, pudo ver que bajaban por una escalera. Simbad se levantó y vio que en el otro extremo del pabellón había una puerta. Caminó hasta allí, sin que ninguno de los ocupantes del resto de las camas le dirigiera la palabra.
La puerta daba a un cuarto de baño, que tenía también otra puerta. Simbad orinó como si no lo hubiese hecho en dos días, y salió por esa otra puerta. Para su sorpresa, se halló en una librería. La luz era escasa. Al primer golpe de vista Simbad no pudo determinar si se trataba de una librería técnica, de una librería administrativa, de una librería industrial y comercial, o de una librería a secas.
—¿Y? ¿Encontró algo? —le preguntó un vendedor. El único vendedor que tenía esa librería, aparentemente. Quizá fuese su propietario, aunque su cuidada vestimenta y su tono de locutor de radio lo hacían más bien empleado.
—No —dijo Simbad.
—¿Buscó bien?
—Revisé todo. Miré atrás del espejo, atrás del bidé. No hay nada.
—Créame que lo lamento mucho —dijo el vendedor—. ¿Hay algo más que yo pueda hacer por usted?
—Sí. ¿Podría traerme algo de comer? Tengo la sensación de no haber comido en dos meses.
—Eso no es verdad. Yo podría mostrarle cómo queda una persona si pasa dos meses sin comer.
—En todo caso tráigame primero la comida. Después vemos lo otro.
—Con mucho gusto —dijo el vendedor, y se fue. Un hombre entró a la librería y se puso a mirar los anaqueles. Para evitar la confusa situación que habría de producirse si el individuo decidía comprar algún libro, Simbad le pidió gentilmente que se retirara. El otro accedió, pero a regañadientes, diciendo:
—Es lo que yo digo siempre: en este país nadie quiere trabajar.
Simbad se puso a mirar los libros. Él era muy afecto a entrar a las librerías y hojear las novedades, así que ya conocía casi todo. Pero un libro le llamó la atención. Su cubierta había sido diseñada con la máxima sencillez: sólo podía verse el nombre del autor, el del libro y el de la editorial, escritos en letras blancas sobre fondo verde. «El máximo de información con el mínimo de signos», pensó Simbad, «he ahí una cubierta inteligente».
—¿Le interesa Sumatra? —dijo una voz a sus espaldas. Era el vendedor. Pero no había traído nada de comer.
—No. No me interesa en lo más mínimo —dijo Simbad.
—Si lee ese libro, no va a poder vivir en paz hasta que no se compre un billete a Sumatra.
—No tengo matra —dijo Simbad, fastidiado—. ¿Qué pasó con la comida?
—El dueño del bar me dijo que no hace comida para llevar. Dice que si usted quiere comer, que vaya para allá. Él lo espera.
Simbad salió. Necesitaba acallar su estómago.
Caminó a paso rápido y sin ninguna vacilación hasta el bar, pero apenas entró lo asaltó una duda. «¿Será éste el bar del que hablaba el vendedor?», se dijo.
Las mesas estaban repletas de parroquianos. Simbad creyó reconocer a algunos, pero no saludó a nadie, y nadie lo saludó a él.
—Ey, señor —le dijo el barman; hablaba a media voz, como si tuviese miedo de que alguien lo oyera.
Simbad se le acercó, y el hombre le preguntó:
—¿Necesita linimento?
—No —dijo Simbad—, lo que necesito es…
—Sí, ya sé —lo interrumpió el barman poniendo la palma de su mano casi sobre la boca de Simbad—. Venga, acompáñeme.
Lo condujo a la trastienda del bar, donde había una mesa con cubiertos para una persona.
—Tome asiento —dijo el barman—. Mi esposa le trae la comida enseguida.
Y se fue.
Al rato apareció la mujer, y sirvió a Simbad un plato de zanahorias hervidas.
—Cómaselo todo. Es bueno para la vista —dijo. Era una mujer caucásica, de unos cuarenta y cinco años (bastante bonita) y ojos castaños como lo eran también su cabello y sus cejas. Debajo de un delantal a cuadros blancos y rojos llevaba una blusa amarilla y un jean verde.
—¿No nos conocemos de alguna parte? —le preguntó Simbad.
—Usted cómo se llama —preguntó ella a su vez.
—Geigy.
—No. Nunca fui a ese lugar —dijo ella.
—¿Podemos haber sido compañeros de colegio?
—Podemos. Pero eso no serviría de nada. Cómase las zanahorias. Quizá después su vista mejore, y comprenda entonces que yo jamás lo vi a usted en mi perra vida.
—¿Usted no tiene hambre?
—No. ¿Le molesta si me quedo mientras usted come?
—En absoluto.
—Muy bien, entonces empiece a comer. Yo lo miro desde acá.
La mujer se sentó enfrente de Simbad. Éste se llevó cuatro o cinco trozos de zanahoria a la boca.
—Falta sal —dijo.
—Se nos terminó, ¿sabe? Lo único que tengo es azúcar. ¿Le traigo?
—Sí.
La mujer trajo el azúcar y Simbad echó cuatro cucharadas en el plato.
—Usted es muy amable conmigo —dijo—. Y su marido también. Quisiera saber si ustedes dos también son amables el uno con el otro.
La mujer estiró su cabeza hacia Simbad, hasta quedar con los senos apoyados sobre la mesa. Entonces lanzó un gran escupitajo en el plato de zanahorias.
—Ésta es la forma en que nos comportamos entre nosotros —dijo.
—¿Por ambas partes? —preguntó Simbad.
—Creo que al decir «entre nosotros» fui clara. O quizá yo no le estoy entendiendo. ¿A qué partes se refiere? ¿Partes pudendas?
Simbad no contestó enseguida. Iba a llevarse un trozo de zanahoria a la boca, pero se retrajo de la iniciativa.
—¿Con qué frecuencia mantienen relaciones sexuales? —preguntó luego.
—¿Usted es encuestador? —preguntó ella a su vez.
—No. Alguna vez debo haberlo sido, como todo el mundo, pero no. No lo soy.
—¿No come más zanahorias?
—No, gracias. Ya no tengo apetito.
—Dejó casi todo. Me hizo cocinar al pedo.
—Es que me siento mal. Tengo una especie de malestar en el estómago.
—Coma, coma zanahoria. Eso le va a hacer bien. ¿No tiene un poco enturbiada la visión?
—Sí, un poco. Pero no mucho. Puedo distinguirla a usted perfectamente.
—¿Sí? A ver, dígame quién soy.
—Sé quién es, pero no sé su nombre.
—Ay, no sé si creerle. ¡Tantos hombres me han engañado!
—¿Sí? ¿Cómo?
—Cuando yo era apenas una adolescente, uno que conocí me dijo que se llamaba Pedro; unos años después descubrí que se llamaba Rufino. Otro me dijo que se llamaba Fedor, y en realidad se llamaba Rodney. Hubo otro, también, que cuando le pregunté su nombre, me dijo «me llamo Maximiliano». Después me enteré que se llamaba Benjamín.
—¿Siempre la engañaban con los nombres?
—No. Es sólo un ejemplo que le estoy poniendo. Además, esto que le estoy diciendo usted no tiene que tomarlo literalmente, sino en sentido figurado. Así procede la gente que alcanzó la madurez. Los niños y los esquizofrénicos a menudo no saben distinguir entre una cosa y otra. ¿Usted es un niño?
—No.
—¿Es esquizofrénico?
—No. Pero también estas respuestas mías debe tomarlas usted en su sentido figurado. Si quiere que yo madure, tiene que predicar con el ejemplo.
—Claro, idiota. Mis preguntas también tenían un sentido figurado. ¿O usted cree que yo podría preguntarle literalmente si usted es un niño o un esquizofrénico? Nada más ridículo, ya que al primer golpe de vista yo podría averiguar eso, si quisiera.
—Ahora ya no puede, ¿verdad?
—¿Por qué lo dice?
—Porque el primer golpe de vista ya pasó, y usted no lo averiguó. Ahora, por más que me observe y me estudie, ya no podrá hacerlo con el primer golpe de vista.
—Tiene razón. Sin embargo, el que usted haya tomado tan al pie de la letra eso del «primer golpe de vista», me da bastante información sobre su condición mental.
—Usted me trató de idiota. ¿Cree que un idiota puede llegar a ser también esquizofrénico?
—Es muy difícil, pero puede llegar. Si trabaja duro, si es un chico aplicado y estudia lo suficiente, yo creo que sí, que puede llegar.
—Y cuando un idiota llega a ser esquizofrénico, ¿continúa siendo idiota, o abandona esa condición por la otra?
—Eso depende de la medicación que reciba.
—Usted, como cocinera, debe saber bastante de eso.
—Sí. No quiero brotarme de ínfulas infundadas, pero más de una vez fui invitada a dictar charlas sobre el tema en la Universidad.
—Mmmm, la Universidad —murmuró Simbad—. Dígame, ¿quién dirige la Universidad?
—El rector. Todo el mundo sabe eso. Usted también debería saberlo. A menos que usted sea un espía de otro planeta.
—¿En los otros planetas hay otra Universidad, con otro rector?
—Usted hace preguntas muy extrañas. Creo que debería callarse la boca y acabar con ese plato de zanahorias.
—No puedo, señora. Me duele mucho el estómago.
—Le creo —dijo la mujer—. Su cara parece un culo fruncido. Espere acá. Voy a llamar a un médico.
La mujer fue al bar, y habló por teléfono. Quince minutos después llegaba el doctor. Era un hombre de estatura mediana, traje verde oscuro, camisa beige a rayas blancas, corbata oscura, y llevaba un monóculo en cada ojo.
—Buenas noches, doctor, cómo está usted —dijo el barman.
—Bien. Tuve algunos contratiempos, pero ahora estoy bien, gracias.
—¿Qué contratiempos? —preguntó la esposa del barman.
—Problemas con un paciente duro de pelar.
—Pero ¿era necesario pelarlo, doctor? —preguntó el barman.
—Interpretaste mal al doctor —le dijo su esposa—. El doctor habló en sentido figurado; debiste haberte dado cuenta de eso. Creí que estabas suficientemente maduro como para entablar conversaciones con adultos, pero ahora empiezo a dudar.
—¿No será que el Seba se nos está volviendo esquizofrénico? —dijo el doctor, sacando de su maletín un estetoscopio y aplicándolo a la frente del barman.
—Estoy segura que sí. Eso es lo que yo le digo siempre.
—¡A la reflauta! —exclamó el doctor—, ¡señora, no sabe lo que acabo de escuchar!
—¿Qué pasa? —preguntó el barman.
—Vos callate —le dijo la mujer—. Esto no es contigo. ¿Qué escuchó, doctor?
—Oí, por el estetoscopio, que su marido decía «no soy Seba, soy Enzo Fiquerico».
La mujer puso el grito en el cielo y empezó a sacudir a su marido, diciendo:
—¡Por Dios, Seba, te volviste loco!
—Pero… pero si yo no dije nada —se defendió el barman.
—Es cierto —dijo la mujer, en súbita actitud reflexiva—. Él no dijo nada. Creo que su estetoscopio funciona mal, doctor.
—De ninguna manera —replicó el médico—. Lo que este aparato captó no fue la voz habitual de su marido, sino su voz interior. La voz de su otra personalidad, una personalidad patológica que parece haberse desarrollado en él, y que lleva el nombre de Enzo Fiquerico.
—Qué raro —dijo la mujer—. No hay ningún Enzo en la familia, y menos un Fiquerico.
—En realidad no tiene nada de raro. Si consigue papel y lápiz, señora, va a comprobar que las palabras «Enzo» y «Fiquerico» se forman con las letras de la palabra «esquizofrénico». Su marido seguramente busca complacerla a usted, ¿comprende? Usted siempre le dice que él es esquizofrénico, ¿verdad? Pues bien, él se lo tomó al pie de la letra, y lo asumió. Lo asumió doblemente, fíjese usted: por una parte, adoptando doble personalidad. Por otra, llamándose de una manera que es casi anagrama de la palabra esquizofrénico, o sea, tomando lo que usted le dice al pie de la letra, y no al pie de la palabra.
—Usted está desvariando —dijo el barman—. Yo no dije nada A mí me parece que su estetoscopio está funcionando como antena de alguna emisora radial.
—Es posible —dijo el doctor—, pero de todas formas voy a internarlo en mi clínica. Por precaución, usted sabe.
El doctor tomó del brazo al barman y quiso conducirlo afuera, pero la mujer lo detuvo y le dijo que no era ése el paciente por el que lo habían llamado. El doctor soltó de mala gana al barman y siguió a la mujer hasta la trastienda. Simbad estaba durmiendo en el piso. El doctor empezó a auscultarlo, y lo despertó para hacerle algunas preguntas.
—¿Eh? —dijo Simbad, sin entender nada de la vida.
—Tengo que hablar con usted —dijo el médico—. ¿Qué le pasó?
—Estaba soñando.
—Eso no me interesa. Lo que quiero saber es cuáles son los síntomas de su enfermedad.
—Yo creo, doctor —dijo la mujer—, y perdone que me entrometa, que con este sujeto usted no puede usar los métodos de la medicina convencional. Debería averiguar qué enfermedad tiene, como si se tratara de una investigación policial. La declaración del paciente es como la de un testigo: puede ser verdadera o falsa. Usted tiene que ingeniárselas para deducir la verdad y hallar al culpable. A propósito, yo tengo un libro que…
—Me temo que ese sistema no va a servir en este caso —interrumpió el médico—, debido a la naturaleza de la afección que por lo visto ha atacado a este paciente. Sí —confirmó, mirando a Simbad—, no hay duda: este hombre tiene en su organismo un retrovirus. ¿Sabe lo que es eso? Es un virus que tiene la capacidad de modificar su propia constitución. Es como si usted, señora, arrestara a Juan por asesinato, y cuando lo encierra en una celda, ve que en la celda en lugar de estar Juan se encuentra Pedro, que además es suficientemente flaco como para pasar entre los barrotes de la celda. ¿Entiende por qué su método no es aplicable aquí?
—Sí, entiendo —dijo la mujer—. Y le aseguro que estoy hondamente tocada por ello. ¿Puede decirme qué sistema piensa emplear para tratar a este señor?
—Sí, dígalo —se acopló Simbad—, a mí también me interesa saberlo.
—Aunque yo se lo dijese a usted —le contestó el doctor— eso no serviría de mucho, ya que el retrovirus que usted tiene se halla alojado precisamente en las células de su cerebro, y modifica su contenido informativo. Yo puedo decirle una cosa, y luego usted recordará otra, ¿entiende? Su memoria está sujeta a mutación. Piense, por ejemplo, en el rostro de su madre. Pues bien, no tenemos ninguna garantía de que el rostro en el que usted está pensando sea efectivamente el de su madre. Puede ser el de su tía, o el de su sobrina, o el de Deborah Kerr, o el de… no sé, un rostro completamente inventado por la estructura molecular de turno que presente el retrovirus.
—Mi madre es mi madre y mi tía es mi tía —dijo Simbad.
—Sí, pero sus imágenes pueden estar intercambiadas en su memoria. ¿Tiene fotografías de ellas?
Simbad sacó dos fotos de un bolsillo y se las dio al doctor.
—¿Ve? Ésta es mi madre, y ésta es mi tía.
—Mmm, no podemos saber si está en lo cierto o no —dijo el doctor observando los dos retratos— porque acá no hay nada que diga quién es una y quién es otra.
—La única forma de averiguarlo es ir y hablar con estas señoras —dijo la mujer.
—¿Usted cree que su marido sería tan amable de llevarnos en su auto? —le preguntó el doctor.
—Vamos a ver. Depende del humor con que lo agarre.
La mujer se fue a hablar con el barman, y el barman resultó estar de un humor excelente. O sea que minutos después los tres hombres y la mujer entraban a una playa de estacionamiento. La mujer saludó al cuidador, pero éste la desconoció.
—No pueden pasar —dijo.
—¡Pero venimos a buscar mi coche! —dijo el barman.
—Usted no tiene coche —contestó el cuidador.
—Sí, señor: yo tengo un coche, y es ése que está allí —el barman señaló un viejo Pontiac que estaba a medio pintar de verde.
—Ese coche, lamento decirle, no es suyo, sino del señor Enzo Fiquerico.
—O sea, es mío —dijo el barman—, porque yo soy Enzo Fiquerico. El doctor aquí presente puede testificar a mi favor.
—No —dijo el cuidador—. A mí me consta, porque lo veo todos los días, que usted es el señor Sebastopolian Scheck.
—También, también —dijo el barman, condescendiente.
—Ocurre que el señor tiene doble personalidad —aclaró el médico—. Es esquizofrénico.
—Además, si usted me ve todos los días —dijo el barman— es porque yo vengo a buscar ese Pontiac.
—Ese Pontiac no —corrigió el cuidador—. Cuide sus palabras, mi amigo.
—Muy bien —dijo Simbad—. Admitamos que ese Pontiac no pertenece al señor. Pero usted no se limitó a afirmar ese hecho: usted afirmó además que este señor NO TIENE COCHE. ¿En qué se basó para decir tal cosa?
—Se lo voy a explicar. Resulta que durante quince años trabajé en una oficina municipal como cobrador de la patente de rodados. Todas las personas que tienen coche van a pagar ahí, una vez por año o una vez por mes, según tengan un plan de financiación o no. Entonces, durante quince años vi circular las caras de las personas que tienen auto. Puedo asegurarle que la de este señor no era una de ellas.
—Es que el señor Scheck compró el auto la semana pasada —dijo el doctor—. Y usted la semana pasada ya no trabajaba en el Municipio. A usted lo despidieron hace años. Por eso trabaja acá como cuidador, confiéselo.
—Sí, pero para complementar mis ingresos empecé a practicar la mendicidad en la puerta de la oficina recaudadora de la patente, con lo cual seguí teniendo noticias frescas y directas acerca de cuáles son las personas que tienen auto.
—Muy inteligente de su parte —admitió Simbad—, pero no le va a servir de nada porque nosotros seguimos sosteniendo que ese Pontiac es propiedad del señor, y nos lo vamos a llevar ahora mismo.
—No tengo ningún inconveniente en que se lo lleven —dijo el cuidador—, siempre y cuando me firmen una declaración haciéndose responsables por el hurto.
—Muy bien, traiga la declaración. Yo se la firmo —dijo el barman, ansioso por acabar con esa discusión.
El cuidador llamó a Pocha, su secretaria, y le pidió que redactara el documento. Cuando lo hubo hecho, los tres hombres (Simbad, Sebastopolian Scheck y el doctor) y la mujer (Sra. Scheck) se metieron en el Pontiac.
—¡Y espero que terminen de pintarlo! —dijo el cuidador cuando el coche arrancaba.
Llegaban al portón cuando Simbad dijo que había olvidado hacer al cuidador una pregunta de vital importancia.
—Vaya y hágala —le dijo el doctor—. Pero no tarde.
—¿Vio como su estetoscopio le miente? —dijo el barman al doctor cuando Simbad se bajó—. Yo no soy Enzo Fiquerico. Enzo Fiquerico es el propietario de este auto que nosotros estamos hurtando.
—¿Usted no recuerda que este auto sea suyo?
—Sí, lo recuerdo, pero puedo estar equivocado. Yo no tengo la soberbia de considerarme dueño de la verdad, doctor.
—Este auto es tuyo, Sebastopolian. Yo te lo regalé hace años —dijo la mujer.
—El doctor dijo que yo lo compré la semana pasada.
—Lo cual prueba que ese doctor, y no me importa que esté acá presente, es un mentiroso de mierda. Y su estetoscopio no le debe ir en zaga. Y ese cuidador tampoco: yo es la primera vez que lo veo acá, y eso que mi dieta es rica en zanahorias.
El doctor, que estaba en el asiento de atrás, se inclinó por sobre el de adelante y estiró una mano para tocar la bocina. Estaba impaciente por que Simbad volviera. Quería avanzar en el estudio de su enfermedad.