Capítulo 15

DEE estaba sentada sobre sus talones bajo una de las ventanas delanteras. Había dejado la escopeta a un lado y había optado por el rifle, con el que podía ser más certera. El problema era que se estaba quedando sin cartuchos. Se hallaba sitiada, y lo cierto es que nunca había previsto que una situación así pudiera sucederle en su tranquilo valle, por lo que no se había preparado para ello.

Al menos, las reses se habían dispersado. Los hombres no habían intentado reunirlas, limitándose a centrar su atención en Dee. Sabían que, si la mataban, podrían mover al ganado sin problemas.

No sabía cuántas horas llevaba así porque uno de los tiros había roto el reloj de pared. Su única referencia temporal era el sol rojo y bajo que le decía que era bien entrada la tarde. Cuando llegara la noche se acercarían hasta la cabaña, ocultos entre las sombras, y ella no podría cubrir todas las ventanas. Ya había bloqueado la puerta del dormitorio, pensando que si alguien entraba por la ventana de aquel cuarto, oiría el ruido y le daría tiempo a reaccionar.

La joven se aferró al rifle mientras esperaba con atención a que alguien hiciese un movimiento descuidado y se delatase. La culata de madera estaba resbaladiza, así que se limpió la mano en la falda, pero no parecía servir de nada. Entonces bajó la vista y se dio cuenta de que no era sudor lo que tenía en la mano, sino sangre. Algunos de los cristales que habían salido volando le habían hecho cortes en el brazo.

Estaba cansada, mortalmente cansada, y sin embargo, no se atrevía a bajar la guardia ni un minuto. También tenía una sed terrible, pero ni siquiera podía cruzar la habitación para beber agua.

Allí estaba: un ligero movimiento, un punto azul. Dee apuntó con cuidado y apretó el gatillo, sin ni siquiera ser consciente del fuerte ruido producido por el rifle al disparar. Logró ver un movimiento convulso y supo que le había dado a alguien.

De inmediato, una lluvia de tiros cayó sobre la cabaña, rebotando en la estufa y consiguiendo desprender largas astillas de madera. Se tiró al suelo mientras las balas volaban por la habitación, cortándose aún más con los cristales rotos que cubrían el suelo. No quedaba ni siquiera un cristal intacto en las ventanas.

Se sentó rápidamente y se aferró de nuevo al rifle. Un hombre corría a ponerse a cubierto, y ella disparó, enviándolo de vuelta al lugar de donde había salido.

Maldita sea, no le he dado.

Pronto se haría de noche y era preciso que pensase en algo. Pero no podía hacer nada: si disparaba sin ver un blanco, malgastaría balas, y si se limitaba a esperar, vencerían de todos modos.

Se limpió de nuevo la sangre de las manos en la falda. Dios, sangraba por todos los cortes; tenía la ropa empapada.

No le dio importancia. La adrenalina que corría por sus venas hacía que su mente estuviese más clara de lo que lo había estado jamás. Aquellos hombres tenían sed de sangre y, si no la mataban de inmediato, la violarían por turnos. Ella prefería morir antes que pasar por algo así. No violarían su cuerpo, la carne que sólo había compartido con Lucas, que sólo le pertenecía a él... No, mientras le quedase aliento. Su instinto era luchar, y suponía que era demasiado tarde para empezar a controlar sus instintos. Si tenía que morir, lo haría llevándose consigo a tantos asaltantes como pudiera.

Haciendo un esfuerzo, logró ponerse de rodillas, apoyó el rifle en el hombro y les lanzó una andanada de tiros. Era un rifle de repetición, así que disparó hasta vaciarlo; después lo recargó y disparó de nuevo. En respuesta, las balas de los hombres de Bellamy atravesaron la cabaña.

El marco de la ventana se astilló, y Dee cayó hacia atrás con un grito ahogado. El hombro izquierdo le ardía como fuego, y, al mirar hacia abajo, vio que tenía una larga astilla de madera clavada en él. Intentó sacarla, pero sus dedos estaban demasiado resbaladizos para agarrarla con fuerza. Como no podía hacer otra cosa, intentó no pensar en el dolor.

Luis había atraído mucha atención una vez que Bellamy y sus hombres se dieron cuenta de que les disparaban desde dos posiciones distintas. Habían conseguido herirle dos veces: tenía una rozadura poco profunda en el brazo izquierdo, a la que no había prestado atención, y una lesión seria en el costado derecho. La bala no había acertado en ningún órgano interno, sin embargo, sangraba sin parar.

Se había quitado el pañuelo, lo había apretado contra la herida y había seguido disparando, pero la sangre le resbalaba profusamente por la cadera y la pierna.

Tenía que poner más presión en la herida. Se pasó el revólver a la mano izquierda y se apretó el costado con el codo derecho. El mareo hizo que tuviese que sacudir la cabeza para aclararse la vista. Si Cochran no llegaba enseguida, sería demasiado tarde. La mujer seguía disparando, pero pronto oscurecería, y él estaba perdiendo demasiada sangre para poder ayudarla.

Lucas ordenó a algunos de sus hombres que rodearan a los asaltantes, mientras él, su capataz y unos cuantos más, se acercaban sin ser vistos por la pendiente manteniendo el establo entre ellos y la línea de fuego.

Gracias al gran claro que rodeaba la cabaña, los hombres de Bellamy no habían podido acercarse por el lateral y Dee concentraba todos sus disparos en la parte delantera. El alivio que sintió al oírla disparar regularmente hizo que a Lucas casi se le doblasen las rodillas: habían llegado a tiempo y la mujer sin la que ya no podía vivir estaba a salvo.

Tuvo que esperar a que los hombres que habían rodeado a Bellamy tomasen posiciones, y, entonces, su grupo empezó a disparar desde el lateral. Los asaltantes no tenían ninguna oportunidad bajo el fuego salvaje de los hombres del Doble C.

De pronto, Lucas se dio cuenta de que Dee seguía disparando: no sabía lo que pasaba y podía matar a algunos de sus hombres si no la detenía.

—Voy a la cabaña —gritó—. No les dejéis levantar la cabeza para dispararme.

Corrió hacia el porche trasero bajo la protección de una lluvia de balas, pero alguien lo vio de todos modos, y un proyectil levantó el polvo a sus pies. Con todo aquel plomo volando, no era buena idea llamar a la puerta; Dee le dispararía antes de saber quién era. Subió de un salto los escalones del porche y se estrelló contra la puerta a toda velocidad, clavando el musculoso hombro en ella y haciéndola añicos contra la pared de enfrente. La joven estaba junto a una de las ventanas delanteras, completamente desfallecida. Aun así, se dio la vuelta con torpeza y gritó mientras disparaba el rifle. El corazón de Lucas dejó de latir al verla cubierta de sangre, pero no se detuvo ni un solo segundo. Se lanzó al suelo, rodó a un lado y cayó sobre ella.

—¡Dee! —gritó él, cogiéndola por los brazos—. ¡Maldita sea, soy yo, Lucas! —Le quitó el rifle de las manos ensangrentadas y lo tiró a un lado para poder abrazarla.

Ella seguía gritando e intentando escapar, sin dejar de golpearle con los puños. Tenía la mirada enloquecida, con las pupilas dilatadas por el horror de lo que había vivido.

—¡Dee! —rugió Lucas de nuevo, tratando de contener los golpes. Estaba herida... Dios, estaba herida, y él no quería causarle más dolor, pero tenía que calmarla. La tumbó en el suelo cubierto de cristales y la sujetó con el peso de su cuerpo—. Dee —repitió, diciendo su nombre una y otra vez—. Mírame, mi amor. No pasa nada, estoy aquí y cuidaré de ti. Mírame.

La joven se calmó poco a poco, más por cansancio que por entender lo que ocurría. Temblaba de pies a cabeza, pero, al menos, había dejado de pegarle. Sus ojos estaban clavados en la cara del ranchero, como si intentase encontrarle sentido a lo que pasaba. Él seguía hablándole en voz baja y tranquilizadora, y, por fin, ella parpadeó al reconocerlo.

—Lucas —murmuró.

Estaba allí, estaba allí de verdad. Dee sintió alivio, no tanto por estar a salvo, como por poder descansar al fin. Estaba cansada, muy, muy cansada, y, curiosamente, tenía frío. El dolor que había controlado durante tantas horas la alcanzó por fin cuando relajó los agotados músculos. Se oyó dejar escapar un extraño gemido, su cuerpo se quedó completamente laxo, y la cabeza le cayó inerme a un lado sobre las tablas del suelo.

Lucas apenas podía respirar. Al ver a Dee bañada en sangre, su corazón se había paralizado durante un momento para después iniciar un ritmo frenético. Echó un rápido vistazo al cuerpo de la joven para evaluar los daños, y fue entonces cuando vio la larga astilla de madera que tenía clavada en el hombro. Sintiendo que un miedo atroz le atravesaba la columna, la acomodó en el suelo con todo el cuidado que pudo y se puso en pie. Sin perder tiempo, apartó a patadas los muebles que ella había apilado contra la puerta del dormitorio y cogió una manta de la cama para sacudirla y así asegurarse de que no tenía cristales, antes de volver a dejarla en su sitio. Un segundo más tarde regresó a la otra habitación, levantó a Dee con extrema delicadeza y la llevó a la cama.

Buscó una lámpara, pero estaban todas rotas. Con el corazón desbocado, examinó a la joven lo mejor que pudo en la penumbra, en busca de heridas de bala. Un proyectil le había rozado la cadera y tenía aquella horrible astilla clavada en el hombro, aunque parecía que el resto de sus heridas eran pequeños cortes producidos por cristales rotos. Los tenía por todas partes: en la cabeza, la cara, en el cuello, los hombros y los brazos. Por separado, aquellas heridas no revestirían mayor importancia, pero al haber tantas, el volumen de sangre que había perdido resultaba muy peligroso. Sus labios empezaban a adquirir un tono azulado y su piel parecía casi traslúcida.

Se oyó maldecir en voz baja mientras intentaba contener la hemorragia por todos los medios, pero ni siquiera era consciente de lo que decía.

No podía perderla... No ahora que sabía lo mucho que Dee significaba para él.

Oyó el sonido de unas botas pisando el cristal roto, y William Tobías apareció en el umbral.

—¿Está bien, jefe?

—No. Ha perdido mucha sangre. Prepara el carro, tenemos que llevarla al pueblo.

—El vaquero que la estaba ayudando, Fronteras, tiene un par de balazos. También ha perdido bastante sangre pero creo que estará bien. Hay que enterrar por lo menos a cinco de los hombres del Bar B, y algunos necesitan atención médica. Eran treinta contra dos; no sé cómo han podido resistir tanto.

Lucas asintió sin apartar los ojos de Dee.

—Date prisa con el carro.

William se apresuró a cumplir las órdenes.

El ranchero empezó a sacarle la astilla del hombro, pero, finalmente, decidió dejarla por temor a que la herida sangrase más. Dee no podía perder más sangre. La enrolló con cuidado en la manta y la cogió en brazos.

William llegaba al porche con el carro justo cuando Lucas salía con la joven. Sus hombres, sin soltar sus armas, habían formado un círculo alrededor de los del Bar B deseando que alguno intentase escapar. Los heridos estaban tirados por el suelo; a los muertos los habían dejado en el lugar donde habían caído.

—¿Dónde está Fronteras? —preguntó Lucas mientras colocaba con extrema suavidad a Dee en el carro. Ella no se movió.

—Aquí.

—Ponlo también en el carro.

Dos de sus hombres cogieron a uno de los heridos y lo subieron al carro. Lucas vio que los oscuros ojos del mexicano se abrían.

—¿Está bien la mujer? —preguntó Luis, con voz ronca.

—Está herida —contestó el ranchero en tono tenso, antes de hacer una pausa—. Fronteras, nunca olvidaré esto. Si lo quieres, tienes un lugar en mi rancho para el resto de tu vida.

Luis esbozó un atisbo de sonrisa, pero después cerró los ojos de nuevo.

—Will, llévalos al médico. Estaré allí en unos minutos. —Sin decir más, Lucas dio un paso atrás. William asintió y agitó las riendas sobre el lomo del caballo.

Lucas volvió la cabeza lentamente para mirar a los hombres del Bar B. Sentía que una rabia fría como el hielo corría salvajemente por sus venas. Kyle Bellamy estaba en medio de sus hombres, con la cabeza inclinada y los brazos inertes junto a los costados.

No fue consciente de haberse movido, pero, de repente, tenía la camisa de Bellamy en el puño. El hombre levantó la vista, y el fuerte brazo derecho de Lucas tomó impulso para estrellar su puño de hierro en la cara de Kyle.

Nunca antes había disfrutado de una pelea, sin embargo, sentía una satisfacción salvaje cada vez asestaba un golpe a Bellamy. Implacable, le golpeó una y otra vez hasta que cayó al suelo, vencido; después lo levantó y siguió pegándole. Veía el cuerpo ensangrentado de Dee y le pegaba con más fuerza, sintiendo cómo se astillaban las costillas bajo sus puños. Bellamy no intentó defenderse; se limitó a levantar los brazos para intentar bloquear algunos golpes, pero aquello no despertó la compasión de Lucas.

Cuando Bellamy cayó al suelo inconsciente, uno de los hombres del Doble C agarró el brazo del ranchero antes de que siguiera golpeando.

—No hace falta que siga, jefe —le dijo—, ya no siente nada.

Lucas se detuvo y miró al hombre inmóvil que yacía a sus pies. Tenía la cara irreconocible, pero no sintió la satisfacción de la venganza. Su rabia era tan profunda que ni siquiera matar a Bellamy la calmaría.

No le había prometido a Tillie que lo dejaría vivo, pero se lo debía. Si no hubiese cabalgado hasta casi reventar al caballo para ir a buscarlo, Dee habría muerto sola en la cabaña. Con ese pensamiento en mente, dejó caer los brazos.

—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó uno de sus hombres.

Lucas gruñó. No tenía sentido llevarlos al pueblo; no habían roto ninguna ley dentro de la jurisdicción del marshal. A no ser que estuviese dispuesto a ahorcarlos en aquel mismo instante, no podía hacer nada.

—Dejadlos ir.

Miró a los hombres del Bar B, y les habló con voz grave y abrupta.

—Salid de estas tierras, hijos de puta, y llevaros vuestra escoria con vosotros. Y si alguna vez tengo noticias de que habéis vuelto a atacar a una mujer sola, os juro que querréis estar en el infierno antes de que acabe con vosotros. ¿Queda claro?

Los hombres del Bar B respondieron con murmullos hoscos. Dándoles la espalda, Lucas fue a por su caballo y montó. Si no se iba, acabaría con las vidas de todos ellos.

A pesar de ser noche cerrada, la luna no había salido. Pero la luz de las innumerables estrellas bastaba para dejarle ver el camino. Cabalgó hasta llevar al límite a su montura y alcanzó el carro justo antes de llegar al pueblo.

El doctor Pendergrass y su esposa, Etta, atendieron de inmediato a Dee. Luis Fronteras estaba en otro cuarto y parecía menos grave, ya que seguía consciente, mientras que la joven no lo estaba. A Lucas lo echaron de la habitación en cuanto la colocaron sobre una cama, y él se dedicó a dar vueltas como un animal enjaulado.

A los pocos minutos, Tillie entró en la casa. Aunque el salón debía de estar lleno por la hora que era, ella llevaba un elegante vestido verde oscuro de manga larga y cuello alto, en vez del traje chillón y corto que solía ponerse para trabajar. Estaba pálida, pero su expresión era tranquila.

—¿Llegaste a tiempo? —preguntó, angustiada.

Lucas se quitó el sombrero y se pasó una mano por el pelo.

—Sí, eso espero. Aunque tiene muchos cortes por los cristales que saltaron al romperse las ventanas y ha perdido mucha sangre.

—Pero no...

—No. Todavía los mantenía a raya cuando llegué.

No se había dado cuenta de lo tensa que estaba Tillie hasta que la vio relajarse sutilmente. Sus enormes ojos castaños no le quitaban la vista de encima.

—¿Y Kyle?—susurró.

—Le di una paliza.

Ella se estremeció, pero logró controlarse.

—Gracias, Lucas.

—No. Soy yo el que te está agradecido —repuso él, sacudiendo la cabeza—. Dee estaría muerta de no ser por ti.

—Y por Luis Fronteras. ¿Está bien?

—Está herido pero sobrevivirá.

Ella se quedó quieta con la cabeza agachada durante un minuto; después suspiró, se enderezó y le apretó el brazo al ranchero con cariño antes de marcharse.

Pasó más de una hora antes de que el doctor Pendergrass saliera y cerrase con fuerza la puerta a sus espaldas cuando vio acercarse a Lucas.

—He detenido todas las hemorragias —le explicó el médico—. Etta la está limpiando.

—¿Está consciente?

—No. Se despertó un par de veces, pero enseguida volvió a perder la consciencia de nuevo. Lo mejor es que duerma. Te diré algo más cuando termine con Fronteras.

Lucas se sentó con los codos sobre las rodillas y la cabeza inclinada sobre el pecho. Necesitaba verla, asegurarse de que todo iba bien.

El médico no tardó tanto con Luis como con Dee, y salió al cabo de quince minutos.

—Cosido y durmiendo —comentó con cansancio—. Se pondrá bien, probablemente esté en pie en un par de días.

—¿Y Dee? —preguntó Lucas en tono brusco.

El médico suspiró y se restregó los ojos. Era un hombre delgado y atractivo de unos cuarenta años, pero, en aquel momento, el agotamiento le hacía parecer diez años mayor.

—Había muchos cortes y su cuerpo ha sufrido una fuerte conmoción. Tendremos que esperar durante los próximos días a que baje la fiebre.

—Quiero llevármela al rancho. ¿Es seguro moverla?

Pendergrass le miró con sorpresa, pero al ver la profunda preocupación del ranchero lo entendió todo. Como todos los demás, creía que Lucas se relacionaba con Olivia Millican. Lucas Cochran y Dee Swann... Increíble, aunque, pensándolo bien, quizá no lo fuera tanto.

—No —respondió al fin—. Hay que esperar un par de días, quizá más. De todos modos, será mejor que se quede aquí para que Etta pueda cuidarla.

Lucas lo miró con dureza.

—Cuando esté lo bastante bien para viajar, me la llevaré al rancho. —Parte de él no se relajaría hasta tenerla a salvo bajo su techo. Recordaría hasta el día de su muerte cómo se había sentido al verla bañada en sangre.