Capítulo XXIV

Donde se detallan las etapas de nuestro viaje hasta llegar a Pecina.

«No se entiende por peregrino sino aquel que va a la tumba de Santiago o vuelve», escribió mi compatriota Dante Alighieri, creo recordar que en la Vita Nuova. Cuando era joven leí aquello y me planteé, como muchos otros, la posibilidad de peregrinar por la ruta llamada de Jacobo, pero, como tantos sueños y proyectos, no llegó a realizarse. Lo que no podía imaginar entonces era que recorrería parte del camino con un objetivo muy diferente al de salvar y encontrar sosiego para mi alma: buscar un remedio que salvase a la humanidad de un mal que amenazaba con destruirla.

Allá por el siglo IX había sido descubierta la tumba del apóstol Santiago y, tras expandirse la noticia por Europa, comenzaron a llegar peregrinos de todas partes siguiendo diferentes rutas. Con el paso del tiempo, estos caminos se establecieron como definitivos y convergían en uno solo que recorría la península de este a oeste.

Salimos de San Juan de la Peña con las primeras luces del amanecer y continuamos camino siguiendo la ruta de los peregrinos jacobeos. Al cruzar los Pirineos ya habíamos visto a muchos de ellos. A los que habitualmente se dirigían a la tumba del apóstol, se unían los que buscaban remedios y consuelo por los males de la época.

A pesar de la peste, las ciudades que encontramos en la ruta estaban llenas de gente, y si no hubiésemos llevado los salvoconductos papales que nos abrían todas las puertas, más de una noche la habríamos pasado al raso.

La primera ciudad con la que nos topamos era Sangüesa, una población rica que había crecido junto a un río al abrigo de la ruta. Palacios e iglesias eran bien visibles desde las afueras y, entre estas últimas, recuerdo la que llamaban de Santa María la Real, especialmente frecuentada por los peregrinos.

Más allá de Sangüesa pasamos bajo el castillo de Monreal para dirigirnos hacia Puente la Reina, lugar en el que confluían los dos caminos procedentes de Europa.

Un poco antes de llegar, en pleno campo, vimos un conjunto de edificaciones donde destacaba una extraña construcción de forma octogonal rodeada de una galería de arcos y en cuyo entorno pudimos ver varias sepulturas. La cubierta estaba rematada por una linterna, en cuyo interior, y a pesar de la luz de la tarde, se adivinaba un farol encendido. Probablemente se trataba de una señal nocturna para peregrinos y recuerdo de difuntos, a la manera de las torres de muertos que había en algunos lugares de Francia.

De nuevo Etienne nos dio explicación del lugar.

—¿Os llama la atención? —preguntó el fraile tras acercarse a mi montura.

—Es un extraño conjunto —respondí.

—Se trata de un hospital que está bajo la tutela de la orden de San Juan de Jerusalén. ¿Habéis oído hablar de ella?

—Sí. Una orden militar nacida con las cruzadas.

—Luchadores contra el Islam —añadió Ahmed, que cabalgaba junto a mí.

Etienne prosiguió.

—No exactamente, señores. Al principio, la Orden de Jerusalén era pacífica, compuesta por frailes benedictinos que cobijaban a enfermos y peregrinos sin diferenciar raza o religión en un hospital de Jerusalén. Un italiano llamado Gerardo encabezaba la congregación, que sólo se distinguía del resto de benedictinos por una cruz blanca cosida sobre la túnica negra. Cuando los turcos conquistaron Jerusalén hace dos siglos, los cristianos decidieron recuperar los Santos Lugares. Gerardo ya había muerto y su sucesor, Raimundo Depuig, añadió a los tres votos benedictinos un cuarto, combatir al infiel. —Al decir esto miró a Ahmed—. Perdón, señor —se disculpó—, es una forma de hablar.

—Continuad, Etienne —le instó Ahmed sin, al parecer, darle mayor importancia.

—Este cuarto voto obliga además a no dar jamás la espalda al enemigo por desesperada que sea la situación, y no empuñar las armas contra un imperio o reino cristiano.

El musulmán interrumpió la narración.

—Un voto de guerra, muerte y salvación. Como el de la guerra santa islámica.

Era evidente que a Ahmed no le había sentado bien lo de «infiel» y que sabía utilizar en su momento lo hablado en anteriores conversaciones.

Miré a Etienne y comprendió. No era momento de discutir. El benedictino prosiguió como si no hubiese oído.

—Todo depende de cómo se mire, señor Ahmed. Los hospitalarios fueron a partir de entonces guardianes armados de la fe a los que se les encargó la defensa de Tierra Santa, las rutas hacia Roma y el camino de Santiago, como podéis comprobar.

Aurelio y Moisés también se habían acercado para poder oír la historia.

—Hace setenta años cayó San Juan de Acre, la última fortaleza cristiana de Oriente. Los restos de la orden se refugiaron en Chipre y desde allí protegen las rutas marítimas. Su última gran conquista fue la toma de Rodas, que es hoy la más avanzada fortificación de la cristiandad.

—Habláis con admiración, Etienne —observó al fraile.

—Al fin y al cabo, hermanos benedictinos, señor Doménico.

—Vuestro brazo armado querréis decir —interrumpió Ahmed, al que pareció no gustarle la historia de Etienne.

El benedictino no se calló esta vez.

—Un instrumento en manos de Dios —dijo en un tono que no invitaba precisamente al sosiego.

Moisés medió de forma inteligente.

—Habéis hablado de hospitales, Etienne. ¿Acaso son médicos?

Etienne entendía deprisa y trató de rebajar la tensión.

—Algunos sí. Pero ahora tendréis la oportunidad de ver un hospital de la orden, ya que pasaremos aquí la noche. —Y diciendo esto espoleó su caballo para avisar de nuestra llegada.

—¿Qué os pasa, Ahmed? —pregunté.

—Tierra Santa, infieles, cruzada. Sólo miráis la vida por vuestros ojos. No os preocupa en absoluto qué pensamos el resto de los mortales. Además, os recuerdo que estamos en la Península y no me gusta que me hagan sentir extraño en mi tierra. Porque esta tierra es tan nuestra como de los cristianos o de los judíos, más allá de reinos, reyezuelos y alianzas. Me disculpo si me he excedido. También me disculparé ante Etienne, pero tenemos diferentes sensibilidades que van más allá de una simple palabra. Os vuelvo a pedir perdón, pero entendedme: es este camino, las miradas de las gentes, el desprecio…

—No tenéis que disculparos, Ahmed, me es muy difícil ponerme en vuestro lugar, pero comparto cada una de las palabras que habéis pronunciado.

Llegamos a la puerta y dos monjes hospitalarios, advertidos previamente por Etienne, salieron a recibirnos.

Más allá de lo que yo pudiera pensar de los cruzados y las órdenes militares, tal como dijo Etienne a Moisés, pude ver un hospital muy diferente de los que había visto. Camas individuales, frailes que cambiaban mantas y sábanas después de lavarlas, comida en abundancia, babuchas y camisones para cada enfermo. Ahmed vio en todo aquello la influencia de la medicina árabe, y yo no pude por menos que indicar a Moisés que, si algún día llegaba a ejercer en algún hospital, tomara éste como ejemplo.

Al día siguiente partimos hacia las siguientes etapas del viaje, Puente la Reina, Estella y Viana, pasando por Cirauqui y Torres del Río, en donde pudimos ver una iglesia linterna muy parecida a la torre del hospital de Eunate. Tras la discusión del día anterior, Etienne tenía pocas ganas de hablar, pero sí nos explicó que eran torres identificadas con el Santo Sepulcro y por eso tenían todas la misma planta.

Aurelio, siempre en cabeza, tiraba del grupo como si la proximidad de su casa le atrajera, sin olvidar que la compañía de Ahmed y Moisés no le había sido grata desde el primer momento.

Poco antes de llegar a Viana, donde abandonamos el camino para adentrarnos en tierras de Castilla, tuvo lugar una de aquellas conversaciones que hacían más liviano el camino pero que terminaban, algunas veces, en enfrentamientos en los que se ponían de manifiesto rencillas y temores.

Ya viejo como soy, no veo la necesidad de aquellas disquisiciones; pero mi mente se resiste a olvidarla porque, como dijo Ahmed, me hizo contemplar los hechos desde otro punto de vista. Además, si quiero que mi relato resulte veraz he de intentar reflejar todo lo que sucedió. Hoy no albergo duda alguna de que sólo me debo a Dios y que ha de perdonarme que algunas de aquellas ideas hicieran mella en mí. Todo comenzó cuando Ahmed interpeló a Etienne por el apóstol Santiago.

—Y dime, Etienne, ¿cómo sabéis que Santiago es el que se encuentra al final del camino? —preguntó de forma directa y sin rodeos.

Moisés y yo nos miramos. Etienne pareció no alterarse, pero estaba claro que iba a responder y el tema no era menor, ya no se trataba de discutir sobre herejías o creencias, se estaba cuestionando uno de los convencimientos más firmes de la cristiandad.

—Señor Ahmed —respondió Etienne—, con deciros que es una cuestión de fe habría suficiente, pero supongo que vuestra mente científica no admitirá tal respuesta. Aunque veo que os limitáis a las creencias cristianas y no a las vuestras.

—Os sorprenderíais de lo abiertos que somos los musulmanes a la hora de discutir sobre la fe. Pero aún no me habéis respondido.

Moisés y yo tratamos de acercarnos lo más posible.

Etienne comenzó a contar la historia conocida por todos los cristianos.

—Hace cuatro siglos fue descubierto el sepulcro del apóstol Santiago. Un asceta de nombre Pelagio vio lenguas de fuego y oyó cantos de ángeles. Avisó al obispo Teodomiro, que recibió la inspiración divina de que eran las señales que indicaban la exacta ubicación del santo. El rey Alfonso ordenó levantar una iglesia y varios frailes acudieron a guardar el lugar.

—¿Y cómo llegó hasta ahí? —me apresuré a preguntar, para poder así mediar en la conversación y atemperar la curiosidad de Ahmed.

Etienne continuó explicándonos la vida del apóstol.

—Jacobo, o Santiago, llegó a la Península con la misión de catequizar a sus habitantes. Al llegar, y a imagen de su maestro, reunió a un grupo de discípulos, y en su camino fundó tres iglesias, la última a orillas del Ebro, después de que la Virgen se le apareciera sobre un pilar. Tras estos hechos, cuenta la tradición que volvió a Jerusalén y allí luchó contra legiones de demonios y propagó la palabra de Dios hasta que fue degollado por orden de Herodes Agripa.

—Y si murió en Jerusalén, ¿cómo llegó hasta aquí su cuerpo? —insistió Ahmed.

—Ahora iba a continuar, señor Ahmed —respondió Etienne clavando su mirada en el árabe—. Discípulos de Jacobo lo llevaron secretamente a una nave que, sin vela ni timón, fue empujada por las olas guiada por un ángel del Señor. De esta forma llegó hasta el noroeste de estas tierras. La nave remontó un río y llegó hasta el reino de una soberana llamada Lupa, que cedió sus bueyes para que portaran al santo hasta su lugar de descanso. Hay una tradición que cuenta que, como Lupa era pagana, cambió los bueyes por toros bravos para burlarse de los discípulos, pero milagrosamente los toros se amansaron y terminaron llevando a Jacobo hasta el centro del palacio de Lupa. Y, por último, y como ya os he contado, el sepulcro fue hallado cuando Dios decidió que había llegado el momento.

Me quedé mirando a Ahmed, que tardó sólo unos segundos en volver a intervenir.

—Tengo entendido que el Señor Jesús tenía dos discípulos que se llamaban Santiago, que vosotros llamáis el Mayor y el Menor. ¿De cuál de los dos se trata?

Etienne se sintió incómodo con la pregunta que Ahmed, sin ninguna buena intención, le había hecho.

—Veo que tenéis conocimientos cristianos —respondió el fraile—. Efectivamente. Santiago, hijo de Zebedeo, llamado el Mayor, y Santiago, hijo de Alfeo, llamado el Menor. No por ser menos importante, sino por haber sido llamado después por nuestro Señor.

—¿No era éste el que algunos dicen que era hermano mellizo de Jesús? —dijo Ahmed casi sin dejar que Etienne terminara de hablar.

Me vi en la necesidad de intervenir y por primera vez deseé que la conversación finalizara en aquel momento.

—Ahmed —empecé—, doctrinas heréticas hay muchas, todas provenientes de historias similares. La historia de los hermanos de Cristo es algo que ha suscitado muchos errores y controversias, pero hay una doctrina de la Iglesia al respecto y no hay por qué darle más vueltas.

Etienne continuó.

—Más importa ser hermano de Jesús en el espíritu que en la carne. Por tanto, quien llama a Santiago Zebedeo o Santiago Alfeo hermano de Jesús, verdad dice. —El fraile hizo una pausa y añadió—: Son palabras del papa Calixto, y pienso que todo queda suficientemente claro.

—Pero aún no me habéis respondido de qué Santiago se trata —insistió Ahmed.

—Mirad, señor Ahmed. Para nosotros es el Mayor, lo suficiente como para que vosotros lo pongáis en duda… —empezó a decir Etienne.

—Sólo os he preguntado porque la historia alberga dudas. Es más, os diré que más parece una especie de permiso divino para matar musulmanes; no en vano le llamáis «el Matamoros».

La situación se estaba poniendo tensa. Tanto, que incluso Aurelio estaba por intervenir.

—Señores —tercié entonces—, no creo que sea ni el momento ni el lugar para una discusión de este tipo, y el cariz que está tomando me parece que no es digna de personas formadas. Respetemos Santiago, respetemos La Meca y respetemos el templo de Jerusalén.

Moisés, que prudentemente se había mantenido en silencio, zanjó la conversación.

—Creo que puedo hablar por estar en una situación intermedia. Soy judío practicante. Conozco mi religión, pero también conozco las cosas buenas y malas que trae. ¿Qué importa que sea el Mayor o el Menor? Incluso os diría más, ¿qué importancia tiene si hay sepultura o no? Los creyentes rezan independientemente de símbolos y lugares. Creer es necesario, es un consuelo para las gentes. —Todos le escuchábamos en silencio. Moisés, a veces, sorprendía por su madurez—. Pero ese culto es utilizado por más gentes; reyes, para sus guerras; mercaderes, para sus negocios.

Quizás es mi vertiente más judía la que me ha hecho observar los establecimientos de la ruta: Tabernas, hospedajes, hospitales, campos cultivados. Separemos la vertiente espiritual de la ambición guerrera y la avaricia y quizás encontremos la verdad.

Nadie volvió a mencionar el asunto durante el resto de la ruta.