Capítulo 21
DEE se despertó y se estiró con pereza, deliciosamente consciente de la presencia de Lucas a su lado, en la cama. Llevaban más de dos semanas durmiendo juntos todas las noches, y ella había procurado disfrutar al máximo de cada instante, ya que no sabía cuánto podría durar. Se quedó tumbada en la oscuridad de la primera hora de la mañana y se enfrentó a la realidad de que había llegado el momento de volver a casa, a pesar de que se resistía a dejar el rancho de Lucas. Estaba completamente recuperada, así que no tenía excusas para quedarse, y sí muchas razones para irse. Había tanto trabajo por hacer que no sabía si sería capaz de encargarse de todo, pero tenía que empezar si no quería perder todo lo que había plantado.
Lucas se movió a su lado y alargó un brazo para apretarla contra sí.
—Me voy a casa hoy —dijo ella en voz baja.
El se puso rígido, se levantó y encendió la lámpara. El rostro sin afeitar parecía duro en la penumbra.
—¿Por qué?
—Bueno..., es mi casa y no puedo quedarme aquí para siempre. La gente empieza a hablar, y con razón.
—Podrías casarte conmigo.
La expresión de Dee mostraba una profunda tristeza.
—No tienes por qué ofrecerte, el sentido de la oportunidad de Kyle Bellamy no podía haber sido peor: acababa de decidir que iba a dejar que tu ganado pastase en el valle, para que pudieses sobrevivir a la sequía. Aunque, por lo que he visto, tus reses no podrían estar mejor. No necesitas Ángel Creek.
—Tú tampoco —adujo él bruscamente, devastado por su propuesta. Maldecía la generosidad de la joven, porque le hacía sentirse doblemente culpable—. Si no hubieses vivido allí, nada de esto habría sucedido.
—Ya no importa. Sólo quiero que sepas que no tienes que casarte conmigo para tener acceso al valle.
—Cásate conmigo de todas formas. —Su mirada era feroz—. Ya sabes que Ángel Creek no es lo único que deseo.
—Lo sé. —Dee pensó en los ambiciosos planes del ranchero, en su elegante casa, y supo que ella estaba fuera de lugar—. Quieres que el Doble C llegue a ser un imperio, y yo no puedo formar parte de eso, Lucas. No podría soportar Denver, ni siquiera de forma temporal. Te haría infeliz y la gente de la ciudad no entendería mi forma de ser. No se me dan bien los acontecimientos sociales —admitió con una sonrisa irónica que no sirvió para alegrar su expresión. Al ver que no entendía sus razones, intentó hacérselo comprender de otra manera—. Cuando... Cuando mis padres murieron, me sentí aterrada. Estaba sola, no tenía a nadie, y creí que yo también moriría porque no tenía ninguna razón para vivir. Pero tenía la tierra. De algún modo, vivir allí, hacer que las plantas crecieran..., me ayudó. No es sólo que ame ese lugar, sino que lo necesito. El valle de Ángel Creek forma parte de mí.
—¡Maldito sea el valle! —El estallido de Lucas fue violento. Se pasó los dedos por el pelo y deseó poder posponer aquello otra semana más—. Allí ya no queda nada, porque desvié la corriente del riachuelo.
Dee parpadeó, creyendo que había entendido mal.
—¿Qué?
—Desvié el riachuelo y Ángel Creek está seco. Tu valle no vale nada sin el agua.
La joven se levantó de la cama con la cara pálida de la conmoción y la cabeza dándole vueltas ante la atrocidad que había cometido Lucas. Empezó a buscar su ropa sin ser consciente de ello, sintiendo que le temblaban las piernas.
—Lo haría de nuevo —siguió él, con voz ronca—. Puede que al final lo hubiera hecho de todas formas para mantener el rancho, porque, nieve o truene, haré lo que tenga que hacer para proteger el Doble C. Pero lo hice por ti, maldita sea, ese maldito valle iba a matarte y eres demasiado cabezota para reconocerlo. Sin él, estarás a salvo, podrás dormir sin tener que preocuparte por nada. Hice lo que era necesario.
Ella no lo miró mientras terminaba de vestirse. Habló lentamente, todavía aturdida por aquel golpe.
—Tengo que atender el huerto.
—¡Olvídate del maldito huerto! —gritó Lucas, perdiendo los nervios ante su obstinación—. No lo necesitas. Te daré el dinero que podrías haber sacado por él.
Dee se enderezó y le atravesó con una mirada que reflejaba todas las terribles emociones que la sacudían.
—Quédate con tu dinero, Cochran. Ya te dije el día que nos conocimos que no sería una buena prostituta, y eso no ha cambiado.
Fue peor que una pesadilla, porque de las pesadillas se puede despertar. Se había imaginado el huerto lleno de malas hierbas y con las verduras pasadas, y había creído poder salvar algo que la ayudase a superar el invierno, aunque no hubiese lo suficiente para venderlo en la tienda del pueblo.
Lo que tenía delante era justo lo contrario de la abundancia de frutos maduros que esperaba: la verdura se había marchitado por completo, abrasada por el calor, sin el agua que habría servido para alimentar la tierra. Las mazorcas de maíz no se habían llenado, y, al examinarlas, comprobó que sólo había unos cuantos granos secos bajo la cáscara.
Ángel Creek estaba muerto y el valle había adquirido un macilento tono marrón. Se dirigió al prado, el que había estado lleno de flores silvestres el maravilloso día que Lucas le había hecho el amor sobre la suave hierba, pero ya no quedaban flores, ni profundos y embriagadores aromas para deleitarla.
Sin el susurro cristalino de la corriente de agua, en el valle reinaba un silencio casi espectral. Se acercó al lecho del riachuelo, a pesar de saber que estaba seco, pero, por alguna razón, tenía que confirmarlo. ¿Cómo iba a guardar luto por él si no comprendía la verdadera magnitud de lo sucedido?
Y el culpable de toda aquella situación, el que había destrozado su hogar de forma deliberada no era otro sino Lucas, el hombre que amaba. Se sentía rota por la traición y el dolor.
Necesitaba sentir la revitalizadora energía de la rabia, pura y fuerte, para sobrevivir. Pero estaba aturdida, como si parte de ella hubiese muerto.
Regresó a la cabaña, observó las ventanas bloqueadas con tablones y supuso que también había sido obra de Lucas. Aunque aquello debería haberla alegrado, no lo consiguió.
La casa estaba en ruinas, pero, después del ataque de los hombres de Bellamy, no esperaba otra cosa, estaba preparada. La muerte del valle, por el contrario, la había pillado desprevenida y no sabía cómo enfrentarse a ello.
El trabajo siempre la calmaba, así que decidió arreglar lo que pudiera. Apenas sabía por dónde empezar en la cabaña; había muchos daños y poco que pudiera aprovecharse. Barrió todos los fragmentos de cristal, llenó un cubo de agua y se pasó una hora de rodillas intentando fregar las manchas de sangre del suelo.
Le llevó un tiempo darse cuenta: agua. Se irguió, miró el cubo y pensó en que el pozo todavía servía.
Sintió resurgir la esperanza con tanta fuerza que se mareó. Soltó el cepillo, corrió al huerto y recorrió las hileras de vegetales, examinando cada planta.
El maíz estaba completamente perdido, debido a que dependía demasiado del agua durante las etapas de crecimiento, pero ¿qué pasaba con las alubias, los tomates, las cebollas y los calabacines? Algunas plantas habían resistido mejor que otras y todavía estaban vivas.
Corrió de nuevo hacia el pozo y bajó la cuerda, prestando atención por si oía el refrescante chapoteo del agua.
Toda su determinación se centró en el pozo, aunque necesitó más fuerza de la que calculaba para sacar un cubo de agua y quedó rendida después de hacerlo tres veces. Tres cubos de agua, a medio cubo por planta que parecía capaz de sobrevivir, significaban sólo seis plantas. El intenso calor seco absorbía el agua del suelo en cuanto ella la echaba, pero Dee procuraba regar la base de las plantas, de modo que las raíces pudieran obtener toda la humedad posible.
El sol quemaba demasiado. Se detuvo y lo miró, protegiéndose los ojos con la mano. Era una pérdida de tiempo regar con semejante calor, cuando por la noche haría más efecto: las plantas aprovecharían más el agua, y a ella le resultaría mucho más cómodo regar en la oscuridad.
Tras tomar la decisión, regresó al trabajo de la cabaña, aunque los resultados fueron descorazonadores. Quedaban pocas cosas sin agujeros de bala; hasta las ollas y las sartenes estaban agujereadas. La pequeña sartén de hierro había sobrevivido, por supuesto, pero sólo encontró dos ollas aprovechables. Incluso la plancha del pan estaba destrozada, y la cafetera tenía tantos agujeros que parecía un colador.
A pesar de que parecía una labor inútil, no se detuvo. Si lo hiciera, empezaría a pensar en Lucas, y eso acabaría con ella; se dejaría caer en una silla, se abrazaría a sí misma y se mecería como una niña perdida. Todo iría bien si se mantenía ocupada y con la mente en blanco.
Las largas semanas de enfermedad se habían llevado casi todas sus fuerzas. Cuando por fin llegó la noche y bajó la temperatura, tuvo que obligarse a moverse en vez de derrumbarse en la cama, como le pedían sus maltrechos huesos. Todo estaba demasiado seco para arriesgarse a sacar una lámpara de aceite, así que trabajó a la luz de las estrellas.
Descubrió que, al cabo de un rato, el entumecimiento le impedía sentir fatiga. Llevó cubo tras cubo de agua al huerto para vaciarlo en lo que parecía ser una hilera interminable de plantas.
En algún momento pasada la medianoche, se dio cuenta de que había pasado un rato de pie junto al pozo con un cubo vacío en la mano y de que no sabía cuánto tiempo llevaba allí.
Las piernas parecían pesarle y no sentía las manos. Estaba tan cansada que no podía moverse, así que regresó a la cabaña, cayó boca abajo en la cama y no se movió hasta el mediodía.
Aquel primer día estableció el programa de los siguientes: intentaba dormir todo lo posible durante las horas de sol y, por la noche, llevaba agua al huerto. No pensaba en ello, no intentaba evaluar su progreso; simplemente, lo hacía. Sabía que, si se detenía, no le quedaría esperanza alguna.
Ocho días después de que Dee dejase Ángel Creek, Lucas fue a verla. Era por la tarde, pero hacía menos calor que en las semanas anteriores. Había supuesto que ocho días serían suficientes para que ella se calmase, de modo que pudieran tener una buena pelea y aclarar el ambiente.
Todos los días había tenido que resistir el impulso de visitarla, de cabalgar hasta el valle para hacerla entrar en razón. La echaba mucho de menos y pensaba en ella continuamente. Era consciente de que la fuerza que lo arrastraba hacia Dee exigía mucho más que la satisfacción del deseo, mucho más que el alivio de una necesidad física; era su compañera, su amiga, su amante. No había otra mujer para él. Dee llenaba su alma.
Lo primero que vio al llegar fue a Dee llevando un cubo de agua al huerto y regando con él las plantas.
La rabia pudo con él: ¡aquel maldito huerto! Se arrepintió de no haber arrancado de raíz las plantas para quemarlas. ¿Por qué no se daba cuenta Dee de que era una tarea inútil?
Se acercó a ella cuando regresaba al pozo, pero la joven parecía dispuesta a pasar de largo sin ni siquiera mirarlo, y eso lo hizo estallar. Le arrancó el cubo de la mano y lo tiró al otro lado del patio.
—¿Qué demonios intentas hacer? —gritó—. ¿Matarte?
Ella se irguió, orgullosa.
—Gracias a ti tengo que regar el huerto a mano —le acusó en voz baja.
—Maldita sea, Dee, ¡es demasiado tarde! —La cogió del brazo y la arrastró hasta el huerto—. ¡Míralo! —le pidió—. ¡Abre los ojos y míralo! ¡Estás regando unas plantas moribundas! Aunque consiguieras que algunas vuelvan a florecer, el invierno llegará antes de que puedan dar fruto.
—Si no tengo huerto, no como —adujo ella, soltándose y acercándose de nuevo a recoger el cubo.
—No lo recojas —le ordenó entre dientes, tras seguirla y darle una patada al cubo. Cuando la joven dejó el rancho estaba casi recuperada, pero había vuelto a adelgazar y tenía sombras oscuras bajo los ojos. Estaba pálida y demacrada—. Has perdido —insistió, poniéndole las manos en los hombros y sacudiéndola—. Maldita sea, ¡has perdido! Aquí no queda nada que merezca la pena, así que recoge tu ropa y te llevaré a casa.
—Esta es mi casa —afirmó ella, apartándose de Lucas.
—¡Esto no es nada!
—¡Eso no es cierto! —le rebatió Dee.
El intentó recuperar el control, pero su tono de voz era duro como el hierro cuando habló de nuevo.
—Tienes dos opciones: puedes aceptar el dinero que te ofrecí por la tierra y vivir en el pueblo, o puedes casarte conmigo.
Ella respiró profundamente intentando calmarse.
—¿Por qué ibas a comprar una tierra que no vale nada? —le preguntó, escogiendo bien las palabras—. No quiero que me des dinero para tranquilizar tu conciencia y tampoco quiero caridad.
—Entonces, nos casaremos.
—Ésas son tus opciones, no las mías. —Apretó las manos con fuerza hasta convertirlas en puños—. Y si no pienso aceptar tu dinero para tranquilizar tu conciencia, puedes apostar lo que quieras a que no me casaré por la misma razón. Mi opción es quedarme en mi tierra, en mi casa.
—Maldita sea, te vas a morir de hambre.
—Es mi elección, Cochran.
Durante un instante se miraron como pistoleros, en silencio; entonces escucharon un ruido sordo, y un viento fresco que agitó la falda de Dee.
Lucas levantó la cabeza, inexpresivo, y pudo captar en el aire el inconfundible olor del polvo y la lluvia.
La joven miró el banco de nubes oscuras que avanzaba hacia ellos. El cielo llevaba tanto tiempo despejado que las miró asombrada: eran nubes cargadas de lluvia.
Inmóviles, observaron cómo se acercaba una pared gris brumosa que bajaba por la colina. Al cabo de un minuto la tenían encima, azotándolos con gotas dispersas tan gruesas que al caer levantaban pequeños anillos de polvo de la tierra.
Lucas la agarró del brazo y la empujó hacia el porche. Se pusieron a cubierto justo cuando la lluvia se convertía en diluvio. Los truenos hacían tanto ruido que el suelo temblaba.
Se quedaron en silencio, en el porche, y miraron cómo caía la lluvia. Estaba claro que no iba a ser una breve tormenta de verano, porque la lluvia se convirtió en un aguacero continuo y abundante.
Él ya lo había visto antes y sabía lo que era: se trataba de lo que los rancheros de Colorado llamaban «rompesequías», la señal de un cambio en el tiempo, y en el momento preciso. Ninguno de los ranchos de alrededor había sucumbido todavía, pero el ganado no habría aguantado otra semana.
La fuerte lluvia reabastecería las aguas subterráneas y llenaría los pozos, salvaría los ranchos y el ganado, y le devolvería la vida a los pastos. El exceso de agua de la montaña llenaría de nuevo Ángel Creek, aunque sólo de manera temporal; el valle reviviría, pero sería demasiado tarde para ella y para el huerto.
Al final, todos habían sobrevivido a la sequía. Todos... salvo Dee.
La joven se dio la vuelta y entró en la cabaña, cerrando la puerta en silencio a su espalda.
No recordaba la última vez que había llorado; sin embargo, en aquel momento, lo hizo. Había mantenido un control estricto, se había obligado a trabajar automáticamente en vez de pensar, pero ya no podía seguir poniendo freno a sus sentimientos.
Lucas no podía haber hecho nada que la hiriese más; después de lo mucho que había luchado por sobrevivir, por construirse una vida, él lo había destruido todo. Si se hubiese tratado de Kyle Bellamy, lo habría entendido, y, a pesar del enfado y la hostilidad, habría hecho todo lo posible por evitarlo, pero no se habría sentido tan completamente abatida por la traición. Si no amase a Lucas, no se hallaría sumida en la desesperación. Pero lo amaba. Lo amaba incluso en aquellos momentos, cuando el ranchero le había demostrado con toda claridad que ella no significaba nada para él.
Lucas se quedó junto a la puerta y la oyó llorar, su llanto entretejido con el sonido de la lluvia hasta resultar casi indistinguibles... O quizá ambas cosas fueran lo mismo.
Nunca se había imaginado a Dee llorando, nunca se había imaginado que el sonido de su llanto pudiera desgarrar su alma y dejarla hecha trizas.
Tampoco se había imaginado que él pudiera hacerle tanto daño, y, en aquel preciso instante, supo lo arrogante y estúpido que había sido.