VI
Salí con la ideas retumbándome en mi hueca cabeza. Entré en un taxi y le di la dirección a la que debía llevarme. Atrás dejaba a un Walter irritado por mi decisión de no acudir a la reunión.
En esta ocasión no me apetecía mirar a través de la ventanilla, el dolor del pecho comenzó a martillearme y preferí cerrar los ojos. No deseaba pensar en nada, solo abandonarme en la oscuridad y realizar el viaje sumido en un sopor reconstituyente.
—Señor, hemos llegado —la voz del taxista me despertó.
Bajé del vehículo y pagué gracias al dinero que me entregó Erika en el hospital, sentí un agradable cosquilleo cuando pensé en ella, era una mujer bella y de gran corazón. Aunque sus últimas palabras dirigidas a mí no habían sido muy amables esperaba que el ayudarme no le hubiese acarreado ningún contratiempo.
La vivienda de Albert Müller se encontraba en un conjunto residencial de casas unifamiliares de dos plantas. Eran edificios de piedra de aspecto agradable, delante de cada casa había un pequeño jardín, que en el caso de la de Albert estaba ocupado por una bicicleta, un caballito de madera y un triciclo. Era el hogar perfecto para criar a una familia.
Al accionar el timbre llegó hasta mí el ladrido de un perro, al abrirse la puerta un enorme labrador negro emergió lanzándose en mi busca. Colocó sus patas sobre mi pecho y a punto estuvo de derribarme.
—Le pido disculpas, a pesar de su tamaño aún es un perro joven —se disculpó la sirvienta que salió a mi encuentro—, ¿en qué puedo ayudarle? —preguntó cuando consiguió llevar al can dentro de la casa.
Le entregué un papel que tenía preparado.
«Quisiera ver a Albert Müller».
—Sí, señor, ¿a quién tengo que anunciar?
«Soy Peter Berger».
Si el nombre le resultó familiar no hizo ningún gesto que lo indicase, inclinó levemente la cabeza y desapareció en el interior de la vivienda.
No tuve que esperar para que de nuevo la puerta se abriese. El hombre que me observaba no llegaba a los cuarenta, era de baja estatura, fornido, con una barba recortada que le daba un aspecto serio. Iba vestido con un traje al que se le empezaba a notar el paso del tiempo.
—¿Qué hace usted en mi casa? —dijo mirando a su alrededor en busca de algo que no encontró.
«Necesito hablar con usted urgentemente».
—¿Le pasa algo en la voz o es que es un nuevo juego para reírse de mí? —dijo al leer la nota.
No escribí nada, me quede mirándole a los ojos.
—Es usted un cínico, por su culpa estoy siendo investigado y se atreve a venir a mi casa. Estoy a punto de cenar y créame no deseo tenerle cerca de mi familia.
Quizás había sido un error ir hasta allí solo porque Walter, de quien yo no tenía muy buena opinión, había criticado a aquel hombre por honesto.
«Solo usted puede ayudarme, estoy en un grave aprieto».
—¿Quiere mi ayuda, después de todo lo ocurrido entre nosotros? Debe de estar bromeando.
Noté en sus palabras un fuerte resentimiento, aquel hombre no estaba dispuesto a ayudarme. No iba a humillarme por su ayuda, por lo cual me di media vuelta e inicié el camino de vuelta.
—Espere un momento, Peter —dijo Albert antes de que abandonase su propiedad—, veamos qué tiene que decirme.
Me condujo hasta una salita en la planta baja de la casa. La estancia era sencilla y a la vez acogedora. Estaba decorada con gusto, se notaba la mano femenina que había dispuesto todo. Me pidió que me sentara en uno de los dos sillones colocados frente a una pequeña chimenea.
«Estoy en un grave aprieto».
—¿Se supone que tengo que preocuparme por usted?
Definitivamente el hombre que tenía ante mí no me tenía en gran estima.
No me entretuve en escribir en una libreta que cada vez tenía menos hojas. Me incorporé con la intención de abandonar la casa, quizás me mereciese ese comportamiento, pero no estaba dispuesto a soportar más desprecio.
—No se marche. Le pido disculpas por mi comportamiento. No es digno de mí. Dígame lo que ocurre —dijo Walter levantándose del sillón—, por favor, tome asiento y cuénteme el motivo de su visita.
«Está usted demasiado resentido. Ha sido un error venir».
—Debe de tener un motivo muy poderoso para venir a pedir mi ayuda. Así que hagamos un esfuerzo por aparcar de momento nuestras cuitas —comentó Albert cuando tomó asiento.
«Créame cuando le diga que me será mucho más fácil de lo que piensa».
Cada vez iba consiguiendo mayor velocidad en la escritura.
—Está bien, ¿qué es eso tan importante que le ha movido a venir a mi hogar?
Ese era el momento para arriesgarse: si Walter no estaba en lo cierto, mi revelación podría causarme un grave daño; si por el contrario Albert era la persona idónea, sería el principio de mi recuperación.
«No sé quién es usted».
—¿Cómo dice? ¿Qué significa que no sabe quién soy? Si no fuera porque sé que usted no suele beber diría que está borracho.
«Ojalá todo fuera un efecto secundario del alcohol y se pudiese arreglar con un café fuerte. Solo puedo decirle que desperté hace tres días en un hospital y no recuerdo nada de mi pasado».
Albert se tocó la cara en un gesto nervioso y se pasó la mano derecha por el pelo hasta llegar a la nuca. Me miró fijamente buscando algún signo que denotase que se trataba de una broma.
—¿Está hablando en serio? ¿Quiere decir que tiene amnesia? —dijo sin apartar la vista.
Ante sus dudas opté por contarle como pude todo lo sucedido, mi primer día en el hospital, las pruebas a las que me sometieron, la ayuda de Erika y la reunión en el edificio anodino. Deliberadamente le oculté el encontronazo con el policía. Cuando finalicé mi relató, Albert me contemplaba con la boca desencajada y los ojos abiertos.
—Pues es cierto que tiene usted un gran problema. No es el mejor momento para olvidarse de todo, hay demasiadas cosas que recordar para no meterse en líos.
«Este uniforme negro, ¿qué significa? Soy capitán ¿de qué?».
—¡Dios mío! De verdad está usted en un aprieto —dijo casi gritando—. Ese uniforme es el de las SS. No es fácil explicar lo que somos. Para que lo entienda, somos una organización que se ocupa de velar por el bien del Estado. Dentro de las SS hay varios departamentos que se encargan de todos los temas relacionados con la seguridad. Usted y yo somos parte de la Gestapo.
«¿Qué es la Gestapo?», pregunté temiendo la respuesta.
—Buena pregunta. Somos la policía secreta del Estado, nos encargamos de perseguir a los enemigos del Estado.
«Hoy tendrá que acostumbrarse a responder preguntas estúpidas, pero ¿quiénes son los enemigos del Estado?».
—Tiene mucho sentido cuestionarse quiénes son esos enemigos. Debemos perseguir a todos aquellos que alberguen alguna animadversión hacia el país, el Partido Nacionalsocialista o el Führer, que curiosamente son la misma cosa.
«¿El Führer?».
—Adolf Hitler, es el hombre que gobierna el país.
«Ah, el hombre de los carteles».
Albert soltó una risa involuntaria que se apresuró a censurar.
—Lo siento, es que es como hablar con un niño, o un marciano recién llegado del planeta rojo.
«¿Estás diciendo que toda persona que cuestione al Führer o al partido es como si fuese en contra de los intereses del país y es tomado como un traidor y puede ser detenido?».
Mi pregunta pareció satisfacer a Albert, se levantó del asiento y se acercó al mueble bar.
—¿Quiere una copa? Intuyo que nos va a venir muy bien.
Di el primer sorbo y noté un agradable calor que bajaba por mi garganta e irradiaba a todo el cuerpo con una sensación reconfortante.
—Voy a responder a la pregunta que acaba de formularme —comenzó a hablar Albert—. A finales de los años veinte y principios de los treinta el país se encontraba sumergido en una gran crisis, no solo económica, sino también social. El paro crecía hasta cotas nunca antes conocidas y los enfrentamientos en las calles entre los comunistas y nazis cada vez eran más violentos. En enero de 1933, tras varios gobiernos de escasa duración, Adolf Hitler, líder del Partido Nacionalsocialista, fue nombrado canciller. Ciertas personas influyentes creyeron que el país necesitaba un hombre al que poder manejar y otros querían a un líder fuerte que llevase a Alemania hacia un futuro mejor. Ambas tendencias creían que Adolf Hitler era su hombre. Hitler no se dejó manejar, él estaba convencido de ser el líder que Alemania necesitaba. Tanto él como el partido nazi no desaprovecharon la oportunidad que se les había presentado, desde un principio sabían cómo tenían que actuar para afianzarse en el poder. Valiéndose de las SA, las tropas de asalto, y sus métodos expeditivos, se deshicieron de la oposición. Empezaron con sus enemigos naturales, los comunistas, para después encargarse de los demás adversarios políticos hasta hacerse con el control del Parlamento. Han transcurrido cinco años desde entonces y el poder de Adolf Hitler y del partido no ha hecho más que crecer, el Ejército le ha dado su apoyo al igual que los grandes industriales, pero para que el paso del tiempo no los debilitase necesitan a la Gestapo, la policía encargada de vigilar que nadie se salga de la senda marcada.
Demasiada información en tan poco tiempo para una mente como la mía, los datos iban siendo absorbidos por mi cerebro llenando huecos que antes estaban vacíos. Aun así las dudas crecían en vez de ir disminuyendo.
—Veo por la expresión de su cara que no he debido de explicarme bien.
«No es problema del relato, es más bien una incapacidad del receptor, he entendido el contexto, lo que me fallan son los detalles, no sé qué son las tropas de asalto, ni el Partido Nacionalsocialista, ni Adolf Hitler». Me sinceré en un escrito más largo de lo habitual.
Albert se disponía a contestarme cuando la puerta de la habitación se abrió. En el quicio apareció una mujer de baja estatura, de pelo rubio y cara agradable que se dirigió a Albert.
—Cariño, la cena ya está dispuesta… —La mujer se percató de que su marido no estaba solo—. Disculpa, no sabía que estabas reunido. —Se giró hacia mí. La sonrisa que llevaba dibujada se transformó en una mueca de desdén al reconocerme. Se volvió hacia su marido—. Albert, ¿hay algún problema?
—No hay nada por lo que alarmarse, Emma —comentó Albert ante la mirada recelosa de su mujer.
—Albert, no te confíes, a veces pecas de ingenuo y hay quienes saben aprovecharse. —La mujer no apartó la vista en ningún momento de mí.
—Peter nos va a acompañar a la cena —anunció Albert.
La sorpresa mostrada por Emma fue mayúscula, abrió los ojos desmesuradamente y fusiló a su marido con la mirada.
Negué con la cabeza con insistencia, no quería enemistarse más con aquella mujer.
—Reconozco que estoy tentado en dejarle solo ante los elementos, pero en esta ocasión tiene usted suerte, hoy estamos generosos. Además aquí estará seguro. Así que no pienso aceptar una negativa. —Albert dirigió una mirada reconciliadora a su mujer antes de que esta abandonara la habitación.
«Me odia», escribí cuando nos quedamos solos.
—Tiene motivos, y cuando se trata de defender a sus seres queridos se transforma en un ser temible. Termínese la copa y saldremos por esa puerta a dar cuenta de una buena cena.
¿Por qué aquella mujer creía que yo podía ser una amenaza para su familia? ¿Acaso yo era un monstruo que aterrorizaba a la gente? A cada paso que daba me encontraba con nuevos interrogantes sobre mi vida. Apuré el whisky con el pensamiento puesto en la mujer que acaba de dejarnos.
«No sé por qué ha dicho que no suelo beber, es agradable».
—Usted piensa que dejarse dominar por los placeres es un signo de debilidad, no considera que un buen alemán deba abandonarse a los excesos.
«Usted me desprecia, ¿verdad?».
—Desprecio no es la palabra que define mis sentimientos hacia usted. Digamos que llevamos mucho tiempo enemistados y usted ha hecho todo lo posible para perjudicarme.
«Y yo, ¿qué tengo contra usted?».
—Tendremos que esperar a que recobre la memoria para saber el motivo de tanta animadversión —respondió con una mueca divertida, parecía que estaba disfrutando con mis problemas.
Mi estado de ánimo era contrario al suyo, desconocía toda mi vida y la que empezaba a desvelarse no era demasiado halagüeña. Los retazos que iba descubriendo mostraban a una persona que despertaba sentimientos hostiles.
«¿Por qué me está ayudando?».
—Es cierto que no se merece que le socorra, por eso cuando me dijo que se encontraba en apuros mi primer impulso fue el de deshacerme de usted.
«¿Qué le hizo cambiar de idea?».
—Supe que algo grave le sucedía nada más verle. Su manera de dirigirse a mí de igual a igual sin su habitual menosprecio y arrogancia me sorprendió.
«Aun así consintió en ayudarme».
—Ese fue el momento clave. El Peter Berger que todo el mundo conoce no hubiese aceptado una negativa. Hubiese intentado intimidarme amenazándome con actuar contra mí e incluso no descarto que hubiese llamado a alguno de sus hombres para que me llevasen a la fuerza a la central. En vez de eso, agachó la cabeza resignado y se marchó.
«Por lo que usted cuenta no soy una persona de fácil trato».
—Esa es una forma de expresarlo de manera muy delicada. Hay una duda que me asalta. ¿Por qué ha venido a mi puerta? Si no hubiese perdido la memoria, yo sería la última persona a la que usted recurriría.
«Me hablaron muy mal de usted por un defecto de su carácter. Dijeron que era usted honesto. Y es lo que necesito en este momento, alguien honesto en quien confiar».
La mujer de Albert volvió a entrar en la estancia, me miró con frialdad y nos avisó de que la cena estaba servida.
—Un alto en el camino no nos vendrá mal —comentó Albert sonriendo a su mujer.
—Solo espero que no se nos atragante la comida —replicó Emma.