Capítulo 7
EL día del picnic amaneció con un tiempo perfecto: el sol desplegó un glorioso espectáculo de nata y oro en los picos nevados de las lejanas montañas. Olivia estaba despierta para verlo, ya que todavía quedaban cientos de detalles de última hora a los que atender. Siempre era así. Pero, en el pasado, había disfrutado de los preparativos; sin embargo, aquel año sólo era capaz de aparentar tranquilidad ante sus padres y amigos. Temía aquel acontecimiento, aunque no tenía razones sólidas para ello. Quizá lo que ocurriese es que había perdido la esperanza en que se cumpliesen sus expectativas. Antes, el futuro se aparecía ante ella como una gran promesa dorada; ahora, había perdido la fe en que sus sueños se convirtiesen en realidad.
La idea de que Lucas le propusiese matrimonio parecía cada vez más lejana; de hecho, en las últimas semanas había empezado a preguntarse si se habría imaginado sus intenciones.
Por alguna razón difícil de definir ya no sentía que aquella intensa voluntad masculina estuviese centrada en ella, a pesar de que, las pocas veces que se habían encontrado, el ranchero se había comportado exactamente igual: cortés, protector y amable.
Aunque no podía evitar sentirse aliviada, la entristecía sin remedio la muy real posibilidad de que nunca tuviese su propia familia.
Podía verse dentro de diez o incluso veinte años, sentada tranquilamente al lado de Honora con la cabeza agachada sobre el bordado, mientras le salían canas, su rostro se llenaba de arrugas, y el cuerpo perdía su firmeza. Sus padres tampoco estarían muy felices con esa situación, sin nietos a los que mimar.
Era como si su vida hubiese transcurrido mientras ella miraba hacia otro lado, y, de repente, se encontrara con las manos vacías. Y con los brazos vacíos, pensó, lamentando la pérdida de los bebés que deseaba, y que al parecer, no parecía destinada a tener.
Procurando hacer a un lado esos tristes pensamientos, siguió adelante como si aquella fiesta la hiciera feliz, sonriendo a fuerza de voluntad, y, a media mañana, la carreta de su familia ya se había unido a un desfile de cochecitos de niño, carros, carretas, jinetes solitarios y mucha gente a pie, todos camino del gran prado que había justo a las afueras del pueblo, donde siempre se celebraba el picnic.
Era un lugar verdaderamente perfecto, con los suficientes árboles para dar sombra a los que la buscaban y con amplios espacios abiertos para que jugasen los niños. Ya habían llegado bastantes vecinos, y, para la hora de comer, casi todos los habitantes en unos ochenta kilómetros a la redonda estarían paseando por el prado, con nada mejor que hacer que ver a los amigos y disfrutar del picnic: un día entero de descanso.
Salvo para las mujeres, que siempre tenemos cosas que hacer, pensó Olivia. Había que preparar comida, vigilar a los niños, organizar los juegos... Los hombres, por supuesto, se reunían en pequeños grupos para hablar y reír o quizá para organizar sus competiciones de fuerza o habilidad. A veces había improvisadas carreras de caballos. Las mujeres curaban las pequeñas heridas y contusiones que se producían, tanto en niños como en hombres, hasta que a veces Olivia se preguntaba si había mucha diferencia entre ambos grupos.
Una de las primeras personas a las que vio fue a Lucas; su figura alta y poderosa era fácil de localizar entre la multitud. Llevaba pantalones de ante, una camisa de lino blanca, y se resguardaba los ojos del brillante sol de la mañana con un sombrero marrón. Captó su atención con más facilidad que los hombres que iban trajeados.
Al acercarse, Olivia se dio cuenta de que el pelo oscuro se le rizaba sobre el cuello de la camisa. Cuando llegó hasta el grupo que formaban sus padres y ella, los saludó con apenas un murmullo y empezó a ayudarlos a descargar la pequeña montaña de comida que habían llevado en la carreta.
La joven se preguntó una vez más, vacilante, si, al fin y al cabo, no se habría equivocado respecto a las intenciones de aquel hombre, y llegó a la conclusión de que se volvería loca si seguía conjeturando sobre ello. ¿Estaba Lucas interesado o no? Si lo estaba, ¿quería ella que lo estuviese? Si le pedía matrimonio, ¿que era peor, aceptar o rechazar?
Cuando toda la comida estuvo colocada en una manta extendida bajo uno de los árboles, Lucas le ofreció el brazo.
—¿Te apetece dar un paseo? —se ofreció galantemente.
Ella no podía negarse con su madre mirando, así que intentó relajarse mientras paseaban.
Cuando regresó al mismo punto, una hora después, nada personal se había dicho entre ellos. Para alivio de la joven, la había tratado como un amigo, sin exigencias.
Lucas se había comportado como un perfecto caballero, pero, durante el largo paseo, su atención no se había centrado en ella, sino en buscar a una joven con una majestuosa mata de pelo negro, moviéndose con pasos largos y sensuales que hicieran que las faldas se levantaran de forma poco femenina. Estaba seguro de que todas las excusas que Dee le había dado para no ir no habían sido más que eso, excusas, y esperaba que ella estuviese allí. ¿Qué mujer podía resistirse a la oportunidad de relajarse por un día y olvidarse de sus obligaciones?
—¿Has visto a Dee Swann? —le preguntó a Olivia con aire ausente, sin dejar de observar la agitada multitud.
La joven arqueó un poco las cejas, sorprendida por el interés del ranchero en su amiga, y por un momento, los ojos le brillaron de curiosidad, aunque lo ocultó rápidamente.
—No, no la he visto, y dudo que venga.
—Le dije que viniera. Es decir, creo que necesita salir de esa granja. He oído que se cayó del altillo del establo la semana pasada y que resultó malherida.
—Oh, no —exclamó la joven—. ¿Es grave?
Lucas no se paró a pensar que Olivia parecía más alterada por la noticia de lo que lo habría estado si Dee no fuera para ella más que una simple conocida.
—Al parecer la caída pudo resultar mortal, pero ya está bien de nuevo.
El interés de Olivia aumentó. A pesar de que estaba preocupada por Dee, se daba cuenta de lo incómodo que se sentía Lucas, como si, sin pretenderlo, hubiese dicho más de lo que debía. De hecho, ¿quién podría haberle contado lo de la caída? Olivia sabía perfectamente lo aislada que estaba su amiga. Era obvio que, si Lucas sabía que Dee estaba herida, era porque la había visto en persona, porque la había visitado o quizá incluso atendido. Recordaba haber pensado vagamente en lo bien que encajarían Lucas y Dee. Quizá...
—Tendría que estar aquí —insistió el ranchero con el ceño fruncido.
Lucas no aceptó que Dee no iría hasta que llegó la hora de comer. Siguió esperando verla entre la gente, hasta que, finalmente, se dio cuenta de que, incluso si asistía al picnic, no estaría entre la multitud, sino apartada, observándolo todo con aquellos profundos ojos verdes tan enigmáticos como los de un gato. No se la podía imaginar intercambiado recetas con las mujeres o soltando risitas tontas.
Por otro lado, no se habría sorprendido en absoluto de haberla visto aparecer a última hora. Entre ellos había una tensión sexual muy fuerte y ambos eran conscientes de ello. Ansiaba verla mirándolo de nuevo con su expresión más arrogante y retándolo con su actitud.
Furioso por no poder ver a la joven, deseó que el picnic ya hubiera acabado. Mantenía su ira bajo control a pesar de que la sentía crecer por momentos y se obligaba a actuar como si disfrutase de lo que comía, cuando, en realidad, apenas saboreaba lo que se metía en la boca. Maldita sea, ¿por qué no había ido? Sabía que tampoco iría al baile... Pero también sabía que no iba a dejar que la joven se saliera con la suya.
Dee no andaba muy lejos; había roto el mango del azadón y se había acercado al pueblo para comprar uno nuevo, pero se encontró con que la tienda estaba cerrada.
Debería haberlo supuesto: la familia Winches estaba, como todo el mundo, en el picnic.
Todas las calles estaban desiertas, ya que la mayoría de los vecinos habían aprovechado la oportunidad de relajarse y disfrutar de la ocasión.
Aquello significaba que tendría que hacer otro viaje al pueblo para reemplazar el mango, pero ella era demasiado práctica para lamentarse por algo que no tenía remedio. Las malas hierbas podían arrancarse a mano, no sólo con el azadón, por lo que le dio la vuelta a la carreta y se dirigió a casa.
Se dio cuenta de que las únicas personas que quedaban en el pueblo eran las dos chicas del salón, quienes, por supuesto, no eran bienvenidas en los acontecimientos sociales. Las dos bellas mujeres estaban sentadas en la acera, algo que nunca hubieran hecho si la calle no estuviese temporalmente desierta.
Una de ellas, la pelirroja a la que todos llamaban Tillie, la saludó con la mano, y Dee hizo lo mismo.
—Buenos días —añadió.
Dee se preguntó cómo serían sus vidas. Tenían que sentirse muy solas, aunque casi nunca lo estaban. La situación de la joven era justo la contraria: estaba sola a menudo, pero le gustaba estarlo.
—¿Puedo pasear con usted?
Un aire de satisfacción flotaba sobre la multitud mientras las enormes cantidades de comida se mezclaban con el calor de la tarde para dejar a todos soñolientos. Más de uno estaba dando cabezadas en las mantas que habían traído de casa. Olivia paseaba sin rumbo, sonriendo a los amigos pero sin detenerse a charlar. Lucas se había ido después de comer, y desde entonces, Kyle Bellamy parecía estar por todas partes. Había sido muy educado, no obstante, a ella no acababa de gustarle aquel hombre: podía reconocer el peligro en sus ojos y resultaba demasiado insistente. Finalmente había decidido caminar sin detenerse, temiendo que él apareciese de nuevo.
Sorprendida por la voz ronca y profunda que surgió a su espalda, se volvió para encontrarse con Luis Fronteras, que la observaba con una sonrisa implícita en sus enigmáticos ojos negros.
Ella vaciló, recordando que trabajaba para Bellamy y que no lo conocía.
—Por supuesto, si no le apetece, lo entiendo —añadió el vaquero.
La joven se apenó al darse cuenta de que él esperaba que rechazase su invitación. Su corazón compasivo se encogió un poco, y se encontró diciéndole:
—Claro que pasearé con usted. —Al menos, Kyle no la molestaría si estaba acompañada.
Él le siguió el paso y, por una vez, las impecables maneras de la joven parecieron abandonarla pues no sabía de qué hablar. Llevaban aproximadamente un minuto caminando cuando él se presentó:
—Me llamo Luis Fronteras.
—Yo soy Olivia Millican. —De nuevo, el silencio—. ¿Es usted mexicano? —soltó Olivia finalmente, movida por la desesperación. De inmediato, se quedó pálida. De todas las cosas que podía haber dicho, ésa era la peor. Le habría gustado morderse la lengua por la indiscreción que acababa de cometer.
—Nací en México —respondió él con una sonrisa nostálgica, en absoluto molesto por la pregunta—. Supongo que eso me convierte en mexicano, aunque no he estado allí desde que era niño.
De hecho, el vaquero hablaba sin rastro de acento.
—¿Llevas mucho tiempo viviendo en la zona? —le preguntó, tuteándolo de pronto. No tenía por qué haberse cruzado antes con él; la hija del banquero no se movía en los mismos círculos sociales que un vaquero.
—¿Te refieres a Colorado o a Prosper?
—A los dos —se interesó la joven. Le daba la impresión de que Luis había viajado mucho, y ella siempre había soñado con hacer grandes viajes.
—He recorrido Colorado varias veces a lo largo de los años. Pasé bastante tiempo en Nuevo México, algo en Montana y también más al Oeste, por Snake River. —Se quedó pensativo—. He estado en California un par de veces, así que se puede decir que conozco bien el Oeste de Missouri.
—No puedes haber pasado mucho tiempo en el mismo sitio. —Era alto, tan alto como Lucas, observó. Caminar junto a él la hacía sentirse pequeña y protegida. Le echó un rápido vistazo al gran revólver que llevaba en la pistolera, sobre el muslo derecho. Llevaba el arma con tranquilidad, como si nunca la soltase... Después de todo, ¿sería un pistolero?
—Me he movido bastante. —Durante un tiempo, Luis había pensado que Nuevo México sería su hogar, pero aquel sueño había muerto bajo los cascos asesinos de un semental. Se había quedado vacío después de enterrar a la mujer con la que había querido compartir su vida, como si parte de él hubiese acabado en la tumba con ella. Al cabo de mucho tiempo se había dado cuenta de que la vida se abría camino a pesar de todo. No sabía cuándo había dejado de llorarla, pero lo había hecho, y ya sólo recordaba a Celia como una persona de una dulzura casi sobrecogedora, cuyos rasgos no conseguía ver con claridad. Habían pasado diez años, diez años en los que había viajado mucho y había tenido entre sus brazos a otras mujeres.
—A menudo pienso que me gustaría viajar —le confesó Olivia, mirando al sol a través del patrón cambiante de las hojas que se movían con la suave brisa que agitaba las ramas—. No ver el sol ponerse en el mismo lugar dos días seguidos.
Aquello sorprendió realmente a Luis. Observó los delicados rasgos femeninos e intentó imaginársela varios días y semanas sin bañarse, con una gruesa capa de tierra y mugre cubriéndole la blanca piel. ¿Quién podría pedirle que durmiera enrollada en una manta en el suelo?
—No te gustaría —afirmó, convencido—. Insectos, suciedad, mala comida, poca agua y dificultades para dormir. Así es vivir siempre de viaje.
—Ah, pero hay otras formas de viajar —repuso la joven con una sonrisa—. Imagina ir en tren de ciudad en ciudad, dejando que las vías te mezan por la noche. Puede que no quiera hacerlo para siempre, pero me gustaría intentarlo.
Luis le dirigió una amplia sonrisa. Le habría gustado recorrer el país en tren con ella; compartirían un coche-cama, y, por la noche, la poseería dejando que el ritmo del tren los transportase al placer, en vez de al sueño.
Unos niños perseguían una pelota, entre risas, mientras se empujaban y corrían por la pradera. El vaquero se detuvo y agarró a Olivia del brazo hasta que los niños estuvieron a una distancia segura; después, continuaron lentamente su camino.
La joven se sentía cómoda con él, aunque resultase extraño. Ignoraba la razón, pues acababan de conocerse y, en realidad, Luis no le había contado mucho de sí mismo. Pero había algo en aquel hombre que la hacía sentirse a gusto. Quizá fueran los pequeños detalles, la forma en que ajustaba su larga zancada a los delicados pasos femeninos, o el cuidado que había tenido para que los niños no se chocasen con ella. El caso es que se sentía segura. Por supuesto, casi todos los hombres tenían las mismas atenciones, pero con Luis parecía algo más que educación: era como si protegerla formase parte de su naturaleza.
—¿Tu familia vive cerca? —quiso saber Olivia.
—No tengo familia, o, al menos, ninguna que recuerde. Creo que por eso he deambulado tanto.
—¿Y nunca has estado casado? —Enseguida se arrepintió de su atrevida pregunta—. Lo siento, no debería ser tan entrometida —añadió de inmediato.
—No me importa contestar. Estuve a punto de hacerlo una vez, pero ella murió. Fue hace diez años.
—¿Todavía la quieres? —¿Por qué no podía controlar aquella lengua rebelde? No tenía derecho a hacerle preguntas tan personales, y sin embargo, no podía evitarlo. Se ruborizó ante su propia grosería, pero él no pareció incómodo en absoluto.
—En cierto modo. —Siguió hablando, como si reflexionase en voz alta—. Celia era una persona maravillosa, realmente excepcional, y sigo queriendo a la persona que era, aunque ya no esté enamorado de ella. —Hizo una pausa—. No sé si me he explicado.
—Lo has hecho muy bien —respondió Olivia, sorprendida de lo aliviada que se sentía.
Llegaron a un riachuelo y caminaron por la orilla hasta llegar a un tronco que alguien había colocado para cruzarlo. La joven volvió la vista atrás y parpadeó sorprendida al comprobar lo lejos que estaban de los demás. Sólo se veían algunas personas desde donde estaban, quedando ocultos casi todos los habitantes del pueblo por los árboles, los arbustos y la curva que trazaba el prado.
—Quizá deberíamos volver —comentó Olivia, un poco nerviosa.
Luis subió al tronco y le ofreció una mano.
—O quizá no. Los exploradores nunca encontrarían nada si no se atreviesen a dejar atrás a la multitud.
Ella se mordió el labio y, vacilante, le dio la mano y dejó que la ayudase a cruzar el riachuelo. No podía creer lo que estaba sucediendo: Olivia Millican nunca había hecho algo tan escandaloso como alejarse sola con un desconocido. Pero lo cierto era que en el fondo tenía alma de aventurera, pensó con un ápice de rebelión. Puede que hubiera llegado el momento de empezar a prestarle atención a la Olivia secreta. Al fin y al cabo, estaba completamente a salvo con Luis.
El tronco se movió mientras lo cruzaban, pero, por suerte, sólo les llevó dos pasos hacerlo; después Luis puso sus grandes manos alrededor de su frágil cintura y la levantó en volandas hasta dejarla a salvo en la orilla. La joven se sentía como si hubiesen superado un enorme obstáculo en sus exploraciones, en vez de un riachuelo. No creía haber estado antes por allí.
Caminaron bajo los árboles y Luis le fue señalando los distintos tipos de pájaros. Ella le escuchaba con atención ya que apenas podía distinguir entre un petirrojo y un cuervo. A su espalda, los sonidos del picnic se desvanecieron por completo y dejaron paso a los trinos de los pájaros, el viento que susurraba entre los árboles, sus pasos tranquilos y sus voces.
En algún momento del paseo, él la había cogido de la mano; aquellos dedos fuertes la envolvían con firmeza y le resultaban curiosamente tranquilizadores en su calor y rudeza. La joven pensó que no debería permitirle tales libertades, aunque no hizo nada para retirar la mano. También era consciente de que deberían regresar al picnic, pero se mantuvo en silencio sin protestar.
Parecía como si se encontrasen a varios kilómetros del pueblo, adentrándose cada vez más en el bosque. Olivia se preguntó si sus padres estarían preocupados por ella y esperó que supusieran que estaba con algunos amigos.
El intenso aroma del bosque la llenaba de una extraña alegría, y aquel placer se reflejó en su rostro cuando lo levantó para mirar a Luis con una radiante sonrisa. Sin pensar, el vaquero reaccionó ante su dulce feminidad, la abrazó y se inclinó para besarla.
El instinto le decía que lo hiciera con delicadeza, y así pudo disfrutar de la suavidad de los labios de la joven, dejándola responder a su propio ritmo. Olivia lo hizo poco a poco, seducida por la ternura de Luis y por la calidez de aquel musculoso cuerpo. Sus manos descansaron por un momento sobre el amplio pecho masculino mientras, inconscientemente, decidía si debía empujarlo o no. Finalmente le rodeó el cuello con los brazos, como si su cuerpo hubiese tomado la decisión por ella. Se sentía muy bien a su lado, así que se acercó más a él. De pronto se sintió inundada por el sabor del vaquero, y abrió los labios sin pensárselo dos veces para poder experimentar mejor la sensación. Luis no necesitó más invitación: le puso una mano en la nuca y sostuvo a la joven mientras la besaba con pasión, primero acariciándole los labios con la lengua y después, al ver que ella no protestaba, explorando su boca. Notó el pequeño sobresalto de Olivia, pero la joven enseguida se dejó llevar.
El placer de besarlo la aturdía. La habían besado antes, pero nadie lo había hecho con la boca abierta, invitándola a separar los labios. Tembló de alegría ante la sensación de aquella lengua que la incitaba con delicadeza, para después perderse en su boca. Sorprendida por la inesperada invasión, se quedó un instante inmóvil temiendo que fuese desagradable, pero la súbita aparición de un profundo y ardiente placer en la boca del estómago hizo que se acercase más a Luis.
—Eres muy dulce —murmuró él junto a su boca, abandonándola un segundo para mirarla intensamente antes de inclinar de nuevo la cabeza y volver a por más de aquellos besos hambrientos.
La joven nunca había sentido los efectos de la pasión, nunca había sospechado que nadie pudiera hacerla sentirse así, ni había permitido que un hombre la abrazase con tanta fuerza, uniendo su cuerpo al suyo de aquella manera. Pensó vagamente que era algo maravilloso. Le dolía el pecho, y la fuerte presión de los brazos masculinos parecía aliviarlo, pero también empezaba a notar otro dolor en lo más profundo de su vientre que no podía entender, ni encontrar consuelo para él.
Luis levantó la cabeza y miró los aturdidos ojos azules de la joven. Los de él estaban ardiendo de deseo contenido; tenía la respiración agitada y podía ver que lo mismo le ocurría a ella, pues era plenamente consciente del movimiento de sus suaves senos. El vaquero reconocía todas las señales de una mujer excitada y también el inocente desconcierto que había detrás de la pasión.
Se dijo que no la había llevado hasta allí para eso. Llevaba mucho tiempo observándola, viendo cómo intentaba evitar a Bellamy y, en un impulso, le había pedido que paseara con él, pero, una vez solos, no había podido resistirse a aquella dulce boca.
Podía poseerla en aquel preciso instante, tumbarla sobre el suelo cubierto de musgo y levantarle la falda antes de que ella comprendiese lo que sucedía. Con lo inexperta que era, no tendría ni idea de cómo controlar sus propios deseos. Pero entonces todo acabaría en una seducción apresurada, y Luis conocía a las mujeres lo bastante bien para saber que, después, Olivia haría todo lo posible por alejarse de él. El vaquero no quería eso: la joven era tan dulce que quería perderse en ella una y otra vez, y la única forma de hacerlo era ser paciente y conducirla con paciencia a través de los senderos de la pasión.
Era consciente de todo aquello, sin embargo, no conseguía soltarla sin saborearla una vez más. Empezó a besarla de nuevo, sujetándola con fuerza y presionando su miembro endurecido contra el suave montículo de la feminidad de Olivia. Notó el grito ahogado de la joven y la besó para disipar su alarma. Poco a poco, sin que ella se diera cuenta, se puso de rodillas llevándola con él.
El vaquero le tocó el pecho con audacia, adaptándolo a su mano a través de la tela. Pero aquello no le bastaba: quería sentir su cálida piel desnuda.
De pronto, Olivia se apartó y abrió los ojos de golpe.
—No te asustes —susurró él, calmándola con más besos, atrayéndola de nuevo hacia su cuerpo, acariciándole con ligeras caricias los senos y el torso.
—No... no deberías hacer eso.
—¿Acaso no te gusta? —A algunas mujeres no les resultaba agradable que les tocasen, así que siempre se aseguraba de preguntar.
—S-sí —tartamudeó la joven—. Pero ésa no es la cuestión.
—¿Cuál es, entonces? —Luis ignoró sus ahogadas protestas mientras su pulgar encontraba un pezón pequeño y duro. Ella jadeó de nuevo cuando él empezó a acariciarlo, y el rubor le asomó a las mejillas.
—Que... que no deberíamos hacerlo. —Cerró los ojos, concentrándose sin querer en aquellas maravillosas sensaciones.
—¿Quieres que pare?
—No —admitió ella con un gemido. Después le clavó las uñas en los hombros—. Sí. Tenemos que hacerlo.
—Todavía no —susurró él mientras deslizaba una mano por el interior del corpiño.
Olivia dejó escapar un grito de placer al sentir el calor abrasador de aquella mano sobre su pecho desnudo. No podía evitar arquearse buscando un contacto aún más íntimo, y Luis aprovechó para abrirle rápidamente el vestido, de modo que ambos senos quedaron expuestos a su hambrienta mirada; después dejó que la espalda de la joven se apoyara en su brazo y se llevó uno de los seductores pezones a la boca, perfilándolo con la lengua antes de introducírselo en la boca.
La joven temblaba y se estremecía contra él mientras su boca entreabierta dejaba escapar gemidos ahogados. Las sensaciones que experimentaba en la parte más íntima de su cuerpo habían escapado a su control y se movía sin poder evitarlo, arqueando las caderas, pidiendo algo que no era capaz de identificar. El vaquero, consciente del movimiento, supo qué era exactamente lo que ella necesitaba, pero no era el momento. Se obligó a contentarse con enseñarle sólo parte del placer que podía proporcionarle.
Los senos de Olivia eran pequeños y blancos como el nácar, y sus delicados pezones, pequeños y rosados. La joven temblaba cada vez que el vaquero se los acariciaba, incitándolo a terminar lo que había empezado. Tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad en recuperar su autodominio, en tranquilizarla con ternura mientras le cerraba de nuevo el vestido y la abrazaba entre besos y murmullos, diciéndole lo mucho que la deseaba, intuyendo que la joven se sentiría mejor sabiendo que lo que había ocurrido entre ellos era importante para él.
En cualquier caso, los pómulos de Olivia ardían de vergüenza cuando recuperó el sentido común. Apartó las manos del vaquero y empezó a colocarse el vestido, intentando recuperar la decencia lo antes posible.
—No te avergüences —le pidió Luis—. Eres preciosa.
—¿Cómo no me voy a avergonzar? —susurró ella con voz ahogada—. Eres un desconocido y te he dejado... —Se quedó sin palabras, incapaz de expresar lo azorada que se sentía.
—Ya no somos desconocidos —repuso él en voz baja—. Olivia, mírame, pequeña. —Ella sacudió la cabeza, así que él puso los dedos bajo la barbilla y la obligó a enfrentarse a su mirada—. ¿Crees que te he tocado así porque no te respeto? —La angustia que reflejaban los ojos femeninos fue suficiente respuesta. Conmovido, se inclinó sobre ella y la besó con ternura—. Te he tocado así porque te deseo tanto que no puedo contenerme, y me he detenido porque sí te respeto y me gustaría volverte a ver.
—¡Oh, no! —exclamó ella, poniéndose en pie de un salto, ruborizada.
—¿Porque tienes miedo de que esto vuelva a suceder? —le preguntó Luis, poniéndose también de pie y sosteniendo las manos de la joven entre las suyas para evitar que huyese.
—No debemos... —empezó a decir Olivia, con lágrimas en los ojos. Estaba tan avergonzada que no podía estarse quieta.
—No esperes que me aleje de ti. Sencillamente, no puedo hacerlo, y te besaré de nuevo en cuanto tenga la oportunidad. Al final haremos el amor, Olivia... Sí —afirmó, cuando ella empezó a sacudir la cabeza—. Olvídate de quiénes somos y recuerda lo que has sentido al probar mi boca, porque será mucho mejor que eso, pequeña. Mucho mejor.