Capítulo XVI

De cómo supimos de la existencia de un remedio para la peste y de cómo el cardenal Tayllerand nos envió a buscarlo.

No recuerdo exactamente cuándo fue. Llevábamos ya varios días en Aviñón. A pesar de los avisos de Etienne, me reunía con Ahmed y Moisés, lo cual me granjeó no pocas miradas y comentarios despectivos. No me importó entonces ni me importa ahora y, en honor a la verdad, he de decir que no fui el único que entabló amistad con ellos o con otros de su religión. También puedo decir que, si muchos cristianos se mostraron intolerantes, también los había entre judíos y musulmanes.

Una noche llamaron a mi puerta. Me desperté sobresaltado y abrí. Era Etienne.

—¿Qué quieres a estas horas? —pregunté de muy mal humor.

—Perdonadme, señor, pero es necesario que os hable.

Le hice pasar y cerré la puerta.

—¿Qué es tan importante que no puedes esperar a que amanezca? —le pregunté.

Etienne estaba muy asustado.

—Vamos, habla —le urgí.

—Señor, no sabía a quién acudir. Vos sois bueno y comprensivo.

—Está bien, está bien. ¿Qué te preocupa?

—Hoy estaba en la puerta, como cuando vos llegasteis. Allí se ha presentado un hombre que a simple vista parecía un pordiosero. La guardia le ha impedido el paso y él se ha puesto a gritar. A sus voces ha salido el mismo fraile que os recibió a vos. El hombre no hacía más que decir que tenía que hablar con el Santo Padre. Obviamente, se ordenó que le echaran, pero cuando lo llevaban a la calle a empujones, oí cómo decía que traía el remedio para la peste. Nadie le hizo caso y terminaron echándole.

—Bueno, ¿y qué? —pregunté.

—Pues que dijo que tenía un remedio.

—Mira, Etienne, aquí no ha habido día que no se haya mencionado un remedio y, probablemente, ese hombre tuyo no sea más que alguien hambriento de comida o bienes ajenos que quería introducirse en el castillo —respondí mientras arreglaba el camastro para volver a dormir.

—Es que eso no es todo —dijo Etienne, nervioso.

—¿Qué más hay?

—Le seguí por las calles y, cuando se hubo alejado bastante del palacio, salí a su paso y le pedí que me explicara lo que sabía. No es ningún brujo ni curandero; tampoco es médico, es cierto, pero… Señor, por favor, tenéis que escucharle.

—¿Escucharle? —miré a Etienne—. ¿No se te habrá ocurrido introducirlo en la fortaleza?

El benedictino no respondió.

—¿Dónde está? —pregunté.

—Aquí fuera, oculto entre las sombras —contestó Etienne apresuradamente.

—Estás loco, Etienne. Primero me adviertes de que aquí las paredes ven y oyen y ahora me traes un desconocido a escondidas y de noche.

—He sido precavido —dijo mientras se dirigía a la puerta.

Tardó unos momentos en regresar, y cuando lo hizo, le acompañaba un individuo que, a la luz de la luna, parecía algo mayor que yo. Su aspecto no era muy presentable. Vestía como los campesinos. Llevaba una túnica de color negro ceñida por un cinturón, y una capucha cubría su cabeza. La ropa estaba raída y, en algunas partes, hecha girones. Un zurrón era su único equipaje. Su debilidad era evidente, pero no tenía nada que ofrecerle, así que le dije a Etienne que fuera a buscar algo de comer. El hombre pareció entender de qué hablábamos, abrió enormemente los ojos y los clavó en el fraile suplicándole que lo hiciera. Cuando nos quedamos a solas, traté de que me explicara.

—Y bien, ¿qué tenéis que contar? —le pregunté.

Hizo un gesto interrogativo. Al parecer, no me entendía. Etienne había hablado con él; por tanto, en alguna lengua conocida lo haría. Le pregunté en francés y germano. Pero no articulaba palabra. Al fin, volvió Etienne con una hogaza de pan que el desconocido le arrebató nada más verla.

—Etienne, ¿cómo te has entendido con él?

—¿Señor? —preguntó extrañado.

—¿Qué lengua habla?

—Pues no lo sé —respondió el benedictino.

—¡No lo sabes! —casi grité—. ¿Y cómo te ha podido explicar lo del remedio?

—Señor, no os enfadéis. En la puerta alguien me tradujo lo que decía. Luego le seguí, y cuando le paré, comenzó a hablar a toda velocidad y me mostró lo que lleva en esa bolsa.

—¿Te das cuenta de lo que has hecho? Echan a un individuo, piensas que habla de un remedio, le introduces de noche burlando a la guardia, rompes la cuarentena…

—¿Cuarentena? —preguntó extrañado.

—¿Quién te dice que este hombre no tiene la peste?

Al oír la palabra, el hombre dejó de comer y levantó la vista.

—¡No, peste no! —Metió la mano en el zurrón y sacó una hierba o planta que nunca había visto.

La examiné sin tocarla.

—Etienne.

—¿Sí?

—Ve a buscar ahora mismo a Ahmed.

—¿A Ahmed? —trató de protestar—. Ahora sólo falta que me digáis que traiga al judío.

—Sí, también vas a ir a buscarlo.

—Pero señor…

—Este hombre viene de algún lugar al sur de los Pirineos, lo mismo que ellos, y yo no domino su lengua.

—¿Y por qué no buscáis un cristiano de allí?

—Etienne…

—Está bien, está bien. —Y desapareció en las sombras.

Contemplé la hierba mientras el hombre seguía devorando el pan. No parecía nada del otro mundo, había visto muchas parecidas a ella. Yo no era un experto en el tema, pero sí recordé que los curanderos dicen que las plantas que tienen similitud con alguna parte del cuerpo tienen la virtud de sanarla. Yo no creía en esas cosas, pero no pude evitar buscarle algún parecido.

Al cabo de un rato llegó Ahmed. En cuanto lo vio, el hombre se levantó y se puso contra la pared.

—Hasta ahora algunos me habían despreciado, pero no creía que pudiera causar este terror —dijo el musulmán.

—Etienne ha traído a este hombre que dice tener un remedio contra la enfermedad. Creo que habla una de las lenguas de la península, de vuestra península —le expliqué.

—Así que un cristiano de Castilla, Navarra o Aragón. Ya se explica que esté aterrorizado. Yo lo puedo entender, pero dudo que quiera hablar conmigo.

Se le quedó mirando y levantó las manos para tratar de tranquilizarlo. Si no hubiera habido pared, creo que se habría arrojado al Ródano.

—No temas. Soy Ahmed, médico de Al-Andalus. No estoy aquí para pelear. Estoy para intentar eliminar la plaga. ¿Me entiendes?

El hombre no respondía, pero acabó haciendo un gesto afirmativo. Ahmed continuó.

—Este médico es cristiano, pero es extranjero, así que si quieres explicarle algo tendrás que decírmelo a mí para que yo se lo pueda contar.

Moisés entró en la celda.

—¡Un marrano! —exclamó el hombre.

—Vaya recibimiento —replicó el judío.

—Ya sabemos que habla —intervino Ahmed.

Allí estábamos los cuatro mientras Etienne vigilaba en la puerta.

—Si has venido hasta aquí será para algo, pero si prefieres que avisemos a la guardia y digamos que te hemos descubierto robando…

La amenaza de Ahmed surtió efecto y se dispuso a hablar.

—Pero dile exactamente lo que yo te diga —le advirtió a Ahmed.

—No tengo por qué cambiarlo —respondió el musulmán.

En todo momento se dirigió hacia mí y de vez en cuando se detenía para que Ahmed tradujera.

—Me llamo Aurelio y vengo de Castilla. Vivo cerca del padre Ebro, en una aldea llamada Peciña… Cerca del monasterio de Suso, donde está enterrado nuestro buen santo Millán.

Salvo lo del reino de Castilla, el resto poco o nada me decía. Trataba de ubicarnos para dar veracidad al relato, pero quedó muy extrañado cuando no hicimos ningún gesto al oír el nombre de su santo.

—Allí vive un hombre que cura. —Al ver nuestras caras trató de aclarar lo que acababa de decir—. Conoce bien las hierbas —añadió con un puñado en sus manos—. El sacerdote del pueblo me ha enviado con ésta para enseñársela al Papa.

Le pasé la hierba a Ahmed y éste a Moisés.

Aurelio continuó.

—Cuando alguien se pone enfermo, va al hombre que cura.

—¿Y cómo lo hace? —preguntó Moisés.

Aurelio hizo un aspaviento, pero contestó:

—El que cura es vaquero. Una noche, una de las vacas se puso enferma, muy enferma. No sabía qué hacer, era la mejor lechera. Si moría, era algo muy grave para él y su familia. El animal se levantó y comenzó a dar golpes en la puerta del corral. La dejó salir y la siguió. La vaca llegó hasta la iglesita de Nuestra Señora, que está en las afueras y que llaman de Peciña. Allí rodeó el templo y comenzó a escarbar con la pata. Al poco manó agua, bebió y luego comió unas hierbas, como esa que tenéis en la mano, y curó.

Los tres estábamos perplejos. Etienne desde la puerta comenzaba a pensar si no se había excedido.

Aurelio veía que no estábamos muy convencidos. Volvió a meter la mano en el zurrón y extrajo un pequeño odre.

—En Peciña nadie se pone malo, y sólo hay que tomar la hierba y beber el agua.

—¿Y por qué no ha venido el cura? —pregunté.

—Es muy viejo.

—Y, perdonadme —interrumpió Ahmed—, ¿quién sois vos para haber recibido tal encargo?

—Soy un campesino que ayuda en misa al sacerdote —respondió Aurelio.

—Para hablar con el Papa podían haber enviado a alguien de mayor consideración —dijo Moisés.

—He venido en secreto. Nadie en la zona conoce la existencia de la hierba. Pero el padre Zenón dice que debemos terminar con la peste, que la gente sufre. Se enteró por los frailes de Yuso de la reunión y me ordenó que viniera… ¿Creéis que el Papa me recibirá?

—No es probable —respondí.

—He de verle, el padre Zenón me dio un mensaje para él. Me hizo repetirlo muchas veces hasta que lo aprendí, y que se lo dijera cuando le entregara la hierba. Me dijo que él lo comprendería.

—¿Y cuál es el mensaje? —pregunté.

Aurelio parecía reacio a comunicárnoslo.

—Vamos, ya nos has dado la hierba; y si nos dices el mensaje, quizá podamos hacerlo llegar al Papa —le conminé.

El castellano comenzó a hablar:

Alabado seas, mi Señor, con todas tus criaturas,

especialmente por nuestro hermano Sol.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento,

por el aire, la nube.

Alabado seas, mi Señor, por la hermana agua.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego…

Le interrumpí y continué:

Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre

Tierra que nos sustenta y nos gobierna

y produce muchos frutos con flores de

colores y hierba.

Me detuve. Todos me miraban.

—¿Qué es? —preguntó Ahmed.

—«Cántico al Sol», del poverello Francisco, san Francisco de Asís —respondí.

Moisés estaba perplejo.

—¿Y qué ha de entender el Papa?

—Que somos un elemento más de la naturaleza, ni más grande ni más pequeño. Que estamos integrados en ella y que la Tierra nos da el sustento y el último cobijo —expliqué.

Ahmed continuó el razonamiento:

—La naturaleza puede tener la solución y nos la está ofreciendo sin nosotros saberlo… —Se quedó observando atentamente la planta.

Etienne interrumpió la reunión:

—Señores, dentro de poco tocarán a prima. Sería conveniente que volvierais a vuestras habitaciones. Yo me ocuparé de él.

—¿Qué vamos a hacer? —inquirió Moisés.

—Deberíamos comprobar si lo que dice es cierto antes de hablar con alguien —propuse.

Moisés se asustó.

—¿Estáis diciendo que tenemos que salir ahí y buscar un apestado?

—¿Qué otra cosa se te ocurre? —replicó Ahmed—, ¿prefieres que te demos el agua y la hierba y pasearte entre los enfermos a ver si te contagias?

El judío se incomodó.

—Hasta ahora hemos visto agua y una hierba seca, y hemos oído poesía. Ni más ni menos que lo dicho en la Gran Audiencia.

—Moisés —intervino Ahmed—. Si Jaume d’Agramunt hubiera tenido esto entre sus manos ¿qué hubiera hecho?

El muchacho bajó la cabeza, aún tenía mucho que aprender. Tenía miedo, como nosotros, y las mismas dudas que, sin confesarlas, albergábamos sobre aquello; pero él lo había exteriorizado y, a veces, en según qué profesiones, eso no es bueno, ya que ha de primar el interés del grupo por encima del personal.

—Si vais a salir de la fortaleza, avisadme —dijo al fin.

Cuando me quedé solo, me fue difícil conciliar el sueño. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si verdaderamente aquella hierba y aquella agua fueran la solución? No confiaba mucho en curanderos, pero Aurelio no había hablado ni de ceremonias, ni de ritos, ni tampoco de nada relacionado con la brujería. Al fin y al cabo, si era verdad, se limitaba a medicar a los enfermos, lo mismo que cualquier galeno. Aun así, se me hacía muy difícil pensar que mis años de estudio se quedaban en nada delante de un vaquero castellano.

A la mañana siguiente salimos de la fortaleza ante las miradas extrañadas de los guardias. Nos dirigimos hacia los conventos que rodeaban la ciudad en los que sabíamos que se cuidaban enfermos.

Ya he explicado cuál era el aspecto de los lugares en los que la peste se había declarado, y al que llegamos no difería en nada.

Al entrar en la sala donde se albergaba a los apestados, me vino a la mente la primera noche infernal en el cobertizo de los franciscanos de Florencia.

Nos recibió una monja que no puso ninguna objeción a que comprobásemos la eficacia de la hierba. Teníamos que escoger al enfermo, pero cuál. ¿Con el mal avanzado? ¿Recién llegado? Anduvimos por la sala hasta que Moisés se detuvo delante de un camastro. Era un niño. Su madre estaba junto a él.

—Lleva ahí sin moverse cuatro días —dijo una religiosa que pasó a nuestro lado.

De ninguna manera podíamos saber quién era el más adecuado, pero ver padecer así a un niño era demasiado.

Al principio costó que la madre entendiera. Era campesina y, por tanto, desconfiaba de todo lo que pudiera venir de gente como nosotros, que nunca había hecho nada por ellos. La tranquilizamos y al final accedió. Creo que estaba convencida de que lo íbamos a envenenar delante mismo de sus ojos. La humanidad se había transformado tanto que una madre prefería ver morir a su hijo antes que verle padecer la peste.

Primero le dimos de beber, y casi al instante el niño se relajó como si lo hubiésemos sangrado. Incluso yo llegué a pensar si no estábamos acelerando su muerte. Después, Ahmed mezcló la hierba con el resto del agua y se la hizo tragar. Sólo teníamos que esperar. Llamamos a la madre superiora y le indicamos que no perdiera de vista a aquel niño. Tuvimos que mentir diciéndole que el propio Papa estaba interesado en el caso. Indirectamente, así era. Conseguimos que se comprometiera a comunicarnos de inmediato cualquier cambio que se produjera. Al día siguiente, si no había sucedido nada, volveríamos.

El camino de retorno lo hicimos en silencio. No todas las personas reaccionan de igual manera ante una medicación. Quizá si en el muchacho no hacía efecto tendríamos que hacer más pruebas, pero ya no quedaba ni más hierba ni más agua.

El primer día no sucedió nada. Volvimos al convento y el niño seguía postrado; sin embargo, sudaba muchísimo y expulsaba líquidos y sólidos de manera abundante. ¿Sería a causa de la hierba o era un síntoma más de la enfermedad?

Al segundo día, Etienne vino corriendo a buscarme.

—¡Señor!¡Señor!

—¿Qué ocurre? ¿Has encontrado a otro portador de remedios?

—No os burléis y escuchad. Una mujer y un niño están en la puerta del palacio y os reclaman. Les han dejado atravesar el barrio de los religiosos porque les acompaña una monja.

Esto último apenas lo oí, pues ya me encontraba corriendo hacia la salida.

—¡Avisa a Ahmed y a Moisés! —grité a Etienne sin detenerme.

Cuando llegué a la puerta, no podía creerlo. Era el muchacho que dos días antes agonizaba de peste; ahora estaba allí frente a mí de la mano de su madre.

Al poco llegaron mis dos amigos.

—Alá es grande —exclamó Ahmed.

—Y Yavé también —continuó Moisés sin apartar la vista de la escena.

Los guardias que les impedían el paso no entendían nada. Llamé al fraile que se encontraba en la puerta y le dije que los dejara entrar para hablar con algún superior y conseguir así llegar al Santo Padre. El fraile aducía que no era posible sin que le dieran permiso, y nosotros le insistíamos que era necesario para el éxito de la reunión. De pronto apareció un grupo de soldados que nos rodeó sin mediar palabra. El que estaba al mando nos ordenó que le siguiéramos. Tratamos de protestar, pero nos hizo callar. A continuación mandó detener a la mujer y a su hijo, e incluso a la monja.

Nos escoltaron por el palacio hasta el ala nueva y, tras recorrer varios pasillos, llegamos ante una puerta. El oficial llamó y la abrió. Con un ademán nos hizo pasar, y cuando estuvimos dentro, cerró. Era una sala grande, sin adornos, con una gran mesa y, tras ella, un prelado de la Iglesia que nos miraba.

—Siento haber tenido que utilizar un método tan expeditivo como éste, pero era necesario —dijo antes de presentarse—. Soy el cardenal Antoine de Tayllerand, camarero pontificio… No sé si me conocéis. He presenciado algunas de las sesiones, aunque reconozco que no he sido muy fiel a ellas. Mis obligaciones son muchas y no puedo abandonarlas. Pero decidme —comentó risueño el cardenal—. Supongo que os preguntaréis por qué os he mandado llamar.

—¿Llamar? Creo que utilizáis un verbo equivocado —repliqué sin poderme contener.

—Ah, vos debéis de ser Doménico Tornaquinci de Florencia. Independiente, altivo, seguro, amigo de franciscanos herejes. Sois como vuestra ciudad. ¿Cómo está la península itálica?

—Vos lo debéis saber mejor que yo. Desde que salí no he vuelto a tener noticias y seguro que sois un hombre bien informado.

El cardenal me miró y terminó por sonreír.

—No quiero enfrentarme a vosotros. Es necesario que abandonemos nuestros prejuicios e intercambiemos ideas como hermanos.

Miró a Ahmed y a Moisés.

—Por supuesto, estáis incluidos cuando hablo de hermanos. Ahmed de Almería, discípulo del gran Ibn Jatima y gran esperanza de la medicina de Al-Andalus. Y Moisés ben Halevy, de la judería de Lérida, joven promesa y discípulo predilecto de nuestro difunto hermano Jaume d’Agramunt.

—¿Qué ideas queréis intercambiar? —preguntó Ahmed.

—He conocido pocos musulmanes. ¿Sois todos tan directos? —inquirió el cardenal.

—Sólo cuando es necesario.

Moisés permanecía callado. La presencia del cardenal le asustaba, pero nuestras respuestas aún más. Miraba a él y a nosotros.

El cardenal se sentó en una silla frente a la chimenea y nos invitó a hacer lo mismo.

—Sentaos aquí conmigo.

Lo hicimos y nos mantuvimos en silencio.

—¿Cómo está el muchacho? —preguntó Tayllerand.

Nadie respondió.

—No os extrañéis. Os he dicho que tengo muchas obligaciones y una es ésta. Nada puede suceder en Aviñón sin que yo lo sepa, y no pensaréis que una reunión con un desconocido a altas horas de la madrugada y una salida al exterior iban a pasarme desapercibidas.

—No ha sido nuestra intención ocultar nada. Es más, un momento antes de ser, digamos, acompañados hasta aquí, estábamos a punto de hacerlo público —contesté.

—Podéis bajar la guardia. No os reprocho nada; evidentemente, habéis obrado con prudencia científica, cosa que he echado de menos en algunos de vuestros ilustres colegas…

—Esa hierba, ¿ha resultado efectiva?

Tayllerand se nos quedó mirando.

—Vamos, no temáis nada. Soy la persona más cercana al Papa y estoy actuando según sus instrucciones. Su única idea es terminar con esta plaga, como la de todos nosotros —aclaró.

Ahmed tomó la palabra.

—No hemos tenido tiempo de examinarlo, pero a simple vista parece que se ha recuperado perfectamente.

—¿Queréis decir entonces que hay un remedio para la plaga? —El cardenal quería respuestas concretas.

—Sólo la hemos probado una vez. Para asegurarnos deberíamos hacer más comprobaciones. —Traté de mostrarme prudente, no quería que cundiera la euforia pensando que aquel hombre deseaba de veras la buena noticia.

El religioso parecía tenerlo todo bajo control.

—Tengo entendido que ya no os queda más. ¿Cómo pensabais probarla de nuevo?… Hermanos, no tenemos tiempo, la plaga avanza y es necesario agarrarse a una mínima esperanza, y creo que ésta es la última que tenemos.

Moisés por fin intervino.

—¿Qué proponéis? —dijo al cardenal.

—Sangre de negociante —sonrió Tayllerand.

El cardenal se levantó y se dirigió a la ventana.

—Hasta ahora soy pesimista en cuanto a los resultados de esta reunión, pero ese hombre y esa hierba pueden ser el final de todo esto. —Hizo un pausa, se giró y nos habló sin rodeos—. Os propongo lo siguiente. Id con él hasta el lugar donde se encuentra la planta. Haced las comprobaciones que creáis necesarias y volved con algo concreto. Pero, ¡por Dios!, hacedlo lo antes posible. Supongo que no conocéis la última decisión. El número de muertos ha aumentado tanto que el Papa ha convertido el curso del Ródano en un camposanto. Los cadáveres se lanzan al agua. Prácticamente ya no queda sitio en los cementerios ni enterradores, sólo muertos y más muertos.

—¿Y por qué no enviáis a vuestros soldados? —pregunté.

—¿Qué conocimientos tienen ellos de medicina? Han de atravesar fronteras y los tiempos no están para introducir tropas, aunque sean pontificias, en otros países. Además, y espero que lo comprendáis, esto ha de mantenerse en absoluto secreto. No debemos hacer que renazca la esperanza indebidamente, ya que si esa planta no cura aparecería el desencanto y, después, el pánico. También podría producirse una huida masiva hacia el sur, con todo lo que ello significa. Vosotros sois médicos; dos vivís en la península Ibérica. Siendo pocos, podéis pasar desapercibidos y, además, ese hombre os guiará hasta vuestro lugar de destino.

Aquel razonamiento no era muy veraz. Quizá conocer los entresijos del poder en Florencia me hizo desconfiar más de lo normal. Castilla era una fiel aliada del papado y no creía que hubiese problemas en enviar una embajada. Sin embargo, resultaba cierto que la cuestión del tiempo era básica, y la burocracia y la diplomacia, lentas y, lo que es peor, deshumanizadas.

El cardenal esperaba nuestra respuesta.

Moisés haría lo que dijéramos, pero Ahmed aguardaba mi reacción. Le miré tratando de descubrir qué pensaba, y finalmente me decidí.

—Yo iré, pero no puedo contestar por ellos.

—Yo también iré —dijo Ahmed—, aunque me voy a meter en la boca del lobo. Espero que vuestros salvoconductos sirvan para un musulmán.

—Vamos, vamos. Siempre podéis haceros pasar por criado de Doménico.

Aquello no le hizo ninguna gracia a Ahmed.

—Yo también les acompañaré —afirmó Moisés.

—No hay más que hablar. Partid pues y que el Dios de los tres os acompañe y quiera que la hierba sea el remedio que esperamos.

El cardenal nos despidió diciéndonos que ese mismo día nos prepararían todo lo necesario para nuestro viaje.

Salimos de la sala y nos condujeron a nuestras celdas. No nos dejaron hablar durante el trayecto y, al llegar, se apostó un soldado ante la puerta de cada aposento. Estaba claro que la próxima vez que saliésemos de allí sería para iniciar el camino hacia Castilla.