Capítulo XXIII

Monasterio de Leyre, 1349

La sierra de Leyre se alzaba frente a Simón Rudé y sus hombres. El abad benedictino iba en cabeza y a una corta distancia de su séquito. Ante él, las alturas y los bosques se extendían de este a oeste. A simple vista no se advertía nada extraño, pero en aquel lugar, encumbrado en una de las elevaciones y rodeado de árboles, se encontraba el monasterio de Leyre.

Rudé permaneció callado mirando hacia la sierra. Sus hombres no se movían. Todos giraron la cabeza en aquella dirección. No veían nada, pero parecía como si su jefe no sólo intuyera, sino que viera realmente más allá. Tal era el pánico que inspiraba en sus subordinados que le habían llegado a adjudicar cualidades sobrenaturales.

Comenzaron a subir el ondulante camino que conducía al monasterio. Tras cada recodo del camino parecía que iban a hallar la construcción ante ellos. Pero aún tardaron un buen rato en llegar. La tropa estaba agotada, todo el día a caballo casi sin descanso. Sin embargo, el tesorero no daba ninguna muestra de cansancio.

Por fin apareció el cenobio benedictino. Los monjes salieron a recibirles. Uno de ellos cogió la brida de la montura de Rudé. Éste descabalgó rápidamente. Frente a él, dos monjes hicieron una reverencia.

—Bienvenido a Leyre.

—Decid al abad que Simón Rudé, tesorero de Aviñón, ha llegado —dijo el francés interrumpiendo el saludo.

—Enseguida, señor. Vuestro emisario nos informó de vuestra llegada. El abad os está esperando —le respondió el fraile.

El tesorero atravesó la pequeña explanada frente al edificio y penetró en su interior. Sólo había recorrido unos metros cuando se encontró con el abad.

—No os esperaba tan pronto. Si hubiera supuesto que ibais a llegar ya, os hubiera recibido en el exterior, como corresponde a vuestra categoría.

—Dejaos de historias —respondió Rudé—. No estoy aquí para recibir pleitesías… Ocupaos de que mis hombres descansen, dadles alimento y refugio y proporcionadnos caballos para mañana.

—Como ordenéis.

A una señal, se acercó a ellos un fraile que se había mantenido a distancia y que, tras recibir las instrucciones, partió diligentemente.

—¿Ha llegado? —preguntó Rudé, una vez se hubieron quedado solos.

—Sí. Hace días que os espera.

—Bien. La paciencia es una virtud que es necesario cultivar. Supongo que conocerá mi llegada. Le haremos esperar un poco más —dijo sonriendo con cinismo.

—Pero… —trató de protestar el abad.

—¿Algún inconveniente, hermano?

Miró el rostro de Rudé.

—No, tesorero.

—Conducidme a mis aposentos.

Simón Rudé se quedó solo en la celda. No difería mucho de la que tuvo cuando era un joven benedictino allá en Francia. No había sido un novicio normal, no trataba con sus compañeros, a los que consideraba muy inferiores, y trabajaba y rendía el doble que los demás. Desde los primeros días, el maestro de novicios se había fijado en él, poniendo sobre aviso a sus superiores, quienes no dudaron en encomendarle tareas cada vez más comprometidas y en utilizarlo para sus fines, sin saber que lo que estaba sucediendo era todo lo contrario.

Toda su ascensión dentro de la orden se la debía a él mismo y a nadie más. Su origen campesino sólo le podía garantizar un puesto en el bajo clero. Pero él no había ingresado por hambre, como hacían muchos que compartían su condición. Una inteligencia poco común le había señalado aquel camino como la única posibilidad de salir, no sólo de la pobreza, sino de lo que consideraba un estigma social. Subir hasta lo más alto, olvidarse de la base en la que había nacido.

Como todos los campesinos, odiaba a la nobleza. Odiaba su prepotencia, su necedad y, sobre todo, su ignorancia. Su poder se medía por la fuerza bruta. Había visto a sus padres trabajar de sol a sol para que después los soldados se lo arrebataran todo, arder la aldea cuando la sequía impidió recoger lo que el señor reclamaba. El mismo que tomaba campesinas cuando quería y disfrutaba practicando la caza cuando algún labriego huía de sus tierras.

Pero también odiaba a los suyos. El continuo sufrir, el estoicismo natural que mostraban ante todo lo que sucedía, el conformismo y la actitud de rebaño. Sin embargo, desde que tuvo uso de razón una figura le fascinó: el sacerdote. En aquel personaje había visto la encarnación del poder, del dominio de las masas, no con la espada, sino con la palabra. Aquél era el camino para salir de allí y poder controlar a unos y a otros.

Miró por la ventana. Negros nubarrones provenientes del norte llegaban hasta la sierra. Se quitó el hábito para lavarse, pero antes retiró con gran esfuerzo y dolor la gruesa cuerda de esparto que se había ceñido a la cintura al salir de Aviñón.

Tras acompañar al tesorero, el abad se dirigió al otro extremo del monasterio. Llamó a una puerta y una voz le respondió que pasara. El abad entró en la estancia e hizo una reverencia.

—¿Dónde está ese individuo?

—Se ha retirado a descansar, señor.

—¿A descansar? ¿Acaso no sabe quién soy?

—Señor, yo… —trató de decir el abad.

—¡Silencio! ¡Soy el rey! ¡Y nadie, y menos un cura de Aviñón, me desprecia de esta manera!

Era Carlos, rey de Navarra, si bien desde hacía muy poco. Su padre, Felipe III de Evreux, se había casado con Juana, hija de Luis X de Francia, pero había muerto cuando Carlos contaba sólo diez años y hasta su mayoría de edad se había hecho cargo de la Corona la reina Juana II.

El abad trató de tranquilizarle.

—Señor, tened prudencia. Ese hombre es muy poderoso.

—¿Poderoso? ¿Más poderoso que yo? ¿En mi reino? Hay dos posibilidades, abad: o lo sobrevaloráis o, por el contrario, me subestimáis.

—Señor, nada más lejos de mi intención. Me limito a preveniros. Ese hombre mueve los hilos de la Iglesia y de él se cuentan cosas terribles. Nada sucede en la cristiandad sin que él lo sepa o controle.

El abad se dio cuenta de que el rey había dejado de mirarle y tenía su vista clavada en la puerta. Allí estaba Simón Rudé.

—Como ha dicho el rey, me sobrevaloráis —dijo el tesorero.

El abad había mudado el rostro al verle en el umbral.

—Y vos —dijo dirigiéndose a Carlos— tenéis el defecto de toda la juventud: la impaciencia.

El rey se quedó atónito por unos momentos ante la desfachatez de Rudé, pero se rehizo.

—¿No sabéis dirigiros a un rey? —preguntó con ira y altivez.

Rudé se le quedó mirando. No dijo palabra. Hizo una seña al abad para que se marchara y se sentó.

El superior del monasterio estaba espantado, no sabía qué hacer. Miró al rey y éste le indicó que se retirara. Retrocedió observando a ambos personajes y realizó una reverencia que no se sabía bien a quién iba dirigida. Tras cerrarse la puerta, ambos permanecieron en silencio.

—¿Sabéis que podría haceros detener ahora mismo? —dijo finalmente el rey.

—¿Y por qué lo habríais de hacer? —replicó sarcástico Rudé.

—Soy Carlos, rey de Navarra —respondió el muchacho, tratando de mostrar dignidad y altivez, aunque delante de aquel personaje se sentía como desnudo ante una muchedumbre.

—¿Rey de Navarra? —le interrumpió el tesorero—. ¿Un joven de… quince años?

—¡Dieciséis! —saltó Carlos.

—Hace tres meses, esta reunión la hubiera tenido con Juana, vuestra madre.

—Mi madre ha ejercido de regente sólo hasta que yo he podido hacerme con el trono.

—¿Haceros con el trono? Ése es el error. Vos no os habéis hecho con el trono. Sois rey por llevar la sangre de vuestros padres, pero eso no significa que conozcáis los entresijos del poder ni de política entre Estados ni otras muchas cosas que os incumben. Probablemente, si no os hubiera hecho venir aquí, a estas horas estaríais muerto.

—¿Muerto? —palideció Carlos.

—Vuestra condición no os salvaguarda de nada. Bien sabéis que el reino está en manos de los nobles. En las de aquellos que han apoyado a vuestra madre para poder utilizaros después aprovechando vuestra ignorancia y juventud. Y en las de los que abiertamente se han enfrentado a vos viendo en vuestra edad un signo de debilidad y, de esta manera, saciar sus ansias de poder.

Carlos se había derrumbado en una silla. Nadie nunca le había hablado de aquella manera.

Simón Rudé había jugado fuerte. Tenía la situación dominada. De nada servían los títulos y la separación social, el dogma del poder y la sumisión. Continuó hablando.

—Podéis estar seguro de una cosa. La Iglesia está de parte de aquel que ostenta el poder y lo sabe utilizar. Las luchas entre nobles no aportan nada bueno. En la paz está el progreso y el bienestar, y las guerras civiles arruinan los pueblos y las almas.

—¿Qué queréis decir?

—Vuestra fidelidad a la Iglesia y a su cabeza en Aviñón, ¿es sólida?

—Por supuesto —respondió enseguida el rey.

—Tenéis un reino muy valioso entre Francia, Castilla y Aragón. Un gobernante hábil y bien aconsejado podría sacar un buen partido de ello, siempre y cuando sepa pacificar sus tierras, dominar a la nobleza y ejercer el poder como se debe.

El joven Carlos se avino al juego.

—Yo estoy dispuesto a escuchar todos los consejos que la Santa Madre Iglesia me quiera dar.

—Bien, hijo mío, no esperaba oír otra cosa de un sabio rey.

—Pero, decidme, ¿cómo puedo acabar con mis enemigos?

—No os preocupéis por ello y confiad en Dios. Él proveerá. Por ahora, buscad el apoyo de aquellos que os son realmente fieles y manteneos a la defensiva. La época en que la nobleza imponía su ley ha pasado. Es el tiempo de los reyes. La Iglesia fía en vos para que os impongáis en Navarra… Si así lo hacéis, tened por seguro que no os abandonaremos y conseguiréis vuestros objetivos.

Carlos se quedó callado y pensativo.

—¿Y qué queréis a cambio de vuestro apoyo?

Simón Rudé no pudo evitar esbozar una sonrisa.

—Aprendéis deprisa. Nada que vaya en contra de vuestros intereses. Ya os he dicho que nada os tiene que preocupar. El abad del monasterio os transmitirá nuestros deseos.

—Mi reino no es rico —dijo Carlos.

—Ahora sois vos el que me subestimáis á mí. ¿Creéis que es dinero lo que os voy a pedir? ¿Veis como aún tenéis muchas cosas que aprender?

Rudé se levantó y se dirigió a la puerta.

—Si no tenéis inconveniente, me retiro a descansar, mañana he de seguir viaje.

Antes de salir, se dio la vuelta e hizo una reverencia.