Capítulo II

Donde se expone quién es el que reclama vuestra atención y cuál es su propósito a la hora de narrar hechos acaecidos más de treinta años ha.

A 25 de enero del año de Nuestro Señor de 1381, según el calendario romano, y de 1419 de la llamada era hispánica.

Comienzo a narrar los hechos que hace más de treinta años estuvieron a punto de terminar con la vida en la Tierra. Época diabólica que me tocó vivir y que puso al descubierto todas las miserias y bajezas del ser humano.

Estoy en mi celda. Acaban de llamar a Completas, pero he fingido estar enfermo y me han dispensado de asistir, así podré escribir sin que nadie se entere, ni siquiera el abad. Él no sabe quién soy y por qué estoy aquí. Sólo su antecesor estaba al corriente de todo y me ocultó entre los miembros del monasterio como uno más. A su muerte me quedé solo. Sin embargo, a veces me observa mientras cenamos o se asoma mientras trabajo en los fogones. Quizá sepa algo. Pudo ser la última confesión de su antecesor en el lecho de muerte y, por tanto, un secreto que ha de llevar a la tumba. Nadie más conoce este secreto porque estoy seguro de que hubieran venido a buscarme y el monasterio y la orden, cuyos nombres no pienso revelar, hubieran pagado las consecuencias.

Debo confesaros que he dudado mucho antes de comenzar a escribir y, no pocas veces, he pensado que era mejor seguir ocupándome de mi triste cocina, ser motivo de burla de los novicios y esperar en paz el momento de rendir cuentas a Nuestro Señor. Pero tenéis derecho a saber. Tenéis que conocer para que no se vuelva a repetir aquel Apocalipsis en que la enfermedad y el género humano se aliaron para destruir la Creación.

Os prevengo que soy anciano que pasa de los sesenta años, pero ello no es motivo para que desconfiéis de mi memoria, ya que cuando conozcáis toda la historia, si el Señor me da fuerzas para terminarla, comprenderéis que cualquiera que hubiese vivido aquello no podría olvidar ni el más mínimo detalle.

Me llamo Doménico Tornaquinci, hermano Domingo en este santo lugar, nacido en Florencia en el año 1315, en el seno de una de las familias más ricas y poderosas de Italia. Mi ciudad era hermosa y, para sus ciudadanos, un orgullo convivir en ella. La prosperidad comercial la había convertido en la principal productora de tejidos. Mi amigo Giovanni Villani, el cronista de la ciudad, llegó a contar hasta doscientos talleres del gremio lanero en los cuales se confeccionaban hasta ochenta mil piezas de tela en un año.

Las familias más poderosas de la ciudad controlaban el gobierno. Allí no mandaba la nobleza, sino que el poder era comparado y todo se sometía a discusión. Desde las relaciones con el exterior hasta el embellecimiento de las calles. Iglesias y edificios civiles competían en belleza y suntuosidad. Recuerdo al gran Boccaccio, únicamente dos años mayor que yo, cantando al amor, y haber visto al divino Giotto paseando ya viejo, mirando y aprendiendo como si de un aprendiz de su taller se tratase. Nada hacía suponer que la iris florentina se marchitaría de pronto.

Mi padre me educó para que me hiciera cargo de los negocios de la familia y participase en los entresijos políticos de la ciudad. Sin embargo, y no con poco disgusto por su parte, desvié mis pasos hacia el estudio de la medicina. Trabajé duramente y terminé siendo uno de los galenos más populares; tanto, que a la edad de treinta años era reclamado por los más destacados personajes civiles y eclesiásticos.

Pero Florencia era una isla en un mar que comenzaba a embravecerse y que terminaría por engullirnos. A comienzos de este siglo la naturaleza enloqueció como no recordaba el género humano. Una ola de frío se abatió sobre Europa y comenzó el ciclo infernal que se repitió insistentemente año tras año: malas cosechas, hambre y muerte. Los hombres morían, y las tierras, ya pobres de por sí, no se cultivaban. El clima era tan duro que muchos viajeros contaron que en el norte el mar se había helado. Cuando el frío remitía, comenzaban las lluvias, que llegaron a ser tan torrenciales que desbordaban los ríos, inundaban los campos, ahogaban a humanos y bestias y pudrían las cosechas. Los campesinos sufrían el hambre y las enfermedades, y los señores feudales, lejos de ayudarles, les presionaban para que trabajasen y pagasen sus impuestos. La huida hacia las ciudades fue masiva. Florencia llegó a contar hasta con cien mil habitantes, que se hacinaban en barrios marginales construidos al abrigo de las murallas. El bandolerismo creció y los caminos de Europa se convirtieron en lugares inseguros donde uno podía ser asaltado y abandonado como alimento para las bestias. O, incluso, como sucedió más de una vez dada la escasez que se padecía, ser descuartizado y vendido por algún carnicero sin escrúpulos en la plaza del pueblo como si de carne de buey se tratase.

No sólo era la naturaleza la que pareció dejar de obedecer los designios de Dios, Nuestro Señor.

Los hombres abandonaron la paz para sumirse en una guerra terrible que sigue ensangrentando Europa después de cuarenta y tres años. A los tres jinetes, hambre, muerte y enfermedad, se les unió el cuarto en 1338. La disputa dinástica entre los Plantagenet y los Valois fue la excusa que sirvió para iniciar el conflicto, pero no fue la razón verdadera. A los hombres hay que engañarles con grandes empresas y elevados ideales dictados en nombre de la patria para que pierdan sin titubear lo más preciado que tienen: la vida.

La formación que recibí de mi padre en política y economía no cayó en saco roto, o al menos, es la suficiente como para descubrir que tras aquel conflicto se escondía el dominio mercantil de Flandes y de las rutas del canal de la Mancha, vitales para la Hansa y, por tanto, para el control del comercio del norte de Europa. Pero me limitaré a narrar los hechos ya que, como habéis podido ver, la vanidad ha sido y es uno de mis pecados más habituales.

Eduardo III, rey de los ingleses, reclamaba el trono de Francia. El rey francés, Felipe VI, ayudaba a los escoceses y trataba de romper los vínculos comerciales de la isla con Flandes. El escenario y los motivos estaban servidos. Las palabras sobran, las armaduras se visten y los seres humanos sólo se distinguen entre sí por ellas; el campo de batalla les espera. Felipe rompió el fuego apoderándose de la Gascuña, pero los ingleses contestaron invadiendo el norte de Francia. La guerra fue terrible. Los hombres morían, fueran o no soldados. Francia quedó arrasada, pero fue en 1346 cuando Eduardo y su hijo, el Príncipe Negro, dieron su gran golpe. En Crécy, el ejército francés fue aniquilado. Los muertos se contaban por miles, pero las hostilidades no terminaron hasta que la gran plaga se presentó ante ellos y los unió en la muerte y la desesperación. ¿Sirvió de algo? En absoluto. Una vez pasó, continuaron su locura guerrera y todavía ahora continúan sin tregua.

El resto del mundo tampoco se mantenía en paz. Castilla unía su guerra contra el infiel y los desórdenes dinásticos. En Aragón, una guerra civil enfrentó al rey Pedro IV con sus súbditos. En las ciudades de toda Europa, las masas de campesinos comenzaron a crear problemas. ¡Qué gran desastre se nos venía encima y no supimos pararlo! Lo que sucedió en realidad sobrepasa todo lo imaginable. Parecía como si Dios hubiese querido castigar a todo el género humano por su maldad y crueldad enviando aquella plaga bíblica que acabó con hombres, mujeres y niños sin distinción de edad o posición social. El Infierno se apareció en la Tierra y nadie pudo enfrentarse a él, pero cuando pudo… Mas no, ahora no tendría sentido explicarlo. Todo llegará a su tiempo. Narraré sin descanso para que conozcáis todo lo que mi mente pueda recordar. Es necesario que todo esté claro. Lo único que me preocupa es que me falta tiempo, soy ya muy anciano y la vista y la memoria me flaquean, y he de escribir cuando las cosas se me manifiestan. El Altísimo no tardará en llamarme y quiero que este documento esté concluido cuando eso suceda.