III
Una bofetada, eso fue lo primero que recibí al asomarme al exterior. No fue un golpe propinado por una mano, lo que acudió a mi encuentro fue un viento helado que descargó toda su furia en mi maltrecho ser. La nieve sustituyó al viento en mi percepción del mundo que me rodeaba. Remolinos de cristales de hielo barrían la calle, que a pesar de ser mediodía se encontraba desierta, nadie en su sano juicio se aventuraría a abandonar la protección que le brindaba su casa. Los copos dificultaban la visión, apenas podía ver más allá de mi propia nariz, por lo que avanzar se presentaba como una tarea complicada. La nieve acumulada en las aceras convertía cualquier movimiento en una resbaladiza excursión. Ante la perspectiva de un viaje repleto de dificultades, la tentación de volver atrás y entrar de nuevo en el hospital se hizo cada vez más fuerte, varias veces estuve a punto de girarme y penetrar en el gris edificio. El recuerdo de la nota advirtiendo de un peligro aún desconocido y la presencia del mastodóntico vigilante resolvió todas las dudas, agaché la cabeza e inicié el camino a ninguna parte. A pesar de desconocer a dónde me encaminaban mis pasos comencé a andar.
El calor corporal que atesoraba comenzó a abandonarme a gran velocidad, hubiese dado toda mi fortuna, si es que poseía una, por tener sobre los hombros un abrigo que me resguardase del intenso frío. Cada paso sobre la nieve se convirtió en un trabajo digno del mismo Hércules, levanté la mirada con la intención de orientarme, la nieve seguía cayendo con profusión, por lo tanto mi misión resultó fallida, lo único que alcancé a ver fue una sombra difusa que supuse que serían los edificios que rodeaban el hospital. El frío se fue apoderando de mí a cada instante, la ropa no era la adecuada para el tiempo invernal, era tan liviana que podía sentir el aire atravesarla sin impedimento. Cuando mi andar errático me hizo abandonar el abrigo de los edificios, una ráfaga de viento gélido me alcanzó derribándome sobre el suelo nevado. Pensé en quedarme allí tumbado y renunciar a cualquier atisbo de esperanza, solo debía esperar la muerte dulce.
Los escalofríos se hicieron presentes de forma continuada, todo mi cuerpo se vio afectado por espasmos cada vez más intensos que me impedían levantarme. El instinto de conservación me alertó que era necesario moverse cuanto antes. Me arrodille aún afectado por los temblores e inicié la tarea de levantarme. Una sensación cálida me embargó, como si de repente hubiese entrado en calor, supe enseguida que era una de las fases de la hipotermia y que si no encontraba un lugar donde guarecerme moriría congelado. Reuní las escasas fuerzas que me quedaban y me incorporé. El corazón inició una veloz carrera debajo del pecho y cada vez necesitaba respirar más rápidamente. Si no hacía algo pronto por elevar mi temperatura, la situación se volvería irreversible.
Desesperado busqué un lugar donde poder cobijarme, el temporal lejos de amainar continuaba azotando sin remisión. Había que rendirse a la evidencia, no encontraría ningún lugar donde esperar a que las fuerzas de la naturaleza aplacasen su furia. Seguí caminado por el infierno helado casi convencido de que la suerte me había abandonado. Sentí primero un alarmante hormigueo y después el entumecimiento se adueñaron de pies y manos. Los dedos de las extremidades inferiores palpitaban transmitiendo su agónico final. Mis movimientos se tornaron cada vez más torpes. En cualquier momento terminaría cayendo y esa vez no podría volver a levantarme.
Un zumbido se impuso al ruido de la tormenta, era un ruido constante y metálico que se acercaba cada vez más. Creí estar delirando cuando escuché el tintineo de una campana. Miré en dirección al sonido y proveniente de la nada surgió una potente luz, que aumentada por los copos que caían frente a ella, iluminó toda la calle. Tras la potente luz brotó de entre la nieve un majestuoso tranvía. El frío había afectado a mis sentidos, pero mi mente vislumbró la salvación que en forma metálica se había presentado de forma imprevista. Con una energía que creí imposible reunir, corrí detrás del tranvía con la esperanza de que se detuviera. Por fortuna, a los pocos metros frenó hasta detenerse.
Las profundas huellas en la nieve dejadas a mi paso eran la prueba de la dificultad que entrañaba cada zancada. Debía esforzarme en no quedarme atascado cada vez que mi pie se posaba en el suelo. El crujido producido por las pisadas era la constatación sonora del peligro de tropezar y de perder cualquier posibilidad de salvación. La nieve y el viento continuaban azotándome sin misericordia como si se propusieran detener mi carrera. Mis ojos entreabiertos para evitar los copos que caían a gran velocidad estaban fijos en el tranvía que continuaba frente a mí, incólume ante el averno blanco en que se habían convertido las calles de aquella ciudad desconocida.
Un esfuerzo más a mi quebrado cuerpo, era lo único que pedía. En mi cerebro retumbó un rezo, imploré a Dios que me ayudase, que no me abandonase en ese momento. Desconocía si era merecedor de las misericordia divina, de lo que estaba seguro era de mis ganas de vivir, por algún motivo mi mente me obligaba a luchar hasta la extenuación, una vez más unas palabras remplazaron la oración para apoderarse de mi pensamiento —la rendición no es una opción—. La frase se repetía constantemente en mi cabeza —la rendición no es una opción—. Apreté con furia los dientes, solo unos metros más y mis plegarias serían escuchadas.
El conductor, un hombre robusto con la cara picada por la viruela, accionó levemente la palanca que ponía en marcha el tranvía a la vez que soltaba el pedal del freno. El monstruo metálico inició su lenta marcha bajó la inmensa nevada. Se disponía a acelerar cuando mis agónicos golpes llamaron su atención. Su rostro se contrajo en una mueca de sorpresa, para seguidamente dar paso a un gesto de repulsa. Sin duda mi estado físico y mi ropa inapropiada le hicieron recelar. En sus ojos vi que esa desconfianza estaba consiguiendo que su mano accionara con más fuerza la palanca. Quise gritar, decirle que se detuviera, que se apiadará de mí, la garganta no transmitió esa necesidad, por lo que solo pude mirarle con una mezcla de odio y resentimiento. El semblante del hombre cambió al igual que hiciera el del médico, la desconfianza mutó hasta convertirse en una máscara de terror. Detuvo el vehículo y procedió a abrir la puerta.
—Un día muy desapacible —comentó sin mirarme a los ojos.
El tranvía se encontraba desierto a excepción del propio conductor y un hombrecillo vestido con un abrigo gris sentado en la parte de atrás. Tocado con un sombrero borsalino de fieltro del mismo color que el abrigo, no levantó en ningún momento la vista, quedando así sus rasgos fuera de mi alcance. El calor del interior del tranvía llegó hasta mí reconfortando mi helado cuerpo, cerré los ojos un instante intentando saborear la sensación cálida que me invadía. El carraspeo llamando mi atención me recordó que tenía un problema que resolver; no podía pagar el billete. Abrí los ojos y me encontré con la mirada huidiza del conductor. En un acto reflejo me llevé la mano al bolsillo de la chaqueta. Las extremidades aún me palpitaban al ritmo que marcaba el corazón y no habían recuperado la sensibilidad, un dolor urente recibió a los dedos cuando chocaron con el interior del bolsillo. No obstante, noté que no estaba vacío, cerré el puño con delicadeza sobre el enigmático contenido. Mi mano congelada no recibió con agrado aquel nuevo esfuerzo. El dolor subió por el brazo hasta terminar dominando todos mis sentidos.
—¿Se encuentra usted bien? —preguntó retóricamente el conductor—. Detrás de nosotros hay un hospital, debería ir a que le echasen un vistazo.
Negué con la cabeza, no como contestación al consejo, fue un movimiento que intentaba detener las punzadas que recorrían el brazo y amenazaban con expandirse por todo mi ser. Por un momento creí desfallecer, me tambaleé ligeramente, respiré todo lo profundamente que pude y al fin recuperé el equilibrio. Saqué la mano y observé lo que llevaba enganchado en los dedos. Recordé a la enfermera, mi salvadora metiendo algo en la chaqueta. Aunque no tenía demasiados motivos para hacerlo sonreí satisfecho; era dinero.
Me dejé caer en uno de los asientos corridos de madera situados en la parte central del tranvía. Estaba tan aterido que me acurruqué en la esquina con la esperanza de recuperar parte del calor perdido. La suerte parecía no haberme abandonado del todo, el tranvía poseía uno de los novedosos sistemas de calefacción. Dos ventiladores provistos de motores eléctricos introducían aire, calentado previamente por radiadores también eléctricos, en cañerías dispuestas debajo de los asientos. De esta manera los pasajeros del transporte público se encontraban a salvo de las inclemencias meteorológicas. Coloqué las manos al alcance del aire caliente con la intención de hacer desaparecer el color azulado que presentaban. Otro error más que añadir a una lista que iba aumentando. El dolor se incrementó haciendo que fuera imposible continuar calentándolas. Me recliné contra el respaldo y dejé que el calor, esa vez de manera menos directa, remplazase al frío que me consumía.
El cansancio hizo mella en mí, los parpados luchaban con ahínco contra mi voluntad con el objetivo de plegarse ante el agotamiento de un cuerpo llevado al límite. No iba a permitir que mi debilidad se impusiera al raciocinio, la situación desde que abandoné el hospital no había hecho más que empeorar. Me encontraba con manos y pies congelados en un tranvía con destino desconocido y sin lugar a donde ir. Con cuidado rebusqué en el bolsillo donde había encontrado el dinero que mi bella salvadora me había dado. Mi corazón casi se detuvo al descubrir lo que parecía un papel. Desoyendo el dolor que me producía cada roce, saqué la mano con rapidez. Delante de mí, entre mis azulados dedos, había uno de los papeles que había usado para comunicarme. Identifiqué inmediatamente la letra, era la misma que me había advertido que debía abandonar el hospital.
«Erika Bitter, Ludwigstrasse, 22 1b».
Erika Bitter, por fin ponía nombre a la persona que velaba por mí, un nombre bonito para mi rubio ángel de la guardia. Mi cerebro, ese que se negaba a decirme quién era y que me castigaba con el silencio, no me permitía perderme en ensoñaciones románticas. ¿Por qué me ayudaba? ¿Qué sabía sobre mí? ¿Qué quería? Esas preguntas, lejos de dar respuestas solo demostraban que yo era una persona pragmática y desconfiada.
Aproveché una parada para levantarme, la sensación de quemazón en los pies pareció remitir, hubiese deseado que mi instinto no me obligase a actuar y permanecer quieto degustando la calidez del vagón. En vez de eso me encaminé a la parte delantera del vehículo. El conductor a través del retrovisor contempló mi penoso andar, en su rostro volví a ver el rictus de preocupación como si mi presencia le turbara. Al llegar a su lado le enseñé la dirección.
—Hay una parada cerca de esa dirección. No se preocupe, le aviso cuando lleguemos.
La nieve continuaba cayendo cuando me apeé del tranvía. El viento había amainado lo suficiente como para no convertir mi nueva experiencia en el exterior en una reedición del infierno níveo. Vi con nostalgia como el tranvía desaparecía entre una nube blanca, quizás había cometido un error al abandonar el refugio motorizado. El frío atacó mis debilitadas extremidades, una vez más las punzadas me recordaron la precaria situación en la que me encontraba.
Un hombre de baja estatura cubierto con un abrigo de cuero y un sombrero negro salió de la nada y cruzó desde la acera contraria. Como si el clima no le afectase se acercó a mí con rapidez. Yo a mi vez agaché la cabeza y me encaminé en la dirección que el conductor me había indicado. El vaho que perseguidor emanaba por la boca al respirar me alcanzó cuando llegó a mi altura. Me miró con detenimiento escrutando con decisión, daba la impresión de que estuviera acostumbrado a prejuzgar a la gente con un solo vistazo.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó con aire autoritario.
¿Cómo explicar sin palabras lo que se desconoce? Mi única respuesta fue la de encogerme de hombros e intentar continuar mi camino. Por lo visto el hombre no estaba de acuerdo con mis planes. Me agarró con fuerza del hombro interponiéndose en mi trayectoria.
—¿A dónde te crees que vas? Si te hago una pregunta lo correcto es contestar. —Su tono afable fue desmentido por la fiereza de sus gestos.
Aquel hombre, que supuse que era un miembro de la policía, era peligroso, sus palabras resonaron por encima de la tormenta con la inflexión de aquel que está acostumbrado a mandar y ser obedecido. Daba la impresión de que nadie discutía sus decisiones.
—¿No hablas? —Me golpeó con dureza en el estómago. Me doblé sobre mí mismo y caí de rodillas sobre la mullida nieve—. De todas formas da igual lo que pudieras decir a tu favor, sé perfectamente qué hacer con un vagabundo como tú —sentenció levantándome por el cuello.
¡Un vagabundo! Eso era lo que yo era. Una persona sin un techo donde cobijarse, sin nadie que se preocupase por mí, vistiendo ropas que no eran suyas y a punto de morir congelado.
—Vamos, te voy a llevar a un lugar apropiado para personas asociales, allí te haremos hablar —dijo sujetándome del brazo y arrastrándome calle abajo.
Me sentí humillado, no solo por el comportamiento déspota e intimidatorio hacia conmigo, lo que más me molestaba era la infravaloración de mi persona, para él yo no representaba una amenaza, no mostraba ningún signo de alerta ni de preocupación. Yo era un despojo que no era capaz de defenderme. Y lo peor era que tenía razón, no podía responder a su amenaza física, mi única opción era obedecer. El hombre sonrió satisfecho cuando percibió mi sumisión.
La nieve había abandonado la intención de cubrir por entero la ciudad cuando el hombre me arrastró al lugar de donde había salido. El frío continuó ensañándose conmigo, el dolor de los pies hacía que cada paso resultará una experiencia inhumana. El hombre me empujó sin miramientos, se notaba que estaba acostumbrado a tratar a los demás con una rudeza que emanaba de su interior. Era una persona que convivía con la violencia y se había acostumbrado a vivir con ella añadiéndola a su vida cotidiana como una más de sus cualidades.
—Métete en el coche —dijo al llegar a un vehículo tan cubierto por la nieve que apenas era visible—. Vamos, escoria, no tenemos todo el día. —Abrió la portezuela y me metió a la fuerza en el interior.
De nuevo el comportamiento del hombre demostró que no me consideraba un riesgo para su seguridad. Me introdujo en la parte trasera sin ninguna medida que impidiera resistirme a la detención. No me colocó las esposas ni estaba vigilado. ¿Era un comportamiento habitual en la policía de aquel lugar ignoto y desolador? No se había identificado como agente del orden y había procedido a mi arresto sin ningún motivo, simplemente mi aspecto no era el adecuado. Además estaba esa falta de temor que acompaña a todos los policías del mundo. ¿Acaso donde me encontraba las personas eran inofensivas y ese era el motivo de la dejadez? No, esa no era la cuestión, el ser humano nunca es inofensivo, ya lo había comprobado en el hospital con el vigilante y ahora con el policía.
El hombre se sentó al volante y accionó la llave de contacto. El vehículo carraspeó con insistencia, no solo era a mí al que le afectaba el clima. El policía insistió con terquedad hasta que el motor despertó de su letargo. Avanzamos lentamente por la calle, una maniobra brusca podría acabar en un accidente, hasta colocarnos en nuestro carril.
La rendición no es una opción. Por mucho que quisiera impedirlo la frase acudía a mí con obstinada fuerza. Con claridad se formó en mi mente la idea, era la hora de actuar, dejar atrás todas las dudas, olvidar el sufrimiento y el dolor y actuar. Había llegado el momento de probar de qué era capaz, saber qué clase de hombre era.
Encontrar el momento propicio para atacar no resultó complicado. El ufano policía se encontraba demasiado ocupado intentando no salirse de la carretera. Al llegar a una curva el vehículo redujo la marcha, era lo que estaba esperando. Desde atrás lo rodeé con el brazo aplastando el cuello del policía. Sabía la presión que tenía que ejercer para matarlo. El policía intentó forcejear, soltó el volante y chocamos contra el bordillo haciendo que el coche se subiera a la acera. Gracias a la baja velocidad a la que viajábamos, el choque contra el edificio no fue lo suficientemente potente para evitar que yo siguiera con mi estrangulamiento. Había llegado el momento decisivo. Si continuaba apretando moriría. No tenía ningún motivo para mostrar clemencia, el policía se había comportado de forma cruel, y él no hubiese dudado en acabar con mi vida si estuviese en mi lugar.
La vida del hombre se iba apagando, la intensidad de su resistencia al abrazo asfixiante disminuía a la misma velocidad que sus posibilidades de salir vivo. Noté como su cuerpo se relajaba, había perdido el conocimiento, solo tenía que continuar con la presión y jamás recobraría el sentido.
Descendí del vehículo lo más veloz que pude. Mi mayor temor era que algún transeúnte hubiese visto el accidente y acudiese en nuestro auxilio. Mis miedos eran injustificados, la calle continuaba desierta, la climatología por fin jugaba a mi favor, hasta que la tormenta de nieve no abandonase la ciudad nadie saldría al exterior. Una vez más tuve que olvidar mi lamentable estado físico, apreté los dientes y me encaminé lo más raudo que me fue posible a la dirección que había inscrita en el papel de Erika.
El tiempo no siempre actúa de forma uniforme, ni se vuelve dúctil cuando a uno le interesa. En ocasiones los segundos parecen detenerse convirtiéndose en horas y otras veces las horas corren hasta transformarse en segundos. Desde que abandoné el hospital tenía la sensación de vivir a cámara lenta, como si todo a mí alrededor ralentizase su tempo hasta acompasarlo a un parsimonioso ritmo que destrozaba mis mermadas fuerzas.
El edificio al que me dirigía por fin parecía a mi alcance. La esperanza de encontrar un refugio a salvo de las inclemencias y de los peligros que surgían a mi encuentro actuó como un pequeño depósito de combustible extra.
Con lo que creí que era mi último hálito en este mundo logré entrar en el portal de la vivienda. Caí de bruces golpeándome contra el suelo. No sentí dolor, solo deseaba cerrar los ojos y abandonarme a mi suerte. Estaba cansado, dolorido y al límite de mis fuerzas, pero lo que vaciaba mi energía era recordar lo que había sucedido durante mi hospitalización. Nadie acudió a preguntar por mí, lo que significaba que el mundo no me echaría de menos. La sensación de soledad me afectaba más que el frío y el dolor, solo deseaba que todo terminase, el sufrimiento se extinguiría a la vez que mi breve paso por el mundo.
Con la misma intensidad de mis lamentos llegó hasta mí la martilleante frase que había tirado de mí: «La rendición no es una opción». No permití que mi cabeza se perdiese en divagaciones que no desembocaban en nada que sirviera a mi causa, que no era otra que la de continuar con vida, debía centrar todos mis esfuerzos en mi supervivencia. El mismo instinto que hace que los suicidas que deciden acabar con su vida ahorcándose pasen sus últimos instantes esforzándose en soltar el lazo que rodea su cuello acudió en mi auxilio. Desconozco de qué recóndito lugar de mi cuerpo reuní la fuerza necesaria para ponerme de pie, pero, no sin mucho esfuerzo, logré incorporarme.
He realizado grandes esfuerzos para recordar cómo pude subir aquellas escaleras, he exprimido mi cerebro en busca de esos minutos perdidos. Lo único que sé es que mi mente me posiciona delante de una puerta que golpeo sin demasiada fuerza. Mis exiguas energías me abandonan definitivamente, siento como caigo envuelto en una penumbra cada vez mayor, como si la oscuridad viniese en mi auxilio protegiéndome del mal que me espera.