IX
Cuando Dana se despertó ya tenía preparado el desayuno. Un vaso de leche humeante, tostadas, panecillos y mermelada. Encima de la cama había un precioso vestido azul.
A primera hora de la mañana bajé a hablar con el guardia de la puerta, me informó de que había varios matrimonios con hijos. No supo decirme con exactitud si eran niños o niñas, así que tuve que probar suerte. Afortunadamente no tuve que indagar demasiado, la pareja de enfrente eran los orgullosos padres de una niña de seis años. El hombre era un teniente de las SS, por lo que no realizó ninguna pregunta incomoda, me cedieron con mucha amabilidad el vestido, ropa interior y unos zapatos. Se mostraron muy cordiales, me imagino que el ser un superior ayudó bastante.
—Primero vamos a vestirnos —anuncié cuando se levantó de la cama y corrió solo con una braguita en busca de la comida.
La ropa le quedaba grande, el problema no era la largura, sino la anchura. Dana era tan delgada que podrían meterse dos como ella en el vestido.
No se quedó contemplando el vestido, en cuanto tuvo la ropa puesta corrió hacia la cocina a toda velocidad.
El timbre de la puerta nos cogió de improviso a los dos. Dana con una rapidez asombrosa se escondió debajo de la cama, eso sí, la tostada que tenía en la mano no la soltó llevándosela con ella a su escondrijo.
En el umbral de puerta me encontré a Albert Müller impecablemente vestido con su uniforme negro. Tenía un aspecto imponente, emanaba un aire de persona importante, con verdadero poder, un poder que podía ser utilizado en cualquier momento. Sin embargo había en él algo intangible que lo hacía diferente. Quizás por eso el Peter con memoria le odiaba. El Peter desmemoriado lo necesitaba.
—Buenos días, capitán Berger. Veo que… —detuvo su saludo y se quedó mirando fijamente algo situado detrás de mí.
Me giré creyendo saber que lo que había pausado a Albert no era otra cosa que la presencia de mi pequeña inquilina. Lo único que vi fue el vestido ensangrentado de Dana.
—¡Es usted un monstruo! —me espetó Albert—. ¡No creí que su barbarie pudiese llegar tan lejos!
Mientras me gritaba percibí el inicio de un movimiento que enseguida reconocí. Iba a desenfundar su arma. El mismo instinto que me sirvió para descubrir las intenciones de Albert me indicó que de un solo golpe podría desarmarle y dejarle mal herido.
—Un momento, no vayamos a actuar de manera precipitada —dije mirando fijamente la cartuchera.
—Vaya, ha recobrado el habla en un momento oportuno. —Desenfundó el arma, o mejor dicho, le dejé que desenfundara el arma y me apuntó con ella.
—No se precipité, deje que me explique y después podrá incluso dispararme si cree que soy merecedor de tal castigo.
Sin esperar su respuesta me encaminé a la cama y me agaché.
—Sal, Dana, no tienes nada que temer. Albert es un amigo que viene a ayudarnos. Además se te va a enfriar el desayuno.
La niña abandonó poco a poco su guarida improvisada y se agarró a mi pantalón sin apartar la mirada de Albert, que al verla guardó la pistola.
—¿Puede explicarme qué es lo que hace esta niña aquí?
—Esta niña se llama Dana y es la causante de que haya recobrado el habla.
—¿Pero es…? —Albert no quiso terminar la pregunta.
—¿Que si es judía? Pues sí, aunque aún no comprendo por qué es algo tan relevante.
—Veo que ha recuperado el habla pero no la memoria. ¿Quiere explicarme que ha sucedido para que termine acogiendo en su casa a una niña judía?
Mientras Dana se comía los panecillos, le conté a Albert todo lo sucedido, el encontronazo con los hombres vestidos de pardo a las órdenes del salvaje del palo, el asesinato del anciano y mi intervención para detenerlos antes de que acabasen con la vida de Dana.
—Comprendo que no permitiese que matasen a una niña, pero ¿por qué se ha hecho cargo de ella?
—No tiene a nadie, su abuelo era la única familia que le quedaba. Si la dejaba allí corría el peligro de que volviesen.
—Una actuación que le honra y más siendo usted Peter Berger, azote de comunistas y judíos.
—¿A qué se refiere? Haga el favor de explicarse.
Albert se quedó pensativo un instante, para después mover la cabeza con resignación.
—No encuentro una manera lo suficientemente delicada para exponer su proceder todos estos años. Solo le diré que el Peter Berger que conozco no hubiera intercedido por unos judíos y menos hubiera cuidado de una niña.
Mis temores acaban de ser confirmados por las palabras de Albert, yo hubiese sido capaz de dejar morir a Dana. Instintivamente miré a la niña, que continuaba atareada con uno de los panecillos.
No quería hacer la pregunta, prefería mantener la incertidumbre que enfrentarme a una verdad que pudiera destruirme.
—Albert, ¿el Peter al que se refiere hubiese matado al anciano y a la niña? —Mi voz fue un susurro.
Albert me contempló durante un instante y negó con un gesto de cabeza.
—Usted no se mancha las manos, prefiere mandar a otros a hacer el trabajo sucio.
Respiré profundamente intentando digerir lo que acababa de oír.
—Ayer un hombre que dijo ser mi ayudante me comunicó que usted estaba siendo investigado por algún comportamiento ilegal y que yo había sido la persona que había presentado la denuncia —dije sin apartar la mirada de Dana.
—Un cambio de conversación efectivo —apuntó Albert cerrando la puerta de la entrada que aún permanecía abierta—. Tendremos tiempo de tratar el tema de su denuncia. Ahora tenemos que irnos, hay una persona que quiero que conozca otra vez.
—De acuerdo, pero antes tengo un pequeño asunto del que ocuparme.
Llamé a la puerta con la esperanza de que no fuera ella quien abriese la puerta, no deseaba otra reprimenda por su parte. Mi intención era la de poder explicarme antes de ser fulminado con su mirada. Desafortunadamente fue Erika quien abrió la puerta.
El camisón blanco y su cara somnolienta eran la pista irrefutable de que acababa de levantarse de la cama.
—Siento haberla despertado, pero necesito su ayuda.
Tardó unos segundos en centrar su dispersa mente, me contempló como el que ve una persona por primera vez. Su rostro no mostró ningún gesto que pudiera ser confundido con alegría, ni siquiera reconocimiento.
—No creo que tengamos nada de qué hablar y menos… —Se percató del cambio que se había producido—. Ha recobrado el habla, ¿también la memoria?
—Me temo que esa parte de mí se resiste a volver —dije esbozando una media sonrisa.
—Lo que sí parece haber vuelto es el descaro, se presenta aquí con una sonrisa y esperando que le haga un favor…
La frase de Erika se quedó suspendida en el aire, su vista permaneció fija en Dana, que se había ocultado detrás de mí. Levantó la vista hasta encontrarse con mis ojos y al mismo tiempo que realizaba el movimiento su mandíbula fue descendiendo en un gesto de sorpresa.
—Es por ella por quien me he atrevido a importunarla —dije empujando con suavidad a la niña para que Erika pudiera verla.
—¿Quiere que cuide de su hija? —Su voz sonó más aguda de lo habitual. Sin duda aún estaba intentado asimilar la presencia de la pequeña. Se mordió el labio inferior con los incisivos en un gesto que me pareció encantador. Esa impresión enseguida fue hecha pedazos.
—¿No ha encontrado a nadie que se pueda hacer cargo de ella? Seguro que a alguien con su puesto en las SS no le costará encontrar una niñera. —No elevó la voz al hablar, pero su tono de voz resultó agresivo.
Dana se percató de lo poco amistoso de las palabras de Erika y volvió a ocultarse tras mis piernas, noté como agarraba con fuerza la pernera del pantalón.
Sé que si no hubiese sido por la presencia de Dana, Erika hubiese cerrado la puerta de un portazo. La reacción de la niña reblandeció el corazón de la mujer, ver como la pequeña retrocedía alejándose de ella le mostró, como si de un espejo se tratara, el reflejo de su hosco comportamiento.
—Cariño, no te asustes. —Se agachó hasta la altura de la niña y la miró con dulzura a la vez que le esbozó una de esas sonrisas que me encandilaron en el hospital—. ¿Cómo te llamas?
La niña no se dejó embaucar por la actitud amistosa de Erika y se negó a salir, permaneció aferrada a mí como si yo fuera un salvavidas en medio de una terrible tormenta.
—No estoy enfadada con tu papá —mintió Erika intentado ganarse a la niña.
—No es mi papá —balbuceó Dana.
Erika se incorporó con rapidez y me dirigió una mirada llena de extrañeza.
—¿Quién es esta niña?
—Si nos deja entrar en su piso podré explicarme debidamente.
La joven volvió sus azules ojos hacia Dana y se hizo a un lado dejando el paso franco.
La nimia acción de cruzar el umbral de la puerta me envolvió en una maraña de sensaciones que inundó mi mente. El aroma de Erika activó la zona del cerebro encargada de los recuerdos, y quizás al estar tanto tiempo inactivo su despertar fue más abrupto de lo deseable. Por primera vez desde que desperté sentí que pertenecía a un lugar, por alguna extraña razón aquella mujer me hacía sentir como en casa.
—Ahora puede usted hablar —dijo Erika nada más cerrar la puerta.
Yo seguía perdido entre las sensaciones que transmitía aquel lugar, deseaba seguir perdido entre mis pensamientos más tiempo, ni siquiera la voz de la joven me sacó de mis ensoñaciones, solo el tacto de Dana en mi pierna me conectaba con el mundo exterior. Noté como su pequeña mano fue incrementando la presión hasta que con un sobresalto volví a centrarme.
—Peter, ¿está usted bien?
Cómo explicar con palabras lo que solo es posible hacerlo con sentimientos. Me hubiese gustado decirle que solo había conseguido encontrar la paz entre aquellas cuatro paredes con su presencia. Acaricié la cabeza de Dana y en un arrebato proveniente de lo más profundo de mi interior la cogí en brazos.
—Se llama Dana y solo me tiene a mí —anuncié sin poder apartar los ojos de la niña.
El relato de lo sucedido en la sastrería derribó las reticencias de Erika. Mientras hablaba, una atmósfera enrarecida se apoderó del lugar, cada palabra que salía de mi boca incrementaba la sensación de asfixia producida por el inhumano comportamiento de los hombres que irrumpieron en la tienda del abuelo de Dana.
—Es horrible —acertó a decir Erika con los ojos llenos de lágrimas. Se acercó a la niña que aún permanecía entre mis brazos y la besó con dulzura en la frente.
—Necesito que alguien cuide de ella mientras intentó poner un poco de orden en mi vida. —Esta vez mi media sonrisa sí resulto efectiva. Erika extendió los brazos con la intención de que la niña se fuera con ella.
—Vamos, Dana, Erika cuidará de ti y te dará chocolate.
Dana me miró con el ceño fruncido, estaba enfadada. Su gesto infantil consiguió el efecto buscado por la niña. Un nudo se formó en mi garganta, en contra de todo razonamiento aquella pequeña que acaba de entrar en mi vida ejercía un gran poder sobre mí.
—No te preocupes, Erika es muy buena y no te hará daño —dije con voz infantil. Cuando fije mi vista en Erika, esta me observaba divertida.
La niña se agarró con fuerza a mi cuello y empezó a sollozar, cada lágrima vertida por Dana parecía quemarme la piel. Mi sentimientos hacia la niña volvieron a activar las dudas que me asaltaban desde que desperté, ¿tendría niños? En mi piso no había ninguna señal que indicara que así era, pero en mi estado no podía estar seguro de nada.
Erika agarró con suavidad a la niña y con una dulzura extrema la separó de mí. Intenté sonreír a aquella cara surcada de lágrimas que me miraba con pena, mi mueca no debió de ser suficiente o quizás la niña era inmune a mis encantos.
—Váyase tranquilo, no es la primera vez que hago de niñera —dijo Erika con una sonrisa.
Me dirigí a la puerta y en un acto instintivo giré sobre mis talones.
—Le gusta mucho el chocolate.
Erika me hizo un gesto con la mano indicándome la salida. Su risa cristalina aún retumbaba en mis oídos mientras salía del edificio.