Capítulo 5
QUIZÁ no hubiese ocurrido de no estar Dee tan cansada, pero se había pasado la mañana arando la dura tierra hasta convertirla en un suelo más blando y adecuado para plantar. Los primeros días de trabajo en el huerto eran siempre los más duros, porque sus músculos habían perdido fuerza durante los relativamente relajados meses invernales. Así que, cuando subió al altillo del establo para bajar con la horca más heno para los animales, quizá no estaba todo lo alerta que debía o quizá sus reflejos no eran tan rápidos como solían ser. Fuera por lo que fuera, no vio a su gato, que solía rondar por allí, y le pisó la cola. El gato emitió un fuerte maullido, y, sorprendida por el ruido, Dee dio un paso atrás, calculó mal y salió volando del altillo para caer de espaldas, sin poder evitar que su cabeza golpease el suelo con un ruido suave.
Durante un largo y angustioso instante que pareció una eternidad, se quedó en el suelo inmóvil, aturdida por el dolor, con la vista nublada. Un segundo después, la joven inhaló con avidez intentando llevar aire a sus pulmones, a pesar del dolor que sentía en las costillas.
Pasaron varios minutos hasta que pudo recuperar el control de su cuerpo. Podía mover los brazos y las piernas sin sentir un dolor excesivo, y las costillas no parecían rotas sino magulladas. La cabeza le palpitaba con un ritmo sordo, pero si el suelo no hubiese estado cubierto por paja, el resultado habría sido mucho peor.
El gato bajó de un salto del altillo y la reprendió con un maullido antes de desaparecer por el amplio portón del establo.
Se puso en pie, tambaleante, y consiguió dar de comer a los animales a duras penas. Sin embargo, cuando regresó a la casa, apenas podía subir los escalones. Ni siquiera se planteó prepararse algo para comer porque le hubiese supuesto demasiado esfuerzo. En cuanto a su aseo personal, se limitó a limpiarse con una esponja y a cepillarse el pelo con precaución. Haciendo un gesto de contrariedad, decidió que la cabeza le dolía demasiado para soportar la apretada trenza con la que dormía, así que decidió dejarse el cabello suelto. Únicamente pudo ponerse el camisón y meterse en la cama.
No durmió bien, ya que, cada vez que se movía en sueños, los doloridos músculos protestaban y la despertaban. Cuando llegó el alba y abrió por fin los ojos, le alivió comprobar que el dolor de cabeza había desaparecido. Una conmoción le habría supuesto muchos problemas, pero, por suerte, no parecía ser el caso.
De todos modos, cuando intentó salir de la cama tuvo que dejarse caer de nuevo con un grito ahogado, a causa del agudo dolor que le recorrió las costillas.
Se quedó tumbada y jadeó durante unos minutos antes de recuperarse y volver a intentarlo. El segundo intento no tuvo más éxito que el primero.
Temía volver a probar, pero sabía que no podía quedarse todo el día en la cama. En primer lugar, tenía necesidades naturales que no podía obviar.
La tercera vez no intentó sentarse, sino que rodó para salir de la cama y aterrizó de rodillas, lo que probablemente le supuso añadir algún que otro moratón a su colección de magulladuras. Aturdida, se apoyó en el lateral de la cama con los ojos cerrados e intentó reunir la fuerza y la voluntad necesarias para erguirse. Afortunadamente levantarse era menos doloroso que sentarse, aunque el esfuerzo la dejó pálida.
Consiguió atender sus necesidades más urgentes y beber varios vasos de agua, porque estaba verdaderamente sedienta, pero el simple hecho de intentar quitarse el camisón la derrotó. No podía levantar los brazos para sacárselo por la cabeza. Y aunque hubiese podido, no estaba segura de ser capaz de vestirse sola.
Pero había que ocuparse de los animales; no era culpa de ellos que la joven se hubiese caído del altillo.
Por suerte, no había estado enferma ni había sufrido ningún percance durante sus seis años de vida solitaria. Saber que no tenía a nadie que se ocupase de ella la había vuelto muy cuidadosa, hasta llegar al punto de sujetar los clavos con tenazas largas, evitando así el riesgo de aplastarse la mano con el martillo. Había hecho todo lo posible para que sus costumbres y su hogar fuesen seguros, pero ninguna de aquellas precauciones había evitado que pisara al gato.
Aunque lograse bajar los escalones y salir en camisón al establo, ¿cómo iba a alimentar a los animales? No podía levantar los brazos, por no hablar de transportar los cubos de pienso.
Estaba tan furiosa consigo misma por haber sido descuidada que apenas podía pensar. Y el hecho de que cada movimiento le supusiera una nueva oleada de dolor, no le ayudaba en absoluto.
Tenía las piernas rígidas y doloridas, pero lo achacaba a no estar acostumbrada al esfuerzo del arado. Sin embargo, la espalda parecía haberse convertido en un enorme moratón que iba de los hombros a las caderas, y las costillas le dolían cada vez que respiraba. Intentó sentarse, pero descubrió que no podía. Consideró dejarse caer en la cama, aunque la idea de lo que tendría que soportar para volver a levantarse la detuvo. Estar de pie parecía ser su único recurso.
La mañana de primavera era fría, y empezaba a sentir escalofríos estando descalza y en camisón. Los carbones de la chimenea prenderían si colocaba un tronco nuevo encima, pero aquello también era demasiado para ella. Tendría que volver a la cama para mantenerse caliente, a pesar del dolor que le supondría tumbarse.
Cuando oyó el ruido de los cascos de un caballo acercándose, su primer pensamiento fue que tenía que llegar hasta la escopeta para protegerse, y eso hizo que se moviera demasiado deprisa. El dolor resultante la dejó sin aliento y la obligó a ahogar un gemido y a mantenerse inmóvil.
—¡Dee!
El grito hizo que casi se desmayase de alivio: era Lucas. Se tendría que tragar el orgullo para pedirle que cuidase de los animales al menos por ese día. A la mañana siguiente seguro que sería capaz de hacerlo sola. Dolorida, se acercó a la ventana a tiempo de ver al ranchero dirigirse al establo en su busca.
—Lucas —lo llamó. Pero él no la oía.
Se acercó a la puerta conteniendo el aliento por el esfuerzo que le suponía dar cada paso, y se quedó mirando con frustración la tranca de madera que bloqueaba la puerta para impedir la entrada de visitantes no deseados. Intentó levantar los brazos, pero, aunque se obligase a soportar el dolor, sus músculos se negaban a responder, viéndose imposibilitada para levantar la tranca.
—¿Dee? ¿Dónde estás?
Lucas salió del establo y se dirigió a la parte de atrás de la casa.
Jadeante, la joven se arrodilló, apoyó un hombro bajo un extremo de la barra, y después se enderezó. La pesada tranca de madera se le clavó en la carne como el filo de un hacha, pero no se le ocurría otra forma de abrir la puerta, así que apretó los dientes y no hizo caso de las lágrimas de dolor que le quemaban los ojos. Finalmente, la barra cedió y cayó golpeando el suelo con estruendo.
Lucas oyó el ruido y se detuvo; después se volvió hacia la casa, seguro de que el fuerte sonido venía del interior. La precaución hizo que colocara la mano sobre la culata del revólver.
Dee consiguió abrir la puerta y se apoyó con una mano temblorosa en el marco.
—Lucas —logró decir—. Estoy delante.
Él rodeó la cabaña y avanzó con rapidez, quitando la mano de la culata en cuanto vio a la joven.
—¿Por qué no respondías? —preguntó, irritado, antes de echarle un buen vistazo.
La joven se hallaba en el umbral, tambaleándose ligeramente, y se agarraba con tanta fuerza al marco de la puerta con la mano derecha, que los dedos se le habían quedado blancos. Estaba descalza y sólo llevaba un sencillo camisón blanco de manga larga y cuello alto, tan recatado como el hábito de una monja, salvo por el hecho de que los erectos pezones se transparentaban bajo la tela. Su espesa mata de pelo caía suelta y enredada, como una marea negra sobre la espalda. A primera vista parecía estar bien, y el cuerpo del ranchero ya empezaba a responder ante aquel atuendo tan sugerente, pero casi de inmediato se dio cuenta de que estaba pálida, rígida e inmóvil.
—¿Qué ocurre? —inquirió, acercándose a ella con urgencia. La joven parecía estar a punto de caer a sus pies y la preocupación teñía de brusquedad la voz del ranchero.
—¡No, no me toques! —gritó Dee, aterrada, retrocediendo ante su mano. El movimiento le provocó más dolor y, aunque se mordió los labios para no gritar, un gemido ronco surgió incontenible de su garganta—. Me caí del altillo del establo. Estoy demasiado dolorida para hacer nada —reconoció cuando recuperó el control.
—Vuelve adentro y deja que cierre la puerta —fue la única respuesta de Lucas.
No cometió el error de intentar ayudarla, aunque la joven apenas podía moverse. Reprimió el fuerte impulso de gritarle, porque, de no seguir insistiendo en vivir sola en el valle y hacer el trabajo de un hombre, no habría sufrido daño alguno. Pero aquello tendría que esperar. Entró detrás de ella y cerró la puerta; después se acercó a la chimenea, añadió rápidamente un par de troncos y usó el atizador para avivar las brasas.
—¿Cuándo te caíste? —le preguntó en tono seco, de espaldas a ella.
—Ayer a última hora de la tarde.
Al menos no llevaba varios días desamparada. Hacía una semana que no iba a verla, así que bien podría haber estado herida todo aquel tiempo.
Con decisión, se dio la vuelta, se quitó el sombrero y se arrodilló junto a ella, que seguía de pie sin poder moverse.
—Esto te va a doler, pero tengo que comprobar si hay huesos rotos. Quédate todo lo quieta que puedas, y terminaré pronto.
—No creo que haya nada roto —protestó Dee—. Pero te agradecería que cuidaras hoy de los animales. Sólo estoy magullada, así que seguro que podré cuidar de ellos mañana, cuando se me pase el dolor.
—No te preocupes por los animales. Y en cuanto a lo de los huesos rotos, es algo que tengo que verificar por mí mismo.
Su murmullo era ronco y tenía el ceño fruncido. Había decidido qué iba a hacer, y ella sabía que no estaba en condiciones de detenerlo. La joven apretó los puños mientras el ranchero introducía las manos bajo el camisón y le recorría las piernas con energía y eficiencia. Aquellos dedos no podían ser suaves porque necesitaban comprobar el alcance del daño, así que Dee aguantó la respiración al notar las protestas de sus músculos. Él levantó la mirada y entrecerró los ojos al notar que ella tomaba aire.
—Tengo las piernas doloridas del trabajo —explicó en un susurro.
Lucas subió las manos hasta llegar a los muslos. Tenía el dobladillo del camisón recogido sobre los brazos. A pesar de la bruma de dolor que la envolvía, la joven notó la calidez de las palmas masculinas, los duros y ásperos dedos sobre su piel de seda. Era muy consciente de su desnudez bajo el fino algodón y del calor que provenía del musculoso cuerpo de Lucas. Estaba agachado tan cerca que Dee tenía el muslo prácticamente apoyado en la curva de aquel ancho hombro y la cara del ranchero estaba a escasos centímetros de su vientre.
—Para —musitó la joven.
Él levantó la mirada, y ella se dio cuenta de que estaba muy enfadado; los ojos le ardían con un intenso fuego azul.
—Y un cuerno voy a parar —le espetó con violencia—. Puedes olvidarte de la modestia, porque este maldito camisón tiene que desaparecer...
—No.
—Basta de tonterías, Dee. Quítate el camisón de una vez —le ordenó Lucas, levantándose con un brusco y, a la vez, elegante movimiento.
—No puedo —repuso ella, levantando la barbilla con aire testarudo—. Lo he intentado, pero no puedo levantar los brazos.
Él le lanzó una mirada de exasperación y, sin previo aviso, se sacó un cuchillo del cinturón. La joven no pudo moverse lo bastante deprisa para intentar alejarse. El ranchero agarró con decisión un puñado de tela de la parte delantera del camisón, tiró de él, introdujo la punta del cuchillo y desgarró la tela en dirección ascendente, provocando que la prenda se abriera.
Dee hizo un esfuerzo inútil por agarrar los extremos rotos, pero, en las condiciones en que se encontraba, no era rival para él. Lucas se limitó a apartarle las manos con delicadeza y a tirar del camisón para que saliese por los brazos. La tela desgarrada se detuvo un instante en la curva que formaban las caderas femeninas, para después bajar por sí misma hasta formar un delicado montón a sus pies.
Temblando violentamente, Dee sintió que el pánico y la humillación se mezclaban en su mente amenazando con ahogarla, mientras una extraña niebla gris le oscurecía la visión.
—Maldita sea, no te desmayes —estalló Lucas, poniéndole las manos en la cintura para sujetarla—. Respira hondo. ¡Respira, maldita sea!
La joven obedeció mientras su indomable orgullo iba en su ayuda y le impedía desmayarse. La desagradable niebla gris se desvaneció, y pudo ver que la cara del ranchero reflejaba una rabia salvaje. Un extraño alivio se apoderó de ella, porque su rabia le daba algo en lo que concentrarse.
—¡No se te ocurra hablarme así! ¡Me has desnudado con un cuchillo!
Él siguió sujetándole por la cintura con aquellos dedos fuertes y resistió el impulso de sacudirla. Lo único que le ayudó a mantener el control era saber que Dee podía desmayarse de verdad. Maldita mujer, ¿es que no sabía cuándo dejar de luchar? Estaba herida, desvalida, completamente a su merced. Tenía que dejar que cuidara de ella y darse cuenta de que no podía hacerlo todo sola.
Pero el color había vuelto a su rostro, y el pánico que la había invadido al verse desnuda había desaparecido de sus ojos, que se habían oscurecido hasta adquirir un tono esmeralda. A pesar de su propia furia, Lucas estuvo a punto de sonreír porque, si la joven estaba lo bastante bien para enojarse con él, seguramente no estaría tan malherida. Además, la rabia de Dee le resultaba estimulante, dejándole de manifiesto la fuerza interior que ella poseía. De haberle cortado el camisón a otra mujer, sabía que se habría encontrado con un ataque de histeria. Sin embargo, Dee le había hecho frente y había igualado su rabia, a pesar de que estaba tan indefensa como un gatito.
Con una torva sonrisa, inclinó la cabeza y apoyó su frente sobre la de ella.
—Cállate y déjame ver si tienes más heridas —murmuró con voz ronca.
La joven se tambaleó, dolorosamente consciente de su desnudez, mientras el aire fresco le rozaba la piel. Odiaba estar indefensa pero no podía resistirse, no podía huir, ni siquiera podía envolverse en una manta.
El siguió con su concienzudo examen y Dee movió las manos automáticamente para intentar protegerse, al tiempo que su rubor se intensificaba.
—Maldita sea, no eres la primera mujer desnuda que veo —le soltó el ranchero, poniéndole las manos en el torso y forzándose a concentrarse en la línea de cada costilla, en busca de roturas.
—No me importa lo que hayas visto —replicó ella, con cuidado de no mirarlo. Si no veía cómo la examinaba, quizá pudiera mantener cierta distancia mental—. Yo nunca había estado desnuda delante de un hombre.
—Si te va a hacer sentir mejor, puedo quitarme la ropa.
—¡Lucas!
—¡Dee! —se burló él, utilizando el mismo tono de voz que la joven mientras le retiraba el pelo de la cara y lo dejaba caer libremente sobre la espalda. La espesa cabellera había ocultado hasta ese momento los senos, que resultaron ser firmes, turgentes y generosos. El hecho de que estuvieran coronados por unos pequeños pezones rosados los convertía en perfectos. Lucas se puso en tensión, se le contrajeron los músculos del estómago y sintió cómo su miembro se endurecía al punto del dolor. Maldita sea, pensó. El cuerpo de la joven resultaba de una belleza estremecedora; su piel era extremadamente suave y, a pesar de ser esbelta, sus caderas se curvaban tentadoramente. Intentó controlarse por todos los medios, pero las ventanas de su nariz se inflamaban con el dulce y cálido aroma de Dee, y sus dedos ansiaban deslizarse por la cara interna de sus muslos.
Si no hubiese estado herida...
Luchó por recuperar la cordura. Si no hubiese estado herida, no estaría desnuda bajo sus manos; estaría fuera de la cabaña, dedicada a sus tareas, vestida con ropa insulsa y con el pelo recogido en un moño severo.
Pero estaba herida, y él tenía que recordarlo.
La clavícula parecía estar bien, y Dee no se inmutó cuando la examinó con firmeza, aunque Lucas estuvo pendiente de cualquier mueca de dolor. Colocó una mano con delicadeza en el cuello femenino y le dijo que girase la cabeza de un lado a otro, cosa que ella hizo con precaución pero sin grandes dificultades. Después se puso detrás de la joven, le recogió la melena, que le llegaba a la cintura, y se la echó por encima del hombro.
Al ver la espalda de Dee, el ranchero maldijo entre dientes.
—Me imagino que no tengo muy buen aspecto —susurró ella, mirando al fuego—. Caí de espaldas.
Parecía que los hombros se habían llevado el peso de la caída, porque tenía un enorme moratón negro y morado que iba desde un omóplato al otro. La parte inferior de la espalda también estaba magullada, y la decoloración se extendía hasta los hoyuelos gemelos del trasero.
El ranchero le tocó las costillas con cuidado y comprobó que estaban doloridas, pero no rotas, al igual que los brazos. En realidad, la joven había tenido suerte de sufrir heridas tan superficiales.
Cuando terminó de examinarla, Lucas empezó a pensar en todas las cosas que tenía que hacer.
—Te prepararé el desayuno —comentó—. ¿Quieres volver a la cama o sentarte junto al fuego?
Ella volvió la cabeza y le dirigió una mirada fulminante.
—No me puedo sentar desnuda.
—A mí no me parece mal. Si no fuera por los extraños colores de tu piel, el panorama no podría ser mejor visto desde aquí. —Le dio una palmadita en el trasero, procurando no tocar los moratones.
Ella se alejó de él con movimientos rígidos y dolorosos, y el ranchero se sintió brevemente avergonzado por provocarla cuando no podía defenderse.
En silencio, fue al dormitorio y quitó una manta de la cama, tomó nota de que se trataba de una cama de matrimonio y regresó para envolver con ella a la joven. Dee la sujetó con fuerza con una expresión de inmensa gratitud y alivio, y Lucas se dio cuenta de lo difícil que había sido para ella estar desnuda y expuesta frente a él. Quería besarla y decirle que no tenía nada de lo que preocuparse, que todo iría bien, que él cuidaría de ella y que pronto se acostumbraría a su presencia. Pero no era una buena táctica dejar que el adversario descubriese sus planes antes de tiempo.
La ayudó a llegar al gran sillón tapizado que estaba junto a la chimenea y la sujetó con cuidado mientras ella se sentaba con extrema lentitud. Cuando por fin estuvo todo lo cómoda que era posible, el ranchero se dirigió hacia la cocina de leña.
Había tenido que aprender a cocinar por necesidad y era bastante competente en lo más básico. Puso un cazo de café, preparó hábilmente una sartén de tortitas y cortó tiras de panceta para freír. Después de comprobar que el fogón no estaba demasiado caliente, salió fuera y recogió algunos huevos para el desayuno. Había desayunado algunas tortitas con ternera fría antes de acercarse a casa de Dee, pero su estómago le pedía más.
Cuando regresó a la casa, la joven estaba en la misma posición que antes. La manta dejaba al descubierto los pies descalzos, así que Lucas se arrodilló para tapárselos y colocar mejor la manta.
—Gracias —musitó la joven. Sus ojos reflejaban un brillo de frustración.
Comprendiendo lo que sentía, el ranchero le dio una palmadita en la rodilla a modo de consuelo. Sabía lo que significaba para alguien como Dee estar enferma o herida. Las pocas veces que se había visto confinado en una cama, incluso de niño, había armado tanto alboroto que todos habían respirado con alivio al ver que empezaba a curarse.
Cuando terminó de preparar el desayuno, lo puso todo en la mesa y regresó al sillón.
—Te voy a levantar para llevarte hasta la cocina —le informó—. Te rodearé la espalda con el brazo por la parte del centro, donde estás menos amoratada.
—Tengo que vestirme —adujo ella, de mal humor—. No puedo comer con esta manta alrededor.
Lucas la levantó fácilmente en sus musculosos brazos, poniéndole uno en la espalda y el otro bajo los muslos. La joven parecía una niña, sujeta de esa forma por el fuerte ranchero.
—Yo me ocupo de la manta, no te preocupes —la tranquilizó, mientras la dejaba sobre la silla y comenzaba a taparla de manera que pudiera manejarse con los cubiertos.
Al soltarla, Lucas observó que las mejillas de la joven volvían a estar teñidas de un color rojo intenso ya que, por necesidad, al recolocar la manta sus pechos habían quedado de nuevo expuestos. Ahora Dee estaba envuelta en una especie de toga, con el brazo y el hombro derechos completamente al aire. La joven comprobó que, si se movía con cuidado, podía alimentarse sola utilizando sólo el antebrazo. Mantenía inmóvil el hombro porque en cuanto realizaba el más mínimo movimiento, el dolor resultaba atroz.
—¿Tienes una bañera? —le preguntó Lucas, sirviéndose generosamente.
—Uso la tina para lavar la ropa.
Servirá, pensó el ranchero. No sería tan cómoda para ella como una bañera en la que poder recostarse, pero al menos el agua caliente aliviaría el agarrotamiento de sus músculos.
En cuanto terminaron de comer, volvió a dejar a Dee en el sillón junto al fuego, lavó los platos y metió en la cabaña varios cubos de agua para calentarlos en la cocina.
—Voy a dar de comer a los animales mientras se calienta el agua —le informó antes de salir de la cabaña.
Dee intentó encontrar una posición más cómoda. Lagrimas de frustración asomaron a sus ojos, pero parpadeó con energía para contenerlas; se negaba a ponerse a llorar como un bebé, a pesar de la situación.
Estar dolorida e indefensa ya era bastante malo, aunque lo que más le angustiaba era estar desnuda delante de Lucas; era algo que violaba su pudor y la hacía sentir todavía más vulnerable. Habría sido horrible con cualquier hombre, pero, cuando el ranchero la miraba, se sentía como si la acariciase en sus lugares más íntimos.
Una hora más tarde, Lucas regresó a la casa, alimentó el fuego, metió dentro la gran tina y la colocó delante de la chimenea. La joven lo observó llevar agua fría y empezar a llenar la bañera; después añadió el agua caliente, hasta que empezó a salir vapor.
—Bien, adentro —la instó Lucas, remangándose.
Ella agarró la manta con el puño bien cerrado, mirando con anhelo el agua humeante. Un largo baño caliente sería una bendición para sus músculos doloridos, justo lo que necesitaba, pero tenía los nervios al límite tras haber estado desnuda delante de él aquella misma mañana.
—Creo que puedo hacerlo sola —dijo, vacilante. Le dolería, pero soportaría el dolor a cambio de disfrutar de la maravillosa agua caliente.
En vez de responder, el ranchero le quitó la manta teniendo cuidado de no hacerle daño y la tiró a un lado.
—Maldito seas —se quejó Dee entre dientes, mientras él la levantaba.
—Por una vez en tu vida, ¿puedes callarte y dejar que te ayude? —La pertinaz independencia de la joven volvía a enfadarlo, pero se arrodilló y la introdujo con extrema delicadeza en el agua.
Ella contuvo el aliento al notar el calor, aunque no protestó. Su sentido común le decía que, en aquel momento, sería un esfuerzo inútil.
La dejó sentada en el agua mientras él buscaba dos toallas. Las dobló y colocó una en el borde de la tina, debajo de la cabeza de Dee.
—Túmbate y apoya la cabeza en esto —le ordenó—. Procura meter los hombros bajo el agua.
Ella le obedeció muy despacio, haciendo muecas con cada movimiento. Lucas colocó la segunda toalla en el borde opuesto y le levantó las piernas por encima del agua, para después apoyárselas en la toalla. Trajo más agua caliente y la echó lentamente en la tina hasta que el nivel del agua estuvo a punto de alcanzar el filo.
La joven cerró los ojos para bloquear mentalmente el aspecto que debía de tener allí tumbada en el agua clara, completamente expuesta a los ojos del ranchero.
Verla así hacía que a Lucas le costase moverse o sentarse, con su dolorosa erección atrapada dentro de los pantalones. Los pechos de la joven flotaban suavemente en el agua, y aquello le incitaba a rodearle la espalda con un brazo y levantarla para poder llevarse aquellos tentadores pezones a la boca.
A pesar de que ella mantenía los ojos cerrados, y Lucas no podía saber qué pensaba, sí que sabía que el rubor de sus mejillas no se debía por completo al calor del agua. Sintiéndose extrañamente conmovido, acarició con ternura el largo cabello que caía por el lateral de la tina y se arremolinaba en el suelo.
—No sientas vergüenza —susurró—. Eres demasiado bonita para que te avergüence estar desnuda.
Dee tragó saliva, pero no abrió los ojos.
—No deberías verme así.
—¿Aunque estés herida? No seas tonta. Si me disparasen en la pierna, ¿crees que no tendrías que quitarme los pantalones para curarme? —Siguió acariciándole el pelo—. Has tenido mucha suerte de que me pasase por aquí hoy. ¿Qué habrías hecho sola? ¿Qué hubiera pasado con los animales?
—No lo sé —admitió ella; después, la honestidad la empujó a seguir hablando—. Te estoy agradecida, de verdad, pero esto es... es escandaloso.
—Sí, si alguien lo supiera —coincidió él—. Pero lo ocurrido hoy se quedará entre nosotros, y nadie más lo sabrá. Supongo que podría haber ido al pueblo para intentar traer a alguna mujer que te ayudase, pero no hubiera tenido la fuerza necesaria para levantarte sin hacerte daño. Y me gusta mirarte —reconoció en voz baja—. Si no estuvieses herida, estaría intentando seducirte. —Hizo una pausa—. ¿Tienes miedo de que intente forzarte mientras estás indefensa?
Ella abrió los ojos y lo examinó con expresión sombría.
—No. No lo harías. No eres ese tipo de hombre.
—Dee... —Su voz sonó ronca, matizada por un toque de ternura—. No apuestes por ello cuando vuelvas a estar en forma. Ahora mismo estoy tan duro que apenas puedo moverme.
Ningún hombre le había hablado así antes, pero había visto cómo se apareaban los animales, así que entendía lo que quería decir. Y, en el fondo, se sentía más cómoda con su franqueza de lo que habría estado de haber fingido unos escrúpulos en los que ella no podía confiar.
La dejó en la tina casi una hora, sacando agua cuando se enfriaba y reemplazándola por agua caliente recién sacada de la cocina. Dee tenía la piel roja y arrugada cuando por fin la ayudó a salir y a incorporarse, chorreando sobre la alfombra. La joven notó que parte del dolor había desaparecido y que podía mover un poco más los brazos. Él la secó con una de las toallas, recorriéndole el cuerpo desnudo con una atención desesperante. Después la llevó de vuelta a la cama y la dejó boca abajo.
La joven se mordió el labio y se impidió a sí misma gritar cuando el ranchero empezó a masajear los músculos doloridos con un linimento de olor fuerte. El calor resultante era casi peor que el dolor original, pero volvió a reprimir las protestas.
Lucas tenía la frente perlada de sudor cuando terminó.
—¿Te queda alguna camisa de tu padre? —le preguntó. Ya no podía soportarlo más. Si no la cubría con algo, podría acabar en la cama con ella, a pesar de sus buenas intenciones. Sabía demasiado bien que aquellas nalgas de color cremoso, suaves y redondeadas, tendrían un tacto perfecto contra su vientre o entre sus grandes manos.
—No, me deshice de todo.
Maldita sea. Se levantó, se sacó la camisa de los pantalones y se la quitó por la cabeza.
—Creo que esto podrás ponértelo —comentó, ayudándola a levantarse. Después sostuvo la camisa para que ella pudiese meter los brazos dentro y le colocó bien la prenda. Vestirla le resultó extrañamente íntimo a pesar de haberla visto desnuda durante toda la mañana, y empezó a acelerársele la respiración.
La falda de la camisa la cubría hasta las rodillas, mientras que las mangas le tapaban las manos. Lucas se la abotonó y la arremangó para que pudiera manejarse.
—Ya está, decente de nuevo —bromeó, con una expresión tensa.
No era así del todo, ya que la parte inferior de las piernas seguía expuesta, pero Dee se sentía dolorosamente agradecida de todos modos. La camisa todavía retenía el calor del cuerpo del ranchero, además de su aroma, así que se sentía rodeada de él. Lo cierto es que no le extrañó que la sensación le resultara extraordinariamente agradable.
Se descubrió mirándole el pecho a su benefactor. Era amplio, musculoso, y el vello que lo cubría destacaba sobre la piel bronceada. Estaba claro que pasaba mucho tiempo trabajando sin la camisa.
—¿Cómo vas a explicar en casa la pérdida de la camisa? —susurró la joven sin apartar la mirada.
—Yo no doy explicaciones —respondió él con voz ronca. Era el jefe, y lo que hiciera era cosa suya.
Dee seguía observando su torso desnudo con una fascinación que no pudo ocultar.
—Mírame a los ojos —le ordenó, poniéndole un dedo bajo la barbilla para obligarla a hacerlo. La joven levantó las pestañas y aquellos bellos ojos de color verde intenso se clavaron en el ranchero.
Lucas se acercó aún más a ella, se inclinó, y le cubrió la boca con un beso, obligándola a separar los labios e introduciendo la lengua en su húmedo interior. No confiaba en sí mismo, así que la soltó rápidamente, dando un paso atrás para alejarse de la tentación que representaba aquel cuerpo terso bajo la fina camisa. Pero el beso había bastado para hacer que los ojos de Dee se oscurecieran de la conmoción.
—Ahora estás a salvo —le advirtió—. Pero, cuando te cures, las cosas van a cambiar. Vendré a por ti, y no tardaré mucho en conseguirte.