XVII
—¿Ha matado al hombre que custodiaba la puerta? —me preguntó Herr Doktor cuando nos sentamos en los cómodos sillones de su despacho.
No contesté, Herr Doktor ya sabía la respuesta.
—Ya contaba con ello, por eso le mandé a él a vigilar la entrada. Me ha ahorrado usted el trabajo. El muy desgraciado me estaba robando y se creía que no me iba a enterar. Es lo malo que tiene la gente como él, se piensan que son más listos que los demás y que nunca los van a descubrir. Un error muy común entre los descerebrados.
—No me he sentado con usted en este despacho tan lujoso para hablar de sus negocios —dije de malas formas.
—Me alegro que le guste mi humilde despacho, uno tiene que sentirse bien en su lugar de trabajo. Me ha costado mucho reunir algunos de estos pequeños caprichos, por ejemplo el cuadro ese —señaló una pintura que representaba a un niño en una bañera— es un grabado de Durero de un valor incalculable.
—Tiene muy buen gusto y posee la fortuna necesaria para obtener cosas de calidad —comenté con voz cansina—, ahora, hágame el favor de centrarse en la cuestión que nos ocupa, Herr Doktor.
—Llámeme Manfred, somos viejos conocidos aunque usted no se acuerde.
—Está en lo cierto, no me acuerdo. ¿Quién es el Carnicero de Múnich? —pregunté cansado de tanto circunloquio.
—Ya se lo he dicho, Albert Müller era el Carnicero de Múnich, por eso usted iba detrás de él.
—¿Por qué iba yo a querer actuar contra un miembro de las SS?
—Se puede decir que no estaba usted muy conforme con sus métodos. ¿Por qué se cree que se ganó el apelativo de Carnicero? No era porque su familia tuviera un negocio cárnico. Le encantaba torturar a los prisioneros que caían en sus manos, llegando incluso a descuartizarlos vivos.
Me estremecí solo de pensarlo, ¿cómo se podía llegar a cotas tan altas de perversión? Una sensación de angustia me estranguló el corazón.
—Si Albert era el Carnicero, ¿por qué…? —no me atreví a terminar la frase.
—¿Por qué se ha comportado de una forma tan salvaje el último día? —terminó la frase Manfred por mí.
Solo pude asentir con la cabeza ante la verbalización de mis temores ¿Qué era esa ira de color rojo que me hacía perder el sentido del bien y del mal?
—Hasta las personas más rectas y honradas tienen un diablo en su interior que asoma a la superficie en determinados momentos. El suyo es un ser salvaje sin control —dijo Manfred levantándose del asiento—. Que conste que no estoy diciendo que sin el diablillo sea usted una persona recta y honrada. —Se dirigió al mueble bar—. ¿Le preparo lo de siempre?
El vaso de whisky sin hielos que me sirvió era la misma bebida que tomé en casa de Heydrich.
—Ahora dígame qué relación es la que nos une a los dos y cómo puede ayudarme.
Manfred se sentó en el sillón con su bebida en la mano izquierda y un cigarrillo en la derecha.
—No le ofrezco tabaco, usted no fuma —dijo con una media sonrisa—. Usted y yo trabajamos juntos.
La noticia cayó como una bomba que me hundió en el asiento. No podía ser cierto.
—¿Quiere decir que yo trabajo para usted?
—He dicho que trabajamos juntos. Una colaboración que nos beneficiaba a los dos.
—¿En qué consiste esa colaboración? —pregunté recalcando la última palabra.
—Yo le ayudaba a acabar con Albert y usted espiaba para mí.
Mi mente trabajaba a toda velocidad. No podía creer lo que estaba escuchando.
—¿Y a quién se supone que estaba espiando?
—A su gran amigo Heydrich. —Pude notar el desprecio de Herr Doktor al pronunciar el nombre.
—Nada de lo que me está contando tiene sentido —dije moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Le voy a pedir un favor. No me interrumpa mientras le relate todo lo sucedido.
—De acuerdo.
—Aunque le resulte extraño y tenga miles de preguntas. Ya se las contestaré al final.
Con un gesto de la mano le invité a que comenzase con su historia. Aquel hombre estaba empezando a desesperarme con tanta charla.
—No me voy a remontar al inicio de los tiempos. Voy a comenzar por su pérdida de memoria. Me extraña que no se haya preguntado quién le causó las heridas que le provocaron la amnesia.
—Estaba demasiado ocupado intentando descubrir quién era.
—Me ha prometido que no me iba a interrumpir —se quejó Manfred—, pero en esta ocasión tiene usted razón, difícilmente se puede uno centrar en algo cuando no se sabe cómo se llama y ni siquiera puede hablar. Bueno, como le iba diciendo, es importante saber quién es el responsable de su ataque. Albert Müller sabía que íbamos detrás de él, por eso encargó que lo matasen. Él personalmente no podía hacerlo, así que buscó un sicario de fuera de la ciudad que se ocupase de usted. Lo que no sabía, aunque debería de haberlo imaginado, es que yo sé todo lo que ocurre en mis dominios incluso antes de que suceda. Por fortuna para usted descubrí a quien había contratado y pudimos detenerle antes de que lo matara. Es cierto que no conseguimos llegar con el tiempo suficiente para evitar que lo moliese a palos, pero como dice el refrán, más vale tarde que nunca.
Manfred se tomó un pequeño receso en su relato para darle un trago a su whisky.
—Albert se asustó cuando vio que no había conseguido su objetivo y me llamó para llegar a un acuerdo. Me ofreció la protección de la Gestapo para todos mis negocios, me aseguró que la maquinaria del Tercer Reich se pondría en marcha para hacerme el hombre más rico del país. Mi único trabajo era acabar con usted. Por eso cuando inesperadamente apareció en su casa diciendo que tenía amnesia se le presentó la oportunidad de matarlo. Pero volvió a cometer otro error, en vez de traérmelo a mí le llevó a los arrabales para que gente de poca estofa, a cambio de un poco de dinero, acabase con Peter Berger. Por eso aparecí yo en escena.
—Le voy a interrumpir, si acudió a ayudarme, ¿por qué me retuvo en la casa a punta de pistola?
—Debía comprobar si era cierto lo de la amnesia y además nadie sabía de nuestro acuerdo y tengo una reputación que salvaguardar. No podía ponerle una alfombra roja.
—¿Cómo supo que tenía amnesia? —pregunté intrigado ante el despliegue de conocimientos de aquel hombre.
—Es un hospital, no un bunker. No es difícil sacar información a un médico.
—Una respuesta contundente. Y lo de Dana y Erika. ¿Cómo lo supo?
Mi voz se había transformado casi en un susurro, la ira se iba aproximando.
—Antes de que aparezca de nuevo el diablillo salvaje, respire y piense. Usted es un hombre listo. ¿Quién sabía lo de Dana?
—Albert —repuse más tranquilo, ya no representaba una amenaza.
Manfred negó con la cabeza. En sus oscuros ojos no vi vileza, solo un atisbo de pena.
—Él no pudo ser, no tuvo la oportunidad de hablar con usted. Después me llevó a la emboscada y le reventé los sesos de un balazo.
—Muy gráfico. Si no fue Albert, ¿quién pudo ser?
La única contestación plausible me aterraba, todo por lo que estaba luchando era una gran mentira. No quería decirlo, me negaba siquiera a pensarlo, todo era una gran broma de muy mal gusto.
—Erika —dije en un susurro.
—Muy bien, ha dado con la respuesta.