Capítulo 11

LA lluvia del día anterior no había bastado para aumentar el caudal de los arroyos ni para subir el nivel de los pozos, sin embargo, la fresca hierba de primavera lucía verde y abundante, y el aire se había limpiado de polvo. Lucas estaba cansado y dolorido después de pasarse el día marcando reses, pero siempre que levantaba la vista y miraba a su alrededor, se sentía en paz. Todas las tierras que veía, en cualquier dirección, eran suyas, y nunca había querido estar en otro sitio que no fuese aquél. Lo amaba con todo su ser, y no dudaría en matar para proteger su hogar, como ya había hecho antes, o morir en el intento. Estaba dispuesto a derramar sangre y sudor para que aquel lugar prosperase.

Después de marcar al último animal del día y soltarlo para que volviese corriendo con su madre, Lucas se levantó y se estiró para relajar la espalda. Miró al sol: sólo quedaba una hora para que se pusiera, así que no tendría tiempo de volver a casa, quitarse la ropa sucia, cambiarse y atravesar el estrecho paso que conducía a Ángel Creek antes de que anocheciese. Podía tomar el camino más corto, yendo hacia Prosper y atajando por las montañas, pero tardaría dos horas sólo en llegar y era posible que alguien lo viese cabalgar en dirección a la cabaña de Dee. No quería que la gente la criticara a sus espaldas, así que la opción quedaba descartada.

Pero la necesidad hacía que sintiese un dolor ardiente y profundo que aumentaba con cada día que pasaba sin verla, y no mejoraría hasta que estuviese de nuevo dentro de ella, deseándose en el interior de su cuerpo de seda, sintiendo cómo lo rodeaba con sus piernas exquisitamente torneadas y esbeltas. Miró de nuevo hacia el sol, frustrado, pensando que tendría que aguantar otro día sin ella.

Sólo habían compartido una tarde, pero la deseaba con la misma ferocidad con la que los adictos al opio de San Francisco se aferraban a sus pipas. Perder a su hermano Matt había sido duro, y, desde entonces, se había sentido solo y había aprendido a no necesitar a nadie, a encerrarse en sí mismo; sin embargo, en aquel momento, se enfrentaba a la sensación de estar incompleto, como si hubiese dejado parte de su alma en Ángel Creek. La idea era ridícula, y se mofó de sí mismo en silencio. Nadie podía significar tanto para nadie. El problema era que Dee no se parecía a las demás mujeres que había conocido, y las diferencias le resultaban demasiado atrayentes. La deseaba, eso era todo. Atravesar las espinas para llegar a su dulce y salvaje miel era todo un desafío.

¿Cuándo habré empegado a mentirme?, se preguntó con sorna.

Se oyó un trueno, y miró al cielo por tercera vez. Su capataz, William Tobías, supuso que buscaba indicios de lluvia y comentó:

—No creo que venga hacia aquí. Parece que se dirige a las montañas. —El desgarbado hombre de piel cuarteada por el sol se inclinó para escupir—. Aunque será mejor que recemos para que llueva. Todavía no estamos al límite, pero me gustaría contar con más agua antes de que llegue el verano.

Lucas pensó en el agua pura e inagotable de Ángel Creek, y sintió de nuevo el viejo enfado con Ellery. Aquella tierra debería haber pertenecido al Doble C desde hacía tiempo, pero, por culpa de la falta de previsión de su padre, estaba en manos de una mujer testaruda que prefería morir de cansancio antes que escuchar la voz de la razón.

Claro que, si Ellery Cochran hubiese comprado Ángel Creek, el padre de Dee no se habría establecido allí y él nunca la habría conocido. El ranchero frunció el ceño, intentando comparar lo que significaría tener Ángel Creek con el intenso placer de hacerle el amor a Dee. El ceño fruncido dio paso a una sonrisa irónica: Ángel Creek no se iría a ninguna parte, y él lo conseguiría tarde o temprano. Quizá había sido una suerte que el lugar estuviese vacío cuando George Swann llegó con su familia al Oeste.

Tanto él como el capataz se quedaron observando las nubes de tormenta que se alejaban volando bajas por el horizonte de camino a las montañas. Las tormentas de última hora de la tarde eran frecuentes durante la primavera y el principio del verano, así que los dos esperaban que tarde o temprano llegase la lluvia.

Resignado al hecho de no poder ver a Dee, Lucas montó en su caballo y se dirigió a casa. Conociendo a la joven, seguro que pensaba que él sólo pretendía visitarla cuando quisiera sexo, así que la próxima vez lo recibiría con la escopeta en la mano.

Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Bueno, ¡estar con ella bien merecía correr cualquier riesgo!

Dee salió de casa a la mañana siguiente justo cuando el alba teñía el cielo de un reluciente rosa traslúcido. Había ido a por el pienso en cuanto salió al porche, pero retiró la mano sin tocarlo al ver el maravilloso cielo que la cubría y que la rodeaba con su brillo.

La paz de la mañana la arropaba. Dejó a un lado las tareas que la esperaban y se dirigió en silencio al prado, disfrutando de los colores y las fragancias del nuevo día.

El extenso prado estaba cubierto por la grácil hierba de primavera, iluminada por los bellos diamantes del rocío de la mañana. Las flores silvestres crecían por todas partes, una profusión de azules, rosas y morados, salpicados de alegres amarillos y algún que otro grupo de tréboles rojos, que se mecían como si desearan tentar a las laboriosas abejas que tan irresistible encontraban su dulce aroma. Paseó entre ellos, y el rocío le mojó hasta las rodillas la falda desgastada sin que ella se diese cuenta, aunque no le habría importado de descubrirlo. Algunos días eran mágicos y tenían que saborearse. Las tareas siempre estarían allí después, pero, aquel amanecer era fugaz y nunca volvería a producirse.

El cielo cambió poco a poco del rosa perlado al opalescente, para después convertirse en un gran cuenco dorado y brillante cuando el sol salió y bañó el prado con su resplandor. Los cánticos de los pájaros atravesaban el aire y la corriente plateada del agua del riachuelo sonaba como un concierto de mil campanas.

Bajó hasta el río y observó el agua cristalina bailar sobre las piedras. La sangre le corría alegre por las venas y notaba el corazón colmado: su hogar era un paraíso.

—Dee.

Reconoció la voz que pronunciaba su nombre y se dio la vuelta: Lucas estaba a unos seis metros de distancia, y sus brillantes ojos entrecerrados mostraban una emoción desconocida. Estaba completamente inmóvil, con el cuerpo grande y musculoso clavado en el sitio, y el rostro tenso y absorto; no le quitaba los ojos de encima, y la joven sintió la fuerza de la lujuria masculina de forma casi tangible.

Dee reaccionó instintivamente a la presencia del poderoso ranchero, sintiéndose caliente y deseosa, con la piel demasiado sensible para el contacto de la ropa. Los senos, repentinamente hinchados, clamaron por las caricias de Lucas, y su vientre, anhelante, se contrajo con violencia.

La joven parecía una diosa primitiva, y el ranchero apenas podía recuperar el aliento. Estaba junto al riachuelo, rodeada de flores silvestres, y, al volverse hacia él, su exótico rostro le pareció tan hermoso y sereno como el alba. Nunca la había visto así, con todas las defensas bajadas, simplemente como una mujer emocionada por la belleza del amanecer. El cuerpo del ranchero se tensó hasta que se sintió a punto de estallar y su corazón se aceleró adquiriendo un ritmo frenético al golpear violentamente contra el pecho.

No recordaba haber cruzado el espacio que los separaba, sólo sabía que ella no se había movido; en un segundo tuvo entre sus brazos el suave cuerpo femenino, aunque la boca de la joven era inexplicablemente tímida ante la ferocidad de sus besos. La tumbó en el suelo, aplastándola sobre las flores, y le levantó la falda hasta la cintura. La barrera de la ropa interior lo enloquecía, así que se la quitó con movimientos bruscos, dejando sus pálidos muslos desnudos y vulnerables bajo el sol de la mañana. Sentía tanto deseo que maldecía entre dientes ante la dificultad de desabrocharse los pantalones.

Cuando por fin quedó libre, abrió con una mano los suaves y húmedos pliegues que ocultaban la feminidad de la joven para dejarla completa y absolutamente a su merced, y, con la otra mano, guió su miembro hasta ella. Bajó la vista para observar la gruesa erección junto a la delicada entrada, y los testículos se le tensaron hasta el punto de sentir dolor. Se introdujo en ella sin piedad, gruñendo en voz alta al notar el arrollador alivio de aquel estrecho y sedoso canal que lo aprisionaba y le daba el placer más intenso que había conocido jamás.

Dee aceptó su peso y se aferró a la poderosa espalda de su amante mientras recibía el feroz embate de su miembro contra ella, acogiendo en su interior su masculinidad y su lujuria. Se sentía abierta y poseída hasta extremos casi insoportables. No podía escapar de su poder y tampoco quería hacerlo, limitándose a disfrutar de sentirse parte de él. Envuelta en un estado de intensa excitación, movió la cabeza de un lado a otro sobre la hierba húmeda y se ofreció a Lucas por completo.

De pronto, Dee sintió que un placer salvaje estallaba entre sus piernas y recorría todo su cuerpo, haciéndola temblar y llegar al clímax de forma abrupta. Arqueó la espalda, y sus gritos se elevaron en el aire cristalino mientras él se erguía sobre ella con un rugido gutural. Llegó al final justo después que la joven, con la cabeza hacia atrás y el cuello tenso por la fuerza de las convulsiones. Se aferró a la esbelta cadera de la joven y la apretó contra él hasta que cesaron los espasmos y llegó una paz momentánea.

Después se quedó en silencio, al igual que ella, y, tras unos minutos, se puso en pie y se abrochó los pantalones. Se agachó, recogió la ropa interior femenina, levantó a la joven en sus fuertes brazos y la llevó de vuelta a la cabaña. Ella apoyó la cabeza en el hombro del ranchero con los ojos cerrados. No parecía haber nada que decir.

Lucas todavía estaba estremecido por la intensidad de la lujuria que lo había dominado. La había poseído sin preliminares, sin excitar primero el cuerpo de la joven, pero no había podido contenerse. En aquel momento no existía nada en el mundo más que ellos dos y aquella enloquecedora necesidad de hacerla suya. En vez de quedarse quieta entre mis bracos, debería sacar la escopeta y usarla en mi contra, pensó.

Se sentó en una de las sillas de la cocina y la acunó con ternura mientras la acariciaba suavemente, como si pretendiese hacerle entender que para él, ella era mucho más que un cuerpo en el que aliviar su lujuria. Dee suspiró de placer, enterrando la cara en su amplio pecho para poder oler el limpio y cálido aroma de su cuerpo.

—¿Te he hecho daño? —le preguntó Lucas con voz ronca.

Ella se agitó un poco y se acomodó de nuevo entre sus brazos.

—No. —La intrusión en su cuerpo había resultado inesperada, pero no había sentido dolor, sino una alegría salvaje.

Dee no parecía enfadada; estaba tendida en brazos del ranchero con la sensual laxitud de una mujer amada con pasión. De todas las reacciones esperadas, aquella entrega voluptuosa lo había cogido por sorpresa: era una reacción de la que no creía poder cansarse.

—He traído las esponjas —comentó Lucas con tono irónico, esbozando una sonrisa. Ni siquiera había pensado en ellas, y, en cualquier caso, no podría haberse contenido el tiempo necesario para ayudarla a colocárselas.

La joven abrió los ojos y le dirigió una mirada perezosa.

—¿Creías que funcionarían metidas en el bolsillo? —se burló suavemente, antes de incorporarse con expresión curiosa—. ¿Qué aspecto tienen?

El se movió para estirar una pierna y poder meter la mano en el bolsillo donde guardaba las esponjitas. Dee las miró, cogió una de la mano endurecida del ranchero, la apretó con los dedos y se la devolvió.

—No son más que esponjas normales —señaló, visiblemente decepcionada.

Él sonrió un poco, sabiendo que esperaba algo mucho más exótico.

—Lo sé. Creo que es el vinagre lo que surte efecto.

—Pues ya es demasiado tarde.

—Pero no lo será la próxima vez.

Ella le dirigió una de sus miradas lánguidas.

—A no ser que vuelvas a tumbarme en la hierba sin previo aviso.

—Como la próxima vez no va a tardar mucho, creo que te puedo prometer que no será así.

—Tengo que hacer el trabajo de la granja.

—Te ayudaré.

Acabaron de nuevo en la cama al cabo de una hora, con los cuerpos desnudos en tensión deseosos de volver a unirse. La esponjita empapada en vinagre estaba en un plato junto a la cama. Cuando ninguno de los dos pudo aguantar ni un minuto más, él le enseñó cómo introducir la esponja, metiéndole dentro sus largos dedos y consiguiendo llevarla hasta la cima del placer con aquel sencillo gesto. Hicieron el amor hasta quedar exhaustos, y Lucas cubrió sus cuerpos con las sábanas antes de quedarse dormido con los brazos rodeando la esbelta figura de Dee, como si deseara protegerla. Se sentía satisfecho por completo.

Cuando se despertaron, quiso volver a hacerle el amor, pero se sorprendió al ver que ella se apartaba.

—No quiero hacerlo—le dijo, quejumbrosa.

—Maldita sea, eres la mujer más difícil que conozco—murmuró él—. ¿Por qué no quieres?

Dee se encogió de hombros, malhumorada.

—No sé... me siento tan... poseída, tan vulnerable.

Él le acarició el pelo. Dios, ¿por qué se sorprendía tanto? Lo raro era que la joven no hubiese hecho nada al respecto hasta el momento, pero, claro, era demasiado inexperta para saberlo.

—Entonces, esta vez, ponte tú arriba —la provocó.

Los ojos verdes de Dee brillaron de interés. El ranchero veía que la idea de controlar la situación y, por tanto, a él, la intrigaba.

Estuvo a punto de echarse a reír, pero se contuvo por si ella cambiaba de idea. Personalmente, a Lucas le encantaba la idea de tumbarse boca arriba y dejar que fuese ella la que lo montase, y se volvió loco al imaginarse los generosos pechos de Dee balanceándose sobre él.

—No sé cómo hacerlo —repuso la joven.

Las manos de Lucas la persuadieron, moviéndose sobre ella, incitándola a acercarse.

—Yo te enseñaré. —Se había excitado con sólo pensarlo.

Cuando estuvo colocada a horcajadas sobre el ranchero y bajó sobre su cuerpo para acoger en su interior el palpitante miembro masculino, él tuvo que agarrarse al cabecero de la cama para mantener el control. Cerró los ojos, entre jadeos, para concentrarse en el placer que ella le procuraba. La joven se había convertido en la seductora aquella vez, besándole la boca y el pecho con labios suaves, rozándole el torso con los senos y los duros pezones mientras se movía sobre él. El ranchero intentó pensar en qué otras cosas podía enseñarle, pero, en aquel momento, aquello era todo lo que podía soportar. A Dee le encantó la postura: estaba cautivada por la posibilidad de tenerlo bajo ella, de someterlo a una exquisita y abrasadora tortura.

La joven se movía lentamente, siguiendo un ritmo ancestral y enloquecedor. Cerró los ojos, extasiada, y supo que nunca se arrepentiría de aquellos momentos, pasara lo que pasara. Pero lo más importante no era el placer físico, sino el vínculo que los unía, forjado por aquel mismo placer. Sintió que se disolvía y gritó, sin saber que él había alcanzado el orgasmo justo antes que ella; después cayó hacia delante sobre el pecho de su amante, exhausta.

Cuando Lucas se fue, a última hora de la tarde, Dee ya sabía que, al menos para ella, el vínculo que los unía no se rompería jamás.