Capítulo XI

Donde se explica cómo y por qué decidí acudir a la llamada de Aviñón.

La noticia de la reunión de médicos llegó a los oídos de Villani, que, sin dudarlo, se presentó en mi casa.

—Amigo Doménico, así que te vas a Aviñón a ver al Santo Padre —dijo nada más entrar.

—¿Cómo te has enterado?

—El cronista de la ciudad ha de estar enterado de todo y esto es un acontecimiento. Una reunión de médicos más allá de países y fronteras tratando de encontrar una solución a la peste. ¿No te parece hermoso?

—No sé si voy a ir.

—Vamos Doménico, te vas a perder la oportunidad de hablar con todas esas eminencias venidas de los cuatro puntos cardinales. ¡No me lo puedo creer!

—Mira, Giovanni, deja los sarcasmos. La situación es demasiado grave como para andar haciendo bromas —le contesté seriamente.

—Por supuesto. Pero intenta verlo de este modo. Si no hiciéramos estas bromas, la situación sería insoportable —respondió Villani.

—A veces me parece que Boccaccio tiene razón.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

Me arrepentí de haber dicho aquello. Villani era mi amigo y no tenía por qué enfadarme con él y tampoco reprocharle nada.

—Nada —traté de arreglarlo—, una cosa absurda.

—Doménico, ya has empezado, así que termina.

—Giovanni, Boccaccio me dijo el otro día que tú y los demás habíais optado por hacer desaparecer la enfermedad adoptando una postura de falsa moderación mientras os dabais a placeres refinados y a elevadas conversaciones para manteneros fuera de la realidad. En tu caso, eso es mucho más grave, ya que eres el cronista de Florencia e ignoras lo que está pasando.

—¿Y tú lo crees?

—Giovanni, yo creo lo que veo; a veces me parece que optas por la postura cómoda.

—La crónica está al día. Me pongo todas las noches delante del papel para narrar todos los horrores vistos durante la jornada. Es duro escribir sobre cientos de muertos. Tú ves la enfermedad y tratas de curarla, yo tengo que verla, seguirla y describirla, ¿y aún quieres que no me ría? Ligero es el buen Boccaccio a la hora de juzgar. Eso demuestra que hasta los más sabios se equivocan. Si tantos años no han servido para conocernos, es mejor que me vaya.

—Por favor, Giovanni, todos estamos nerviosos y aterrorizados. Podemos enfermar en cualquier momento. Haz el favor de perdonarme y no te vayas, quédate a cenar con nosotros.

—Supongo que la cena será, como dijo Boccaccio, ¿refinada? Recuerda que debo evadirme de la realidad.

Aquella noche cenamos los tres y, como era de esperar, salió el tema de Aviñón.

—Pero al final, ¿te vas o no te vas? —preguntó Villani.

—Tiene dudas —dijo Francesca— por culpa de todas esas cosas que lee, pero yo le digo que no tiene nada que ver la enfermedad con lo que él piense de Aviñón.

—Te vuelvo a decir que no se trata de eso —repliqué malhumorado—. Aquí tengo a mis enfermos y no puedo abandonarlos para ir a una reunión ante la que soy bastante escéptico.

Villani intervino.

—Me parece que Francesca tiene algo de razón. Marsilio de Padua y Juan de Jandún han dejado demasiada huella en ti. Por no decir la amistad con Paolo, franciscano simpatizante de los espirituales que, como todo el mundo sabe, es enemigo declarado de Aviñón. Y no hablemos de tu admiración desmedida por el pensamiento de Ockham, quien anda escondido en algún lugar de Alemania.

—¡Está bien, está bien! Sabéis lo que opino de Aviñón y del funcionamiento de la Iglesia católica, pero también que soy capaz de cualquier cosa por salvar una vida.

—Te recuerdo que el papa Clemente VI está impartiendo órdenes a sus religiosos para que traten de aliviar a los apestados.

—Sí, ya lo sé. Y también ha establecido medidas para proteger a los judíos —añadí.

—¿Por qué? —preguntó Francesca.

—Porque cada vez que hay una gran desgracia hay que buscar un culpable, y parece que los judíos han sido los causantes de todas ellas desde la muerte de Cristo. Y la peste no iba a ser menos —ironizó Villani.

—¿Les han acusado de haber traído la peste?

—Más bien de haber emponzoñado el aire y las aguas con extraños filtros extraídos de sus ritos cabalísticos —contestó el cronista.

—Eso es una tontería —dijo Francesca.

—Pues hay noticias de matanzas en los guetos de media Europa —comentó el cronista—. Así que esta pobre gente, aparte de morir de peste negra, sufre también la «peste blanca».

—Doy fe de que mueren por la plaga igual que todo el mundo —afirmé.

Francesca no daba crédito a lo que oía, y si yo no hubiera visto lo que veía todos los días quizá también me hubiese asombrado.

—¿Y quién puede acusarles de algo así? —preguntó mi mujer.

—Gente que les debe dinero y que ve más práctico acabar con el acreedor que con la deuda. Otros desean sus tierras. Fanatismo religioso y, en fin, populacho incontrolado que se uniría a cualquier acción con tal de armar escándalo —contestó Villani.

—No es suficiente lo que estamos padeciendo, sino que además lo acrecentamos con nuestra locura. —Francesca me miró—. Doménico, tienes que ir y enterarte de todo. Me da mucho miedo saber que vas a andar por esos caminos y que no sólo es la peste la que acecha. Ni siquiera sé si volveré a verte, pero eres el mejor médico de Florencia y seguramente en aquella reunión, con los demás, encontraréis un remedio que alivie esta situación.

Me quedé callado sin saber qué contestar. En el fondo, el motivo de mi reacción se debía a lo que habían dicho, pero también a mis enfermos y, ¿por qué no reconocerlo?, al miedo. Miedo a lo desconocido, tanto físico como imaginario. No eran sólo los bandidos o la enfermedad, era el miedo al fracaso, al sentimiento de impotencia que me desbordaba. Pero tampoco podía permanecer escondido ni decepcionar a los que confiaban en mí, mi familia, mis amigos y los que sufrían a causa de la enfermedad.

Villani intuyó mi partida.

—Bien, muchacho, ¿cuándo viajas a Aviñón?

—En cuanto deje solucionados unos asuntos —dije.

Pasamos el resto de la velada sentados, hablando de muchas cosas. Francesca no hacía más que preguntar aprovechando la presencia de Villani. Yo estaba sorprendido. Es increíble las cosas que puedes descubrir en una persona, aunque lleves años conviviendo con ella. Yo amaba a mi mujer, pero si lo pienso fríamente, la consideraba superficial como a todas las burguesas florentinas, preocupada sólo por comentarios de comadres. Sin embargo, yo nunca llevé nuestras conversaciones fuera de sus quehaceres diarios y, si alguna vez me preguntó algo, consideré que no estaba preparada y le contestaba de cualquier manera. ¡Qué pena, Dios mío! ¡Cuántas cosas cambiaría si tuviera oportunidad!

Recuerdo que salió el asunto de la guerra entre Francia e Inglaterra, uno de los temas favoritos de Villani, que, con un poco de vino y gente dispuesta a oírle, era temible.

—¿Y por qué hay guerra entre ellos? —preguntó Francesca.

Yo me espanté al ver cómo los ojos de Villani adquirieron un brillo especial, pero él se dio cuenta y me tranquilizó.

—Calma, lo explicaré brevemente. Es tarde y aún debo redactar unas notas para engrosar la crónica. Sabido es que Carlos IV de Francia murió sin descendencia y dejó la corona a su primo Felipe VI, de la familia de los Valois. Hasta aquí todo correcto, pero once años después Eduardo III, rey de Inglaterra, se dio cuenta (y lo recalcó de manera especial) de que era sobrino de Carlos IV por parte de madre, y reclamó para sí la corona de Francia. A partir de ahí, la guerra. Ahora con la epidemia parece que se van a detener los combates. La beneficiada será Francia, pues he oído decir que en estos momentos llevaba las de perder.

—¿Algo más habrá que una discusión familiar? —preguntó Francesca.

—Esta mujer tuya va a terminar haciéndose cargo de las relaciones diplomáticas de Florencia.

—Yo también estoy sorprendido —dije.

—¿Qué creías? ¿Que sólo me interesaba por bordados y comidas? —replicó triunfante mi mujer.

Villani se despidió. Pero antes de que se fuera le llevé aparte para encomendarle el cuidado de Francesca durante mi ausencia.

—Descuida, amigo, y vuelve pronto con algún ungüento milagroso —cambió de tono y se puso serio—… y ten mucho cuidado.

Nos abrazamos y se fue. Desapareció entre las sombras fantasmagóricas que producían las antorchas. No lo volví a ver nunca más.

Entré en casa y me dirigí al dormitorio. Allí estaba Francesca esperándome.

—¿Así que definitivamente te vas?

—Creo que es lo más correcto, pero me preocupa dejarte aquí.

—No debes preocuparte. Hasta ahora no ha ocurrido nada y no tiene por qué ocurrir. Continuaré haciendo vida normal hasta que vuelvas.

—¿Por qué no te vas a casa de tus padres hasta mi regreso?

—Por favor, Doménico —dijo mientras se metía en la cama—, ¿y dejar la casa en manos de los criados? Si no me puedo fiar estando aquí, imagínate si me voy. Deja ya de preocuparte. Ve allí y vuelve con la solución.

Francesca no podía ocultar su tristeza y nerviosismo.

Acepté el juego y fie en su aparente fortaleza y en los ánimos que me daba, y le dije que confiaba en ella, que los malos tiempos pasarían y que todo volvería a ser como antes. Y así transcurrió aquella noche de amor y mentiras consentidas.