Capítulo XII

Donde se narran cosas que me sucedieron durante el viaje y cómo fue mi llegada al palacio de los Papas.

El viaje a Aviñón no resultaba cómodo, y menos en aquellas circunstancias. Todas las ciudades que quedaban en mi camino estaban afectadas por la peste; no quería tentar a la suerte, si en Florencia no había enfermado no había por qué intentar hacerlo en otro lugar. Pero no era sólo la plaga, el invierno estaba siendo duro y me vi obligado a seguir la ruta de la costa, pues era imposible realizar el viaje a través de los Alpes. En el interior, el contagio estaba siendo menor, no así junto al mar, donde los muertos se centuplicaban. Cuando llegaba la noche echaba de menos el abrigo de las murallas, y cada ruido nocturno era un sobresalto, ya que imaginaba que algún bandido me había elegido como presa. La llegada del amanecer no era garantía de seguridad, pero al menos podías atisbar alguna posible huida. Sólo cuando hallaba la serenidad de un monasterio descansaba realmente. Mi presencia en aquellos santos lugares levantaba recelos, pero cuando mostraba los documentos con los sellos de la Cancillería de Aviñón se me abrían todas las puertas. No sé si por confianza o miedo, pero la fatiga del camino me impedía dedicarme a semejante acertijo.

Las ciudades que dejaba a mi paso no mostraban mejor aspecto que la querida Florencia. Lucca, Niza, Génova, donde parecía se había iniciado todo tras llegar un barco de Asia infectado por la peste. Todas devoradas por la plaga. Enormes columnas de humo se elevaban dentro y fuera de las ciudades. La gente trepaba por las enormes montañas de desperdicios en busca de algo que llevarse a la boca. Pude ver cientos de personas hacinadas junto a los muros de piedra, enterradores saliendo de la ciudad cargados de cadáveres. Vi a grupos que los sobornaban o bien les asaltaban para abrir los ataúdes y hacerse con las ropas u objetos del difunto. Infinitas extensiones de cruces sobre los campos, como trigo antes de la siega. Filas de miserables y enfermos en las lindes de los caminos andando sin rumbo fijo. Leprosos con sus campanillas, ya carcomidos por la enfermedad, que ante la presencia de un apestado huían despavoridos, cuando hacía bien poco era de ellos de quien se huía. Iglesias abandonadas por sus sacerdotes y asaltadas por las turbas que, ante la perspectiva de una muerte pronta, no respetaban leyes divinas ni humanas. Eran visiones infernales que aún hoy galopan en mi imaginación y me despiertan de noche entre sudores.

Recuerdo una jornada terrible en que la noche me sorprendió en medio de los campos. No había ningún refugio a la vista y la idea de dormir a la intemperie con aquel frío no me seducía. Descabalgué y me puse a buscar algún lugar donde guarecerme. Había luna llena y la visibilidad era bastante buena, por lo que no me pasó desapercibida una casa campesina. No era muy grande y, como en todas ellas, convivían bajo su techo personas y animales. Se aprovechaba así el calor de todos en un único habitáculo, que, además de vivienda, era establo y granero, algo nada saludable, pero en mis circunstancias, más apetecible que reposar bajo un árbol. Sin embargo, al acercarme me di cuenta de que algo no iba bien. Mi caballo comenzó a retroceder asustado. Grité para que salieran, pero nadie contestó a mis requerimientos. Até la montura a una rama y me acerqué. Inmediatamente, un hedor infernal me obligó a taparme la nariz. Preparé una antorcha y abrí la puerta. Nunca había visto nada semejante. Toda la familia muerta por la peste. Los dos individuos mayores, no sabría decir si eran un hombre y una mujer, o dos hombres, o quizá dos mujeres, yacían totalmente corrompidos, igual que los dos niños. La pareja de bueyes que había en la estancia, también había muerto, probablemente de hambre. Pero noté movimiento en una esquina. Dirigí la antorcha hacia allí y vi una cuna. ¿Sería posible que un recién nacido hubiese sobrevivido? Me acerqué, pero retrocedí lleno de pánico. Un perro con la boca ensangrentada y con las horribles bubas de la peste me enseñaba los colmillos. Era una visión del averno, algo que ni san Juan había descrito en el Apocalipsis. El animal avanzó hacia mí cojeando y gruñendo, pero conseguí llegar a la puerta defendiéndome tras el fuego. Cerré mientras oía sus ladridos y cómo rascaba la madera con furia. Me aparté unos pasos y lancé la antorcha sobre la techumbre. No tardó en arder toda la casa. Monté y seguí camino. El fuego seguramente atraería a más de un curioso con el que no convenía cruzarse.

No fue la última vez que me topé con perros salvajes, incluso oí que habían llegado a formar manadas que atacaban y devoraban a los caminantes. El fiel amigo del hombre, tal vez por su proximidad, también había sido presa de la locura colectiva.

La llegada a Aviñón no fue muy gloriosa. Sucio y cansado, me presenté en la nueva Roma, como se la llamaba en aquella época. Era una ciudad grande que continuaba creciendo desde que se instaló la corte papal en 1309 debido a la proximidad de Vienne, donde aquel año debía celebrarse el Concilio. Aunque por geografía e influencia de sus reyes podíamos decir que se encontraba en territorio francés, no era así, ya que estaba en el condado de Venaissin, perteneciente al rey de Sicilia y Nápoles, de la casa de Anjou, conde de la Provenza y, lo más importante, vasallo del Papa. Por tanto, Aviñón era prácticamente territorio pontificio, algo que terminó de corroborar Clemente VI el mismo año de la epidemia, cuando compró la ciudad a Juana I.

Se distinguía perfectamente la ciudad antigua de la nueva. Las edificaciones se distribuían sin un orden fijo hacia el Ródano, cerca de caminos y conventos que marcaban de forma inequívoca la ruta hacia el castillo de los Papas, que se alzaba visible desde los cuatro puntos cardinales. Yo había sido, y era en aquel momento, muy crítico con todo aquello, y estaba convencido de que la Iglesia necesitaba una remodelación, pero me sobrecogí ante la idea de hallarme en la corte del sucesor de san Pedro. Quizá fuera ése el efecto que querían conseguir ante la visión de todo aquel conjunto y a fe que conmigo lo consiguieron.

Había cierto bullicio en las calles a pesar de que la peste se había extendido por aquellas tierras y muchos habían huido. Eso me hizo pensar en cómo sería la ciudad en otras circunstancias. Quizá la presencia del Papa y su corte daban a la muchedumbre cierta seguridad de que allí no podía haber contagio; sin embargo, lo cierto es que lo había, y muestras evidentes eran las tumbas nuevas y las grandes fosas abiertas que se podían ver en los camposantos.

Llegué a la puerta de la antigua ciudad y me detuvo un soldado al que mostré mi salvoconducto. «¡Otro médico!», gritó al oficial que se encontraba sentado un poco más allá. Sin ni siquiera mirarme, hizo una señal al guardia. Me devolvió los papeles y me señaló una de las calles que iban en dirección al castillo.

Toda esa parte de Aviñón había sido ocupada por la Curia. Iglesias restauradas y palacetes de cardenales y altos funcionarios eclesiásticos aparecían aquí y allá. Todo era hermoso, pero me hacía dudar sobre la idea reiterada por la Iglesia de que era una residencia temporal y que la vuelta a Roma estaba cercana. Demasiada solidez para algo provisional.

Por fin llegué frente al palacio. Era una auténtica fortaleza de muros enormes y casi sin ventanas. La defensa estaba asegurada. Una imagen es a veces mejor que un sermón, y allí la Iglesia se presentaba con una solidez y un poderío a prueba de cualquier rey o emperador. La puerta principal era un gran arco apuntado sobre el que había labrado un escudo. Más arriba, dos enormes torreones terminados en punta al estilo de la arquitectura del norte de Europa encuadraban el acceso.

De nuevo tuve que presentar los papeles, pero finalmente conseguí entrar en el lugar desde donde se regían los destinos de la cristiandad.

Unos frailes se hicieron cargo de la montura mientras otro cogía el saco con mi ropa y mi instrumental. Sin decir palabra, comenzó a andar y le seguí. Inmediatamente desapareció por una puerta. Entré tras él y me encontré frente a una mesa en la que había sentado un hermano predicador de enorme volumen.

—Bienvenido a Aviñón —dijo risueño—. ¿Podéis mostrarme vuestros papeles?

Por tercera vez aquel día los enseñé.

—Doménico Tornaquinci de Florencia —anotó cuidadosamente—. Habéis llegado justo a tiempo. El Santo Padre dará comienzo a la reunión dentro de dos días, lo necesario para que, si lo deseáis, os pongáis al día del palacio y la ciudad, aunque no es muy aconsejable, con la peste corriendo por ahí. Pero, ¿qué os voy a contar a vos sobre la peste?

Aquel individuo no paraba de hablar y yo tenía unas enormes ganas de retirarme a descansar.

—Por cierto, las almorranas me están matando, ¿no tendréis por ahí un poco de acederilla para aliviarme? —preguntó el fraile.

—¿Acederilla? —respondí—. Eso es bueno para los enfriamientos y para los resfriados, pero no para las almorranas. Lo que debéis tomar es fragula.

Noté que el predicador no me miraba a mí sino a la puerta. Me giré. En el umbral se encontraba un individuo elegantemente vestido que, tras examinarme, hizo una señal de aprobación.

—Aquí tenéis vuestros papeles. Este monje benedictino os acompañará a vuestros aposentos y desde este momento queda a vuestro servicio —dijo el fraile predicador.

Al salir, el hombre de la puerta se dirigió hacia mí.

—Perdonad si os he parecido descortés, pero era necesario haceros esta pequeña prueba. Ante todo me presento: soy Francois de Louvres, uno de los médicos del Papa.

—Doménico Tornaquinci de Florencia.

—Es un honor. Vuestra fama os precede.

—¿Y cuál es el objetivo de esa prueba? —pregunté recalcando la palabra «prueba».

—Nos han llegado noticias de que algunos de los invitados a la reunión han sufrido algún percance por el camino en forma de asaltos o de enfermedad. Sus pertenencias, lo mismo que el salvoconducto del Papa, quedaron a merced de los desalmados. Y no sería el primero que se presenta aquí suplantando al muerto para colarse en la reunión. Por ello, comprenderéis que debemos tomar precauciones.

—Me parece correcto —respondí—. Y ahora, si me disculpáis, me gustaría retirarme a descansar.

—Por supuesto —dijo François de Louvres, y dirigió una señal al benedictino para que iniciara el camino hacia mi aposento.

La fortaleza era enorme. A pesar de mi cansancio, pude distinguir que lo que podíamos llamar el palacio propiamente dicho estaba construido en torno a dos patios, el primero muy austero, de corte y trazado conventual, y el segundo, más moderno y más cerca del concepto palaciego.

Por fin llegamos a mi celda. No era un espacio muy grande, pero sí lo suficiente para albergar una cama, una mesa y un reclinatorio para orar frente a un pequeño crucifijo colgado en la pared, no en vano estaba en una residencia religiosa. Mientras el benedictino acomodaba mis enseres, me asomé a la única ventana del lugar. La vista era espléndida. Se veía el Ródano, el puente, y un poco más allá, unas enormes villas donde destacaban bellas casas y jardines.

—¿Qué son esas construcciones al otro lado del río? —pregunté.

El monje retiró la capucha que hasta ese momento llevaba echada y se acercó a la ventana. Era bastante corpulento, no muy alto, y le calculé entre los veinticinco y los treinta años.

—La Villeneuve —respondió—. Es la residencia de algunos cardenales que no desean vivir en Aviñón. No les gusta el bullicio de la ciudad.

—Y que tienen más medios económicos que los demás —le interrumpí.

El fraile me dirigió una sonrisa cómplice y continuó:

—Aquella tan grande con la iglesia y otro edificio al lado para albergar a sus ayudantes fue la primera que se construyó, en tiempos de Juan XXII, y lo hizo el cardenal Arnaud de Vía. También están las residencias de Pierre Bertrand o del difunto Napoleón Orsini.

«¡Napoleón Orsini! El hombre que perteneció durante más de cincuenta años al Sacro Colegio», pensé para mí.

—Supongo que querréis descansar, así que os pido permiso para retirarme. Pero me quedaré en la puerta para cualquier cosa que necesitéis.

—Antes de descansar quisiera tomar un baño —le dije.

—Por supuesto, señor, os acompañaré.

—Por cierto.

—¿Señor?

—¿Cuál es tu nombre? Tú sabes el mío. Es justo que yo sepa el tuyo.

—Etienne, señor, natural de Aviñón.

—Pues bien, Etienne, indícame, por favor, los baños.

—Seguidme.

No sé cuánto tiempo dormí. Lo cierto es que cuando desperté el sol ya estaba alto. Me vestí y salí. Sentado en el exterior estaba Etienne.

—Buenos días, señor —dijo cordialmente.

—Buenos días, Etienne —respondí—. Me parece que todo el palacio debe de estar ya levantado.

—Probablemente. Pero no os preocupéis, nadie os ha echado de menos y hasta mañana no son necesarios vuestros servicios. —Calló por unos instantes—. Bueno, no es cierto.

—¿Cómo? —pregunté.

—Esta tarde, después de Nona, el Papa os bendecirá a todos en el patio del palacio nuevo… Y ahora, si lo deseáis, os acompañaré para que comáis algo y después, si os place, os mostraré el palacio.

La visita duró bastante debido a las dimensiones del lugar. Etienne era un buen guía y también resultó bastante hábil, pues esquivó todas las preguntas comprometidas que le hice sobre el Papado y el funcionamiento de Aviñón. Subimos a la muralla. Desde allí me explicó las diferentes obras que se habían llevado y que se llevaban a cabo, y las diferencias entre los dos palacios. El más antiguo estaba organizado como un monasterio, ya que Benedicto XII, el que mandó construirlo, había sido monje. Y el más moderno era más mundano debido al espíritu de opulencia de Clemente VI. Vimos las dos grandes salas donde se realizaban las reuniones. La de la Gran Audiencia, donde se celebraban las vistas de los casos sometidos a jurisdicción eclesiástica y donde nos reuniríamos los médicos al día siguiente. Y la sala del Consistorio, en la que tenían lugar las grandes ceremonias de Aviñón, tanto nombramientos de nuevos cargos como recepciones de reyes y embajadores. En un lado de la sala había un andamio en el que trabajaban un grupo de pintores dando los últimos toques a un fresco. Etienne, ante mi interés por aquella escena, me puso al corriente.

—Es el maestro Mateo Giovanetti di Viterbo y sus ayudantes. Es el encargado de prácticamente todos los proyectos pictóricos del palacio. Llegó hace cinco años, un poco antes de la muerte del maestro Simone Martini, el autor de las escenas de la Pasión que antes hemos visto.

Me acerqué y me quedé observando en silencio. Los individuos estaban perfectamente caracterizados; me recordaban las cabezas de romanos que había visto en Florencia y Roma. Todo el conjunto desprendía la elegancia y la suntuosidad de la pintura de Siena.

—¿Os gusta? —preguntó Etienne.

—Me encanta —respondí.

—El maestro ha decorado también la casa de Napoleón Orsini, la capilla de San Marcial y las habitaciones privadas del Papa. Los que las han visto dicen que son algo maravilloso. Hay un jardín que debe haber sido inspirado directamente por el Paraíso, en el cual no parece posible distinguir lo pintado de lo natural. Hay jóvenes que corren entre la vegetación jugando y cazando.

Escuchaba la descripción de algo que el buen fraile nunca había visto. Estaba entusiasmado porque él se consideraba parte de todo aquello, pero yo no hacía más que pensar que exageraba; además, me traicionaba mi origen florentino y la vanidad artística que a todo toscano, no sin razón, se nos achaca. «Tú me hablas de lo que no has visto —pensé—, pero yo he estado durante horas ante la pintura del más grande. Y no sólo grande, el casi divino Giotto».

Entonces, emocionarme ante la belleza y entender el arte me llenaba de orgullo y me hacía sentir más afortunado que aquellos que no eran capaces de contemplar. Hoy esto me parece vanidad y a mi edad no estoy para cometer pecados tan absurdos. Ya ni me acuerdo de cómo era la pintura de Giotto.

Por fin llegó la hora en que íbamos a ser recibidos por el Papa en el patio nuevo. La ceremonia había sido perfectamente preparada. Aún no os he hablado de Clemente VI y creo que es necesario, para que sepáis cómo se comportaba la corte de Aviñón en aquella época.

Su nombre auténtico era Pierre Roger. Pertenecía a la orden benedictina, la más poderosa que existe (en todos los sentidos). Fue abad de Fecamp, para ocupar después el cargo de obispo de Arrás. Más tarde fue nombrado, sucesivamente, arzobispo de Sens y arzobispo de Ruán, hasta que fue elegido papa en 1342. Siempre tuvo la conciencia de que era un aristócrata de la Iglesia, un gran señor que había de dotarla del fasto necesario para que se reflejara la grandeza de lo que representaba la morada terrestre. Fue el gran animador del mecenazgo de Aviñón y nadie puede decir que no fuera generoso. También tenía fama de hombre cultivado e inteligente que gustaba del estudio y la conversación erudita. Combinaba la nobleza y el gusto por lo caballeresco con el refinamiento urbano. El espectáculo y el boato eran su punto débil, así como el hecho de ser el confidente y hombre de confianza del rey francés Felipe VI, con lo cual las actuaciones de la diplomacia eclesiástica incitaban a la sospecha en cuanto a una pretendida neutralidad. Sin embargo, era de admirar su defensa de las minorías, en concreto de los judíos, y las actuaciones que había llevado a cabo para tratar de erradicar la peste, cosa que demostraba que no era sólo un papa encerrado en su palacio.

Pues bien, se puede suponer que la ceremonia estuvo presidida por la grandilocuencia. Incluso se hizo esperar unos minutos para crear el ambiente preciso. Todos estábamos pendientes de la adornada arquería superior donde aparecería. Finalmente se abrió una puerta, una comitiva de frailes abría el cortejo. Apareció Clemente flanqueado por sus cardenales y con la tiara papal sobre su cabeza. Nos arrodillamos para recibir su bendición, salvo un grupo en el que no había reparado. Se limitaron a inclinar la cabeza en señal de respeto. Miré de reojo y pude ver, por su vestimenta, que se trataba de musulmanes y judíos. El Papa no había tenido inconveniente en invitarles más allá de religiones y creencias. Tras bendecirnos de forma estentórea, se dirigió a ellos y, tras devolverles la inclinación, también les bendijo. Una vez terminada la ceremonia, regresó a sus aposentos.

Nos levantamos y, como era de esperar, los comentarios fueron de todo tipo, desde amenazas con abandonar Aviñón porque nadie les había dicho que debían compartir la reunión con «moros» y judíos hasta el reconocimiento de la superioridad de la medicina oriental sobre la occidental. El mismo gesto había sido visto por unos como un desprecio al Santo Padre y a la cristiandad en su conjunto, y por otros, como una inequívoca señal de respeto. Y mientras, ¿qué hacían ellos?, pues sin darle mayor importancia se habían retirado prudentemente. Yo no tenía ganas de polémica y abandoné el patio. Etienne me estaba esperando.

—Ya le habéis visto, ¿qué os ha parecido? —me preguntó en su afán de que me sintiera admirado por todo lo que sucedía.

—Un papa —respondí sin detenerme.

—¿Un papa? —dijo sorprendido y saliendo detrás de mí—. ¡Es el sucesor de Pedro!, ¡el Vicario de Cristo!

—Sí, ya lo sé, luz de la cristiandad, timón de la nave de la Iglesia. ¿Se me olvida alguna? Al fin y al cabo, un hombre.

—Un hombre señalado por Dios —insistió Etienne, nervioso.

—Etienne —le dije—, me han mandado llamar para hablar de medicina, no de teología. Para tu tranquilidad te diré que soy católico, apostólico y romano, aunque es evidente que la Iglesia ahora no se encuentra en Roma.

—Por las revueltas de Italia —respondió Etienne.

—Por lo que sea. Y, ahora, si me haces el favor, me gustaría seguir viendo la fortaleza.

Etienne obedeció, pero durante el recorrido se mostró distante. En su pequeño mundo no cabía más que Aviñón, y mis comentarios le habían desconcertado.