XXI
¿Qué decir de aquella noche fría y de destrucción? Puedo intentar explicar de la forma más exhaustiva todos mis pensamientos y los sentimientos de aquel día de 1938, pero lo mejor es mostrar los hechos tal y como sucedieron desde el punto de vista de alguien sumergido en la vorágine de la sinrazón.
Como bien había adelantado Heydrich, las hordas de ciudadanos enfurecidos tomaron las calles. Pude ver como un hombre con una piedra de gran tamaño rompía el escaparate de una tienda. Por supuesto en el cristal una estrella de David de grandes dimensiones informaba que se trataba de una tienda cuyo propietario era judío. Una decena de individuos entraron en la tienda y se llevaron todo lo que pudieron del interior. Era la época del pillaje. La pasividad de las fuerzas del orden era tan evidente que todo el mundo se creyó con el derecho de comportarse de manera vil y rastrera.
Pasé al lado de la que debía de ser una de las sinagogas más importantes de Múnich y vi como ardía por los cuatro costados mientras una masa de espectadores lanzaba vítores al aire.
Otro grupo de energúmenos vestidos con los trajes pardos de las SA rompía todos los escaparates de una gran tienda de almacenes y lanzaba varias teas encendidas en el interior. Como no ardía lo suficiente uno de ellos roció con gasolina el escaparate y una gran llamarada se alzó con fuerza. Como paganos ante un dios de fuego gritaban envalentonados y reían con fuerza.
Dos hombres cargados con mazos pasaron por mi lado.
—Ahí vive el maldito judío que me despidió del trabajo. Hoy va a arrepentirse de haber nacido —dijo uno de ellos.
Entraron en un portal profiriendo gritos y golpeando con la maza en las paredes. Un impulsó me hizo seguirlos. Cuando crucé la entrada oí los gritos de una mujer. Subí las escaleras y entré en el piso.
Los dos individuos estaban destruyendo todo lo que se encontraba a su paso con los enormes martillos. Un hombre de mediana edad se interpuso en su camino defendiendo su propiedad. El mazo le golpeó en el estómago haciéndole caer al suelo. Uno de ellos le propinó varias patadas en las costillas mientras reía. El otro continuaba con su orgía de destrucción haciendo bailar el mazo con extremada violencia.
Un niño de la edad de Dana lloraba en una esquina mientras veía como su padre era golpeado con saña.
—Ahora ya no me miras por encima del hombro —dijo el agresor mientras pateaba una y otra vez al hombre.
Yo asistía a la escena como un espectador en el cine, todo parecía irreal, una escena macabra que terminaría cuando se encendiesen las luces.
Una mujer con un bebe en brazos gritó horrorizada cuando vio al otro hombre acercarse a ella con el mazo en ristre. Aquel energúmeno no se iba a detener ante nada.
El color rojo de mi visión explosionó, la ira controló por completo todo mi ser, tuve que sujetarme en la pared para no caer al suelo. Mi cabeza daba vueltas y mi visión se tornó borrosa. Pude ver entre tinieblas como el hombre sonrió y levantó el mazo. El primer golpe impactó en el hombro de la mujer. A pesar del ruido reinante se pudo oír el ruido de los huesos al romperse. Levantó el mazo de nuevo. Su sonrisa se le congeló en la cara cuando sintió la bala en la pierna. Se giró en redondo con la pierna destrozada.
Yo ya no era un espectador sentado en una cómoda sala de cine. Ahora era parte protagonista del film.
—No te he matado porque quería que vieses mi cara antes de morir —dije sin levantar la voz.
La segunda bala entró por el ojo izquierdo y salió por el cráneo.
El ser que se había ensañado con el hombre en el suelo me miró aterrorizado. Se fue alejando poco a poco de mí.
—Amigo, no puedes matarme, eres uno de los nuestros —dijo con voz temblorosa.
—Tienes razón, soy uno de los vuestros, por eso te perdono la vida, puedes irte.
El hombre poco a poco fue andando hacia la salida, cuando paso junto a mí no se atrevió a mirarme. Estaba ya casi en la puerta cuando le llamé.
—Oye, un momento.
El hombre, sabiéndose en peligro, echó a correr con todas sus fuerzas, lamentablemente para él no fue lo suficientemente rápido. Las dos balas impactaron en su espalda derribándolo.
—He cambiado de idea —le anuncié al pasar sobre su cuerpo sin vida.
Al salir del edificio mi percepción del exterior había cambiado. Había dos bandos y había tomado parte por uno de ellos. Y no había marcha atrás.
En la esquina contigua al edificio donde descansaban para siempre los hombres del mazo, una pequeña tienda estaba sucumbiendo al fuego. Un hombre mayor apareció con un balde con agua. El efecto que causó al fuego su acción fue nulo, para lo único que sirvió fue para centrar la atención en su persona de varios de los pirómanos.
Uno de los descerebrados le empujó por detrás derribándolo.
—Maldito judío, deja que arda.
Uno de ellos tuvo una grandiosa idea. Necesitaba ayuda para llevar adelante su plan, así que entre varios de sus amigos levantaron en volandas al hombre.
—El fuego purificará tu alma —gritó antes de tirar al hombre al fuego.
Solo necesité tres disparos. Uno para cada uno de ellos. Seguí mi camino sin volver la vista atrás.
Mi deambular me llevó a un camino conocido, la calle que llevaba a la casa de los Herzog.
Delante del edificio se congregaba una turba, era como si todos los seres más despreciables de la ciudad saliesen de sus cuevas en busca de una venganza sangrienta.
El rojo continuaba en mi campo de visión con la misma turbadora intensidad. Con el paso de los minutos sentía como si en vez de andar levitase sobre la carretera. Sin detenerme ante los exaltados, entré en el portal y me encaminé a la primera planta. Si hubiese tenido algo de sentido común me habría dado media vuelta, pero mi raciocinio estaba oculto bajo una montaña de color rojo.
Reconocí enseguida los gritos aterrorizados de la nieta de David. Un hombre con los pantalones bajados estaba encima de Ruth moviéndose. En una esquina la madre y David estaban siendo obligados a presenciar la violación. En la habitación había cuatro hombres más esperando su turno.
David fue el único que me vio entrar. Ya no había en sus ojos vitalidad alguna, los acontecimientos de los últimos días habían acabado con sus ganas de seguir luchando. Noté cómo se estremecía al reconocerme.
Con un movimiento rápido y con una fuerza que desconocía poseer levanté al violador de encima de su víctima. Lo lancé como a un pelele contra la pared.
—¡Sois unos monstruos! —aullé con desesperación.
Lo que ocurrió después fue lo más parecido a una escena del infierno de Dante. Los hombres intentaron abalanzarse sobre mí. Digo intentaron porque una lluvia de balas les cortó las intenciones de golpe.
Mi precisión no fue la misma que en otras ocasiones, por lo que solo uno de ellos cayó muerto al instante. Los demás resultaron alcanzados en partes del cuerpo que no impidieron que intentasen huir. Su valentía había desaparecido con rapidez, no era lo mismo enfrentarse a un loco armado vestido con el uniforme de la Gestapo que violar a una pobre chica indefensa.
Su huida no les sirvió de mucho, uno a uno fueron cayendo. Ninguno llegó a salir del edificio. La estrecha escalera se convirtió en una ratonera. Todos recibieron lo que se merecían, murieron como lo que eran, sucias ratas.
Tuve que saltar por encima de sus cuerpos para poder salir de la casa. No subí a ver cómo estaba la familia Herzog, no me interesaba, mi ira tenía que ser consumida y eso solo se conseguía con una cosa: sangre.
La noticia había llegado a todos los rincones de Múnich. Un agente de la Gestapo se dedicaba a matar a todo aquel que se interponía en su camino.
Una unidad de las SA había salido para detenerme. El camino de cadáveres que iba dejando no se podía disimular, por lo que enseguida dieron conmigo.
Eran aproximadamente quince hombres vestidos con sus uniformes marrones que iban armados con pistolas, escopetas y hasta machetes en busca de un hombre al que no le importaba morir.
La única ventaja que tenían mis perseguidores era mi alarmante falta de munición. Había usado demasiadas balas en la casa Herzog. Era un error que debía subsanar cuanto antes.
Solo tenía una solución, tenía que ir al único lugar donde sabía que tenían armas. La fortuna me sonreía y estaba a escasas manzanas de la sede de la Gestapo. Me abroché el abrigo para no dejar a la vista el uniforme y con paso rápido, sin correr, no hay nada que llame más la atención que un hombre corriendo, llegué a las puertas del palacio.
El lugar se encontraba desierto, solo Klaus sentando en su sitio vigilaba el lugar. Cuando me vio llegar se cuadró en su habitual gesto.
—Klaus, necesito acceder inmediatamente a la armería.
—Señor, no tengo la llave ni autorización —se excusó.
—Lo sé, pero es una urgencia, un loco haciéndose pasar por agente nuestro está matando a todo el mundo de forma indiscriminada. Hay que detenerle y para eso necesitamos armas.
La armería estaba situada en uno de los sótanos del edificio. Una empinada escalera de estrechos peldaños permitía el acceso a una estancia más grande de lo que se podía intuir desde arriba. Las armas se encontraban guardadas tras una verja de gruesos barrotes.
—No sé cómo vamos a abrir el candado sin la llave.
La fuerte detonación en un recinto tan pequeño como en el que nos encontrábamos nos dejó aturdidos.
—No ha sido una buena idea la de disparar aquí dentro —reconocí guardando el arma.
—Por lo menos el candado se ha roto —dijo Klaus abriendo la puerta de la armería.
A mi alrededor había toda clase de armas: pistolas, escopetas, subfusiles, granadas y hasta lo que parecía ser un lanzallamas.
—¿Para qué queremos un lanzallamas? —pregunté sorprendido.
—Lleva aquí desde antes de llegar yo, seguramente ni funcione.
Paseé por la armería en busca del arma que necesitaba, una que cumpliera con todos los requisitos que necesitaba para salir airoso. En la esquina más alejada de la puerta encontré una caja con un objeto envuelto en una especie de manta.
—Esa llegó ayer por la tarde. Es un prototipo de arma de asalto para el Ejército. Aún no ha sido aprobado para fabricarse a gran escala —señaló Klaus.
Saqué el arma de la caja y le retiré el trapo que la envolvía. Era un subfusil ligero, con un gran cargador.
—Se lo ha denominado subfusil MP40. Dicen que es muy fiable y mortífero —dijo Klaus.
Aun sin probarla supe que era un arma poderosa.
—¿Qué capacidad tiene el cargador? —pregunté.
—Treinta y dos.
Me guardé todos los cargadores que había en la caja en los bolsillos del abrigo y me apoderé de varias granadas.
—Veamos si el MP40 es tan efectivo como dicen.