8
Veo que está volviendo en sí —dijo el médico—. Qué suerte. Mire si volvía en alguna otra persona.
Simbad oyó algunas de estas palabras pero no las ordenó como el médico, sino de mil otras maneras, la mayoría de las cuales tenían un sentido inquietante, pero no lo suficientemente inquietante como para sacar a Simbad de su letargo semiinconsciente. Era como si hubiera tomado una pastilla para dormir, pero al revés: una pastilla para despertar. Con la misma lentitud para cumplir su efecto.
—Despiértese de una vez, estúpido —siguió el médico—. Ya hice demasiado por usted, como para tenerlo más tiempo ocupando gratuitamente una de mis camas.
—¿Dónde estoy? ¿En la enfermería del crucero Yarará? —preguntó Simbad.
—El crucero Yarará no existe más, mi estimado amigo. Se hundió para siempre en las profundidades del mar del Morte. Y usted reventó en mil pedazos. Me costó cuatro años encontrarlos a todos, y cuatro más necesité para su correcto ensamblaje.
—¿Está seguro de que es correcto? Permítame un espejo, por favor.
—No soy su sirviente, idiota. Soy su médico. Si quiere un espejo, levántese y vaya a buscarlo.
Simbad se levantó. Vio que su cama no era la única allí. El lugar era un largo pabellón, con dos hileras de varias camas cada una. La que estaba a su derecha tenía por ocupante a un joven morocho, gordo, lampiño, vestido de camisa y corbata, esta última parcialmente eclipsada por una papada que caía desde el mentón como una cascada de lava orgánica.
—Le presento a Ciclamatus —dijo el médico, notando el interés de Simbad por el joven—. Es uno de mis mejores trabajos.
—¿Un trabajo de reconstrucción, también? —preguntó Simbad.
—Reconstrucción no. Construcción. Éste es un original.
—¿Y habla?
—Por supuesto. Sabe decir cualquier cosa. Diga «tobogán», Ciclamatus.
—Tobogán —dijo Ciclamatus; su voz se asemejaba al sonido del cromorno antiguo.
—Muy bien. Ahora diga «Tribilín se traga la trenza de Patricia».
—Tribilín se traga la trenza de Patricia.
—Perfecto. ¿Ve? Es una creación maravillosa —dijo el médico a Simbad.
—Podría tener el número preparado —protestó éste—. Déjeme decir a mí una frase, a ver si Ciclamatus la puede repetir.
—Está bien. Dele.
—Analía tenía cría de día —propuso Simbad, expectante.
—Ana Laura también —dijo Ciclamatus, poniéndose de pie de un salto.
—¡A la flauta! ¡Este hombre es un genio! —exclamó Simbad.
—Yo soy el genio —dijo el médico, y agregó—: Acostate, Ciclamatus. De lo contrario esta noche no voy a dejarte copular con Alma.
—¿Con Alma otra vez? —rezongó Ciclamatus—. No, doctor. Esta noche póngame con Netsu.
—¿Con Netsu? No te vi hacer suficientes méritos como para eso —desafió el médico.
—La lluvia estalla y la polilla calla —arriesgó Ciclamatus.
—No está mal. A ver otra.
—Cayo Craso se cayó del brazo de un payaso guaso.
—Estás cerca, Ciclamatus, pero tenés que esforzarte más —lo alentó el médico.
—El néctar humecta las rectas perfectas de las arquitectas —Ciclamatus tenía la papada empapada de sudor.
—Vamos, papanatas —dijo el médico enérgicamente—. Quince más y te dejo en paz.
—¿Puedo aventurar una? —dijo Simbad, y sin esperar respuesta declamó—: ¡Aleluya, mi grulla hace más bulla que la tuya!
—Bastante potable —dijo el médico, y empezó a pasearse por entre las camas preguntando—: ¿quién da más?
De las sábanas de una cama bávara emergió la cara de una tarambana.
—¡Vamos, Bárbara! —la instigó el médico.
—La gallina heroína camina sin ninguna inquina hacia la degollina que hay en la cocina —dijo Bárbara, saliendo de la cama y bailando graciosamente al son de los rítmicos ruidos bucales con que los ocupantes de las restantes camas acompañaron su frase.
—Un buen hallazgo —dijo el médico—. ¿Quién arriesga?
—Pruebe usted, doctor —dijo Ciclamatus, y la aprobación a tal propuesta fue tan unánime entre los presentes, que sus voces se unieron en un único berrido, como si todos fueran partes del cuerpo de un solo elefante eufórico.
—Si yo me callo hallo un caballo —balbuceó el médico.
Se hizo un silencio muy denso en la sala.
—¿Nada más? —preguntó al cabo de largos segundos un hombre que llevaba puesto un piyama negro brillante. Tenía los labios, las cejas y los párpados pintados de un rojo intenso, como de sangre arterial mezclada con una aleación de tomate, remolacha y zanahoria. Las orejas de ese hombre tenían la particularidad de terminar en punta.
—No. Eso fue todo —contestó el médico con aire de suficiencia.
—Es bastante deficiente —opinó Bárbara. Simbad pensó que, efectivamente, la performance de los demás, e incluso la suya propia, habían sido claramente superiores a la del doctor.
—Esmérese, doctor —dijo Ciclamatus.
—Yo creo que puede rendir más —dijo una mujer de unos treinta y cinco años, caucásica, de cabello lacio y largo, tez muy pálida, que tenía puesto un vestido casi completamente descolorido, pero bastante limpio, como si hubiera recibido recientemente su quincuagésimo lavado solamente con jabón, sin suavizante.
—Persevera y triunfarás —dijo sonriente el del piyama negro y labios rojos.
El doctor carraspeó, cerró los ojos, se llevó un dedo a cada sien, y dijo:
—Pensé en obsequiarle un réquiem para la exequia de su entelequia, si no lo obceca.
Todos se miraron. Un lento tornado reprobatorio empezó a sacudir el aire enmohecido de ese pabellón sin ventanas ni más ventilación que la ocasional apertura de sus únicas dos aberturas, una de las cuales estaba obstruida por una puerta, y la otra por una cortina.
—Muy feo —dijo el de los labios rojos y orejas en punta.
—A mí tampoco me gustó un carajo —apoyó Simbad.
—Creo que entiendo lo que está pasando acá —dijo Ciclamatus, levantándose la papada con una mano, para aflojarse con la otra el nudo de la corbata—. Éste no es verdaderamente nuestro médico. Damas y caballeros, creo que estamos frente a un impostor. Un falso médico.
—No sabés cuán profundamente te estás equivocando —dijo el aludido—. Yo soy tu médico, yo te saqué de la concha de tu madre, yo te amamanté, yo te crié, yo te eduqué, yo te mantuve, yo te alimenté, yo te casé, yo te divorcié, yo te jubilé, yo te maté, yo te enterré, yo te resucité, yo te desenterré, yo te reestructuré, yo te acondicioné, ¿y ahora tenés la osadía de dudar de mí? No, viejo, esto es demasiado, y no estoy dispuesto a tolerarlo.
—Muéstrenos su diploma —le pidió el de orejas en punta y piyama negro—. Si no lo hace, toda su verborragia es inútil.
—No acostumbro llevar mi diploma encima —dijo el doctor—. Es un documento muy importante, y sus dimensiones son enormes. Lo tengo guardado en la bóveda de la Basílica del Padre Girasol. Pero para probar mi idoneidad, sugiero que me permitan someter a cualquiera de ustedes a una intervención quirúrgica.
—Con eso sólo probaría que es cirujano —dijo la mujer del vestido descolorido.
—Sí, pero para ser cirujano es condición sine qua non ser médico.
—Es cierto —dijo Bárbara—, pero eso no quita que la prueba por usted propuesta conduce a demostrar que es cirujano, y no a demostrar que es médico. Admito que, indirectamente, también demuestra esto último, pero eso no nos sirve. Usted tiene que demostrarlo en forma directa.
—Sí. Déjese de subterfugios —dijo Simbad.
—Como ustedes quieran —concedió el médico—. Vamos a ver: ¿a alguno de los presentes le duele algo?
Nadie contestó. La mayoría se mantuvo en silencio, y unos pocos se pusieron a silbar distraídamente melodías pastoriles.
—Lamento que no quieran cooperar —dijo el médico—. En estas condiciones, mi demostración no puede efectuarse.
—Tengo una idea —dijo Ciclamatus—. Si este hombre es médico, tiene que saber escribir recetas para medicamentos. Yo tengo acá, casualmente, un bloc de formularios para recetas. Creo que esto es lo que necesitamos.
—¡Sí, que haga una receta! —dijo un hombre que tenía más de treinta centímetros de uña en cada dedo, y cuyo pelo y barba eran tan largos que le cubrían todo el cuerpo, haciendo imposible ver si llevaba ropa puesta o no.
Simbad entregó al médico una lapicera a bolilla.
—Tome —dijo—. Si no le escribe, sóplele por el agujerito.
—Dígale que me recete un abrigo de visón —pidió a Ciclamatus la mujer del vestido pálido.
Ciclamatus obedeció, y el médico le obedeció a él.
—Está bien, pero… —dijo el de los párpados rojos mirando la receta firmada—… me parece que acá falta algo. ¡Ya sé! Falta la posología. Tiene que indicarla al dorso, doctor.
—No lo llame doctor —dijo Simbad—. Eso todavía está por verse.
—Lo hice irónicamente, idiota —replicó el otro. El médico anotó algo en el reverso del formulario, y lo entregó a Ciclamatus.
—¿Y bien? —preguntó Bárbara—, ¿cuál es el veredicto?
—No sé —dijo Ciclamatus—. Yo no soy médico. No puedo dar el visto bueno a esta receta, ni rechazarla tampoco.
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó la del vestido descolorido.
—Yo propongo colgarlo —dijo el del piyama negro.
—¿No se puede llamar a otro médico, para que testee la receta? —sugirió Simbad.
—Excelente idea, siempre que usted se ofrezca como voluntario para ir —dijo Ciclamatus—. Usted es el único que puede hacerlo, ¿sabe? Nosotros hace tiempo que no salimos de acá; estamos entumecidos. No sé si me entiende.
—Yo los he visto caminar, bailar y saltar —dijo Simbad.
—Y cantar, también —dijo el de las cejas rojas—, pero eso no cuenta. Nuestro campo de posibilidades de acción es sumamente restringido.
—No podemos comer, por ejemplo —dijo el de las uñas largas.
—Eso se puede arreglar muy fácilmente, si ustedes me dejan practicarles una pequeña intervención quirúrgica —dijo el doctor.
—¿Y por qué no lo hizo antes? —le preguntó Bárbara—. Hace años que nos tiene acá encerrados sin probar bocado.
—Yo le voy a decir por qué —dijo Ciclamatus—: porque es un falso médico, y esa operación que pregona él no la sabe hacer.
—La sé hacer —se defendió el médico—, aunque extracurricularmente, ya que no tengo diploma de cirujano. Pero nunca creí oportuna esa intervención quirúrgica. Sus estómagos son muy delicados, damas y caballeros. Ya puede considerarse un milagro el que se hayan conservado hasta ahora; pedirles que trabajen, que digieran y todo eso, es demasiado, y es muy poco prudente. Como médico, no puedo recomendar esa operación. Lo lamento mucho.
Simbad se acercó a la puerta.
—¿Adónde va, señor Geigy? —preguntó el de los labios rojos.
—A buscar a otro médico —dijo Simbad—. Pienso especialmente en el doctor San Nicolás Estévez.
—¿Estévez? ¡No me haga reír! —dijo el médico—. Ése es un burro. No sabe diferenciar un hígado de bacalao de una nuez moscada.
—Entonces voy a buscar a otro. A mí tanto me da. No sé por qué pensé en Estévez. Yo jamás me atendí con él.
—El doctor Estévez contrabandea bisturíes. Quizá usted sea su socio —dijo la mujer del vestido descolorido.
—Está bastante enterada de lo que sucede afuera, para no haber salido de acá en años —le devolvió Simbad.
—Bueno, es que… de tanto en tanto Joaquín nos permite un pequeño recreo —dijo ella.
—¡Ese Joaquín! —rió Ciclamatus—. No sé cómo hace para no resfriarse nunca, así como es de empecinado en vestir solamente camiseta y short.
—Yo sé por qué no se resfría —dijo Bárbara—: porque está muerto, igual que todos nosotros.
—Yo tengo una explicación más sencilla —dijo el médico—, y tiene además la ventaja de ser menos chocante que la suya, señorita. Yo creo que Joaquín no se resfría porque estamos en verano, y en verano hace calor, y entonces aunque ande desarropado, no agarra frío.
—Pero Joaquín anda desarropado todo el año —argumentó Ciclamatus—. Yo lo vi así hasta en pleno invierno.
—Bueno, habrá que buscar una explicación válida para los restantes meses del año, pero la mía vale para los tres meses del verano, y eso no es moco de pavo.
—Mi explicación es válida para toda la eternidad —dijo Bárbara, inflada de orgullo.
—Vení, Bárbara, vamos a retozar un poco —dijo el hombre de las uñas y del pelo y la barba largos; Bárbara se le acercó y los dos desaparecieron bajo las frazadas y las sábanas de una de las camas.
—Yo creo —dijo Ciclamatus, retomando el tema— que lo mejor sería llamar al propio Joaquín para interrogarlo sobre el asunto. Nadie mejor que él para decir por qué no se resfría.
—Usted —dijo el del piyama negro a Simbad, y no conforme con dirigirse a él, lo señaló también con la punta del dedo índice de su mano derecha—, ya que va a buscar al doctor Estévez, podría traer también a Joaquín.
—Si me dicen dónde encontrarlo…
—¿Acaso sabe dónde encontrar a Estévez?
—No, pero él es una figura muy conocida. A cualquiera que le pregunte…
—Pregúntele también por Joaquín —dijo el médico.
—Ni siquiera sé el apellido de ese hombre, ni tengo elementos como para hacer una descripción física de él.
—Eso es fácil —dijo la mujer del vestido descolorido—: Joaquín es igual a todos nosotros.
—No te molestes en explicaciones vanas, Abigaúl —dijo Ciclamatus—. Es evidente que este hombre no está interesado en traer a Joaquín.
—Estaríamos dispuestos a pagar por ese servicio, ¿no es así, muchachos?
Todos asintieron.
—Muy bien, discutamos el precio. Yo ofrezco cuatro tabletas de cinco miligramos.
—¿Cinco miligramos de qué? —preguntó Simbad.
—Lo ignoro. No soy químico —contestó el otro.
—¿No? ¿A qué se dedica?
—En este momento, a nada. Estoy retirado.
Pero en mis años mozos tenía un camión para reparto de libros. Ah, y me olvidaba de lo más importante: fui marino mercante.
—Contrabando de bisturíes —dijo Ciclamatus—. Todo el mundo está en el negocio.
—Para transportar bisturíes no se necesitan barcos —replicó el otro—. Caben perfectamente en el bolsillo.
—¿Usted cruzaría el océano a nado con los bolsillos repletos de bisturíes? —preguntó el médico.
—Según. Si hay buen tiempo, probablemente lo haría.
—Se necesitan agallas, para eso.
—Es que soy anfibio. Cuando me meten en el agua, me crecen agallas, como a los peces.
—¿Por qué no dejan de discutir? —dijo Abigaúl—. Todo esto es inconducente. Sabemos muy bien que ninguno de nosotros puede salir de acá, así que basta de hablar de océanos.
Se oyeron gemidos de placer de Bárbara y del hombre de las uñas largas.
—Bueno, si ustedes me permiten, me voy a buscar al doctor Estévez —dijo Simbad— y si tengo suerte, también a ese tal Joaquín.
—Sí, y traiga también a los Tres Chiflados —dijo Ciclamatus—. Así nos reímos un rato.
—Traiga una revista de crucigramas, así nos entretenemos —dijo Bárbara.
—¿No te bastó con lo que te di? ¡Por Dios, qué manera de ser insaciable! —le espetó su compañero.
—Yo soy mucho más recatada. Me conformo con lo que quieran darme —dijo Abigaúl.
—Vení conmigo, yo te doy todo lo que quieras —la invitó el de los labios rojos, abriendo los brazos como para recibirla.
—¿Sos sordo? —le dijo ella—. Ya te dije que no quiero nada en especial.
—La señorita se conforma con lo que quieran darle —enfatizó Simbad.
—¿Por qué sólo habla de lo que le van a dar a ella? —protestó el médico— ¿es que ella no está dispuesta a dar nada?
—No tengo nada para dar. Todas mis pertenencias están en casa de mi tía —dijo Abigaúl.
—Pues ya que este buen señor —dijo Ciclamatus refiriéndose a Simbad— va a salir para buscar a Estévez y a Joaquín, que pase también por lo de tu tía y que traiga tus cosas para acá. ¿De acuerdo?
—Sí, pero mi casa, es decir la de mi tía, está muy lejos, y mis pertenencias son muy cuantiosas. Va a necesitar un camión y comida para cuatro días.
—Acá no hay comida. A menos que el señor Geigy decida comernos a nosotros —dijo el del piyama negro.
—¿Cómo sabe mi apellido? Es la segunda vez que lo dice —le preguntó Simbad.
—La primera vez no lo sabía. Disparé a ciegas, y como usted no reaccionó di por sentado que había dado en el blanco.
Ciclamatus se acercó a Simbad y le dijo:
—Dicho en otras palabras, usted está muerto.
—Entonces no va a poder salir —dijo el médico—. Los muertos no caminan.
—Puedo ir gateando —dijo Simbad.
—Eso es cosa de bebés, no de muertos.
—Pero algunos bebés están muertos.
—Sí, pero ésos no gatean.
—Usted dijo que el gatear era cosas de bebés. No especificó que fuera sólo cosa de bebés vivos.
—Es porque a buen entendedor, pocas palabras le bastan.
—¿O sea que los que asisten a conferencias son todos estúpidos? ¿Y todos los alumnos de todas las clases del mundo también? ¿Y los que van al teatro también? ¿Y los que…
—No siga hablando, no soy un estúpido. No necesito tantas palabras. Soy un buen entendedor.
—Entonces acaba usted de desenmascararse. No es médico.
—¿Por qué?
—Porque si es buen entendedor y pocas palabras le bastan, entonces usted no leyó esos libracos llenos de palabras que los estudiantes de medicina deben leer para poder recibirse.
—Yo aprendí con cintas de video. No necesité esos libracos de mierda.
—Entonces ¿conoce los órganos pero no sabe cómo se llaman?
—No sé qué nombres les ponen los otros. Yo los bauticé a mi manera.
—¿Nómbreme diez, a ver? —dijo Ciclamatus.
—Espina, estómago, colesterol, estrella, estrés, cabestrillo, cabeza, rastrillo, revés y minestrón.
—¿Cuál es mi minestrón, doctor? —le preguntó Abigaúl.
—No puedo mostrárselo así. Tendría que abrirla.
—Muéstreme mi revés, doctor —dijo Bárbara, saliendo de la cama. El movimiento de las sábanas llenó el pabellón de un olor nauseabundo.
—Puedo hacerlo, siempre que antes usted me permita intervenirla quirúrgicamente. ¿Alguien podría decirme dónde dejé mi escalpelo?
Todos respondieron negativamente.
—En ese caso, Bárbara, no puedo mostrarte tu revés. En todo caso ve a mirarte el trasero en un espejo, si eso te consuela.
—¡Esperen! —dijo Ciclamatus asiendo uno de los brazos de Simbad—. Yo pienso que este señor, ya que va a buscar a Estévez, a Joaquín y a las pertenencias de Abigaúl, bien puede traer también un escalpelo. Eso no hace mucho bulto, ¿verdad, doctor?
—Lo siento —dijo éste—, pero no puedo trabajar con cualquier escalpelo. Tiene que ser el mío.
—Deme las señas de ese escalpelo. Voy a tratar de encontrarlo —dijo Simbad.
—¿Qué puedo decirle? Es un instrumento metálico, cortante…
—¿Cortante? Ah, no cuente conmigo, entonces. Odio el peligro. Soy una persona pacífica.
—Entonces tráigame un cepillo de dientes.
—No sea ridículo, doctor —dijo Abigaúl—. A esta altura de los acontecimientos es imposible que mejore su aliento.
—Es por higiene, so tonta —dijo el médico, y se disponía a dar las especificaciones del cepillo, cuando notó que Simbad había desaparecido.
—Se fue por esa puerta, doctor —dijo Bárbara—. ¿Vamos tras él?
—No te preocupes —le contestó el hombre de los labios rojos—, tarde o temprano, solito, va a volver.
—Espero que traiga mis pertenencias —dijo Abigaúl.
—Difícil —dijo Ciclamatus—. Oí que tu tía vendió todo.
—¿Sí? ¿Dónde oíste eso?
—Te deschavaste vos sola. Algunas personas tienen la costumbre de hablar dormidas. Vos tenés la de hablar muerta.
—Basta, niños, la fiesta terminó —dijo el médico batiendo palmas—. Todos a la cama, acostarse ¡ya!