Capítulo IX

Donde se explica en detalle, para lo que creo una mejor comprensión de la historia, cómo el Papado se trasladó de Roma a Aviñón.

Durante tres días he estado indagando entre los legajos de la biblioteca para que un soplo de aire fresco entrara en mi memoria. Fray Anselmo, el hermano bibliotecario, ha tratado por todos los medios de averiguar qué hacía, pero mis astucias de viejo le han despistado. Todos sabemos que informa al abad de lo que sucede en el monasterio, así que he ido con mucho cuidado; no creo que se haya dado cuenta de nada.

Pero me estoy alejando de mi cometido, narrar. Sin embargo, antes de continuar con la tarea que me he propuesto debéis conocer qué es lo que sucedió en aquellos tiempos con la Santa Madre Iglesia. Situación que aún hoy continúa causando la división dentro del pueblo cristiano. Para poder explicarlo he tenido que consultar algunas crónicas, ya que si bien hace más de treinta años —perdonad la inmodestia— era un buen conocedor del tema, los avatares por los que pasé me han hecho olvidar algunos detalles que no podría contar sin que se dudase de ellos y, por tanto, se podría poner en duda todo el escrito.

Pues bien, todo comenzó cuando, de forma un tanto misteriosa y tras sólo un año de pontificado, murió el papa Benedicto XI. Diez meses de cónclave fueron necesarios para elegir a su sucesor. En noviembre de 1305, trece cardenales italianos, dos franceses y uno castellano, muchos se me antojan, eligieron cabeza de la cristiandad a Bertrán de Got, francés de la Gascuña y obispo de Burdeos, que tomó el nombre de Clemente V. Deduzco que fue la situación de inestabilidad política y social en la península itálica la que hizo que se sintiera incómodo en Roma. Aprovechando la convocatoria del Concilio de Vienne en 1311, abandonó la ciudad y se instaló en Aviñón, su país natal. La segunda cautividad de Babilonia había comenzado para la Iglesia, puesto que sus sucesores, todos franceses, mantuvieron la corte pontificia allí, sirviendo como instrumento político a los reyes de Francia y es de suponer que olvidándose de su deber espiritual. Además, al parecer aquello se transformó en una auténtica monarquía de los pontífices, que no dudaron en anteponerla sacrificando la unidad cristiana.

Felipe IV de Francia, conocido como el Hermoso, presionó a Clemente V en favor de sus intereses personales. Entre sus logros se cuenta la condena en el Concilio de Vienne de la Orden del Temple, que, acusada de herejía, blasfemia y corrupción, fue suprimida en 1312 mediante la bula Vox in Excelso. Sus jefes, Jacques de Molay y Geoffroy de Charney, fueron juzgados y condenados a la hoguera en 1314. La orden, que durante doscientos años había protegido a los peregrinos en Tierra Santa, fue víctima de una trama que no he acabado de comprender, urdida según parece entre el rey y el Papa por un oscuro asunto de préstamos a la corona de Francia. Y también, supongo, fue víctima del miedo hacia un poder militar y económico que había crecido con la orden.

El Papado de Aviñón fue aumentando su poder y prestigio mediante la hábil utilización de teólogos y canonistas. Los unos afirmaban que el pontífice gozaba de idénticos poderes a los de Jesús de Nazaret y que allí donde se encontraba estaba la Iglesia romana. Y los otros, que el Papa era superior al resto de la raza humana y, por tanto, podía modificar a su antojo, antojo divino, por otra parte, las leyes conciliares, dando únicamente cuentas a Dios. También disponían de cronistas a sueldo, los muy pérfidos, que no tenían ningún inconveniente en calificar de herejía cualquier duda sobre la actuación del Papa.

Curiosamente, Felipe IV y Clemente V murieron el mismo año de 1314, tras la maldición proferida en la hoguera por el gran maestre del Temple, Jacques de Molay.

La sucesión de Felipe estaba clara. Allí estaba su hijo Luis, que tomó el número X de entre los Luises de Francia. Sin embargo, casi no tuvo oportunidad de ver al nuevo Papa, que tardó dos años en ser elegido. Ese mismo tiempo duró su reinado, asumido después por su hermano Felipe. Los cardenales se tomaron al parecer su tiempo antes de escoger al sucesor de Clemente, Jacques Duèse, obispo de Porto, que lo había sido anteriormente de Aviñón y de Fréjus, el cual tomó el nombre de Juan XXII. Que yo sepa, nunca antes un pontífice se había adjudicado tanto poder. No existía otra autoridad como la suya, pues el poder llegaba directamente de Dios. Todo el mundo le debía obediencia, incluso los poderes temporales, de tal modo que sólo las decisiones que concordaran con las suyas eran válidas. Desde el primer momento se dedicó a tratar de extender su dominio y a eliminar a todos aquellos que se enfrentaran con él. Así, como no podía ser de otra manera, acabó por entrar en conflicto directo con el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, a quien excomulgó.

Persiguió y condenó a las órdenes que criticaban la riqueza de la Iglesia y predicaban la vuelta a la pobreza radical. Los espirituales franciscanos, también llamados «Fraticelli», fueron condenados en 1323, y trató de eliminar de paso a toda la Orden del «Poverello» Francesco. Fue sin duda una época de grandes tensiones, en la que la Iglesia estuvo a punto de romperse. Muchos teóricos se enfrentaron abiertamente a la corte de Aviñón y encontraron protección en el Imperio. El franciscano Guillermo de Ockham fue uno de ellos. También estaban Juan de Jandún y Marsilio de Padua, que escribieron en 1324 Defensor Pads, obra que leí con avidez en cuanto cayó en mis manos y que me sirvió de base para horas y horas de discusión con mis amigos. Obviamente, fue condenada y considerada herética porque en ella aparecían ideas tales como que el poder estaba en la comunidad de ciudadanos y la de la superioridad del Concilio sobre la autoridad papal, ya que Jesús nunca habló de poder coercitivo para el clero y, por tanto, todas las decisiones en asuntos de doctrina debían ser tomadas por la comunidad de creyentes representada en el Concilio General. ¿Cómo iba Juan XXII a permitir algo semejante? Además, se afirmaba que el poder civil debía de estar por encima del eclesiástico. El emperador aprovechó la obra de forma personal e, incluso, llegó a elegir un papa en Roma en la figura del espiritual franciscano Pedro de Corvara, que tomó el nombre de Nicolás V. La provocación para Aviñón era evidente; sin embargo, el franciscano renunció al cargo para reconciliarse con Juan.

Al final de su pontificado llegó a un entendimiento con el emperador; cada uno delimitó su territorio de influencia y se respetaron mutuamente. Pero en este conflicto hubo una gran derrotada, la comunidad cristiana, que vio cómo sus máximos dirigentes se dedicaban al poder político y a las vanidades y placeres del mundo terrenal.

Aquel ardor que se apoderaba de mí cuando hablaba de aquellos asuntos con mis amigos o con el entonces novicio franciscano Paolo, que me introdujo en el conocimiento de Ockham, aún lo veo aflorar hoy, aunque muy debilitado. La vida me ha enseñado cosas, y una de ellas es que, por mucho entusiasmo que se ponga en una lucha, el tiempo pasa para todo y para todos, y aquello que nos parecía lo más importante del mundo acaba siendo el recuerdo de algo en lo que creíste o en lo que dejaste de creer. Ahora mismo, ya sólo espero reconciliarme con Dios, Nuestro Señor, lejos de problemas y asuntos turbios.

La muerte del Papa en 1334 fue saludada con alborozo por muchos, ¡el Cielo me perdone! Su sucesor fue el cardenal Jacques Fournier, que tomó el nombre de Benedicto XII y que dio imagen al poder haciendo construir el palacio pontificio de Aviñón.

Tras éste, en 1342, le llegó el turno a Pierre Roger, arzobispo de Ruán, llamado Clemente VI, del cual hablaré más adelante, ya que convocó aquel «Concilio» de médicos al que fui reclamado y el que vivió toda la plaga de la peste negra.

En 1352 hubo una nueva elección, que recayó en Etienne Aubert, cardenal obispo de Ostia, que utilizó el nombre de Inocencio VI.

Tras él, en 1362, Guillaume de Grimoard, Urbano V. Transformó las tropas mercenarias de la guerra entre Francia e Inglaterra, que se dedicaban al bandidaje en las épocas en que no había conflicto, en tropas cruzadas que debían atacar el reino musulmán de Granada. Al mando del caballero Beltrand Du Guesclin atravesaron los Pirineos, pero en lugar de dirigirse al sur se unieron a las tropas de Enrique de Trastámara, que luchaba en guerra fraticida contra Pedro I, llamado el Cruel. El triunfo del primero explica por qué Castilla apoya a la monarquía papal de Aviñón.

Pero lo peor aún estaba por venir. En 1370 ocupó el pontificado Pierre Roger de Beaufort, Gregorio XI, que murió hace tres años, en 1378. Tras él fue elegido, después de siete papas franceses, el italiano Bartolomeo Prignano, arzobispo de Bari. Decidió trasladar la sede de nuevo a Roma, pero las reformas que intentó llevar a cabo en el colegio de cardenales para eliminar el poder aviñonense fueron contestadas con la convocatoria en Francia de un nuevo cónclave, en el mismo año de 1378, que terminó con la elección de Roberto de Ginebra, obispo de Cambrais, que tomó el nombre de Clemente VII. El apoyo de Francia, Castilla y sus aliados le mantienen en el poder.

En este momento la cristiandad tiene dos papas, uno en Roma y otro en Aviñón. Lo que mal empezó ha tenido peor continuación. Ruego a Dios para que ilumine sus mentes y encuentren una solución que impida la desaparición de la Iglesia de Cristo por vanales conflictos terrestres.